domingo, 29 de noviembre de 2009

Por eso es que no voy...

-Te tengo un desafío, ya sabes, de los nuestros –dijo Moisés, con esa cara de que sabe lo que ocasiona.
-Y todos lo haremos, sin duda; sólo faltas tú –dijo Gabriela, con la misma expresión.

Víctor y Samar sólo me miraron, sin expresión alguna, excepto por un extraño brillo en los ojos. A continuación, Jessica me tomó del brazo y me condujo a una silla: aquello parecía más complot que conversación, no tenía salida.
Guillermo estaba del otro lado de la sala, era el único que parecía impasible, y Noelia veía ausentemente por la ventana, como si esperara algo. De improviso se retiró de donde estaba, y me miró, caminó hacia el lugar en que me hallaba y sonrió.

-Ya es hora –dijo Noelia.
-Lo fue siempre –dijo Moisés.
-Ya dejen de hablar, la noche es larga, mas no eterna –finalizó Víctor con tono de tedio.

El miedo que yo sentía no era normal, veía todo como si no existiera. ¿Qué pasaba? ¿A dónde me llevarían? Eso no importaba ya, porque cuando me di cuenta iba dentro de un carro, con cómodos asientos de cuero, de color suave. Creo que era el de Noelia. Los árboles proyectaban sombras oscuras y deformes en la vía, y la poca luz de sol que ya quedaba se tornaba roja como sangre, como vino, como siempre me había gustado.
Moisés le pidió al conductor que acelerara, Víctor supongo, mientras Jessica me preguntaba si estaba bien. Al parecer respondí que sí, porque sonrió y miró por la ventana. Noelia me ofreció un caramelo, que no tomé, y Guillermo se reía de las bromas de Samar y Gabriela.
Una voz femenina anunció que habíamos llegado, pero allí solo vi una montaña. Todos bajaron de lo que pude distinguir como una camioneta y comenzaron a subir por un camino que apareció de la nada.

-Momento –dije– ¿A dónde van? ¿Dónde estamos?
-Sólo una pregunta Gaby junior, y sólo una respuesta –dijo Víctor– ¿Que a dónde vamos? Es una sorpresa. A un lugar divertido, eso sí te puedo decir.
-¡Qué divertido va a ser! Te lo aseguro –dijo Gabriela–. Anda, Gaby junior, sube también.

Los miré con recelo pero ya ni modos, subí detrás de ellos. Los nervios aún injustificados me dificultaban caminar, reteniendo mis piernas como si fueran una cinta firme. Después del esfuerzo casi sobrehumano que hice, llegué a la cima, y me paralizó lo que vi: detrás de una reja, hileras e hileras de tumbas que parecían brotar del césped, negro ya a la ausencia de luz.
Ahogué un grito con la mano, sentí que me desvanecía y me aferré a la persona que se hallaba a mi lado; Samar me ayudó a mantenerme en pie, viendo hacia el tétrico horizonte. Pasaron unos segundos, o quizá minutos, quién sabe.
Sin saber cómo ni por qué, me encontraba subiendo la reja y avanzando entre las tumbas. En esos lugares da menos miedo ir con todos que quedarse, ¿no?

-Aquí es, es ésta, según dicen –dijo Moisés.
-Sí, aquí. Mira, es la marca –dijo Víctor señalando una tumba con mal aspecto–. La marca de la ira.
-¡Mira eso! Parece una cola de dragón –dijo Samar entre risas, lástima que yo no entendía el chiste.

Por un instante creí que era un sueño, pero mis sueños acababan, esto parecía no tener fin. Se sentaron en el pasto al lado del hallazgo, y me miraron.

-¿Y bien? ¿Ahora comprendes? –Dijo Noelia–. Queremos una inspiración sobrenatural para escribir, fue idea de Víctor.
-Sí, échame el muerto a mí, sé feliz –replicó él sonriendo–.
-¡Buena esa! –dijo Jessica–
-Ok, da risa, pero me da miedo estar aquí. ¿No es ilegal? –dije, intentando convencerlos de irse–.
-¡Qué va! Fuimos invitados cordialmente, de verdad –dijo Guillermo–. No te preocupes, no le estorbamos a nadie.
-¡Ah! Qué alivio –dije sarcásticamente–.

