jueves, 30 de julio de 2009

Hacia el Nirvana

Por Andrea Gómez

“No lo hagas” eran las palabras que pasaban por la mente del cepillo de dientes mientras por fin llevaba a cabo su plan de escapar. Jabón siempre le decía que nunca iba a encontrar un lugar mejor. Él respondía que ya no aguantaba más, ese apestoso cerdo desagradable a quien llamaba "dueño" llevaba tres años con él... el límite son cuatro meses, ¿sabías eso, Jabón? Pues no, claro que no lo sabia, era solamente un jabón.

Su plan consistía en:

1) Brincar del lavamanos al suelo (un acto casi suicida, considerando claro que es un cepillo de dientes)
2) Correr hasta el dormitorio de su dueño (más que correr yo diría dar pequeños brincos, una vez más, es un cepillo de dientes)
3) Conseguir un ticket de metro de algún bolsillo
4) Secuestrar al ticket (Dicen que es complicado porque son todoterreno)
5) Tomar el metro y llegar al Nirvana. (Citando al incienso: “Es un sitio grandioooso, man”

El plan parecía bastante simple. Sin pensarlo dos veces saltó hacia el suelo haciendo gritar a todos de horror, “Estoy bien, sólo me doble un poco las cerdas” gritó luego de la caída. Todos se tranquilizaron y se asomaron para observar su gran huida.

Empezó a dar brinquitos hasta llegar al dormitorio, chequeó que su dueño estuviera dormido y se paro rígidamente simulando ser la seña del pulgar hacia arriba, sus espectadores suspiraron. Buscó con la mirada unos pantalones usados y los vio, estaban justo al lado del perro. Fue caminando de puntillas (dando pequeños brincos lenta y suavemente) para no despertar a la bestia. Al estar enfrente de ella olió su mal aliento y pensó que necesitaba un cepillo de dientes urgente, también pensó que era algo irónico ya que él era uno y estaba huyendo, en fin, buscó en el bolsillo y encontró un ticket de metro anaranjado bien dormidito, lo sacó con cuidado y justo cuando estaba afuera se despertó.

–¡Aléjate de mí! Sé karate, te puedo partir en dos segundos– gritó Ticket- Si me tocas otra vez te lo juro, TE PARTO.
A Cepillo no se le ocurría nada que decir. Él pensaba que era un mito urbano que los tickets de metro estaban entrenados para cualquier situación irregular.
–Lo siento– dijo cepillo– Es que, mira, ya me falta poco para terminar el plan, no me lo arruines por fa.
–¿Qué plan? – Dice el ticket con un tono detectivesco.
–Es que… mira, chamo, ¿tú nunca te has sentido utilizado? ¿No sientes que la gente no te aprecia?
–Ehh, bueno sí, a veces… ¿pero eso que tiene que ver?– dice el ticket avergonzado.
-Mira, lo que pasa es que ya yo me cansé, me están explotando y yo la verdad NO PUEDO MÁS, quiero irme al Nirvana.
-¿El Nirvana? Y más o menos… ¿Qué es eso?
–Bueno, yo la verdad no sé que es, ni mucho menos dónde queda, pero según Incienso es el mejor sitio del mundo para relajarse. Hay paz y nadie te explota. Entonces, ¿quieres huir al Nirvana conmigo?
–Bueno, pero deprisa que el perro se está despertando– susurro el ticket.

Cuando estaban de salida el perro se despertó y empezó a comérselos, dejando nada de ambos. Al final, el cepillo de dientes reencarnó en un rollo de papel higiénico, por inconforme, y el ticket, bueno, sus viajes de ida y vuelta en esta vida habían llegado a su fin y, sin saberlo, llegó al Nirvana.


Reciclaje

Por Moisés Lárez

Ese momento –en el que siendo chupado por la máquina para permanecer dentro del aparato– esperaba ser reciclado para vivir otra vez como ticket de metro.

