domingo, 13 de diciembre de 2009

Unas pocas historias sobre lecturas

Todos los libros de mi biblioteca tienen una historia particular. Cada historia daría para crear un cuento o una crónica a partir de ellos. Por ejemplo La Montaña Mágica de Thomas Mann la conseguí yendo a la Cinemateca Nacional. No sé qué película iba ver, quizá algo de cine brasileño. Al salir del metro había un viejo con sopotocientos libros, pero La Montaña Mágica estaba sobre la pila de todos, sobresaliendo y sin ser comprado por nadie.

- ¿A cuánto?

- A diez- dijo el tipo

Y desde entonces fue mía. Y recorrí la vida de Hans Castorp y Clawdia Chauchat por mes y medio. Y así cada uno de los libros. Una escena clásica fue esa en el patio de mi casa con seis años. Yo frente a El Principito y el dibujo de la Boa que se comió el elefante con forma de sombrero. Recuerdo que corría y le decía a mamá “¿qué ves aquí?” y me decía “un sombrero” y yo sentía que era súper inteligente porque sabía el secreto de aquel dibujo, sabía como el personaje de la novela que no era un sombrero, sino una boa que acababa de comer un elefante y que un adulto jamás iba a poder darse cuenta de eso. Hace una semana la profesora Beke me regaló una versión en inglés. Espero releerla en cualquier momento.

Nunca entendí por qué la gente era tan mala con la Manzanita criolla hasta que probé una y luego una manzana gringa y descubrí la diferencia: Garmendia tenía razón. En la adolescencia quería ser Jean-Baptiste Grenuille, no para matar a ese poco de mujeres hermosas y convertirlas en perfumes, sino para conocerlas y ver cuán hermosas eran. Luego El Perfume se convirtió en un Bestseller Hollywoodense, pero eso no le quitó lo bueno.

Recomendaría muchos libros. Ahora acabo de leer Miedo, pudor y deleite de Federico Vegas y me pareció una excelente novela. Al terminarla no sé por qué pensé en País Portátil, y me di cuenta de que es una de las mejores novelas que he leído en los últimos tiempos. Otros venezolanos que puedo recomendar son Francisco Suniaga y Massiani, Gabriel Payares y Carlos Noguera. De latinoamericanos me gustan los cuentos de Carlos Wynter Melo, Pablo Ramos y Los detectives salvajes de Roberto Bolaño. No mencionaré a los clásicos como Ramos Sucre, Borges, Cortázar y García Márquez, ¿para qué? Si está demás que son excelentes.

De los nobel me gusta Mann, mi favorita es El elegido. También me gusta Saramago y su forma de ver a la sociedad en Ensayos sobre la ceguera y de retar a la humanidad en El evangelio según Jesucristo. Ahora leo Instrucciones para el descenso al infierno de Doris Lesing, pero estoy atrapado en esa isla de dioses romanos y creatura mitológicas en pleno hospital central de Londres, así que tal vez me atreva leer las cartas de Van Helsing y Mina Harper sobre cómo mataron a Drácula.

sábado, 12 de diciembre de 2009

Hacia la gran mansión


No leía mucho. Revistas y recetas eran los contenidos que digería. Y, sin embargo, fue una lectura (y una infortunada intrepidez) la que acabó con su vida. Su bitácora de lecturas no fue un camino al crecimiento sino un puntillismo, una costelación de letras desconectadas, que terminaron en las tatuadas en los registros: "Tiempo de muerte: 16:32 pm".

Todo sucedió en una coincidencia catastrófica. Fue en el momento equivocado en que una persona cerró su ventana y provocó la proyección de un intenso rayo de sol que embistió contra sus ojos y la obligó a tornar la mirada hacia el lugar equivocado: el edificio Centro 63. No leyó "farmatodo" o "italca", fijó sus pupilas precisamente en el nombre del restaurante chino de la cuadra: "La nueva mansión", y atendió uno a uno los signos inferiores "符 号 中 的". Entonces gestó el pensamiento equivocado: "¡Qué manía de los chinos poner los nombres acompañados de signos, es obvio que uno no los entiende!, ¿será que necesariamente significan lo que dicen?"