En un momento, Gabriela no estaba. Mientras la llamábamos por los alrededores, Jessica también desapareció. El siguiente fue Guillermo, y luego Samar. Cuando quedábamos sólo Noelia, Víctor, Moisés y yo, decidimos no volver a separarnos, algo estaba pasando. Miré hacia la marca que habían señalado minutos atrás, en vano. ¿Cómo había podido irse una marca hecha en piedra? No podía ser.
Noelia avisaba que alguien venía hacia nosotros, era un hombre de edad avanzada, con un uniforme de conserje. Se notaba lo gris de su cabello, tenía un pequeño farol.

-¿Qué ha pasado? Los oí gritar hace un momento –dijo.
-Nuestros amigos se perdieron, sin explicación –le contestó Moisés con sobresalto–.
-¡Oh! Ya veo, creo saber dónde están. Siempre saben llegar, mas no devolverse. ¿Vienes? –Le dijo el hombre a Moisés–.
-Sí, ya queremos irnos –dijo él–. Quédense por si vuelven los demás.

Víctor y Noelia me miraban, con una nota de responsabilidad que yo podía sentir. Sabía que no era su culpa pero no valía nada decirlo en aquel momento. En unos minutos el hombre regresó, completamente solo.

-Su amigo encontró a los demás, están esperándolos. La salida está más cerca por ese lado –Dijo el hombre–.

Víctor asintió y comenzó a caminar con Noelia detrás de él, dejándome oír sus pasos en la grama. Se paralizaron y de repente me tomaron del brazo. Ambos chicos me hicieron correr en la dirección opuesta, hacia unos árboles, donde las cosas de los demás estaban tiradas. Sentí miedo de nuevo, ¿qué pasaba? Había un olor inconfundible a fuego y a tierra mojada. Vi, como a través del agua, la reja por la que entramos.
Comencé a trepar, tal como me indicaban, no había rastro del hombre. Miré hacia abajo, ya en la cima de la reja, y no había nadie. Estaba sola, en esa oscuridad envolvente, con el miedo a punto de partirme en dos. Cayendo, cayendo y cayendo...



Todos me miraban, como si hubiese estado ausente. Esa misma salita de aspecto acogedor que ya recordaba, y todos en donde los recordaba.
-Entonces Gaby junior, ¿vienes? –Dijo Moisés-
Sentí que mi corazón se retorcía y respondí que no, que ninguno debería hacerlo, y miré por la ventana. Pensé que la paranoia no tiene límites y comencé a reír. Mi vista se fijó en un hombre que estaba en una esquina del viejo edificio vecino. Era pequeño, vestía de conserje y llevaba en la mano un farol.

Nuez de Fuego


No sintió dolor inmediatamente, sino un poderosísimo impacto. Como todos los asiduos a este blog, él también lo había visto en miles de películas. Actores fingiendo dolor, caen al suelo, dicen una línea épica y desaparecen del film. En la vida real, no hubo momento de intensa retrospección ni la vida pasó corriendo frente a sus ojos. Estaba concentrado en la cara del hijo de puta que le estaba apuntando, perdido en una súplica que ya no recordaba. Escuchó la explosión del arma y ahí las cosas se volvieron confusas.

Ese trueno que oyes cuando se dispara una pistola no es causado por la explosión de la pólvora. De hecho, eso sólo añade una pequeña fracción al ruido. El proyectil es disparado y alcanza tal velocidad que rompe la barrera del sonido. Ergo, bang. Ahora, esta explicación científica no significa nada para nuestro protagonista. No tardó un segundo desde el momento que oyó el disparo al momento que sintió el martillazo de dios en el pecho. Sus piernas cedieron y, aunque cayó en el mismo lugar donde estaba parado, se sintió como si hubiese sido disparado por lo menos metro y medio. “Disparado.” Mala elección de palabras para un momento como este.

Oyó al hijo de la gran puta yéndose a toda marcha, sin siquiera tener la decencia de quitarle el puto maldito Blackberry que ocasionó toda esta mierda, un maldito teléfono celular que, ahora entendía, significaba una división entre cero para su existencia. Comprendió sus errores con asombrosa claridad: no debía ir a El Valle a esa hora, no debía sacar el celular como lo hizo, no tenía por qué ser un extraño en una tierra extraña. Pero lo fue. Rompió el código de conducta de la Gran Caracas e iba a pagarlo con la vida.