Nació por primera vez como un Guayacán hace diez años, cuando una niña que estudiaba segundo grado sembró una semilla en una compota. Ella lo llevaba para todos lados orgullosa de su experimento. Un día en un viaje del colegio al Estado Amazonas perdió su compota y con ello su arbolito. Sin embargo, él siguió creciendo y se convirtió en un árbol frondoso. Un día lo tallaron y no vivió más como árbol. Pensó que iba a morir, que no iba a volver a ser útil, pero se convirtió en papel y vivió como resma un par de meses en la oficina de un administrador. El administrador lo llenaba de números y cuentas por todas partes con un lapicero. A él le gustaba y se sentía feliz por eso. Aunque muchas de sus partes eran arrugadas y botadas, de él seguía quedando un buen trozo, pero cuando el administrador no necesitó más esas viejas cuentas las botó. Pensó que sería incinerado –como había visto en la televisión que hacían con la basura–, pero el administrador era alguien muy consciente así que lo mandó a una planta de reciclaje de papel. Ahí se transformó en un cuaderno. De esta manera vivió en el morral de una niña, muy parecida a la que lo había sembrado en la compota. Dentro de su morral vivía con un lápiz, unos colores, una cartuchera y un cepillo de dientes. El cuaderno siempre le preguntaba al cepillo por qué vivía ahí y él tampoco sabía responderle con exactitud. Al parecer la mamá era muy preocupada y quisquillosa, por eso la niña tenía que cepillarse hasta en el colegio. Un día la niña se molestó mucho con su mamá porque no la dejó jugar con el Nintendo y para herir a su mamá porque sabía el precio de las cosas destrozó el cuaderno en trocitos que quedaron esparcidos por la casa. La señora de servicio recogió los trozos y los botó, pero al día siguiente la mamá encontró algunos trocitos que la mucama no había recogido y los mandó a la planta de reciclaje.

De nuevo en la planta, se transformó en un ticket de metro de color amarillo. Le gustaba ser de ese color porque era muy doloroso pasar por el torniquete. Así que siendo amarillo atravesaba el torniquete máximo dos veces y era enviado, de nuevo, a la planta de reciclaje y volvía a convertirse en ticket de metro. Un día le tocó ser multiabono y sufrió mucho. Sus días felices se habían ido y cayó en una profunda depresión. La persona que lo había comprado era un viejo; un viejo estúpido, además. Primero, los ellos no tienen que comprar tickets de metro porque con sólo mostrar la cédula les dan un ticket amarillo gratis, pero este viejo, imbécil, había comprado un multiabono porque era gafo, para arruinar la vida del ticket y ocupar un espacio de la cola de los que estaban detrás de él. Tan imbécil era él, que a veces –la mayoría– olvidaba que tenía un multiabono en la cartera y pedía un ticket gratis de la tercera edad y el multiabono sufría dentro de la cartera porque él quería irse a la planta de reciclaje.

Su depresión se había agudizado, había pensado en el suicidio: había pensado en lanzarse al lavamanos cuando el viejo estuviera cepillándose, o en caer en la basura y esperar la incineración dentro del camión y no vivir más. Pero lo detenía el recuerdo que le quedaba de ser una semillita de Guayacán. La sonrisa de la niña lo hacía recapacitar y frenaba su suicidio, pero sabía que por dentro había muerto y que sólo era un pedazo de papel que un viejo había olvidado usar.

Un día pensó que todo había vuelto a la normalidad y tuvo una esperanza momentánea. El viejo lo recordó un día que fue con su sobrino al metro y como siempre pidió un ticket de la tercera edad, pero esta vez le dio el multiabono a su sobrino. Cuando estuvo entre los dedos del muchacho se sintió lleno de vida de nuevo, sintió nuevas energías: cargado, revitalizado. Se aferró a la vida y le dieron muchas ganas de seguir en este mundo. Sin embargo, el sobrino del viejo era tan imbécil como su tío, así que botó el multiabono en una de las papeleras de la estación. De nuevo el ticket se sintió triste porque pensaba que iba a tener una vida nueva y vio todas sus esperanzas rotas en un segundo. Cayó en desesperación y, ya resignado, sintió que la incineradora era inminente.

Un muchacho escuchó cuando el viejo imbécil regañó a su sobrino imbécil por haber botado al multiabono que le quedaba un viaje. El muchacho, de por sí un muerto de hambre, recogió todos los multiabonos botados en papeleras de la estación para poder tener un viaje extra gratis. El multiabono fue recogido por él cuando ya soñaba con el ángel de la muerte y se imaginaba en el cielo de los árboles. Sin embargo despertó feliz entre los dedos de su nuevo amo y fue usado y succionado por los torniquetes, así que volvió a la planta de reciclaje. De esta manera vivió feliz por muchos años, hasta que murió de viejo, incinerado en la basura. Ahí, mientras era quemado, vio todo los desechos de la ciudad: vio el morral roto de la niña, pedacitos de los colores y su cepillo de dientes carcomido, como él, por la vejez.

Fue culpa de él

Por Guillermo Geraldo

–Fue culpa de él, ella se fue y la vi por última vez cuando no podía más. Recuerdo claramente cómo suspiraba luego de aquel inédito polvo. Todo el tiempo lo calló, y es que cómo notarlo, siempre esbelta y hermosa con ese perfume. Sí, así la recuerdo, con ese aroma a Chanel que seduce y enamora a galanes, y yo ignorado por el espontáneo humor de Giancarlo que siempre la hacía reír, siempre la advirtió, pero a qué sensación la podía estar llevando como para hacer caso omiso a su amado y mandarlo a la mismísima mierda. Triste fue cuando empezó a resbalarse como una ramera para poder conseguir aquel placer, y es que tenía que ser eso la esencia del placer a la mano porque ella no era así, ella era incapaz de caer tan bajo. Supongo yo que era algo superior a los campos elíseos en otoño, a las estrellas de Canaima o a Dudamel en concierto. En mis recuerdos se pasea ese momento cuando la llevaban en camilla y la arrebataban de mi vista. El Chanel de todos los días se me iba y la perdí por un ticket de metro que ordenaba todos los días aquella basura de droga haciendo una blanca línea para aspirarla y poner una flor más en la corona que adornaría su ataúd.