Allí comenzó su marcha hacia la muerte. Realizó investigaciones y sólo encontró definiciones aproximadas de los signos que variaban según las combinaciones. Contrató a un asiático que le reveló que las coordenadas significaban algo semejante a: "No es una costumbre ni un placer asear o remojar a las dueñas de las uñas nuestras". En otras palabras, sentenció, los signos del restaurante gritaban: "No nos lavamos las manos".

Desesperada e inquieta, tomó la vía rápida al ocaso vital. Se obsesionó con el asunto y contrató a un sujeto para que trabajara en el restaurante y le informara si lo que referían los signos era una realidad. El hombre consiguió una plaza de trabajo y, desde adentro, comunicó la negativa: se aseaban, de hecho, regularmente.

Frustrada decidió lanzarse al agua. Fue a la Avenida Urdaneta y entró en el establecimiento que mediaba entre Farmatodo e Italca. Se sentó en la mesa de la esquina de La nueva mansión y ordenó, suspicaz, tallarines con ternera. Esperaba con ansias que la comida le dijera algo, pero solo hablaba de la mezcla de tallarines y terneras. Con curiosidad y malicia tomó el tenedor e ingullió, sin imaginar, su pasaje a la otra di-mansión.

Nadie sabe si su muerte fue causada por conjuras del traductor o del sujeto contratado para trabajar allí. Tampoco si tenía de hecho relación con la comida potencialmente carente de procedimientos higiénicos. Y menos si la atropellaron o no a la salida del restaurante y el narrador no se enteró.

Sólo se sabe lo relatado y que quien escribió las letras "Tiempo de muerte: 16:32" fue el doctor Lin Yo Wei.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Bitácora de un viaje sin retorno

Por Jessica Márquez Gaspar

A mi compañera de viajes, de risas, de vida

Mi gran heroína

Entre mis recuerdos más íntimos, más antiguos, más atesorados, respiran muy suavemente aquellos de mis primeras historias.

A los libros arribé antes de tener memoria. Mi mamá me leía todas las noches cuando me iba a de dormir. Mi mente corría, libre, por aquellas palabras que brotaban en el tierno tono de la voz de mi heroína, y se disipaban por la habitación. Parecían quedarse flotando, como burbujas, y me hacían feliz.

Fueron los libros de Ekaré, que amo profundamente, las primeras lecturas. Mi mamá cuenta que tuve por preferido El Rojo es el Mejor, y le creo. Cómo olvidar las horas que quise ser la Margarita Rubén Darío, para “ir bajo el cielo y sobre el mar tras la estrella que me hacía suspirar”. Recuerdo, siempre, que apenas oscurecía el cielo corría a la ventana de mi habitación a ver si sería una Noche Estrellada.

Mi primera infancia fue un recorrido por mundos desplegables, que yacían, inquietos, entre las páginas de mis libros, cobraban vida con la lectura hasta escaparse, y florecían en mi imaginación y mi memoria, porque aún hoy, que alcanzo las dos décadas, recuerdo mis frases favoritas de estos cuentos.

Fue una época dorada.

En algún momento, como a los ocho años, descubrí a Enid Blyton. Un viejo ejemplar de El Club de Los Siete Secretos, que leyó mi mamá en los inicios de su adolescencia, yacía olvidado en un estante de la biblioteca. La emoción de los misterios literarios, las aventuras fantásticas y las historias sobre jóvenes de esta escritora inglesa me acompañarían durante varios años. Aún hoy atesoro una colección de sus libros que incluye casi todos los que se han publicado y que han sido traducidos al castellano.

Mas el momento decisivo llegaría a mis trece años. En el umbral perfecto entre la infancia y la adolescencia, hubo un hecho definitorio que marcó el final de la primera: Continuidad de los Parques. Incluso hoy me siento, cada vez que tomó un libro y me zambullo en su lectura, como en aquel sillón de terciopelo verde, esperando que, antes o temprano, vengan mis personajes favoritos a hacerme compañía.