Había pasado un minuto, quizá dos. De repente sólo habían transcurrido segundos; nunca lo sabría a ciencia cierta. Desde que se inició el atraco, su cuerpo segregó tal avalancha de adrenalina que el mundo estaba corriendo en cámara lenta. Dentro de su cerebro, las neuronas hacían sinapsis tres veces más rápido que la velocidad que alcanzó el bocadito de muerte que tenía alojado ahora en alguna parte del tórax. Entonces sintió el dolor.
Un aullido ahogado emergió de entre sus dientes y esta vez sí se agarró la herida con las dos manos. Empezó a respirar por la boca y tuvo la extraña sensación (desde nuestro punto de vista, claro) de que algo no había entrado en su cuerpo, sino salido de él. Lógicamente, sabía que el tiro había entrado, pero su cerebro en medio de aquellas circunstancias lo estaba agarrando por el cuello de la camisa, diciéndole “No, no, escucha. Yo sé qué es lo que siento y es una nuez de fuego que nos salió del pecho. Por eso te quema. No era una bala, papá, era una nuez de fuego.”

Trató de ponerse de lado, pero no tenía sensación en el cuerpo. Su anatomía, completa, había tomado una larga siesta, dejando sólo la parte nerviosa haciendo guardia y una angustiosa frase estalló entre sus ojos. “LA BALA TE ROMPIÓ LA MÉDULA ESPINAL.”

Por supuesto. No es anormal que las balas reboten dentro del cuerpo. Entran, chocan con un hueso, pegan en una costilla, pasan por tus pulmones, pegan con otra costilla, rompen un par de vértebras y terminan arropadas en tu estómago, ladilladas de tanto correr.

“No, eso no es así” se dijo. “¿Por qué siento dolor, entonces?”

Pensó en levantar una pierna, pero no lo hizo. En verdad, fue el dolor incandescente lo que se lo impidió, pero aún si este no hubiese existido, la posibilidad de ser parapléjico bastaba para disuadirlo.

Eres parte de la estadística ahora, chamo. Cuando se sacan los índices de un tipo determinado de delito, no es inusual el estudio de las víctimas. Tienen entre tal y tal edad. Pertenecen a este grupo socio-económico. Físicamente, son así. Explicaciones que quedan reducidas a garabatos griegos cuando todo se reduce a una simple premisa: eras la persona equivocada, en el momento y lugar equivocado. Punto final.

Si no supiese que estaba solo, habría podido jurar que le estaban apuñalando cada vez que inhalaba. Sus respiros se habían vuelto cortos, rápidos y dolorosos y la sangre que no podía ver, pero que se acumulaba entre sus puños, no dejaba de fluir.

Una capa blanca empezó a posarse sobre sus ojos. Parpadeó con fuerza y la visión volvió a él por unos buenos cinco segundos, antes de empezar su retirada otra vez. “Listo” pensó. “Este es el momento. Qué cagada.” Imagina cómo es sumergirte en una piscina lentamente y así fue lo que sintió él cuando su audición lo abandonó. Quiso dejar la vida con la imagen de su mamá en la mente. De la primera chica de la que se enamoró. De su primer logro en la vida. Nada de eso se presentó en el teatro de su imaginación. Sólo pensaba en que le ardía la garganta y se sorprendió tratando de determinar si se había hecho pipí en los pantalones. Él creía que sí.


Dos años después, conversando con unos amigos tras un partido de fútbol (metió dos goles, pa’ que sean serios), le preguntaron si el dolor era la vaina más intensa que había sentido.
“No” contestó. “No es el dolor, por sí solo lo que te jode. Es el todo, una agonía arrechísima. Ni siquiera te retuerces ni tienes fuerzas para gritar así, como en las películas. Los doctores dicen que es por el shock. Simplemente quedas ahí, incapaz de hacer mucho.”
Hubo un momento de silencio.
El amigo que le preguntó se puso de pie y lo abrazó.
“Gracias a dios que estás vivo, marico” dijo, con voz quebrantada.


martes, 24 de noviembre de 2009

Yo nunca


“Yo nunca… ¡Ya sé! Yo nunca he ido a ningún lugar”. Todos mirarían curiosos para saber quién había paseado sin rumbo, sin compañía, sin nada. Yo, honesta por el alcohol, tendría que beber, encogida de risas, encogida de la pena no ajena de un día triste mal asumido.

Y es que yo nunca había ido a ningún lugar. Siempre había ido a algún lugar, con alguna persona. De ordinario uno va hacia algo. Pero ese día, ese tatuado día, salí hacia la nada. Manejé flotando lentamente entre gente apurada, ocupada. Manejé dilatando la ansiedad. Zigzagueé posibilidades para sumirme en el reino sin respuestas. Nadé, metro a metro, hacia el desencanto.