–Fue culpa de él. Nadie más que yo la quería y a nadie más amaba que a mí. Siempre conmigo, incluso de Giancarlo se esfumó, pero no de mí, siempre estuvimos juntos. La acompañaba en su camino al bar, sin embargo empecé a preocuparme cuando observaba todo lo que comía. Ahí se marchaba y volvía radiante, con aroma a mentas en sus dientes y al sonreír estaba lista para conquistar a cualquiera. Era curioso, su perfume se hacía más intenso siempre después de comer, no lo comprendía pero toda preocupación pasaría por alto luego de deleitarla. Se convertía en esas curiosidades que no pretendes ni quieres saber, secretos que regalan glamour a una dama.

Un día alcancé a ver tras el monedero. Estaba el maldito aquél torturándola, éste se escondía en la boca de mi amada hasta hacerla vomitar. No podía creerlo mi amada ahí y mis manos vacías de alguna solución para ayudarla. Siempre dije que no quería saber el secreto de la intensidad de su perfume luego de comer. Lamento el día que descubrí aquello que era lógico: luego del nefasto acto cepillaba sus dientes el mismo culpable, el que la hacía vomitar, sí, ése el culpable de su muerte, y luego se echaba el Chanel que inundaba todo el sitio. Aún la extraño, me dejaron sin mi amada, me la quitaron de mis brazos.

Ticket, Mercedes se marchó porque ella así lo quiso, nuestras súplicas fueron escuchadas por Giancarlo, pero no por Mercedes. Ni tú ni yo tenemos la culpa de que se hayan llevado a nuestra amada y a su perfume de nuestros brazos, dijo el cepillo.

–Mi pensamiento sigue firme; yo no la llevé a una sobredosis, fue indudablemente tu culpa la causa de su muerte, aunque quizá tengas razón, pero mi inmadurez no me permite aceptarlo. Al fin y al cabo, tú tienes más años en esta vida que un insignificante ticket de metro.

miércoles, 29 de julio de 2009

Trabajo, Trabajo.

Botella se quitó el sombrero, se inclinó, sirviendo las bebidas y volvió a su puesto de observador. El buda de un templo etílico.
—Te lo digo —continuó Ticket—, tienes que ver las cosas con mejor actitud. El vaso no tiene por qué estar medio vacío.
—Es muy fácil para ti…
Cepillo bebió un sorbo y dejó que el sabor amargo y burbujeante de la cerveza inundara su boca. Tragó.
—…tú no eres el que tiene que meterse en la boca de un imbécil que acaba de descubrir las normas básicas de higiene corporal… a los treinta y seis años.
Ticket le dio una prolongada mirada… y encogió los hombros.
—Podría ser peor —dijo—. O sea, mira a Papel Higiénico. Ese trabajo sí es una auténtica mierda. Y yo no lo veo quejándose.
—¿Estás consciente de que Papel Higiénico a ha tratado suicidarse seis veces, verdad?
—Cinco —intervino Botella, desde su podio sagrado—. Cinco veces. Que yo sepa.

Ambos voltearon a la entrada del bar cuando Celular y Revista Playboy hicieron su aparición. A juzgar por sus risas, el irregular andar y los tonos de voz elevados, era evidente que la fiesta había empezado hacía mucho para esa pareja.
—¿Puedes creer eso? —preguntó Cepillo—. Le estoy echando los perros a esa condenada desde que nació y aquí llega el señor “soy importante y todo el mundo me compra” y se va a casar con ella. Que se joda la vida. O sea, ¿qué es? A mí también me compra todo el mundo.
—Bueno, sí, pero… tú no puedes conectarte a Internet. No se puede tener cybersexo contigo.
Ticket apartó la mirada de la parejita del año para encontrarse con la expresión hastiada de su amigo de la infancia.
—A veces no comprendo por qué te hablo todavía —admitió Cepillo.
—Bueno —Ticket bebió otro trago—, nuestras esposas juegan a las cartas dos veces por semana y ese es el tiempo que elegimos para venir acá y revivir nuestros tiempos de gloria.
—No te me pongas melancólico tú también.
—No lo estoy siendo. Viejo —llamó a Botella—, ¿todavía preparas esos tostones que serviste la otra vez?
Botella asintió.
—Tráeme unos ahí. Me los anotas en la cuenta.

