martes, 28 de septiembre de 2010

O

Amanda estaba a segundos de su primer orgasmo. Y se lo estaba perdiendo.

Muy a pesar de los rumores que corrían de ella en la Unidad Educativa Pablo Palacios, Amanda era tan virgen como la nieve al caer del cielo. Jamás había visto a un hombre desnudo y los tres únicos besos que había compartido era algo que recordaba como una cacofónica canción de labios y dientes. Por supuesto, nadie en el colegio lo sabía. Para sus pares, ella era la reina indiscutible de la atención adolescente. Era bonita, coqueta y pícara. Cuando iba de un extremo al otro del patio de receso, los ojos del colegio (particularmente los masculinos) la seguían. Podía sentirlos sobre su piel y eso le infundía autenticidad a la sonrisa con la que hacía el recorrido. Le encantaba la mirada que los desadaptados le daban, a medio camino entre desprecio y deseo. Le encantaba el trato especial de los chamos más populares. Cada tarde llegaba a su casa a revisar su perfil de Facebook, consiguiendo cantidades de comentarios en el muro, invitaciones de amistad de gente que nunca había visto y mensajes privados preguntándole cómo estaba y si tenía novio.

Fuese lo que fuese que se dijera sobre ella, no lo desmentía. Si el rumor le gustaba (“¿Amanda? No, esa caraja se la pasa tirando con Derick, el chamo de quinto año. El único que está bueno”), ella lo alimentaba con discreción. Si no le gustaba (“Tres chamos de primaria, chama, tres se la cogieron a la vez. Qué puta, no sé por qué le hablas”), simplemente guardaba silencio. De vez en cuando, alguna amiga infiel hacía un comentario malicioso, porque un adulador no es más que un enemigo secreto. Ella contestaba con una sonrisa neutra y cuando llegaba un chamo nuevo al colegio, Amanda tenía toda su atención tras una semana. Lograba que muchas la odiaran, que muchos la amaran y le encantaba. Ese era el estatus al que Amanda estaba acostumbrada: ellas se frustraban, ellos se masturbaban.

Pero esta era una tierra que ella desconocía, una travesía que no tenía idea de cómo terminar, un viaje sensorial qué recorrer con el espíritu y los labios. Temblaba y le daba pena que la vieran desnuda.

Él no era un chamo que rebosaba carisma, no estaba buenote, ni siquiera estudiaba con ella. Se conocieron cuando Amanda se quedó una semana en Maracay con su prima. Su mamá cuadró el viaje, para que Amanda tuviera algo qué hacer en vacaciones y no se quedara encerrada las 24 horas en la casa. Martín era el vecino de su prima, un chamo flaco y taciturno que se la pasaba viendo comiquitas de muñequitos japoneses, y que jamás, ni en esta vida ni en la siguiente, habría tenido chance alguno con ella. Cinco días después y eventualidades que no describiré en esta ocasión, ahí están, en el cuarto de él, desnudándose el uno al otro con la torpeza propia del extraño en una tierra extraña.

A un nivel consciente, ella quería tocarlo, sentir el calor de su pecho con sus manos, aferrarse a algo que hiciera menos obvio su pulso trémulo. Pero las órdenes se perdían en ese trayecto entre su cerebro y su cognición. Se había imaginado este momento cantidad de veces antes de hoy, siempre deseando ser la fiera en la cama que los hombres dicen desear. Ahora que el momento por fin se había presentado ante sí, lo estaba echando a perder.

En un breve momento de claridad, se miraron a los ojos y él la besó, no un beso preñado de impericia, sino un suave, delicado masaje con los labios y la lengua, inesperadamente cariñoso, inesperadamente personal, incluso para aquella situación. Ella lo abrazó y cerró los ojos. Le pareció escuchar que Martín le decía que no iban a hacerlo porque él no tenía protección, pero esa forma de comunicación, verbal y evidente, estaba en un plano terrenal que ella había abandonado hacía mucho. Viajaba por estas aguas como un bote en medio de la niebla; empezaba a disfrutar el recorrido y a olvidarse de si llegaba a puerto. Se comunicaba por el tacto y los jadeos, no por las palabras y los símbolos.

Y entonces la familia de Martín llegó a la casa, donde se suponía que estarían solos hasta la noche.

Amanda perdió la concentración que tanto había luchado por conquistar. Eran voces adultas, el ruido de bolsas de mercado, de llaves chocando entre sí, de cosas que no tenían que pasar cuando estás tratando de tener un momento íntimo. Se arrepintió de todo. Se sintió apenada, estúpida, quería esconderse bajo las sábanas y vestirse al mismo tiempo. Como no sabía cuál de las opciones tomar, se quedó paralizada. Y Martín, abrazándola y pegándola contra su cuerpo, empezó a masturbarla.

Trató de negarse, le dio palmaditas en el hombro, quiso susurrarle que parara, que los iban a descubrir, pero una nueva sensación, algo que jamás había ni siquiera sospechado que podía existir, empezó a recorrerle las extremidades, el vientre, la garganta y los labios. Estaba asustada, pero la posibilidad de que les descubrieran, de que alguien pudiese comprobar que Amanda era todas esas cosas que se decían de ella —aunque nunca hubiesen oído los rumores— se mezcló con esta nueva emoción que nacía dentro de ella como una bola de fuego rojo. Entendió entonces que necesitaba que los descubrieran.

Pegó las manos contra la cama y apretó las sábanas entre los puños. Gimió. Echó la cabeza hacia atrás y gimió, con la boca bien abierta, entrecruzando las piernas alrededor de Martín, empujándolo contra sí cuando él se asustó y trató de escaparse. Lo miró a los ojos, le sujetó del cuello y lo besó, profundamente, tomándolo de la mano y forzándolo a que continuara con su propósito inicial. Fue así, rasgando los muros del placer, que la mamá de Martín los encontró.

No voy a entrar en detalles sobre lo que pasó después, porque creo que ya se lo pueden imaginar. Lo que sí es digno de mención es que al empezar el año escolar, Amanda disipó los rumores con la misma discreción con la que los había sembrado. No se debía a que ahora era una niña más madura, o a un sentimiento de culpa después del regaño bíblico que su mamá le dio (estaba demasiado clara de que le gustaba que la vieran haciendo el amor como para sentirse culpable). Lo hizo como tributo a la niña que había sido y a la que ya no podría volver. Un tributo a sus sonrisas inocentes, sus dulces, sus muñecas, por las que ahora no sentía sino la más profunda nostalgia. Nunca trató de explicar su cambio de actitud porque no tenía objeto. Era un sentimiento más que una idea, condenado a permanecer como un secreto entre ella y los primeros gemidos con los que se hizo una joven mujer.