Llovieron más y más preguntas. Las preocupaciones se escurrían incesantes por el vidrio. Todo era dolor y duda. Caos y miedo. Manejé mi ser entre la bruma húmeda y oscura y me uní a la sinfonía. Así, la lluvia externa e interna inundaron el vacío, hasta que, difusa, caí en aquel mar y reposé. Aquella calma estuvo próxima a cerrar mis ojos, pero el destello de amor y futuro los abrió y me sustrajo de aquella penumbra.

Todo esto evoqué, con aquel trago amargo de fiesta oxidada, pero reí. Al principio sin sentido, luego por una profunda sensación de gracia: me reí de mí misma y mi drama. De mi capacidad de mitigar la luz y examinar el dolor.

Entre risas, prometí en mis adentros nadar hacia la nada cuando necesitara, pero con la claridad de una conciencia amada, de un hilo valioso intransferible. "¡Salud!", celebré publicamente. En honor a mi compromiso conmigo.

jueves, 19 de noviembre de 2009

Noche de Copa's

El Yugoslavo me llamó preguntándome que si quería acompañarlo a Copa's en la noche con su novio y un amigo. Yo le dije que no tenía ningún problema, que quería ir, pero que me daba miedo.
–Tengo miedo de que me violen. –dije.
–No te preocupes, para allá van puros pavitos, como tú. No se meten con nadie, solo están pendiente de su grupo; eso sí, te bucearán bastante, pero más nada. Te lo aseguro¬. –dijo él. Cuando dijo “pavitos como tú” sentí como si me estuviera diciendo marico indirectamente, pero no le dije nada, y continué en silencio. –Además, acuérdate de las lesbianas. Todas están buenas, te lo juro. Y, después de la doce, todo el mundo empieza a quitarse las camisas. He visto muchas con los senos afuera restregándoselos en la cara a otras. Sé que eso te gustaría. El otro día vino un amigo de Alí que es straight como tú y no sabemos cómo se levantó a dos lesbianas y se las latió toda la noche.
Sí, lo acepto. Una de las razones por las que acepté ir a ese sitio era para ver a las lesbianas lateándose; por eso me encontré con El Yugoslavo a las 11:00 pm en el McDonald's de El Rosal. Mientras esperábamos a Alí y a su amigo que traía un carro, El Yugoslavo me explicaba los tipos de amaneramientos que existen; los que debía hacer para que todos creyeran que era gay y los que no, para que no me rebotaran de Copa's por loca.
A las 11:45 pm, llegaron Alí y el otro chamo, el del carro. El local no quedaba muy lejos del McDonald's. Yo estaba nervioso. No sé por qué sentía que mi iba a pasar algo y me preguntaba a cada rato cómo era que había terminado camino a una discotega gay. Ahí, los muchachos me dijeron que me quitara los nervios, que no me iba a pasar nada, que íbamos a estar juntos toda la noche, y que si seguía con esos nervios de heterosexual marica violado por un negro nos iban a rebotar a todos e íbamos a tener que morir en La Fragata, un local de mala muerte en la Av. Solano, en donde, a diferencia de Copa's, sí dejan entrar a transexuales, locas, putas, negros, sidosos y no hay lesbianas de Prados del Este.
El local quedaba justo al lado de la oficina de Aserca Airlines y en frente del Banco del Tesoro. Desde afuera no había nada que revelara que ese sitio era una Discoteca. Sólo se veía un vidrio forrado en papel ahumado en una larga pared y, al final, un letrero bien feo en luces de neón rosadas que dice Copa's. Esa fue la primera impresión que tuve del local que me pintaron como uno de los mejores, caros y exclusivos sitios para rumbas de homosexuales en la capital. Desde afuera parecía un banco o una parte más de la oficina de Aserca Airlines. En el medio de la pared de vidrio había una puerta de vidrio que también estaba forrada con papel ahumado y que tenía forma de puerta de supermercado. Estaba cerrada y, además de nosotros, no había más nadie haciendo cola en la entrada; lo que me pareció rarísimo para un sitio de tanta fama. Si hubiera estado solo y si no hubiera sido por la poca bulla que se escuchaba que provenía detrás del vidrio ahumado hubiera jurado que el local estaba cerrado y me hubiera ido a mi casa. Sin embargo, Alí y El Yugoslavo lo conocían muy bien, así que tocaron un timbre casi invisible que estaba al lado de la puerta. A los tres segundos, un seguridad la abrió, nos vio y nos hizo con la mano una seña de espérense. Luego llamó a unos chamos recién llegados y los dejó pasar primero. “Deben ser clientes frecuentes” dijo Alí.