Desde entonces comencé, febrilmente, a devorar Las Armas Secretas, Queremos tanto a Glenda, y Bestiario. Mi vida entera está sustentada en Las Babas del Diablo y en Instrucciones para John Howell. Si a ello sumo Continuidad de los Parques, habré construido una teoría estética: Literatura, Fotografía y Cine, y Teatro, el Arte, serán entonces parte de nuestra realidad, serán nuestra realidad, la distancia entre la obra y el Otro, se diluye como me diluyo cada vez que encuentro frente a mí las páginas de un libro.

A Cortazar lo siguió Quiroga. Fueron horas oscuras de El Hijo, y de La Gallina Degollada. Después, una segunda revelación llegó a mis manos: Rajatabla. La desarticulación de mi mundo, del lenguaje, de todo lo que había conocido hasta entonces, transcurrió con Rubén, que nada podía hacer, -y menos morir- y El libro, en el universo fantástico que compone la cuentística de Luis Britto García.

Este fue un punto sin retorno. Si alguna vez pude considerarme libre de la palabra escrita, a partir de entonces me llamé, con orgullo, su esclava. Me deslicé poco a poco a través de la literatura universal, viví la Odisea de Ulises, los viajes del Mio Cid y la genialidad de mi héroe, El Quijote. Recorrí la Independencia venezolana con Arturo Uslar Pietri, armada tan sólo con Las Lanzas Coloradas. Surqué la poesía de Bequer, y la dramaturgia de Lope de Vega, y grité con valor, cuando se nos preguntó "¿Quién mató al Comendador?", "¡Fuenteovejuna, todos a una!"

Aquellas lecturas me acompañaron en mi camino por la adolescencia, a través de los sueños del futuro, de las posibilidades. Hubo momentos, debo decirlo, en que creí ser Calderón de la Barca y afirmar, sin dudas, “Que la vida es sueño, y los sueños, sueños son”. Pero en ese instante, justo cuando perdí la fe, me alcanzó la tercera revelación: Cien Años de Soledad. Este libro, santo de mi devoción, objeto de mi obsesión, constituye una visión maravillosa de Latinoamérica, que construye en la finitud de sus páginas, la identidad de nuestras naciones y el destino al que se dirige, inexorablemente, ante nuestra recurrente incapacidad de leer las escrituras de Melquiades y descifrar, en ellas, las claves de nuestra salvación.

Desde entonces guio mi vida espiritual a través de la Biblia, mi vida artística a través de Cortazar, y mi vida histórica a través de Cien Años de Soledad. La Santísima Trinidad.

He visitado también a Bryce Echenique, me hice cómplice de Teresa de la Parra, sentí a Ifigenia una amiga íntima e hice mías las Memorias de Mamá Blanca. En algún punto se unió a mi camino Cristina Peri Rossi, y con ella construí El Museo de los Esfuerzos Inútiles, que atesoro profundamente. Pero aunque algunas veces fui la princesa de Darío, cuando está triste y “los suspiros se escapan de su boca de fresa”, siempre guardaré un cariño entrañable a Pablo Neruda, quien me enseñó a encontrar en el silencio la belleza, tanto que llegué a decir: "me gusta cuando callas porque estás como ausente”, y con el poeta descubrí la presencia de lo estético en la vida misma, en la cebolla, en el mar, en el aire, en el hombre sencillo.

En la universidad me interné por las veredas de la literatura venezolana. Nos miré por vez primera con las Crónicas de Indias, y nos saludé con elocuencia "Salve, Fecunda Zona" con

Ya es hora

Por Jessica Márquez


A Ella

Que me regala tantas horas de paz

Gracias a la vida que me ha dado tanto
Me ha dado la risa y me ha dado el llanto


Eran las dos de la tarde, pero no lo parecía. La luz de la hora, fugitiva, se ocultaba. Parecían más bien las seis, las cinco, incluso las cuatro. Era una luz grisácea, de presagios.


¿Cómo debía sentirme?, me preguntaba mientras caminaba hacia la entrada. El silencio de la atmósfera, silencio de sábado por la tarde, me asombró. Esperaba una multitud en la entrada, no una multitud enardecida, pero sí el murmullo callado que proviene de un grupo reunido aunque se encuentre en el más absoluto silencio: como si la presencia misma de los cuerpos pudiera crear una melodía, un único sonido que se alzara sobre el silencio que todos intentan mantener. Un silencio, sin embargo, elocuente.