Por cierto, la última vez que supe de Amanda, todavía era la novia de Martín, el impopular.

domingo, 26 de septiembre de 2010

Salada esperanza

Click click.

La tarjeta de asistencia de Regino Alfonso Duarte marcaba la hora de salida: 13:02. La depositó en el estante correspondiente y salió a almorzar.

Se le había acabado hasta la última de sus latas de atún. No habría lonchera apurada seguida de un paseo atento. Ese día, a costa de su bolsillo, viviría su hora completa afuera de la oficina. El sol coloreaba sus pestañas y dibujaba tras de sí su sombra. El banquero vestido de tonalidades de grises caminaba contando los pasos. Entre el veintidós y el veintitrés ya había tomado su decisión. Comería en el "Don Pepe". Recorrió uno a uno los pasos rumbo al local y afuera, en un instante, escogió su mesa.

La de esquina izquierda. La mesa sin ceniceros, con el menú de la promoción del día y un objeto que llamó su atención. Terminó de trazar su paso número cuatrocientos ochenta y siete cuando dio con la silla. Sentado en ella se avocó a examinar el artículo que lo atrajo.

Las estrellas ahogadas lo miraban con coquetería. Brillaban desde sus montículos buscando un reconocimiento. Suplicaban liberación, aire libre, espacio para dispersarse y darle gusto al mundo. Pero poco funcionaban aquellos intentos. No llamaban su atención las migas prisioneras, sino el vidrio carcelero. El salero era la voz melodiosa entre los gritos.

El garzón consultó por el pedido. Regino Alfonso con un vistazo revisó el precio de la promoción del volante y pronunció: "Un agua gasificada y un bistec a lo pobre, por favor".

Sus ojos volvieron al salero y recorrieron desde los hoyos del metal delgado superior, las delicadas líneas que descendían desde el tope hasta el borde inferior. Se entretenían con la visión semitransparente que admitía la base gruesa. Menguó así la contemplación e inició la precisión de la finalidad de los elementos de tal artículo.

Sal, corrosiva y seca, como melosa y húmeda era su enemiga dulce. ¿Serán necesarias aquellas puntas? ¿No acaso las comidas no dulces, hasta las de sabores más suaves contenían aquel gusto? ¿Es necesario reforzarlas, pronunciarlas, tal como el acento de la "e" fortalece la palabra "él"? No es lo mismo el que él. Quizás tampoco un bistec salado sin sal que uno salado espolvoreado con aquellas arenillas. Quizás eran precisamente tan necesarias para los alimentos como la arena para las islas. Una isla no es agua, tampoco palmeras, sino es la arena firme que...

-Señor. - y dispuso el hombre del corbatín un plato humeante entre el salero y sus manos.
-Muchas gracias. -Habría oído el salero, si tuviera oídos.

Miró el plato, su gran mar, con sus papas fritas, huevos y cebollas, aquellas palmeras y barcos de la isla. Fileteó la palmera-carne y degustó la sábila. Salada, naturalmente salada. Quizás no era totalmente necesario, pero tomó aquel objeto. Sintió la temperatura neutra de aquel vidrio. Pensó en todas las caricias que junto a la suya aquel salero habría tenido y volteó los montículos presos hacia aquel mar con palmeras. Con aquella sacudida, suave por los generosos hoyos del metal superior, conformó entonces aquella isla.

Tanto mejor que el atún. Tanto mejor que aquella comida apurada para su paseo diario. Mojó las papas en la yema. Casó la carne con la clara. El gas de su agua burbujeaba en su boca, refrescándolo de aquel panorama. La cebolla daba alegría al cuarto día de semana. El disfrute de las papas movilizaba el reloj, que ya pisaba las 13:26.

Entre corte y bocado constataba la necesidad de la sal en las comidas, como la del bien en el corazón de los hombres. Ansioso, devoraba uno a uno los indicios de la isla. Desaparecían los restos de las palmeras, los barcos, los granos de arena, todo. Quedaron sus cubiertos náufragos, nadando en la nada de un plato vacío cuando su reloj apuntó las 13:49. Agitado por la tardanza pidió la cuenta y dio a Don Pepe, a través del corbatín rojo, tres mil pesos.

Mientras esperaba su vuelto realizó la operación necesaria. Más rápido que discreto, trasladó la cárcel y las prisioneras al bolsillo derecho su traje. Con ello cerró la operación necesaria de cada día. Destinó a aquel salero a dar a su valija marrón. Desde esa noche, el carcelero habría de acompañar las siete ligas, el biberón, el estetoscopio, los vasitos de papel, las pilas AA, la muestra de champú, la guía turística de Burkina Faso, la Condorito de los mejores chistes de 1990, el protector solar 100, la bolsa de las hasta ahora ciento tres chapitas de latas y el peine azul.

Sus arenas danzarían entre el manubrio, la bolsa de Mc Donalds, el trípode, el ganchito, el CD, los post it y la S del teclado. Se daría vueltas dando mayor gusto a lentes, abanicos, tarjetas de teléfono internacionales, llavero de flores, hojas secas, cucharitas coloridas de heladerías, un chal de alpaca y cuatro curitas de Hello Kitty.

Regino Alfonso, recibió su vuelto y, entradas las 13:54, se dispuso a recorrer nuevamente los cuatrocientos ochenta y siete pasos de vuelta al trabajo, con una escala: el kiosco de Lucila.

-Un loto, por favor.
-¿Y cuándo no? - dijo la vieja, como todos los días.

Tomó con esperanza el billete de lotería que estaba detrás del que sobresalía pues quizás sería aquel boleto de números sellados el que daría el sí al norte. A su norte en el norte. Quizás sería aquel especial Loto el que lo separaría de Chile, de su cubículo gris, y lo llevaría a África.

Quizás aquel salero sería la última adquisición necesaria para el cumplimiento de su sueño. Quizás con las vueltas del salero estaba el golpe de suerte que le faltaba para ganar y respirar la vida en Ouagadougou, capital de Burkina Faso.

Quizás por el salero llegaría la mujer que portará el chal y la niña que, producto de su amor, crecería con el biberón y haría de las ligas y los vasos de papel, sombreritos de de cumpleaños; y de las chapitas de las latas, dijes de cadenas. Quizás por el salero las pilas AA llegarían a una cámara que registraría los viajes familiares a Costa de Marfil para visitar las playas.