—No sé qué voy a hacer con mi vida, pana —continuó Cepillo—. No puedo continuar un siglo más metiéndome en la boca de desconocidos. No puedo. Me rehúso. ¿Te he contado de todas las veces que me usan para quitar hongos entre las ranuras? ¿Sabes cómo me siento cada vez que me hacen eso?
Ambos bebieron y, al poner sus tragos de vuelta en la barra, dijeron al unísono:
—Al borde de la desesperación.
—Dices esa misma paja por lo menos una vez a la semana —añadió Ticket.
—Pues es cierto.
—¿Sabes algo?
Botella volvió con los tostones. Ambos cogieron del plato y comieron, pasándolo con sus cervezas.
—Yo podría estar quejándome de que “sí, todo es una mierda, soy un ticket de metro infeliz y no existe jabón que me quite el asco que siento por dentro cuando los putos humanos me usan para secarse el sudor y quitarse el sucio de las uñas”, pero… mi hermano, ese es nuestro papel en la creación. No hay nada que podamos hacer al respecto, hasta el día que los humanos inventen nuevas vainas, que será el día de la venerable jubilación.
Cepillo tomó otro tostón, con un crujido audible lo rompió con las cerdas y masticó.
—Se me hace eterno —dijo—. Llevo demasiado tiempo de guardia. Si recibo otra puta plaquita de “Récord al Servicio: Para los Objetos Más Útiles”, te juro que voy a empezar a ponerme gorras de cianuro.

—No van a creer esta mierda.
Ambos voltearon hacia el nuevo participante en la barra. Libro.
—Hey —saludó Ticket—. ¿Cómo va… la lectura y eso?
—Mal. Por un tiempo me sentí útil y feliz; muchos humanos me ignoraron, pero está bien, puedo vivir con eso mientras los que sí leen me aprecien. Me levanto hoy y ¿qué es lo que veo cuando llego al trabajo? Fucking Kindle rodeado de “intelectuales” que antes me consentían y me tenían en un pedestal. ¡Kindle! Hasta el maldito nombre es estúpido —miró a Botella. Señalándole con el índice: —. Dame un trago de lo más fuerte que tengas.
—Estábamos hablando precisamente de eso —dijo Ticket—, cómo siempre llegan generaciones que nos jubilan y----
—Voy a Marcalibros —continuó Libro, mirándose las hojas— y le digo “el sábado hay parrilla en casa de Cepillo, ¿vamos a ir juntos, no?” y ella me dice… me dice… que va a ir a un recital de iPod. Con Kindle.
—Qué bolas —Cepillo bebió otro trago—, si Pasta Dental me hiciera eso, creo que yo…
—No, no, tienen que oír el cuento completo. Yo le digo “no me puedes hacer esto, ¿sabes? Tengo dignidad, tengo orgullo, todos los años recibo placas de Récord al Servicio. Es un gran honor, por si no lo sabías.”
Ticket y Cepillo se miraron por un par de segundos. Bebieron.
—Y ella me dice “ay, Libro, no te me pongas celoso” y yo le digo “ni siquiera puedes marcarlo a él. ¿Qué clase de relación pueden llevar juntos? Es una locura.” Ella… ella le dio un vistazo a Kindle y me dice… “pero tú y yo podemos ser amigos” ¡Oh, por dios, soy tan infeliz!

Con un golpe seco, Libro apoyó las hojas en la barra, mientras de sus ojos fluían lágrimas de tinta. Ticket y Cepillo lo miraron con la misma capacidad de ayudar que habrían tenido si Libro estuviese consumiéndose en llamas.

—Creo que puedo aguantar otro siglo —dijo Cepillo—. Y las cosas entre Pasta Dental y yo van muy bien.
—Sí, sí —decía entretanto Ticket—, Torniquete y yo vamos a ir a una carrera de trenes, es un evento importante y eso…
Botella sirvió la bebida de Libro. Era un líquido azul con una sombrillita. Los tres objetos tras la barra lo miraron en trance.
—¿Salud? —dijo Botella.
—¡Salud! —dijo Ticket —¡Y por una larga vida útil!
Y los tres bebieron de sus respectivas bebidas.

martes, 28 de julio de 2009

Hello hello!

Hola amiguitos :) Les escribo para dejarles la pauta para la próxima semana... Es bastante amplia creo... Ta ta ta taaaannn...
Escriban su texto sobre "el día que me dí cuenta de mis errores"... Ficción, basado en hechos de la vida real, autobiografías o lo que quieran!
Suerte y nos vemos en septiembre por CCS :)

Envidia

Por Samar Hokche

Les explicare mi situación: me han diagnosticado depresión crónica, sí, ¡depresión!, ¿pueden creerlo? Todo es consecuencia de sus brutales actos. Yo les he servido más de una vez para poder transportarse y llegar a tiempo a su destino, ¿y es así como me pagan? Dejándome desamparado, arrugado y sucio, suelto por las calles en manos del viento que sopla por los laberintos grises. ¡Ingratos todos!, se aprovechan de mi nobleza, cuando ya no les soy útil se desasen de mí cuanto antes.