Es el silencio de aquellos que lloran la muerte.


Pero en la entrada no había nadie.


Un letrero con letras blancas le daba forma a lo esperado. Poco a poco se iba dibujando lo que parecía tan solo un grito lejano, algo incógnito para el oído: el nombre de aquélla que no vendría más. Entonces descubrimos a aquellos desconocidos y, en el medio, una figura familiar. Nos unimos entonces a un dolor que no compartíamos, un dolor que no brota de nuestra propia piel, sino que nos llega por la cercanía y la conexión íntima con aquel que sufre.


Me atrevería a decir que es aún peor.


Tengo pocas reglas en mi vida, sobre todo porque no me gusta romperlas, bueno, sí, pero por ello tengo pocas para no caer en la tentación. La principal es no ir a funerales. Sencillo. Y sin embargo ahí estaba, parada frente a aquello que tanto temía, con una presión en el pecho, debajo de la ropa negra… como el luto.


Pero nada fue como lo esperamos. Todo adiós marca el alma de una u otra manera, pero ellos parecían despedirse de una forma que me era, hasta entonces, desconocida. Acostumbrada como estoy a las vidas truncadas justo ahí, en el nudo del argumento, sin desenlace, sin FIN, sin nada, -a las historias de finales bruscos-, me fue absolutamente ajeno aquello que sucedía.


Hollywood es un experto en crear imágenes de lo no-experimentado, de lo no-vivido. De esta forma jamás he disparado un arma, pero puedo fácilmente imaginarlo y, quizá, llevarlo a cabo. Mis expectativas de una funeraria, por ende, estaban a medio camino entre las películas de vampiros que se levantan de su tumba (aunque no me fascine el género), y aquellas tristes escenas en que los personajes lloran la muerte, irreversible.

Adentro la luz parecía jugar a lo íntimo. Discreta y cálida. pero no en exceso, caminaba por los rincones, sobre el ataúd, entre los presentes, alumbrando los rostros sin contorsiones de dolor, sin llantos inesperados, bruscos, desgarradores, rostros llenos de una inexplicable paz, que parecía ocupar una de las sillas de terciopelo rojo del lugar.


Durante mi estancia observé amor, cariño, solidaridad, pero no los generados por el vínculo terrible, por el puente maldito, que se teje cuando los destinos de varios se cruzan en el dolor, en el maldito dolor que proviene de la muerte trágica. Eran sentimientos en su forma pura, en el adiós, en la última palmada, en el último beso, en las últimas palabras, para aquel que había partido, y en el abrazo y la mirada tierna para aquellos que se quedan.

No me vi decepcionada, en varias formas se parecía bastante a la imagen mental que me acompaña desde hace años. Hollywood lo hizo bien. Recorrí el espacio con la mirada hasta toparme con un viejo reloj de pared, de péndulo, que marcaba la hora lentamente. En aquel segundo cuarto, el de la familia más cercana, el más íntimo, fuimos recibidos por la figura que nos invitara a aquel suceso.


Ella relató, tan humanamente, los últimos minutos de la fallecida, que sentí entonces una nueva dimensión de su ser. Sumida, como había estado en los últimos años, en el deterioro de sus capacidades psíquicas, aquel personaje ahora ausente había olvidado tanto… pero en su lecho de muerte recobró el aliento perdido, la palabra extraviada, para despedirse de sus hijos y ordenarles, como si aún fueran niños, que rezaran todos juntos, y corregirlos: “como lo hacía mi esposo, su papá”.


-Hija, siento miedo.

-¿Miedo a qué, mamá? ¿A la muerte?

-Sí.


Las horas finales de la noche se la llevaron. Su alma se elevó dulcemente mientras dormía. Para cuando se percató, ella ya estaba fría. La abrazó por última vez, en estado profundo de shock, incapaz de hacer más nada, incapaz de reaccionar. Pero allí ya no quedaba nadie. Ya no.