Quizás, click click a las 14:02. Quizás por el salero llegaría pronto a la costa de sal con palmeras y el plato gigante que tanto deseaba. Por el salero. Por él. Quizás es él el acento que le faltaba a su proyecto. Quizás, salero, quizás.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Líneas Perpetuas

Líneas perpetuas

Jessica Márquez Gaspar

En aquella carretera de interminables líneas, perpetuas quizás, el autobús mantenía un movimiento que se sentía también perpetuo. La noche cerrada que envolvía aquel espacio suspendido en la nada, y que probablemente no pertenecía a nadie, impedía observar el camino, los pueblos, cotidianidades y situaciones que quedaban rezagadas en aquella carrera por llegar a Caracas.

Las horas de viaje se acumulaban como la nieve o las gotas de lluvia en las ventanas, entre los pasajeros, allí en los siempre rodantes cauchos que parecían haberse convertido en uno con el pavimento.Como un cohete, aquel armazón parecía dirigirse imparable, lanzado hacia delante a máxima velocidad.

Curvas y rectas, las líneas de la vía parecían describir un hermoso baile mientras aquella armazón surcaba la oscuridad en busca de su destino. Ella, ajena a aquel movimiento, dormía plácidamente aunque con un particular gesto en su rostro: decisión, tenacidad.

Él, sentado a su lado, la observaba con infinita ternura, con deseo, con aquel amor que le profesaba pero que ella desconocía. La casualidad había querido que en ese, uno de tantos viajes a la capital, se encontraran por primera vez juntos en la misma unidad. En la fila para subir sus miradas se encontraron y ella, con un gesto de alivio, lo invitó a alcanzarla allá adelante donde estaba. Aunque no era lo que él quería, fue agradable el saludo de aquellos finos labios en la mejilla y la sonrisa que acompañó a la alegría de ella de poder realizar el viaje acompañada por alguien conocido.

Era en aquel lugar que no era, la nada, y en el interminable tránsito por el país, en el efímero estar, mientras dejaba atrás pueblos, pequeñas ciudades, municipios, incluso estados, que él se sentía bendecido con una oportunidad única dentro de aquel ramo de posibilidades, floreadas, que emergían para él cada vez que decidía desintegrar los kilómetros que lo separaban de Caracas.

En aquel tiempo suspendido, tenía la posibilidad de disfrutar lo que hasta ahora había sido el momento más largo al lado de ella. En aquella travesía hacia un trabajo que no podría obtener en su pequeño pueblo enclavado en la Cordillera de la Costa. En aquel recorrido hacia la formación universitaria que realizaba, para convertirse en el profesional que quería ser y seguir su vocación.

Como a La Meca, cientos de personas se desplazaban hacia un punto ubicado en el centro del país, al norte y en la costa. Cientos de venezolanos que, guiados por una convicción que sólo podía ser llamada religiosa, se dirigían a un diminuto valle para disfrutar de las rosas posibilidades que significaban las oficinas centrales de los poderes públicos, el crecimiento frenético de la economía y los empleos, las empresas establecidas allá, los medios de comunicación dirigidos desde ahí, y grandes cantidades de objetos importados, que parecían perderse en las venas y arterias que recorrían aquella nación en todas direcciones, y no llegar nunca a pueblos como el suyo.

No podía sino asombrarse ante todos aquellos que decidían huir de aquella urbe, por mucho que pudiera asustar a cualquiera, incluso a él que la había visitado en varias decenas de oportunidades por un periodo más o menos largo de tiempo.

Sentado hacia el centro del vehículo, compartía el viaje con otro centenar de pasajeros, algunos conocidos, porque en un caserío como el suyo todo el mundo se conocía aunque fuera de vista, y otros que tal vez encontraban en aquel transporte la siguiente etapa de un viaje aún más largo, que provenía de otros rincones, de otros sueños. Ella murmuraba dormía y él recordó de pronto aquella tarde en que la conoció. La temperatura empezó a descender y el calor sofocante del día dio paso a una brisa fresca que ganaba intensidad con la velocidad del autobús, ella tembló ligeramente y su piel se erizó. Él tomó su chaqueta y la cubrió suavemente. Por unos instantes fue de nuevo aquella niña que lo invitó a jugar en la plaza del pueblo, que luego le enseñó a hacer papagayos y a volarlos en la colina que quedaba justo en una de las entradas del caserío, fue también la adolescente de ojos grandes que brincaba entre las piedras y luego se zambullía en el helado río junto a él, hasta convertirse en la joven mujer que encontró, por su cobardía, en los brazos de otro.

En un anhelo imposible quiso traspasar su delicada tez e introducirse en sus sueños. Imaginó entonces que ella lo soñaba. Que él protagonizaba algún agradable recuerdo: una de esas tantas tardes junto a la iglesia o cuando se adentraban en el bosque hasta casi perderse en las montañas. Quiso creer que ella lo evocaba así y que ahora sumergida en el descanso, su mente continuaba el hilo de su pensamiento que se hacía onírico y cada vez menos lógico y cada vez más surrealista, más colorido y deconstruído, pero hermoso al fin.

Miró al frente, a la nada, porque nada había para ver en aquella hora en que los colores y las formas se rendían ante la luna y la penumbra, ante la huída temporal de la luz. Y por unos instantes se sintió más cerca que nunca de ella, acercados por aquella ambición compartida de pedalear sus bicicletas más allá de los límites del pueblo, dejando atrás el pequeño terminal de autobuses y el puesto de la guardia nacional hasta alcanzar la frontera de lo conocido, del espacio que consideraban su hogar.

Deseó con toda su alma que ella despertara de aquella somnolencia que la había tomado en sus brazos desde el arranque ruidoso de aquel transporte, y que le había impedido cruzar más de dos palabras. En algún punto bastante anterior de la oscuridad y la nada, de aquel no lugar que ahora habitaba, había sentido la misma punzada que había sentido hacía unos dos años atrás. La punzada del valor que lo impulsaba a querer salir de lo que era cómodo y confortable y tomar las riendas de su destino, que en su caso era blanco y verde, con interminables adornos y unas luces parpadeantes. Tomar las riendas e irse hacia Caracas, a buscar una mejor suerte que estaba asegurada.

Sintió el impulso tímido de confesarle lo que sentía hace tantos años y que el miedo residenciado en él había acallado al principio, hasta que la ilusión de estar con ella se hizo un doloroso murmullo en su interior mientras ella besaba a otro, salía con otro, quizás, -y no quería pensar en eso-, se acostaba con otro. Se estremeció de deseo ante la rápida imagen que cruzó por su mente de su piel canela enteramente desnuda. Era sumamente hermosa. Siempre lo había sido.