Bueno les confesare algo que ni a mi psicóloga le he mencionado. Es penoso admitirlo pero tengo la urgencia de decir: envidia siente mi cuerpo, envidia del cepillo de dientes. Pensaran que estoy desquiciado, ¡pues no! He sufrido cada vez que sacan un nuevo y mejorado modelo de Colgate o de Oral-B. Ni hablar de aquellos electrónicos que vibran que te garantizan una mejor limpieza –sí, claro, como si de verdad funcionaran, también encontramos a los limpiadores de lengua, y… ¡ah, claro!, los de cerdas “ultra delgadas” –por favor no me hagan reír, con eso de que ahora alcanzan lugares que ningún otro cepillo había podido llegar, ¡unos pervertidos!–

Ellos se creen el centro del universo porque ayudan a mantener una buena salud bucal, ¡bah! ¿Y para qué? Yo en mi vida he presenciado que un cepillo de dientes te haga llegar a tiempo a una importante cita. Pero claro está que los usan por lo menos durante tres meses completos, y a todas éstas, ¿dónde quedo yo? Ni veinticuatro horas duro, caminan sobre mí, me maltratan y nadie protesta. Supongo que a estas alturas me tendré que acostumbrar al mundo lleno de injusticias, ya nadie valora el esfuerzo que uno da.

Firma: el desesperado ticket del MetroBus.

Encuentros fortuitamente amarillistas

Por José Leonardo Riera

-Como me tienes en tus manos quieres usarme a tu antojo, ¿no? ¿Uso exprés, crees? Pues no, el viaje conmigo es de ida y vuelta; o te quedas conmigo o búscate a otro –dijo el ticket del metro.

-¡Ay, no seas amarillista! –le respondí. Luego sólo lo boté.

En una ocasión de esas en que me fui de mi casa, en mi bolso viejo y decolorado se encontraron mi cepillo dental gay y un ticket del metro usado, gay también.

-Hola, guapo, –dice el ticket del metro– ¿puedo viajar contigo?

-Osea, detente –respondió mi cepillo–. Tú estás más rayado que un cuaderno de mongólico… Además, ya estoy cansado de ver todos los días cosas amarillas.

lunes, 27 de julio de 2009

Sin título1

Por Paula Ortiz

Las cerdas del cepillo se habían peleado a gritos. Decidieron darse la espalda y seguir diferentes direcciones porque a una le chocaba la otra y, a esa otra la una le caía de la patada. Cada vez que trabajaban se caían a golpes. En el medio estaba yo, con un Oral-B desgastado luego de que la Colgate huyera corriendo al escuchar semejante escándalo. Sin más opción, me lavé los dientes con agua y con jabón.

No hacía tanta espuma como pensé así que mordisqueé otro pedazo de jabón más grande que el primero. Lo bandeé de cachete a cachete y escupí con asco el mejunje blanquecino que amargó mi lengua.

Un trozo de Palmolive se abrazó a mi encía y mi diente se quejaba. El premolar comenzó a golpear al intruso haciéndome daño. Cuando no lo soporté más, tomé un ticket de Metro que tenía en mi bolsillo y lo interpuse en la pelea. Él, muy erecto y amarillo, intervino y logró arrancar el trozo de jabón abriendo una herida en mi encía que ahora lloraba.

El ticket, ajetreado y maltrecho, se echó en la mesa luego del heroico acto. Yo me puse una curita que, casi maternalmente, arrulló la encía hasta que se durmió. Acto seguido, salí a comprar otro ticket de Metro para buscar un nuevo cepillo de dientes.

Pasta de dientes

Por Gabriela Valdivieso

La coexistencia parecía perfecta, pero un día el velo de la ignorancia cayó y el conflicto se hizo palpable. Fue una tarde calurosa. Húmedo y asfixiado, el cepillo de dientes sobresalió por el cierre del bolsillo del morral de Luis cuando lo vio todo. Discretos y veloces, los dedos que día a día lo rodeaban con fuerza sostenían hoy el amarillo ticket y lo paseaban por la boca, su boca, y más, por los dientes. Por cada espacio entre sus dientes.

Completada la operación, Luis pudo haber guardado el boleto amarillo en el pantalón, pero no. Lo llevó directo a su enemigo. Intuitivo pero por desgracia impulsivo, el ticket reaccionó ante el peligro. Usó su delgadez y su rapidez para intentar dividir una a una las cerdas de su enemigo. Desconcertado ante el extraño ataque, el cepillo se alzó y dio inicio a la lucha real. Panza amarilla a cerdas blancas, cada cual presionó con las fuerzas posibles. El ticket anhelaba aplastarlo y doblar sus extremidades para hacerlo inútil. El cepillo, alto y fuerte, buscaba atravesarlo y violentarlo hasta desintegrarlo.

