martes, 23 de agosto de 2011

Desapego

Por José Leonardo Riera

José, estás trabajando –como siempre– en alguna de esas empresas que se aseguran de mantener estable la tranquilidad de todas aquellas personas que nos han robado, de alguna manera u otra, lo que nos pertenece. Ellos tienen millones. Tú sólo tienes sueño. Mucho sueño. Anoche, tal vez, amamos más de lo que el tiempo nos lo permite.


Piensas en mí, aún cuando el sistema sólo pretende que pienses en los números de la pantalla del computador y en los espacios rellenos que contienen los deprimidos formularios de tu escritorio. Ellos te lloran diciendo que huyas. Tú sólo piensas en mí.

Tu mirada no es la misma desde hace un tiempo. Tu actitud es violentamente más pasiva. No. Ya no insultas en el metro. No inventas la hora a quien te la pregunta. Le haces el desayuno a tu hermana. Le hablas a tu mamá. Lo haces; y sin decirle mentiras. Las mismas canciones que sonaban en tu oficina con la intención de apaciguarte, y que antaño lo lograban, ahora te hacen vivir futuros, te hacen pensar vivencias, vivir sueños. Tienes sueño. Piensas en mí. Ellos lo saben.


Te amo por todo eso. Por muchas más razones. Pero tienes tres años trabajando y no lo sabes. Fue el nuevo sistema. Te absorbió. Te llevó a otra época, a otra esclavitud, a otra explotación. Te extraditó de esta revolución. No te preocupes, José, yo nunca he creído que esos sistemas sean perfectos. Te rescataré.


Suspiro ante todas las ventanas de aquella aseguradora. El sistema me hace pensar que no tengo la valentía de mirarlas a todas, pero sé que simplemente dejo de hacerlo porque resulta innecesario. Es bueno saber que no me tocó un rascacielos. No. Este país aún no está preparado.

Tuve que elegir –Falaz estrategia del sistema para atemorizarnos–. ¿El ascensor de la izquierda o de la derecha? ¿El del número par o impar? Soy bachiller en humanidades. No tuve temor. Pensé en ti. Tomé las escaleras ¿qué piso? Bajé al sótano. Todo un estratega. El sistema, como buena cloaca, tendrá su salida al fondo, hundida. Me hice espacio entre cadáveres de conserjes y llegué hasta una meseta frente a un castillo.


Da igual. Siempre he pensado que los villanos no tienen mayor creatividad al escribir historias. Se concentran más en sus finales gloriosos y no en cómo obtenerlos. A fin de cuentas, se percataron de que estaba descubriendo todo su plan. Me bombardearon. Por suerte, descubrí a un General Invicto y me colé en ese castillo.



Si el amor se tratase de monarquías, tú serías mi príncipe. Pero, al igual que yo, somos dos amantes luchando con eso de las máquinas del tiempo y de los muros divisorios. Como todos los castillos hoy día, éste estaba sin gente (los poderosos no tienen tiempo de estar en sitios grises).

Te vi. Y te viste. En mis ojos. Tomé tu mano, esa de las caricias y los rasguños. ¿Caminaremos al fin de los tiempos? –preguntaste.

No, Jose –respondí–. Vamos a donde el sol ilumine tu mirada.


Me quité la capa y la puse en el suelo, campo de batalla de ladrillos gigantes contra monte verde. Nos sentamos sobre ella. Juntos. Saqué el helado de chocolate y te hice otro lunar en el rostro. Me miraste con esos ojos color de mierda que tanto amo e inmediatamente después me lanzaste todo el helado en mi cara. Mostré una expresión de enojo. Te reíste. Sonreí. Nos besamos.






Apareció el dragón. Se había tardado ¿no crees? Empezó a lanzar fuego por la boca. Nos botó de su castillo. Nos dijo: ¡Pequeños! ¡Miserables! Y otras cosas que, si eran oídas, nos causaban
risas. A final de cuentas, al ver lo poderosos que somos, prefirió destruir el castillo. Supongo que por eso de lavar y prestar la batea.









Saqué una arepa envuelta en papel de aluminio. Frita.
Rellena de atún. Y comí mientras te miraba. Sí, lo siento. Algunas veces desvié mi vista al dragón, pero sólo para protegerte. Eructé. Te dije que te amo. Sonreíste.