Pero ella seguía durmiendo y la idea se asomó para luego desaparecer en la modorra provocada por el movimiento rítmico, acompasado y constante del autobús que recordaba a muchas personas, por lo menos a aquellas que fueron amadas por sus madres, al movimiento que las mujeres realizaban con el bebé en brazos en un intento de sumergir al pequeño en un sueño agradable o de calmar su desatado llanto. En aquel vaivén que le daba cierta paz y una falsa sensación de seguridad, -considerando que viajaba a 180 kilómetros por hora en una carretera oscura-, era capaz de enfrentarse a sus propósitos, a sus sueños, era capaz de desvestir los retos que enfrentaba al encontrarse sin su familia en aquella ruda pero bella ciudad que era Caracas e intentar, no sólo subsistir, sino convertirse en un escritor reconocido y graduarse de letras.

En un remolino que duró una unidad de tiempo que él calculó como dos bombas de gasolina, tres restaurantes de carretera y un caserío, repasó mentalmente el monto de los ahorros que reposaban en su cuenta bancaria. Sumó, dividió, resto y multiplicó una y otra vez el sueldo que percibía en aquella tienda, una de las tantas de una cadena de librerías, la beca que le daba la universidad y aquel pequeño fondo que había creado trabajando en la bodega del señor Andrés, antes de tomar aquel primer autobús que lo llevaría hasta la vía principal de tierra que empalmaba con otra de asfalto y más tarde con la autopista.

Supo que viviría ajustado, que debería comprar los libros de segunda mano y no dónde trabajaba, a pesar del descuento de empleado, y que sus actividades culturales se limitarían a visitar museos que no cobraban entrada, a asistir a conciertos gratis y a caminar por la Plaza Altamira, la Plaza Bolívar, Chacao o La Pastora, porque transitar la ciudad nunca había tenido mayor costo que un ticket de metro o un pasaje de autobús estudiantil. Porque si quería pagar aquel curso de narrativa mensualmente, tendría que superar el día a día con lo mínimo, pero todo era parte del plan maestro para escribir su primer libro de cuentos, luego su primera novela, para participar de concursos literarios y quien sabe, capaz hasta ganarlos, y consagrarse como escritor para vivir el resto de sus días ejerciendo una de sus dos grandes pasiones: escribir. La otra era ella, que había cambiado un poco de posición bajo su chaqueta.

El autobús de las posibilidades se detuvo al mismo tiempo que el autobús con dirección hacia Caracas. Había olvidado aquella parada programada para comer, ir al baño, estirar las piernas y tratar de adivinar cuántos hogares y vidas en proceso habían dejado atrás en las orillas de aquella carretera que lo atravesaba todo, como diseccionándolo. Se dispuso entonces a despertarla. Se preguntó si debía darle un beso en la frente o en la mejilla tierna, o si debía sacudirla ligeramente diciendo su nombre con suavidad. El miedo pisó al tímido valor y se decidió por lo último. Ella abrió los ojos confundida y desorientada, hasta que se encontró con sus ojos, que la miraban con ternura y con una pequeña sonrisa. Sonrió ella también y preguntó: ¿Dónde estamos? ¿Llegamos?, a lo que el respondió con una pequeña risa, ¡Ojalá!, estamos en una parada en el camino. Ella se incorporó entonces, y ambos se dirigieron a la cola para pedir una arepa, de queso rallado amarillo para él, de queso de mano para ella. Comieron mientras conversaban como siempre lo habían hecho, como buenos amigos. Pero algo empezó a cambiar dentro de él, sintió cómo el valor se asomaba nuevamente y mientras ella parloteaba sobre un libro que ambos disfrutaban, él se descubrió mirando sus labios y deseando inclinarse hacia ella para fundirlos con los suyos. Aunque no consumó aquella fantasía, su sola existencia, la presencia de aquella necesidad rugiendo dentro de él, significó un paso grande. El tiempo siguió su carrera, hasta que los quince minutos de parada se acabaron y obligó al autobús a hacer lo propio y regresar al desplazamiento que estaba aún lejos de terminar.

Ahora, como si los dados del destino hubiesen rodado hasta detenerse en un número distinto, ella no se durmió. Se apoyó de la ventana cómo era su costumbre y empezó a hablar, a tiempo que intercalaba una mirada perdida hacia las siluetas de montañas, árboles, prados y palmeras que se distinguían vagamente por la ventana, y el rostro de aquel que había sido su gran compañero desde la infancia. Como tantas veces, hablaron de sus planes. Ella quería ser médico, dominar las ciencias de la biología, la química y la anatomía para salvar y mejor la vida de otros, especialmente aquellos más pobres y olvidados, en pequeños caseríos y en grandes ciudades, pero olvidados por el Estado. Él, como siempre, la escuchaba con atención extasiado por aquella compasión y entrega al otro que latía en ella y que era una de las millones de cosas que lo hacían amarla. Solía ayudarla a estudiar, a memorizar los cientos de huesos del cuerpo humano y los síntomas de miles de enfermedades que él no había oído ni sufrido nunca, por suerte. Tantas eran las madrugadas en que quiso detener su soliloquio sobre los componentes químicos del cuerpo humano para decirle que la adoraba y tirar los libros de la cama para hacerle el amor sobre ella. Pero el miedo siempre lo detenía inevitablemente y aquel torbellino de emociones se desvanecía ante la duda de si ella le correspondía, ante la existencia de su novio, y se convertía en una mínima lágrima que apenas llegaba a emerger pero que dolía tanto como un llanto descontrolado y sentido.

Ahora mientras su boca se movía suavemente el valor iba tomando forma. Sabía de buena fuente, porque el hombre en cuestión se lo había dicho directamente, que ella había terminado con el que fuera intermitentemente su pareja por los últimos cuatro años. Sólo que esta vez era para siempre. Él le explicó que no hacían más que pelear, porque habían descubierto que habían cambiado y ya no eran aquellas personas que quisieron estar juntas: mientras ella había decidido irse a Caracas, él había decidido continuar el negocio de su familia, el mejor aserradero del pueblo. Separados por la distancia de dos sueños distintos y dos visiones distintas del futuro fueron incapaces de seguir adelante y decidieron terminar aquella relación por lo sano. Eso había sido casi cinco meses atrás, a mediados de abril. Ahora que septiembre se deslizaba con un rumbo fijo como el autobús, él veía claramente aquel resquicio de luz que era arrojado sobre él y el sueño de estar con ella.