Es difícil saber quién ganó. Pero sabemos quién perdió. Cuando Luis abrió el bolsillo de su morral para encontrar con qué asear sus dientes, lo encontró todo devastado. El ticket, su querido mondadientes, se había humedecido y descuartizado con el contacto del cepillo sudado. El cepillo tenía por adherida cobertura una desagradable sustancia amarilla. Así, abrazados hasta la eternidad, el cepillo y su pasta colorada fueron alejados de la boca primigenia y desechados en el más sincero olvido del dueño de los picos engullidores.

miércoles, 22 de julio de 2009

El encuentro fortuito entre un cepillo de dientes y un ticket de metro


Hola a todos!, me toca la primera asignación y me viene a la mente un ejercicio divertido y retador. Para uds, mis queridos litros, traigo esto:

Realizar un cuento, poema, o cualquier tipo de escrito sobre un cepillo de dientes y un ticket de metro. No es solo mencionarlos de refilón, o ponerlo de golpe, el tema central, el más importante, tiene que ser el cepillo de dientes y el ticket de metro.

Una vez que todos hayamos llevado a cabo este pequeño desafio, les explicaré el trasfondo que encierra, jeje. Pronto montaré mi compota, disculpen es que esta semana ha sido super complicada y mi creatividad decidió tomarse unas vacaciones.

Que estén genial, un abrazo a todos, a los presentes, a los viajeros y a los ausentes. Los quiere,
Pinocho en el ministerio
A.K.A Jessica

El postre que no crece y Dulce destino

Por Samar Hokche

El postre que no crece

Él sólo quería llegar a la hora de la merienda. Los pasos hacia la cocina resonaban más fuertes en su oído, los latidos de su corazón aumentaban a cada segundo que pasaba, inmóvil frente a la televisión dejaba correr su imaginación, soñaba con la fiesta de sensaciones que su paladar experimentaría porque sabía que pronto escucharía ese satisfactorio “clap”. Esperaba con tantas ansias ese momento del día, en el cual le traerían en un práctico frasco de vidrio su sabor favorito: frutas tropicales. Que dulce era la vida mientras saboreaba ese suave y cremoso puré, para el un postre, para la mamá una forma rápida y sana de alimentar a su hijo. Seguro que de vez en cuando te provoca una compota y sin poder evitarlo, te sigue encantando, probablemente porque nos hace revivir nuestra infancia a cada cucharada que nuestra lengua tiene la dicha de deleitar, ¿y a quién podemos culpar?, ¿a nuestros padres, por introducirnos en ese mundo al cual no podemos escapar? En fin, no importa a que edad la comamos, sabemos que no está en nuestra metas dejarla y es que la compota es el dulce que nunca crece, ¿o somos nosotros los que nos negamos a hacerlo?

Dulce destino

Era una noche de invierno y las frutas se encontraban reunidas en la cocina. Algo les decía que su fin pronto llegaría, todas las señales se encontraban frente a sus narices: la tabla para rebanar, todavía con restos de sus antiguas amigas, los filosos cuchillos listos para sacrificar, las ollas y bandejas enmantequilladas para depositar los restos sin vida. ¡Oh pobre destino les esperaba a aquellas jugosas frutas! ¿Qué harían de ellas? Muchas aseguraban que las usarían para un pie, ó una torta, y “¿por qué no una mermelada?” decían las más dulces, sin embargo tan sólo en una cosa coincidían, en esa helada noche una fruta caería, ¿pero cuál sería? Ante la duda y el terrible miedo de morir en el penetrante calor del infierno -llamado horno para los humanos-, hubo algunas que se escondía tras las más grandes, otras que abandonaron la cocina en busca de una mejor ventura. De repente se levanta la roja y dulce manzana, y abriendo camino entre todas las demás se apoya sobre la patilla, anunciado que se ofrecería para ser sacrificada, ella sabía en lo más profundo de su semilla que no importaba si iba a ser rebanada, cocinada ó aplastada, de todas formas tenía la esperanza que harían de ella el mejor postre. Todas las demás sorprendidas por su valentía, se despidieron con un fuerte aplauso de su querida amiga, agradecidas por haberles salvado el día. La hora de la verdad había llegado, y con mucha razón nuestra pequeña heroína había acertado, convirtiéndose en un suave y delicioso puré llamado compota.

De Ciruelas.