El dragón. Su risa. Tus ojos. El castillo arruinado.
Mi cuerpo. Mi sonrisa. Tus lágrimas. Nuestro futuro arruinado.

Así, la batalla en el suelo terminó, teñidos todos con mi sangre. Tomé tus manos. Perdóname –pedí.

Caí sobre ti. Te inundé de sangre.

Caíste sobre mí. Me inundaste de lágrimas.

Todo desaparecía. El castillo. Las planillas. El general. El sistema. El helado. El computador. El sótano. Los cadáveres. El dragón… Yo.



– Ya puedes abrir los ojos. ¿Lo imaginaste bien? –t
e pregunto al tiempo que quito mis manos de tu cabeza– ¿Pudiste vivirlo en tu mente?
– Sí –respondes con los ojos inundados– podría jurar que viví todo lo que me contaste.
– Ya ves, José. –te digo– Te construí otra realidad y terminó destruida. Perdimos todo, fatales cosas pasaron y sigo aquí. Contigo. Podemos empezar de nuevo. Siempre. Entonces ¿qué es lo peor que podría pasar?

miércoles, 17 de agosto de 2011

Besos con Sabor a Synth-Pop

A las seis de la tarde, ya estás harto, te duele la espalda, tienes demasiado calor y el aire acondicionado te enfría demasiado las manos.

Es una cuestión de debilidades adquiridas.


El trabajo es genial. La gente es agradable y la paga es buena. Aunque lidias con el público prácticamente toda la jornada, muy rara vez obtienes a alguien con actitud, con problemas de personalidad. Los histriónicos. O los que creen que al no seguir las reglas son un copito de nieve especial y diferente a todos los demás.


No obstante lo bueno, para cuando me tengo que ir, estoy preparado para colapsar sobre la cama. Lo he pensado, cómo quizá no he desarrollado la coraza protectora contra la marcha laboral —que realmente no existe, de la misma forma en que los matrimonios perfectos no existen.


Al grano: estoy cansado y me voy a mi casa y no quiero saber nada de nadie.


Entro en el ascensor, solo, pulso el botón de planta baja y recuesto la espalda en la pared de la caja. Tratar de dormir en el breve instante en el que el elevador me lleva a mi destino será un secreto entre la cámara de seguridad y yo.


La puerta no se termina de cerrar. Ella mete primero una de sus manos, blanca, frágil, de estatua, seguida por un brazo delgado. La reconozco mucho antes de que el resto de su cuerpo pase entre las puertas que se separan; algo así como cuando Moisés separó las aguas, pero electrónico y mucho más femenino.


Se ve diferente. Lleva el cabello distinto, ha abandonado sus ropas góticas, tiene un aire ya no de chama, sino de mujer. El rostro. Los ojos. Esas manos de porcelana. El orden de los factores no altera el producto.


Se detiene durante breves segundos cuando me ve y entonces entra. Como si hubiese pensado qué haría si nos volviésemos a ver por casualidad, que es exactamente lo que yo he hecho. Les da un vistazo a los botones del ascensor y pega su humanidad contra una esquina, la más alejada de mí.

La odio. Con la furia ardiente de un millón de soles.


Para que la historia tenga sentido, habría que ir al pasado y, cansado como estoy, no planeo darnos a todos un viaje por la campiña del recuerdo. Puedo darte los elementos básicos (y dime si esta historia te resulta familiar): un chamo conoce a una chama. Por esas vueltas que da la vida, terminan juntos en un breve, pero intenso episodio de como cuatro meses. Algo sucede en lo que serían las últimas semanas: empiezan a evitarse porque, parece, no pueden soportarse. Van en direcciones muy distintas. Tienen tiempo sin hablar de verdad y cuando lo hacen, la conversación es tensa. Están buscándose motivos para discutir —casi siempre los consiguen. Ella cree que él está muy distante. Él cree que ella está demasiado irritable. Tienen tiempo sin hacer el amor –si es que alguna vez lo hicieron.