Lo primero que vi cuando abrieron la puerta fue un corto pasillo oscuro que doblaba a la derecha de donde provenía luz. En la entrada, el sonido ya era más fuerte, como en una discoteca común.
– ¿Todos los caballeros son de ambiente? –preguntó el seguridad con naturalidad.
– Sí, claro. –me adelanté a decir aterrado por los nervios de que me descubrieran.
(“La cagó”, pensaron todos).
Alí me pellizcó. El seguridad recorrió su mirada penetrante e indagadora a través de nosotros. Hubo tres segundos de tensión.
– Pasen. Son cuarenta bolívares. ¬ –Dijo mientras aparecía desde el fondo del pasillo otro seguridad con un detector de metales de mano. –Pueden reclamar con estos tickets dos Smirnoff o cuatro cervezas para cada uno.
Adentro no era menos decepcionante que afuera. La discoteca era tan pequeña como un aula de clases para treinta alumnos. Al lado izquierdo estaba una minitarima en donde estaba un Dj encaramado poniendo la música y del lado derecho había unas escaleritas, parecidas a unas gradas de béisbol preinfantil que constituían el único sitio para sentarse dentro de la discoteca. Mis amigos llamaban a las gradas “la tarima” y a la minitarima, el sitio del Dj. No había nada más, salvo la barra que estaba al final, adonde fui con El Yugoslavo, de una vez, a cambiar tickets por cervezas. Sentí que el local, salvo por la gente, no tenía nada gay: las paredes eran grises y no rosadas, no había decoración gay, ni banderas gay, ni fotos de hombres besándose o de Madonna. No había nada. ¿Qué hacía que esta discoteca fuera exclusiva y de las mejores de Caracas, entonces? No lo sabía y no podía encontrarlo. Es más, la música tampoco era tan gay: sonaba Don't stop the music de Rihanna que puede sonar en cualquier discoteca del Centro San Ignacio y el único afiche que recuerdo haber visto era el del dibujo de una mujer desnuda con un físico perfecto y con unos pezones que brillaban. “Esto sólo excita a la mujeres aquí”, pensé.
Al rato empezó a llenarse de gente. Había pocas mujeres en comparación con los hombres. Sentí un poco de miedo, sin saber por qué, así que mientras estábamos hablando en medio del local me puse a mirar a la gente. Por ahí se veía una que otra pareja de mujeres. “En cualquier momento se aparece Sexilia con la novia y empiezan a latearse”, decía El Yugoslavo. Eso me mantenía emocionado. Sexilia es una lesbiana que estudia letras que tiene un disco de música pop que suena en la 92.9 FM. Vi a varias besándose y tocándose disimuladamente; había unas bailando con hombres, eso me pareció curioso. Los hombres bailaban entre ellos, se tocaban con disimulo, se besaban y abrazaban sensualmente. Bailaban, en general, mucho mejor que en cualquier local straight de Caracas, sentía en el movimiento que veía en sus cuerpos (parecidos a los de David Bisbal) la quintaescencia de la felicidad y la libertad. Y en ese momento, en el que miré alrededor y vi cuánta energía había, cuánta liberación, me di cuenta de que yo estaba atrapado. Era el que vivía en un mudo de prejuicios, rechazos y aversión, descubrí que no podía concebir la libertad de una manera distinta a la forma en la que yo lo hacía. Ver la libertad me había dado un golpe muy fuerte. Pensé que no había otro sitio en la ciudad de Caracas donde la gente pudiera ser más feliz, pensé que el único sitio para ver a alguien verdaderamente libre era ése.
La noche avanzaba y un tipo, al lado de nosotros se quitó la camisa; después una cuarta parte de la discoteca –donde no estábamos incluidos nosotros– lo siguió. Por fin pude ver unos sostenes y trajes de baño, pero no eran nada comparados a los que me había imaginado antes de salir de mi casa mientras me estaba bañando. Las mujeres no estaban tan buenas como había dicho El Yugoslavo, aunque sí había una que otra bonitica.