Para nadie en Venezuela es un secreto que la Morgue de Bello Monte, en Caracas, amanece los lunes a más no poder con los recipientes físicos de decenas de desgraciados que se metieron por la calle equivocada en el momento equivocado. La morgue es un pandemonio por dentro. Tierra por todos lados, sistemas de enfriamiento que ya no sirven y pocas recámaras para las multitudes inertes que ingresan. Si alguna vez te animas y entras, te advierto que mires al suelo, pues no es anormal que ese sea el lugar de muchos cuerpos.

La mayor parte de estos cadáveres son reclamados por familiares y, después de la autopsia, son entregados para sus respectivos funerales. Pero existe un pequeño grupo que nunca es reclamado. Pasan los días y nadie los va a buscar. Su ausencia no representa una diferencia para nadie; son los “menos muertos”, los que no tienen dolientes. Estos cuerpos son trasladados a fosas comunes para recibir sepultura en masa. Si te armas de valor suficiente, vete a estas fosas comunes y, lo más discreto posible, abre la quinta tumba en masa, en sentido de las agujas del reloj. Lleva mucho dinero, por si te descubren. Lo primero que notarás cuando consigas los cadáveres desnudos es que a todos les falta la mitad del cráneo. Alguien les ha removido los sesos. “¿A dónde van a parar los sesos de todas estas personas?” pensarás.

Medítalo la próxima vez que te comas una compota de ciruelas.

El Compota

Por Guillermo Geraldo
Obama; un negro con leche

Yo soy Víctor Hugo, así me puso mi papá por el famoso escritor, y es qué cómo no saberlo si mi papá se lo dice a todos sus amigos, aunque como que conmigo se equivoco, porque a mí lo que me gusta es la pelota, y come’ bastante; compotica me dicen por mis cachetes, cosa que me arrecha. Cuando tengo hambre y no encuentro cómo decirlo, entonces me pongo serio y llega alguna tía a agarrarme los cachetes, a cargarme y a hacerme morisquetas. La vaina es que como aún no puedo hablar ¡claro!, si lo que tengo son seis meses fuera de la barriga de Ana (mi mamá), al final lo que me queda es llorar pa’ que me paren bola’ y bueno, dicen que Galarraga le decían compota por lo gordo, quién quita que cuando sea grande sea como el “come dulce” o el “gato”, sea “el compota” Víctor Hugo.

martes, 21 de julio de 2009

Compota de manzana. O de fresa.


José Leonardo Riera Bravo


- Papa, dame una compota de manzana –dijo Moisés, provocando el silencio en aquel lugar que, más que una bodega, parecía una licorería.


Las personas que allí se encontraban bebiendo miraron fijamente a Moisés. El vendedor también. No obstante, éste retrocedió lentamente en busca de la compota antes solicitada.

La tomó con sus manos y se la entregó a Moisés, quien, dándole unos golpes por debajo, la abrió y empezó a comerla. ¡Ay, vale!, dijo uno de los borrachos, ¡cómo le gusta la compota!. ¡Si quieres te doy compota de cambur!, dijo el vendedor alzando la voz de tal manera que la única frase que se oyera, aún por encima de las risas y burlas de los demás, fuera la suya.

¿Qué es lo que es, mamagüevo? –dijo Moisés rápidamente, antes de sacar una pistola y darle un tiro al vendedor.

El cadáver quedó en el piso. El alcohol sin nadie que lo bebiera. La compota sin terminar, y la bodega sin vendedor... y sin clientes.

Quédate con el vuelto –dijo Moisés al lanzarle un billete y la compota al cadáver. Allí en el suelo, sangre con compota, parecía, más que nunca, ser de manzana. O de fresa.

domingo, 19 de julio de 2009

Fragmento

Por Noelia Depaoli

Me había confesado que todavía tenía la pueril costumbre de comer compota (aquel horroroso y espeso brebaje con que alimentan a los niños) y que quería que yo la probara.

– Es un nuevo sabor: coco, te gustara, come. Decía dichoso mientras estiraba la cucharilla colmada y me sonreía con la lengua afuera.
– No hay nada de especial en su sabor, aun reconociendo que tuviera sabor alguno, no es algo que yo quiera volver a probar. Me acorde de aquella vez en la playa, cuando se acercó Felipe, su hermano, hombre obeso y repulsivo, cuyo aliento exudaba anís y con quien yo estaba saliendo porque necesitaba dinero.
– No, no quiero, ¡me da asco! Y no era su sonrisa amarilla lo que me disgustaba, sino el recuerdo vívido y espantoso de Felipe, comiéndose la compota de su hijo, cuyo contenido se derramaba por debajo de su mandíbula abierta y ebria, hasta llegar a su cuello grueso, sudoroso y sucio para luego decirme, jadeante:
– ¡Lame!
Deseo al que accedí, sin darme cuenta de la oscuridad de ciertas corrupciones.
Fragmento tomado de "Los edificios más altos".