El final fue explosivo. Aquella tarde, él estaba muy ocupado y ella lo llama. Al ver su nombre en la pantalla del celular, él se pasa una mano por la cara. Diez segundos después están peleando (rompiendo un récord personal), pero esta vez hay insultos nuevos. Ya no se trata de ganar la discusión, sino de lastimar. Aunque las palabras varían, lo que se están diciendo es “muérete”. El otro responde “no, muérete tú”.

Fast-forward.


Estamos en el ascensor otra vez.


Las respiraciones son pesadas, como las que tenían los vaqueros momentos antes de que terminara el duelo. El ascensor muestra los números en verde digital. Descendiendo. Un reloj en retroceso pertinente no al tiempo sino al espacio. Se supone que todo pasa por una razón y a mí sólo se me puede ocurrir que en el cielo están Jesús y San Pedro haciendo las apuestas. En esta ocasión, los gladiadores pelearán con dientes y uñas.


Es increíble. Lo único que quiero es llegar a mi casa, darme un baño y dormir, pero resulta que ahora tengo que lidiar con esto. En el libro de Cómo Joder Irremediablemente Tu Día Antes De Que Termine, este es el capítulo uno. La situación sólo podría empeorar si se va la luz y tengo que compartir quince minutos más con ella, bajo la muy apropiada luz de emergencia. Hey, esto es Caracas. Puede pasar.


El ascensor.

Baja.
Demasiado.
Lento.

Toso con discreción y en mi siguiente aliento aspiro su aroma, a durazno, a limón, a tardes de burlarnos de la cultura pop. Dicen que los sonidos y los aromas son el más fuerte gatillo de la memoria. El sonido que trae los latidos de su corazón es el de conversaciones profundas y a veces ridículas sobre el futuro. Ella me hablaría de todas las maneras en las que el problema del mundo es que está lleno de personas, yo levantaría mi cerveza y brindaría por ello. Estoy haciendo un esfuerzo consciente por detestarla, casi tengo que repetirme que la odio. Se aclara la garganta, llevándose sus deditos a ese punto sobre su tráquea, como el instante previo a cualquier comentario suyo que sería seguido por una burla mía, sentados en la acera bajo la luz edulcorada de los faros nocturnos, compartiendo una cerveza o un cigarro, como se comparte un beso que en exceso puede ser nocivo para la salud.


Acuérdate de que la odias.


Es importante eso.


Este ascensor no va a llegar nunca a planta. Pego las manos a la pared y tamborileo suavemente con los índices. No me doy cuenta de que es una canción que nos gusta a los dos hasta que ya voy por la mitad de la estrofa. Esto es ridículo. Necesito concentrarme en una forma de desquitarme de ella, alguna venganza inútil, infantil, que haga que me mire con ojos llenos de odio fingido, amenazándome con un puño pequeño de muñeca china, como siempre hacía.Sonrío, al espacio, a nada en particular, a las memorias. Levanto los ojos y ella está sonriendo también. Por un corto suspiro, el que hace el ascensor al frenar para abrir las puertas, nos cruzamos las miradas. Reímos. Las puertas se abren.

“¿Cómo estás?” digo.
“Bien. ¿Y tú?”
“Todavía malaconducta”.
“Qué bueno, no me decepciones. Sabes que… lo más raro es que me he acordado de ti burda últimamente. Vi esa película que te gusta, la del vampiro con Willem Dafoe”.
“Shadow of the Vampire”.
“Ah, ¿ves que yo me acuerdo? Y tú no te acuerdas de nada mío, you bastard”.
“Más o menos; nunca te presto atención cuando hablas, en verdad”.
“Yo sé, yo sé”. Helos ahí, el odio fingido y el puñito.

Hay gente con la que cuesta molestarse.

Es una cuestión de debilidades adquiridas.


Las puertas empiezan a cerrarse de nuevo y en una estocada le doy al botón para evitarlo.


“Señorita” le señalo la salida con una mano.

“Gracias”, dice ella y salimos juntos.

jueves, 4 de agosto de 2011

La Historia de Cómo (casi) Matamos a Conehead

Voy a hacer trampa para esta pauta.

Sé que se trata de quién eres, pero después de darle todos los enfoques que me resultaron atractivos, descubrí que no quería hablar de quién soy sino de quién fui. Sí, ya sé que eso no está muy bien, que se acuerde una pauta y uno salga después con otra cosa. Pero los voy a recompensar con una historia que nunca le he contado a nadie. Y es de mi infancia. ¿Ya tengo tu atención? Sí va.