Empecé a pensar que era contradictorio que estando en el sitio con mayor cantidad de energía de liberación de la ciudad. Yo me sintiera tan encerrado, y por más que lo intentara, por más que tratara sentir el feeling del ritmo de la música, no podía. Sólo podía pensar en lo feliz que era esa gente y en lo feliz que era yo por ver toda esa cantidad de energía que no había visto nunca. Hubo un momento en el que me sentí más encerrado, porque encerré a alguien: en un momento me encontré de frente a un chamo de la Escuela de Letras, Manaus. Ambos disimulamos no habernos visto. No sabía si acercármele y decirle que había venido a este sitio sólo para conocerlo o ignorarlo toda la noche como si no lo hubiera visto nunca. Fueron unos minutos realmente incómodos. Pero me mantuve ahí. Quería que se pudiera sentir libre, quería bailara como mis amigos y como el resto de la discoteca, pero a los tres minutos había desaparecido y no lo vi más, a excepción de cuando me fui.
Cuando me cansé me senté un rato en la tarima, pero no solo, sino acompañado de El Yugoslavo. Porque si iba solo –según Alí– era porque estaba buscando pareja. Estando en la tarima vi cómo los hombres que estaban solos buscaban con la mirada a alguna persona, a quien le gustara del sitio y lo atraía magnéticamente a su lado. En la tarima, detrás de mí, había otros tipos haciendo coreografías y moviéndose como las mujeres del video de Los Benjamins o como si sintieran el ritmo de Poker Face.
Sexilia nunca llegó; sin embargo sí apareció una celebridad del mundo gay caraqueño: su contraparte masculina Stayfree. Él era un locutor de radio que gracias a inventar la frase “te lo juro por Madonna” se hizo tan famoso que llegó a trabajar en Televén junto a Carlos Mata en un programa llamado Noche de Perros. Después desapareció, pero los gays lo siguieron alabando. Stayfree se paseaba por el local como un dios y bailaba y se besaba con los hombres más bonitos. Cuando él caminaba de un lado al otro, para ir a la barra, al baño o a saludar a alguien, la gente se apartaba para no estorbarle.
A las tres de la mañana me fui solo. Mis amigos se quedaron porque querían esperar que pusieran merengue y la hora loca. Afuera, antes de agarrar el taxi, fui a un cajero que estaba en la esquina. Ahí estaban unos chamos que había visto antes en el local. Me preguntaron mi nombre y qué estudiaba, querían conmigo, pero me hice el duro. Les dije la verdad. Y les pregunté si de verdad éste era uno de los mejores locales de rumbas gay de Caracas.
–Sí –me respondieron–. ¡Es excelente! ¿No te gusta? Aquí podemos ser como nos da la gana, encontrar gente bella que anda en lo mismo que tú: ser libres.
– Pero, ¿no les parece feo y caro?
– No, para nada, disfrutar es lo importante y Copa's está hecho para eso.
–Sí, claro –les dije. Pero pensé que Copa’s debía ofrecer mucho más.
Agarré el taxi de la línea que estaba frente al local y seguí pensando en lo decepcionado que estaba del sitio, pero en lo impactante de haber visto tanta energía junta.
Era un sitio exclusivo porque el seguridad no dejaba pasar a cualquier persona. Estaban prohibidos los travestis, los malvestidos y los negros; los morenos entraban si venían acompañados de gente bonita. Es un sitio sin decoración y muy pequeño, sin buena ventilación, ni extractores de humo. Me pareció un engaño a los que no han ido a rumbear a otros sitios. Yo esperaba espuma, shows, Vjs, fotos de Madonna, esculturas de penes, senos afuera, animadores marcando el ritmo: una mezcla entre Homosexual Wild On y el Crucero de las Locas. Pero no fue así. He visto mucha televisión, me dije. Ahora pienso que seguro estas discotecas sólo existen en Europa, San Francisco y Cancún. Sin embargo, la energía de la gente me dejó pasmado: cómo bailaban, cómo se quitaban las máscaras que tenían que usar en la ciudad, cómo eran ellos mismo y cómo le decían al mundo –en esas cuatro paredes cerradas herméticamente como un estudio de grabación o como una prisión donde se va a ser libre– yo también soy como tú.