El frío se hacía más intenso y la chaqueta ya no era suficiente. Él, galante, notó la molestia que ella sentía, le pidió que hiciera una pausa en lo que estaba diciendo, y se levantó para intentar cerrar las ventanas, pero éstas no se movieron ni un milímetro en sus rieles para cortar el paso del viento. Las luces del autobús estaban apagadas, como lo habían estado el resto del camino y casi todos los viajeros dormían, por lo menos, el movimiento y el ruido era mínimo, así que cualquier cosa se escuchaba amplificadamente. Continuando los susurros en que habían estado hablando dijo, con una firmeza que no conocía en sí mismo: No puedo cerrar las ventanas, pero si tienes frío puedes acercarte a mí y yo te calentaré. La penumbra ocultaba el sonrojo de sus mejillas, pero no ocultaba la pequeña sonrisa que cruzó la cara de ella cuando se lo agradeció y se acurrucó en su pecho. Él llegó a creer que se había dormido en algún kilómetro perdido del trayecto y que estaba soñando. Pero la voz de ella, que susurraba también, continuó la conversación dónde la habían dejado. Y aquello se hizo real: su pelo, el latido de su corazón que parecía fundirse con el suyo en un único ritmo, el cuerpo entero de ella que ahora estaba en sus brazos, dónde él podría protegerla y cuidarla de todo mal.

Él se sintió entonces animado a contarle a ella sobre su último cuento. Quería -le explicaba con un tono de voz tan delicado que parecía acariciarla suavemente-, intentar captar la esencia de Caracas, narrar en unas breves páginas la velocidad de los latidos de aquella ciudad, los pocos espacios que había para ver el cielo, las millones de personas que tomaban el metro, los altísimos edificios, los cientos de monumentos, lo intricado de sus calles, el apuro de sus personas, la diversidad de sus habitantes, la cantidad de cornetazos, el Ávila enorme cuidando el valle, las autopistas que se alzaban hacia el cielo, las formas raras de nombrar sus espacios: El Paraíso, La Hoyada, Los Palos Grandes, La California. Pero también le comentó el gran número de universidades que albergaba, la multitud de hospitales y clínicas, aquellas tantas librerías que había ido conociendo, los variados tipos de cafés, restaurantes y locales de comida rápida, la docena de cines, la decena de teatros, las miles de farmacias y tiendas. En Caracas, la baraja de cartas era casi infinita y los límites del mundo parecían difuminarse totalmente, por lo menos los límites de aquel mundo en que ellos nacieron y al que pertenecían.

Ella asentía y colaboraba en la descripción con anécdotas y pequeños incisos. Ambos se sintieron felices y emocionados, porque se sabían con suerte por poder disfrutar de aquel mundo de posibilidades, que ahora dibujan juntos en aquella nada dónde se encontraban. Empezaron a comparar con su pequeño pueblo en la Cordillera. Con su único banco y sus cincuenta tiendas, con el centro médico del gobierno, con la ausencia de teatros y cines, con las dos librerías y la pequeña biblioteca, con las contadas calles, con los tres cafés y los dos restaurantes, pero también con aquel río de aguas cristalinas que corría continuamente a las afueras del pueblo, con los cientos de espacios para ver el cielo, con la posibilidad de ubicarse siempre porque el edificio más alto era el campanario de la iglesia, con el latido pausado de sus habitantes y con la posibilidad de conocer a todo el mundo. Eran pequeños regalos a los que debían decir adiós cuando se iban a Caracas, cuando se iban nuevamente a perseguir su sueño.

La noche había dado paso a la madrugada, a las horas más oscuras porque preceden al amanecer. Y en aquella penumbra que era impenetrable para la vista, el tacto y el oído se volvieron los protagonistas. Se encontraron, él y ella, unidos repentinamente por una condición compartida. Ambos tenían el corazón dividido entre su hogar y aquella urbe que esperaba para tenderles los boletos que habrían de ayudar a cumplir sus proyectos y ambiciones. Se encontraron también unidos en aquel viaje interminable por el asfalto a veces irregular, por el traqueteo de los elementos metálicos del autobús, por los compases de una salsa cuyas letras eran indescifrables, por el bajo volumen en que sonaban con el único propósito de mantener dormidos a los pasajeros y despierto al conductor y su ayudante. Y se encontraron también en un conocimiento profundo del otro, en una confianza absoluta, en una vida compartida y disfrutada en la compañía del otro, sumamente cerca, su piel tocándose. Por lo menos así lo sintió él en aquel cómodo silencio que se estableció, cuando ella dejó de pronto el pequeño nido en su pecho y se colocó de forma que pudiera verlo a la cara. Se miraron largamente a los ojos sin pronunciar palabra, cómo sólo puede hacerse cuando cualquier cosa que se diga podría romper el frágil momento, y él supo de pronto que los dados del destino habían rodado otra vez, que en aquel nuevo número el miedo había perdido la apuesta y que él sabía lo que tenía que hacer. En un susurro que recordaba más bien a una vieja canción de cuna él agarró el valor entre sus manos, respiró profundo y dijo: ¿Podrías creer que tengo un secreto?¿Uno que te he ocultado todos estos años y que nadie sabe? Ella abrió los ojos con manifiesta sorpresa y murmuró, casi balbuceante: ¿En serio?¡Pensé que te conocía mejor que nadie! Pues hay algo de mí que no sabes. Respondió él. Con una sonrisa que provenía de lo más profundo de su ser, le dijo sólo dos palabras: Te amo. Antes de siquiera esperar su reacción, liberó aquel sentimiento que había esperado tanto tiempo agazapado y describió entonces sus gustos raros en la comida, su forma de abrazarlo, los colores con los que se vestía y su inteligencia. Y siguió durante lo que fueron largos instantes hasta que culminó diciendo: Siempre te he amado. Sin transición la besó cómo siempre había querido hacerlo y ella lo besó también, en un beso que se prolongó durante numerosas vueltas de ruedas, y cientos de carros que pasaron rápidos como destellos en dirección contraria. Mientras el autobús iba consumiendo los últimos kilómetros que los separaban de su destino, el beso terminó y ella sólo alcanzó a decir, sumamente conmovida: Yo también te amo. Siguieron besándose infinitamente hasta que algo desconocido empezó a entrar por las ventanas y el pasillo del vehículo. La luz del día hizo poco a poco presencia y se vieron obligados a terminar lo que era sólo un comienzo.