Estaba creo que en quinto grado. Para hacerle contexto a lo que viene, tienes que comprender que yo siempre, de toda la vida, he sido amante de las películas de terror y ciencia ficción y tal. Si tiene monstruos, robots, tiros o sangre, ahí estaba yo pegado a la pantalla. Si te sientes moralista, puedes decir que es lo que pasa en una cultura donde la violencia es habitual, porque mi mejor amigo del colegio era parecido. El juego por elección era Doom, el primero que implantó efectivamente ese género en el que ves tu arma saliendo de un borde de la pantalla y le disparas a los enemigos que van saliendo (entre los entendidos, se llama “shooter de primera persona”). Si lo juegas ahorita te va a parecer una ridiculez, con los píxels y las voces electrónicas, pero en aquel momento era la gloria. Podías pasar horas matando muñequitos, tripeándote las gráficas muertes (si le disparabas a los soldados con un lanzacohetes, los despedazabas).

Aparte de Doom, Mortal Kombat II. La mejor parte era al final, los famosos fatalities. Tu enemigo ya no tiene energía y cuentas con pocos segundos para meter un código secreto. Si lo hacías bien, tu personaje le agarraba los brazos al otro y se los arrancaba de un tirón. Chorros de sangre salían, acompañados con los gritos del desafortunado. Excelente.

Separados de los videojuegos, todavía teníamos la imaginación. Nuestro juego favorito de los recreos era anónimo, pero aquí vamos a llamarlo “La Matancita” (porque así era que uno de los maricas con los que jugábamos lo describía, “estoy cansado de jugar a La Matancita”. Pajúo). Era simple: mi mejor amigo y yo éramos asesinos. Todos los demás eran víctimas. Al principio del juego, elegimos armas (las guadañas, navajas de barbero, martillos y motosierras eran burda de populares). Ya, eso es todo: corran. Ganamos nosotros si los matamos a todos, ganan ustedes si se salvan.


Puede sonar preocupante, pero era bien inocente. A veces uno de los demás jugadores pasaba a asesino (que yo recuerde, ni mi mejor amigo ni yo fuimos víctimas, nunca) y nos reíamos burda. Esta era la época en las que los demás niños creían que eran adolescentes y nos tildaban de “gallos” porque todavía jugábamos y leíamos cómics. Nadie jamás se tomó algo del juego a ofensa y mi mejor amigo y yo dejábamos las acciones macabras al campo de lo imaginario.

Excepto aquella vez.


Uno de los chamos que andaba con nosotros, vamos a llamarlo “Conehead”, era la ladilla personificada. Vulgar, mentiroso, metido, de esos carajitos que creen que las estupideces que hacen son gracias y hay que aplaudirlas. Nadie se calaba a Conehead, así que gravitó hacia nosotros, que descubrimos en poco tiempo que tampoco teníamos paciencia. Lo intentamos todo, desde no hablarle (“Qué ladilla, ahí viene Conehead” me decía mi amigo. “Ignóralo, así se va rápido”) hasta amenazarlo con golpes. Era inútil. El maldito siempre se sentaba con nosotros, todas las putas mañanas, a hablar de cual de las niñas ya se estaba desarrollando, o cómo ver porno en la tele.


Sólo quedaba una solución. Había que matarlo. O sea, ¿qué más quieres? Pensamos en todo.

Fue en educación física que tramamos el plan. Todavía me acuerdo, sentados en las gradas, como siempre lo hacíamos mientras todo el mundo jugaba fútbol. No teníamos pistolas y no queríamos llevar cuchillos al colegio –si alguien nos descubría, habría sido difícil de explicar. No, la solución era tóxica. En mi casa había unas pastillas desinfectantes que, si las dejabas en las esquinas, mataban insectos y demás pestes. Cuando elegí ese método, no lo hice por la simbología (Conehead era una maldita plaga), sino porque darle un nestea envenenado era sencillo. Él siempre se compraba el vasito plástico; si uno lo aislaba y distraía mientras el otro metía la pastilla –que habría sido machacada en polvo–, el estúpido se la iba a tomar. No sabíamos cuánto veneno usar, así que acordamos dos pastillas. En retrospectiva, dos no contenían la toxicidad suficiente para matar a una persona, el plan estaba destinado a fracasar, pero nosotros no lo sabíamos. Éramos unos niños planeando un puto homicidio.