lunes, 16 de noviembre de 2009

¡Estamos tan cerca!

Por Jessica Márquez Gaspar

Se despertó al sonido irritante del despertador. Aún medio dormido llegó hasta la cocina y logró servirse una taza de café. La tomó con pequeños sorbos porque estaba caliente. Se apoderó del periódico y comenzó su ritual matutino.
Una hora más tarde salió al trabajo. En una tienda vendía celulares. Era buen vendedor, así que aquel día fue productivo. Al mediodía comió en el cafetín que queda cruzando la calle. A las seis de la tarde abandonó la tienda y regresó a su casa.
Manejando en su carro observó la bahía mientras atardecía. En la distancia, la silueta blanca de un alto edificio se alzaba imponente. La Opera de Sidney brillaba hermosamente, mientras los surfistas hacían piruetas sobre las olas.
Más tarde llegó a su casa, y se sentó a ver televisión con su familia.
La noche cayó inevitablemente, y las estrellas lo iluminaron todo.


En ese instante se despertó al sonido irritante del despertador. Aún medio dormido llegó hasta la cocina y logró servirse una taza de café. La tomó con pequeños sorbos porque estaba caliente.
Se apoderó del periódico y comenzó su ritual matutino.
Una hora más tarde salió al trabajo. En una tienda vendía celulares. Era buen vendedor, así que aquel día fue productivo. Al mediodía comió en la arepera que queda cruzando la calle. A las seis de la tarde abandonó la tienda y regresó a su casa.
Manejando en su carro, en una inmensa cola, observó el Ávila mientras atardecía. En la distancia, la silueta de dos altos edificios se alzaba imponente. Las Torres de Parque Central brillaban hermosamente, mientras los motorizados hacían piruetas entre el tráfico.
Más tarde llegó a su casa, y se sentó a ver DirecTV con su familia.
La noche cayó inevitablemente, y las estrellas lo iluminaron todo.

En ese instante se despertó al sonido irritante del despertador. Mientras el otro dormía.

martes, 10 de noviembre de 2009

¿Sabes dónde queda?

Yo jamás he salido de Sudamérica. Y sólo salí de Venezuela una semana que fui a Rio de Janeiro porque mi papá se ganó un viaje para dos personas por cinco días, y como el viejo ya estaba viejito no podía llevarse ninguna novia por pagar, ni conseguirse a una chica que lo acompañara sólo por ir a conocer el Cristo Redentor, así que me llevó a mí, su hijo. En ese viaje olí Centroamérica, porque –como el pasaje era regalado– hizo escala en Ciudad de Panamá. Oler Centroamérica fue sabroso. Parece que por esas fechas mi papá tenía cierto boom comercial, y hacía que la compañía donde trabajaba ganara mucho dinero, así que en menos de seis meses se ganó otro par de boletos para Cartagena de Indias y Bogotá, así que lo volví a acompañar.

Por eso, yo nunca he salido de Sudamérica, ni siquiera de los países que hacen frontera con Venezuela, porque la olida de Panamá no valió –ni siquiera salí del aeropuerto–. Siempre soñé, cuando niño, que iba a conocer muchos países del mundo y que –por lo menos– pisaría todos los continentes, por eso siempre pensé que quería estudiar geografía. De los continentes quería ir a los lugares menos concurridos para poder decir que yo había ido a esos sitios, a los que nadie va. A la gente sólo le gusta ir a Paris, Disney World, Roma y Cancún: por eso nunca he querido ir a esos sitios. Yo siempre he pensado que lo bueno se hace esperar, que lo bueno hay que descubrirlo y reconocerlo, que lo bueno es como la literatura: muy poca gente la entiende. Por eso París o Cancún eran muy poco atractivos para mí. Yo quería ir a un sitio inexplorado, algo importante, pero del que la gente hablara poco, que no se conociera salvo en libritos de preguntas y respuestas, un sitio donde al actualizar mi estado en Facebook la gente se quedara pasmada porque no sabe dónde es o porque se pregunta qué puede haber ahí, un sitio que se volviera mío, sólo por el hecho de ser el único en ir allí y de conocer aquello entre mi gente; por eso yo quería ir a Canberra.