La carretera era ahora parte de la urbe y aquella brillante luz se posó sobre ella y a él tomados de la mano, también iluminó los edificios, las Torres de Parque Central, el Teatro Teresa Carreño, el Jardín Botánico, la UCV y Plaza Venezuela y los cientos de carros que intentaban desplazarse por la Autopista Francisco Fajardo. Iluminó a una ciudad que despertaba y las posibilidades y oportunidades que vivían en ella. Hasta que el autobús se detuvo finalmente en el terminal de Nuevo Circo de la avenida Bolívar, y la nada se convirtió en un punto marcado en el mapa: Santiago León de Caracas. Entonces ellos descendieron juntos y se perdieron por entre sus calles, caminando hacia un sueño que habrían de perseguir siempre.

martes, 7 de septiembre de 2010

El Tipo

Quiero hablarte de El Tipo.

El Tipo es un personaje bastante arquetípico. Una persona tan interesante como un par de medias metidas en un cajón. Lo conocí por esos azares de la vida; él tenía un poco de sobrepeso, su piel siempre parecía estar cubierta por una capa delgada de aceite, concordante con su aroma característico, una hórrida mezcla de colonia para bebés con perro atropellado. Nunca fuimos amigos, aunque creo que él lo intentó, no porque yo sea la verga de Triana que atrae a la gente, sino porque él no tenía muchos amigos. Era graduado de comunicación social en una popular universidad de la capital, pero eso era poco más que un adorno en su currículum: El Tipo ejercía labores de oficina en una empresa de computación. Trabajaba duramente para obtener un salario mediocre y, aunque era de los que se queja de las pocas oportunidades laborales que ofrece Venezuela, jamás lo vi hablando de autosuperación, o buscando un trabajo de acuerdo a sus capacidades.

El tipo del que hablo es mucho menos cool que El Tipo.

La palabra "capacidades," por supuesto, es un eufemismo; El Tipo tenía muchos defectos, pero creo que ninguno me molestaba más que su absoluta carencia de ambiciones. Para él, levantarse a las diez y media de la mañana, almorzar, dormir en la tarde y cenar, con períodos de televisión en los interines, era la definición de un día aprovechado. No deseaba aprender otro idioma, estudiar otra carrera, aprender a tocar un instrumento o entrar en un gimnasio. Cuando supo de mis inclinaciones literarias, se apuró en decirme que él también leía mucho, lo que, descubrí más tarde, significaba que tenía cinco meses leyendo un fake-ass bullshit book, tipo Lo Que Quieren Las Mujeres, o Por Qué Las Mujeres Los Prefieren Malos. Hasta donde tengo entendido, nunca lo terminó.

Pocos eventos describen mejor la personalidad de El Tipo que una situación en la que nos encontramos solos en una reunión, y la incómoda convención social dictaba que uno de los dos tenía que empezar una conversación.

"¿Qué más, marico?" dice. "Mira, ¿y tú juegas WoW?"

"No."

"Ah. Es bien arrecho. Tú creas un personaje y te juntas con panas así de Internet y matas monstruos."

"Yo sé de qué se trata, pero soy un jugador bastante casual, así que..."

"Ah... está bien... ¿y qué escuchas tú?"

La conversación ha descendido a sexto grado. Bebo un trago de mi cerveza.

"Rock, más que todo. Clásico y alternativo."

"Ya... yo oigo de todo un poco, pues, tú sabes que hay que ser variado."

"Claro."

"Por ejemplo, los mariachis. A mí me encantan los mariachis."

Trato de computar el hecho de que El Tipo juega World of Warcraft Y oye mariachis. Este carajo pertenece a una comedia de las que no dan risa, tipo Una Película Épica.

"Ya veo," digo y me empiezo a retirar.

"Marico, esta mañana me pasó una vaina rarísima."

Me detengo a escuchar con el mismo morbo que tengo cuando veo esos reality shows repugnantes que pasa Mtv.

"Estaba durmiendo esta mañana" continúa, "y me desperté con un bicho caminándome por el pecho. Era un bicho raro."

Hace una pausa, esperando a que el chiste se haga más evidente. Nunca sucede, porque no hay chiste.

"Un bicho raro" repito.

"Sí, era... tenía las alas así, para los lados, y caminaba... era un bicho raro, no sé, un bicho raro."

Se me hace un vacío en el estómago y literalmente siento el momento en que una pieza de mi alma se ha fragmentado y perdido para siempre.

"Tú te graduaste en comunicación social" he perdido la paciencia. "¿Crees que puedes explicarme mejor cómo era ese 'bicho raro' de esta mañana?"

Sonríe y mira para los lados. Repite "un bicho raro," mantra protector, y se retira con un mohín de la mano.

El Tipo es una de esas personas que cree que tú quieres enterarte de los detalles de su vida sexual, de modo que cada vez que tenía la oportunidad, se ponía a hablar de su ex novia, una carajita como siete u ocho años menor que él (El Tipo tiene 27), que le montó cachos en dos ocasiones. De acuerdo a su versión, su ex, una punky que sale en todas sus fotos como un cadáver verde e hinchado, se quedaba a dormir con él varios días a la semana —esto lo decía con una sonrisa que estremecía los fundamentos de tu pudor—, durante los tres o cuatro años que duraron juntos. La familia de ella lo había abrazado como miembro del clan y estaban formando planes para casarse en el futuro, una abominación contra El Señor que, demos las gracias, jamás sucedió. Te explico: en un evento que sólo puedo imaginar ocurrió en una prisión, ella se acostó con otro carajo. No sé cómo, El Tipo se enteró y "terminaron," but not really, porque siguieron viéndose y andando juntos —cosa que te da una idea del nivel de autoestima de nuestro improbable héroe. Unos meses después, lo predecible sucedió y la ex quedó embarazada. El Tipo se tomó su tiempo para recuperarse y no ha tenido novia desde entonces. ¿Conoces la teoría del mono infinito? Dice que si un mono teclea en una máquina de escribir (una pc, adaptándola a los nuevos tiempos) por una cantidad de tiempo infinita, terminará redactando las obras de Shakespeare. Guiándonos por ese teorema matemático, es posible que El Tipo vuelva a tener novia. Pero no esperes con los dedos cruzados.