Paso del tiempo

Por Andrea Gómez

Fue en ese momento. Fue justo en ese momento que la verdad la golpeó sin compasión. Alimentaba a su hija mientras ella veía estas nuevas series de televisión donde todos empiezan a cantar de repente. Vio la compota y tuvo una especie de deja vu: hace muchos años ella era esa niña, que en vez de distraerse con la televisión lo hacia con muñecas; en fin, se dio cuenta de lo insignificante que es la vida, de lo rápido que pasa el tiempo, y de lo poco que se puede hacer para evitarlo.

Entonces se recordó alimentando a su madre quien no podía levantarse de su cama por una enfermedad mortal, sí, la estaba alimentando también con una compota, a su madre, quien le daba a ella las compotas cuando era pequeña, cuando estaba enferma.

Llegó a la conclusión de que ese alimento es uno de los primeros en comer y uno de los últimos en digerir, y se rió porque no quiso llorar.

Bebé Gerber

Por Moisés Lárez

Pensaba que era distinta porque estaba embarazada. Desde su puesto veía con envidia cómo se llevaban a sus amigas de Durazno, Pera y Manzana. Y ella, Guayaba, era la única que no era querida por los demás. Un día un niño la tomó, amagó que se la iba a llevar, pero cuando notó su embarazo la dejó de nuevo en el estante y no se dio cuenta de que la había dejado al revés. Ese fue el momento más feliz de toda su existencia, pero también el más triste, determinante. Al revés no podía comunicarse con sus amigas y era menos atractiva aún para la gente: se quedó aislada y sola. Por eso decidió despedirse de este mundo y abandonarlo todo. Así que hizo lo mismo que había hecho Mostaza aquél día: lanzarse al precipicio. En el instante en el que saltó recordó el momento de su embarazo, cuando en pleno camión desde la fábrica hasta el supermercado se golpeó con varios amigos, le entró un aire y empezó a abombarse. Todos dijeron que estaba embarazada. En el aire, mientras se aproximaba al suelo, se arrepintió de haber saltado; de que eso que llevaba adentro muriera con ella, aunque siempre tuvo sus dudas con respecto al embarazo, porque nunca se hizo una prueba.

Como estaba al revés cayó cabeza abajo y no quedó desparramada como Mostaza. Su tapa cedió con el golpe, ella dio media vuelta y giró en círculos por el piso, intacta, a su vez que todo el espeso líquido amarillo que tenía por dentro se le salió hasta que quedó vacía y se mantuvo esperando que lo que había parido le dijera “mamá”.

Concepción

Por Gabriela Valdivieso

«Se oyen los balbuceos del soñado bebé de ojos azules: “Ota”, “compoh”. Imagen de la compota con la voz en off: “Las mejores mamás reconocen sus llamados”». No no no no no, muy cursi… Vamos. «Una niña pronuncia, sin cesar, palabras como: “paleta”, “patata”, “muñeca”, “princesa” y otras palabras de tres sílabas. Sale entonces la imagen de la compota acompañada de un: “Las mejores palabras son parecidas.”.» Pausa, qué va. Más minimalista, más breve: «“¡Plop!”, el sonido de una compota abriéndose, seguida de la sonrisa de un joven.» Arg, fatal. Ummmm. «Niño y adulto están sentados frente a frente en la mesa. En el centro permanece una compota que ambos miran fijamente. Y es que, anuncia la voz en off: “El niño come compota para ser grande. El grande come compota para sentirse niño.”» ¡Ya va, ya va! ¡Lo tengo! ¡Los distintos públicos!

«Primer plano de una repisa del estante del supermercado. Vemos una única y solitaria compota que descansa en un espacio vacío y luminoso. Entonces se presentan una a una las situaciones. Todas veloces, llamativas. Iniciamos con el encuadre de la rueda carrito del supermercado y el zapato de una mujer. Suenan la chillona ruedita y el angustioso taconeo. De pronto vemos un dedo índice infantil apuntando. Aunque no lo veamos, imaginamos que es el bebé ideal, el de los ojos azules que apura a su madre hacia un objetivo. Oímos balbuceos nerviosos. La insistencia por llegar debe ser palpable. Luego vemos un joven que, nervioso y apurado, mira a los lados, espera no ser visto, espera ser más rápido. Un bastón y sus dos piernas, acompañado de "Disculpen, jóvenes dejen pasar a esta mujer enferma", se mueven deprisa por los pasillos. Imágenes alternadas de las historias, todas al compás de los latidos del corazón. “Pum pum, pum pum, pum pum, ¡PUM!”. Silencio. Imagen en blanco, un segundo y “¡¡¡¡¡¡CHAN!!!!!!!”, sonido de un platillo de batería. Entonces se nos revela el conflicto: Todas las manos rodean, a su modo, contextura, decoración y nivel arruguístico la valiosa compota. Zaz. Nada más. Imagen a negro.» ¡Voilà!