Cuando chico no era tan loco como para pensar en ir a una Ciudad de África, quizá ahora si me preguntan diría que quiero ir a Burkina Faso, pero ese no era mi caso cuando niño. Yo quería ir a Canberra por varias razones. La primera, y es la que más me ha llevado a leer el nombre de esta ciudad, es porque a mí siempre me dijeron que antes de “p” y “b” se escribe “m” y Canberra se escribe con “n” y eso me ha causado eternamente un corto circuito en mis terminales nerviosas. Cada vez que leo Canberra, siento que debo acomodarlo y escribir Camberra, por eso cuando niño sentía la gran necesidad de ir a esta ciudad y decirles a los australianos, “¡Señores, fíjense! Están escribiendo un error ortográfico”. Ahora, ya mayor, no pienso lo mismo, pero siempre que leo Canberra siento ese chispazo y esas ganas de acomodar aquel nombre. Mi segunda razón era para hacer a Canberra mía. Cuando un venezolano, común y corriente como yo, escucha “Australia”, piensa inmediatamente en Canguros, en la Fórmula 1, en la ópera de Sídney, en las playas de Noosa, en el papá Nemo y en Nicole Kidman ­–las mujeres podrían pensar en Mel Gibson también–. Creo que si se hiciera una encuesta en cualquier ciudad del continente americano preguntando que si Canberra queda en Australia o en Surinam, la mayoría de la gente diría que Canberra es de Surinam porque las únicas ciudades de Australia son Melbourne, Sídney, Noosa, Brisbane, Perth y Adelaide y como nadie en América sabe que hay en Surinam, salvo los que viven ahí y quizá los brasileños que casi limitan con toda Latinoamérica. Por eso cuando me preguntaran ¿qué has hecho, Moisés? Yo diría, fui a Canberra hace poco. Y ellos me preguntarían que dónde es eso. Y yo diría que en Australia y ellos se quedarían con la boca medio abierta o medio cerrada. Hasta si supieran que Canberra queda en Australia me preguntarían que qué carrizo hacía ahí. Y bueno, gracias a eso entonces yo hubiera podido relatar mi maravillosa experiencia en esa ciudad, que si ahorita me preguntara que qué hay ahí y porque quiero ir tendría que contar todo lo que he dicho arriba, porque de verdad no sé nada más allá de que es la capital de Australia.

Yo me imagino a Canberra más bonita que Caracas. Primero por una razón básica, aunque Canberra sea la capital de Australia es una ciudad muy nula, es como si la capital de Venezuela fuera Valle de La Pascua. Obviamente Valle de La Pascua sería una ciudad hermosa, porque sería poco poblada y muy cuidada por el gobierno porque ellos son los que manejan toda la plata del país y ahí, en Valle de La Pascua, es donde vivirían. Pero como Caracas es muy poblada y muy chiquita, encerrada en montañas a los alrededores, es un desastre. Por eso, imagino que Canberra es una belleza –según sé, todo lo que está alrededor de Australia es desértico–. Canberra debería tener una biblioteca hermosa y gigante, debe ser la biblioteca nacional de Australia; unos ríos que no estén contaminados como el Sena o el Güaire. Yo imagino que en los ríos de Canberra la gente puede bañarse y pescar en botecitos. La gente en esa ciudad debe ser muy amable, porque son parte de una ciudad sin ajetreos y que es la sede de los poderes del país, es una ciudad que tiene lo mejor de una ciudad: no debe haber turistas molestos, ni exceso de densidad de población que colapse la ciudad, el alcalde deber ser más atento de lo normal porque es ahí donde viven los ministros australianos.

Yo aún no he ido a Canberra y quizá nunca salga de Sudamérica, pero si voy algún día seguro encontraré más de un atractivo interesante en esa ciudad. Estoy seguro de que en todas las ciudades del mundo se pueden encontrar maravillas como La muralla china o El Santo Ángel, Canberra debe tenerlo.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Áustralia, Aústralia, Austrália, Australía y Australiá

La pronucies como la pronuncies, escríbela.


Pero para tu inspiración y deleite:

¿Sabías que la vida en Australia es más cara que en Japón?
¿que cuenta con el arrecife de corales más grande conocido?
¿que aparece un canguro en su escudo?
¿que es el país que tiene más costas de playas en todo el mundo?
¿que allí abundan los demonios de Tasmania?
Espero que esta la sepas, ¿que su capital no es Sidney?
¿que recibe la visita de más de 5 millones de personas al año?
¿que cuenta con 16 lugares que han sido declarados como Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO?

Pero más, ¿sabías que en el invierno sus peces se tornan grisáseos?
¿que el norte desea independizarse del sur?
De su gente, ¿sabías que acompañan el saludo con un pestañeo?
¿que botan los zapatos sudorosos en un depósito común?
¿que son famosos por sus habilidades en la construcción de castillos con naipes?

Pues.
Quizás sólo sabías las respuestas del primer bloque de preguntas, y quizás esto se deba a que el segundo bloque fue bastante completamente inventado.

No sé, quizás, di tú. Escríbeme, susúrrame, dime dime dime cómo es la Australia de tu mundo. ¿Cuántas dosis de realidad aplicar, cuántas de fantasía? No sé, escoge y arma tu receta. El horno está encendido y cocina un pastel de carne que, si no lo sabes, es el plato típico de de de de... ¡Austrália, nene!