Aparte de comer y dormir, una de las aficiones de El Tipo eran los dispositivos más superficiales de la tecnología. Tenía una pc y una laptop, las dos bastante enchuladas, pero, al igual que su sub-calificación personal, las dedica a jugar WoW o Gears of War o lo que sea que es popular en un momento determinado. Supongo que por observación, entendió que los teléfonos blackberry tienen un peso social en nuestra nación, y este bastardo, este pobre, infeliz hijo de puta, raspaba esa olla de su mísero sueldo para estar al día con el último aparatito, el teléfono que hiciera que cualquier persona, de cualquier sexo, le preguntara cuánto le costó y, así, enfrascarse en una conversación. Ten en cuenta que El Tipo nunca me hizo nada; nunca me ofendió, nunca me robó nada, nunca hizo un comentario indiscreto —al contrario, era muy respetuoso con aquello de los demás (todos tenemos rasgos redentores). El problema era su mera personalidad. Era una de esas personas cuya simple presencia (y aroma) era irritante. Para él, la película Requiem for a Dream es "existencialista." El Padrino es "existencialista." El Silencio de los Inocentes es "existencialista." Si no es una comedia, o una película romántica, o terror, o acción, o un género fácilmente clasificable, es "existencialista." Ese es el vocabulario de El Tipo, un licenciado en Comunicación Social que no sabe lo que fue el Muro de Berlín.

¿Es El Tipo una señal del fin de los tiempos, un avatar del Anticristo cuyo propósito es hacernos perder esperanza en la raza humana? Lamentablemente, no. Es una persona más, un pez en el gigantesco banco de la autocomplacencia moderna, un clon espiritual de cualquiera de los infelices que miras cuando te asomas por la ventana. ¿Siempre te preguntaste cuáles eran tus posibilidades de sobrevivir en medio de un apocalipsis zombi? Pues vete preparando: los zombis ya están allá afuera. No dejes que te conviertan, no vaya a ser que termines jodido. Jodido y sin saberlo, como El Tipo.



lunes, 6 de septiembre de 2010

Él no es un garimpeiro boludo

“Lo que me gusta de esta vida es conocer gente nueva, pero no hacer nuevas amistades, los amigos con esta vida son momentáneos o son aquellos que se quedaron en Córdoba cada vez que voy a visitar a mi hijo. Lo que me gusta es conocer la cultura de otras personas, otros países: cómo son las otras vidas, quisiera conocer todo el mundo así, cada rincón de él, hasta las islas de la Oceanía, Groenlandia, Belice o Namibia”.

Generalmente me pongo a corregir después de que me levanto. Al instante o a las horas se va la luz y hace un calor infernal, alguien me llama diciéndome que qué hacemos para pasar el calor y la propuesta para ir a Parguito se vuelve prometedora. En la playa como dos empanadas de mechada y cuando tengo real como una de pabellón. La empanadera nos conoce y nos pregunta cómo nos ha ido hoy. Después vamos al carro aparece un cuidador de doce años de la nada, le damos dos mil bolos o le decimos que es un abusador porque “estamos usando su puesto de diez mil” y nos vamos por dentro, que es más fresco que por la Av. 31 de julio a Paraguachí otra vez. Y así hasta que un día no se va la luz, hay un estreno en el cine o alguien tiene una mejor propuesta. Un día, de regreso, de Parguito a Paraguachí, le dimos la cola a un extraño, un artesano.

El pibe tenía un acento argentino que lo delataba inmediatamente. Su cabello era rubio, ojos azules y parecía que hubiera estado yendo al gimnasio por mucho tiempo; en otro contexto parecía enamorar a muchas mujeres. Él y yo íbamos solos en la parte de atrás de la camioneta. No quise estar adelante porque ese día me había llenado mucho de arena y como ya estaba seco no quería ir a sacármela. Él pana iba a El Tirano, así que dije algo para no parecer un sifrinito prejuicioso.

- ¿Eres argentino?

- Sí –y movió la cabeza–, vine a disfrutar un poco Margarita que está preciosa. ¿Son de acá?

- Sí, de Paraguachí.

- ¿Y vienen siempre?

- Sí, casi siempre, generalmente cuando se va la luz. ¿Y hasta cuándo te quedas en Margarita, para dónde vas después?

- Tengo ganas de ir a Brasil, me quedaré hasta el final de la temporada vendiendo. Espero que me vaya bien.

- ¿Ya hablas portugués? ¿Cómo te vas a Brasil? ¿En bus?

- Sí, el portugués lo aprendí allá, estuve viviendo ahí un año y medio. Primero aprendí las cosas básicas: “cuesta tanto”, “un real, dos reales”. Y después uno se va soltando hasta que se domina. Para allá no sé cómo me voy, quizá en avión. Es que es muy barato, allá en Argentina desde Buenos Aires a Córdoba es muy costoso. Acá no. De Caracas a Margarita, como me vine yo, me salió baratísimo. No sé, será por el petróleo que tienen ustedes. Fijate que cuando fui a Buenos Aires desde Caracas en mayo el pasaje me costó 1900 Bs., un regalo. En Argentina eso no es así, es más costoso.

Después llegamos a El Tirano y el argentino dijo “acá me quedo” y a mí no me dio chance de preguntarle qué lo había motivado a elegir esta vida, qué lo apasionaba en sus viajes o hasta dónde esperaba llegar.

Así de repente conoces a un extraño, le preguntas cómo es su rutina y te imaginas sus sueños de manera extensa, hasta dónde llegaría esa persona, quién quiere ser o cómo sería tu vida si fueras él.

viernes, 3 de septiembre de 2010

El Visitante


Inspirada en la canción Teenage Wildlife,
de David Bowie



Cuando tienes tiempo recogiendo a extranjeros del aeropuerto, desarrollas cierto sentido para reconocer ciertas apariencias, ciertas pintas, auras si quieres, que no tiene la gente de acá. Si el pasajero es blanco-blanco y pelirrojo, o pelirrojo con pecas, ese es escocés. Si la muchacha que se sube al taxi es delgadita, quizá con grandes lolas, y está más o menos bronceada, probablemente era brasilera. Una pareja de ancianos de ojos claros poco comunicativos eran de las regiones más profundas de Europa. Nada de esto era más elocuente que oírlos hablar, por supuesto. Todo el mundo conoce las diferencias aparentes entre el inglés gringo y el británico, pero menos gente sabe que, al igual que nuestro español y el de los españoles es distinto, el portugués de los brasileros y el de los portugueses también lo es. El rasgo definitivo de los pasajeros era ese: el habla. Omar se quedaba pendiente de que comentaran algo entre ellos, o consigo mismos. Y este hombre, con el que cruzaba la Francisco Fajardo, era alemán o gringo. El pasajero sabía que lo miraban por el retrovisor del taxi y respondía con una postura serena. De tanto en tanto miraba por la ventanilla, acariciándola con el índice.