Horas más tarde un mensaje de texto, corto, conciso, afirmaba: “Mi mamá falleció, hoy de madrugada. Velorio en la Vallés mañana en la tarde”. Esas palabras nos trajeron al interior de aquella funeraria. En un patio, como si se tratara de un encuentro de gente cercana, todo el mundo se saludaba, se presentaba, mientras tomaba café o jugo, y comía galletas.


Entonces la hora cambió y se hizo poco a poco dorada. Eran casi las seis y el quórum empezó a disolverse. Pero la presión ya no estaba en mi pecho. Nos despedimos y salimos del edificio.


Supe de pronto, mientras me alejaba, que aquella no había sido únicamente la primera vez que visitaba una funeraria. Era la primera vez, en mis veinte años, que presenciaba una hermosa muerte: la de una mujer que falleció a sus 95 años de causas naturales. Que tuvo tiempo de despedirse, de decir adiós; de pedir perdón, de arrepentirse. Que se fue en paz, rodeada de sus seres más queridos, cuidada, protegida. Ni siquiera supo que se había ido. Al final, creo que se disipó su miedo. Y por ello no dejó miedo detrás de ella. Dejó a un grupo de individuos que la despedía como si partiera en un tren a un destino lejano.


Sí, fue hermoso. Ese adjetivo se aplicaba a la muerte, aunque yo no lo creyera.


Otra regla que termina rota, quebrada.


Fallecer sano, física, emocional y espiritualmente, es invaluable.


En un país donde los momentos finales llegan a oscuras, en el pánico del atraco con revólver o en el valor ante el criminal, sólo frente a aquel que te quitará la vida, -muy frecuentemente en la oscuridad de la noche-, fallecer porque incluso la vida tiene final, es un acto hermoso.


Es la historia que termina como deben terminar todas: donde va el punto y final, porque ya no queda más que decir, porque ya es hora.

Gracias a la vida que me ha dado tanto


Gracias a la vida, gracias a la vida

martes, 1 de diciembre de 2009

De vuelta al centro


Un día señalaron el perro a Marcial.
—¡Guau, guau! —dijo.
Hablaba su propio idioma. Había logrado la suprema libertad. Ya quería alcanzar, con sus manos objetos que estaban fuera del alcance de sus manos
Alejo Carpentier.

La perra se enroscó sobre sí misma y empezo a mecerse tibiamente sobre su panza. Al principio sólo era pelo blanco y ensortijado cayendo desordenadamente sobre la tierra, las patas culminaban en unas garras largas y sucias que resbalaban sobre el piso de ceramica, sus ojos se abrían y cerraban lenta y tristemente: fuego, agua, soledad, dolor. Todo se cerraba finalmente, con el candado de su corazón. La acompañamos hasta donde nos dejaba entrever la puerta de su soledad. Estaba muriendo.
Paso lento y quejido. Boca que grita, sangre que relampaguea sobre la atmosfera encendida y esférica, la tomamos de la mano y la perra gime.
- Te esperó hasta que llegaras, dijo madre.
Le tomé la pata derecha y le di un beso en la nariz seca y caliente. Entonces le empezo a faltar el aire y lloramos todos juntos, en un estrecho círculo de despedida húmeda.

Me miraste, muy ciega, lo hiciste.
adivinaste el último tramo del viaje al centro.
me pediste que fuera contigo
y sólo te acompañé hasta la puerta,
te tocaba sola cruzar el puente,
y el estrecho dolor no me dejaba
ver más allá de la orilla oscura
donde todos se preguntaban
qué había.

Tu corazón todavía latía, pero de tu vida sólo rastro perdido. Papá (papá nuestro) fumaba en el pasillo y el humo te rodeaba la cara y despegaba los fantasmas de la humaredita.
-Listo, se fue, dijo Sonia.
Y replicó en mí la campana de niñez última. El tren que se aleja y el humo de papá que se acerca a mi cara y me grita que todos envejecemos, que eras y eres el ultimo recuerdo de cuando todavia la muerte era algo que le pasaba a otros.
Estarás ¿estarás? Ahí, acompañandome al retorno de donde vinimos, el eterno círculo que dibujan los cigarros, las humareditas y los puentes. Vida líquida que cruza debajo de una palma y sus hojas.