El impacto de esa idea no nos llegó sino mucho después, cuando ya teníamos los ingredientes a la mano y había que esperar al receso. A las ocho y media, salíamos y esperábamos a que el mariquito se compre su desayuno. Uno se acerca a hablarle de Mortal Kombat y a mostrarle una revista con todos los fatalities. Cuando Conehead volviera a su desayuno, nosotros miraríamos. De ahí pa’ adelante, el plan perdía detalle.

Bueno, uno de nosotros dijo “¿No has pensado en lo fácil que es esto?”

“Sí”.
“¿Qué va a pasar después? Podemos hacérselo a todo el que nos moleste”.
“No había pensado en eso”.

Era una conversación en la que no nos veíamos a la cara. Recuerdo estar concentrado en mi mono deportivo.


“No quiero que matar a una persona se haga más fácil. Y si matamos a Conehead, eso es lo que va a pasar”.


En nuestras mentes pre-púberes, el plan era a prueba de fallas. Pero estábamos conscientes de que cada crimen que repites aumenta las probabilidades de que te agarren. No lo sabíamos, pero estábamos experimentando una respuesta habitual entre los delincuentes: toda consecuencia es preferible a ir a prisión. No estábamos pensando en nuestros padres (el shock y el dolor que sentirían), ni en los padres de Conehead (eh, no nos importaba nada de él), ni en volvernos el tema de un capítulo mal actuado de Archivo Criminal. Nos importaba no ir a prisión, unos niños que ignoran que pararían en una cárcel de menores que no se parece en nada a las que salen en la tele.

“Chamo… qué ladilla” dijimos y botamos el veneno.


Así de simple, pasamos de potenciales nuevos homicidas a asesinos de píxeles habituales.


Lo siento, ojalá esta historia tuviera un clímax más dramático.


Ese año, la profesora, que también odiaba a Conehead, decidió hacerlo repetir de grado, nosotros pasamos y él se quedó. Otros los heredaron y fuimos felices hasta unos dos años después, que empezó la pubertad, y volví a odiarlos a todos y unos años más tarde Eric Harris y Dylan Klebold tomaron las armas a su escuela y yo pensé “Hey, esa idea no está tan mal”.


Pero no, ese cuento es para otro día.



lunes, 1 de agosto de 2011

Princesas

Te presentamos a ti, querida lectora, la nueva y mejorada guía, que la podrá a usted a un paso más cerca de ser una verdadera princesa, la protagonista de su propio cuento de hadas. Guía exclusivamente diseñada, para todas aquellas mujeres que han perdido la esperanza en los finales "color rosa".

Parecer una princesas con tan solo 10 sencillos tips:

  1. Comprar una tiara. Si su presupuesto no le alcanza puede adquirir una de plástico.
  2. Teñirse el pelo de color amarillo. Para mayor credibilidad, usar lentes de color azul.
  3. Retirar de su armario todo lo que no sea de color rosado o violeta.
  4. Sonría mucho, incluso si se encuentra encerrada a lo alto de una torre.
  5. Tener una madrastra malvada. Nota: Al conseguir tu madrastra malvada, asegúrese que venga incorporada con un par de hermanastras de tipo celosas.
  6. Entender y poder comunicarse con los animales, preferiblemente a través de canciones. Dictamos los cursos, para mayor información comunicarse con 0800-HADA MADRINA.
  7. Conquiste un hombre que tenga complejo de héroe, y que su cita ideal sea matar dragones mientras la salva de un incendio.
  8. No acepte nada gratis. Nunca se sabe cuando esos "pequeños regalos" podrían estar envenenadas.
  9. Busque un hada madrina que trabaje las 24 horas del día. Es importante que sus hechizos duren después de la medianoche.
  10. Nunca vaya a un baile sin una zapatilla extra.
También podría adquirir la versión extendida que incluye el nuevo libro: "Viviendo mi felices para siempre". Para mayor información, escriba al correo: yosigoesperandomihadamadrinaymiprincipreazul@hotmail.com