—American? —preguntó Omar en un inglés con acento latino.

El hombre miró al chofer por el retrovisor, como si la pregunta le hubiese tomado por sorpresa.

—Oh, no —dijo—. British.

—British. Damn, man, I thought you were German or American.

El hombre rió.

—Don’t worry —dijo— I lived many years in Germany, though. I don’t know if some of that got in my appearance somehow.

Rió de nuevo, una risa grave y enérgica. Entrecruzó los dedos y miró otra vez por la ventanilla.

—That’s fine, that’s fine —Omar tamborileó con los dedos sobre el volante, mirando al azabache pavimento de la noche caraqueña—. You’re here for business or pleasure?

—Uhm? Pleasure, just pleasure. I like traveling and seeing new places, but I’ve never been to Venezuela before, so…

—Well, welcome to our country.

Omar le sonrió por el retrovisor y el inglés le devolvió la sonrisa.

—Thank you.

—We have many beautiful ladies. You’re gonna love them as soon as you step on the beach, man.

—That’s what I’ve heard, that is frankly interesting. But I am married, so I’ll be just looking.

—Married? Oh, that’s okay. Did your wife… —Omar miró al camino, pensando cómo terminar su oración. La replanteó:— Is your wife in England?

—No, she’s here. She arrived yesterday. I stayed home attending some business. Besides, this is some sort of secret trip and traveling separate helps us going under the radar.

Omar also las cejas.

—Why is that, man? —preguntó— You some sort of politician?

—Oh, no! Absolutely not! —ambos rieron. La risa del inglés era contagiosa— Let’s say I’m an artist.

—An artist! Great, man, I’m an artist myself!

—Really?

—Yeah, man! I’m a singer! —inmediatamente, Omar sintió la necesidad de retractarse— I mean, I’m driving a cab because, well, things are rough here and you gotta do what you gotta do to stay afloat.

—Of course.

—But in my free times, I sing.

—That’s very good, what kind of singing you do?

—Excuse me?

Un motorizado pasó a la velocidad de Meteoro junto a ellos, casi rozándolos, y continuó más adelante en el tráfico, esquivando más vehículos. El jinete de la moto tenía los pies metidos en bolsas plásticas de mercado.

—That was interesting —dijo el inglés.

—Pay no mind, man, that happens all the time around here. What were you saying?

—Uh… —el inglés echó un vistazo más profundo al tráfico por la ventanilla— What… what kind of singing you do? I mean, popular, lyric, chorus?

—Oh. Oh! No, no, I sing in an orchestra. Salsa, man, the rhythm that saved the world.

El inglés asintió y cruzó las piernas.

—You know, dancing that requires some real skill —dijo.

—We have it in our blood. You like salsa?

—I haven’t heard much of it, to be honest.

—That’s okay, I imagine.

Continuaron en silencio. Omar analizó al inglés por el retrovisor, su rostro felino, su cabello rubio, en un esfuerzo por descubrir quién era. A juzgar por sus gestos, debía ser un pintor o actor de teatro. Para viajar en secreto, tenía que ser por lo menos un poquito famoso. O un mentiroso consagrado, capaz de falsear la verdad como lo hace un actor o escritor profesional. Eso sólo le añadía veracidad a su perspectiva artística.

—So, uhm, you got any advice for a young artist, man?

—Sorry? —el inglés meditaba.

—An advice. For a singer like me, man.

El inglés se reclinó en el asiento.

—I guess I do —dijo, su profunda voz vuelta un elocuente rumor—. That used to happen to me a lot, you know? People asking me if I had a secret recipe for success.

—Oh, that’s not what I meant, man, I’m sorry…

—No, it’s okay. These people I’m talking about were kids longing for fame and money, which is fine. I guess I was like that many years ago.

—Okay.

—But the way they were asking for advice. They were doing pretty much what I did at the time, a lot of experimenting a lot of… trying new sounds that were unusual for the time. And they were just replicating what I did, not trying to discover anything by themselves. I can only speak to you from my experience.

Cuando hablaba, miraba esporádicamente a Omar por el retrovisor; parecía estar buscando en su cabeza la forma correcta de expresarse.

—If you try to copy what other people do, you can succeed, but I don’t predict it will be for long —continuó.

—Alright.

—Try to find your own voice. Try to find what is that which makes you unique and sell on that. Make it attractive. Is the way it worked for me, anyway. And I’ve done it for years.

Omar trató de descubrir algo de su pasajero con sólo mirarlo. Un minuto, estaba viendo los claros ojos del inglés y, al siguiente, estaban ya afuera del hotel Caracas Palace. Este tipo tenía que tener plata por coñazos.

—Very well. I think we’ve arrived. Thank you very much, sir —dijo el inglés, sacándose un puñado de billetes de un bolsillo—. How much will it be?

—It’s… —Omar detuvo el taxi frente al lobby del hotel y se volteó—. Forget it, the trip’s free. On the house.

El inglés sonrió y Omar le devolvió la sonrisa.

—Just tell me —le dijo Omar—, are you famous or something, man? Who are you?

El delgado duque blanco miró a Omar, una mirada intercambiable con un ademán cómplice, le dio un par de palmadas en el hombro y le puso dos billetes de cien en la mano.

—Keep this, then —dijo—. Don’t give up on your dreams. Work very hard, my friend, because dreams do come true.

Se bajó del taxi y se perdió en el lobby, sin equipaje, sin que nadie saliera a recibirlo, tan enigmático cuando se fue como cuando apareció. Omar seguía mirando al hotel cuando un muchacho se metió en el asiento trasero del vehículo. La joven que lo acompañaba se quedó de pie, mirando al lobby del Caracas Palace.

—Susana —llamó el muchacho—. ¡Susana, vamos a llegar tarde!

—Ese… —ella entró en el taxi y su mirada confundida replicó la de Omar— Luis… Luis, creo que ese carajo era David Bowie.

—¿Quién? —preguntó Omar.

—David Bowie. En Venezuela —las palabras del muchacho pesaban con sarcasmo—. Y tal que Bowie viene a Venezuela, en vez de Francia o Suiza, y nadie se entera. Maestro, ¿cuánto me cobra hasta la Casanova?

—Ese hombre era David Bowie —repitió Susana—. Estoy segura.

Omar y la chica se miraron. El taxista sonrió, como había visto al inglés misterioso hacer, y puso el motor en marcha.