viernes, 24 de febrero de 2012

1ro de mayo

Los ciudadanos se retorcían al dormir, los dedos reposados tenían espasmos de nerviosismos, los ojos -dentro de los párpados cerrados- giraban frenéticos hacia todos los lados de la oscuridad de la piel.

Los psicoespecialistas hablaban de insomnio y culpaban a la alimentación y falta de ejerciedad deportiva. Pero Mr. Rag conocía perfectamente que la verdadera causa del mal sueño y de la falta de opiniones era el exceso de trabajo.

Despedido hace años, podía dormir como los ángeles, pero en cambio se trasnochaba. Lo movía un hilo fino pero fuerte. No era el deseo de cambiar el mundo, aunque era parte de las consecuencias. No era infiltrarse a la corporación MaxHuge, aunque era parte del procedimiento. Era liberarse de un deseo que lo presionaba desde la parte trasera de su cabeza. Acabar con los Huge era el principio de la cadena. Tres movimientos para hacer Jaque Mate y concretar su intención. El hilo que lo ahorcaba desde atrás amarraría la venganza más grande de todos los sistemas de la ciudad transsolar.

Pero aún era 30 de abril, todos aún tropezaban y bostezaban mientras tecleaban.

lunes, 20 de febrero de 2012

La sonrisa de la venganza

-Alguien pagará por esto- dijo ella, con amargura.

Abrió otro frasco de colado de frutas mixtas y vació el contenido en una taza pequeña. Luego de esto, probablemente no volvería a comer esa porquería dulce, al menos en mucho tiempo. Era irónico que odiara algo que había amado por años. Tomó una cuchara pequeña y se sentó en el sofá.

Recordó de nuevo el episodio de hace dos días, cuando aquel tipo de cara conocida y bata blanca le preguntó si estaba lista, respondió a su propia pregunta diciendo “no, claro que no” y esbozó una sonrisa. Tras cruzar una puerta llegó a una oficina-consultorio, sabiendo que no saldría de ahí con la misma integridad con que entró.

-Mientras más rápido comience, más rápido saldré- pensó ella, con pesar.

Trató de ignorar el hecho de que su serio dentista (nótese la ironía) veía HTV online en la pantalla de su ordenador y que, además, la canción del video que pasaban era de esas que te acosan en el transporte público. Pasó directo a la camilla, de un verde tan claro que producía náuseas, y se sentó en ella. Si iría al infierno de todas maneras, el color de la camilla no iba a ayudar demasiado.

-¿Quieres escuchar música?- preguntó él, notando el cable blanco que ella sostenía en sus manos.
-¿Se puede?
-Claro que se puede- sonrió, en un intento por infundir tranquilidad. Como si una mesa llena de bisturís y otros objetos metálicos y brillantes pudiera darle paz a alguien.

Ella buscó una canción que pudiera mantener su mente en otro lugar y cuando la encontró, comenzó la tragedia.

-Tienes problemas con la anestesia, ¿no?
-Uno: no funciona como debería.
-Entiendo. Ya veremos.

En ese momento, llegó una chica con uniforme. Se colocó guantes y miró al dentista sin expresión alguna.

-¡Creí que no vendrías!- dijo él.
-Sabía que vendría, no tengo vacaciones- respondió ella, tratando de que la sonrisa fuera lo más sincera posible. Vale, lo intentó.

Luego de una charla sin sentido acerca de gente, playas y días feriados de carnaval, el medidor de miedo que había estado en pausa comenzó a andar otra vez.

-¿Empezamos?- preguntó él, a lo que la pasante respondió con un movimiento de cabeza.

Tomó un primer tubito de anestesia y lo colocó en la jeringa: ya las puertas del infierno eran visibles, se sentía el calor. Green Day sonaba a un volumen medio, hasta que el doctor dijo:

-Yo que tú, le subiría al aparato ese.

Obviamente ella no iba a hacer caso omiso de la sugerencia, así que ajustó de nuevo el volumen y trató de no pensar en el dolor que produce un pinchazo en la boca. Repetía para sí misma “pronto no dolerá” como un mantra, una y otra vez. Sí que dolía. Más tarde quedaría probado que los siete tubitos de anestesia habían sido lo peor.

Él tomó un pequeño bisturí que la asistente le tendía, y luego de hacer una prueba para comprobar si la zona estaba correctamente anestesiada, cortó con él para obtener su primer objetivo. Un pase de gasas, pinzas y otro instrumento no identificado, dejó fuera de combate a la primera cordal. Así sucedió con sus otras tres hermanas, que no ofrecieron tanta resistencia como la primera. Una batalla no muy limpia. Después de coser las heridas abiertas, todo había terminado.

-Bueno, aquí están tus cuatro cordales- dijo el doctor, como si creyera que ella quería despedirse.

Ella se levantó de la silla con rapidez (y toda la boca dormida), a recibir las últimas indicaciones del dentista.

-Ya sabes, nada de sólidos los primeros días, nada caliente. Aquí tienes todo lo que necesitas saber y mi teléfono. Suerte.

Suerte, seguro.

Camino a casa, sabía que lo único que tendría la nevera para ella sería helado, cremas frías, gelatina y jugos. La gente suele creer que comer dulce por días es un paraíso, pero cuando no tienes más opción que eso, raya en la asquerosidad. Si te operaran dormido y luego despertaras sin el efecto de la anestesia, probablemente te preguntarías quién podría darle patadas en la boca a un ser tan indefenso como tú. Así se explica cómo fue la primera noche. Si sirve de consuelo, un coctel de pastillas ayuda mucho.

Un par de días después la inflamación había pasado. A la hora del desayuno, ella se resignó a tomar un colado de frutas, tal y como la cena de la noche anterior, y la anterior a esa.

-Alguien pagará por esto- dijo ella, decidida, mientras pensaba en cómo sorprender a su amigo, el dentista.

martes, 14 de febrero de 2012

Consideraciones Para Los Que Viven Al Margen

10:45 p.m.


Los hombres cruzaron las defensas de aluminio (de cerca parecen placa sobre placa de latón) que separan a la autopista del Guaire. Más allá, una pendiente, vegetación de pantano y el río mismo, en todo su ocre y oloroso esplendor. Con una mano en el pecho, en una pose que recordaba a los cuadros de Napoleón Bonaparte, Luca inspiró profundo.

—¿Hueles eso? No es el aroma del éxito.

El otro bajó el arenoso arcén. Torpe al principio, buscaba que sus botas montañeras tuvieran asidero en un terreno que no sólo no estaba hecho para ser cruzado, sino que te era hostil si lo intentabas. Uno de esos lugares que la naturaleza ha reclamado para sí y no va a soportar tus mariqueras de caballero aventurero.

Montado sobre el hombro, un saco del que sobresalía una escopeta y una pica.

—Vamos, Luca.

El hombre de negro no se movió.

—¿Sabes lo que pasa si damos un mal paso, no? Vamos a caer en un río de mierda, literalmente.
—Estoy tratando de no pensar en eso.
—¿Sabes qué es más efectivo? Irnos.

El del saco extendió una mano hacia el interlocutor.

—Vamos. Yo te sostengo.
—Y te sumo peso y nos caemos los dos. No.

Una breve mirada y el saco se posó en el suelo.

—¿No estarás pensando en irte?
—Siempre estoy pensando en irme, desde que te presentaste en mi casa. Existe un invento llamado “teléfono”. Nos habría hecho más cómoda la charla.
—Igual viniste.
—No me lo eches en cara —Luca comenzó el descenso—. Esta es la idea más estúpida con la que he estado de acuerdo.
—Estás haciendo lo correcto —fue el recibimiento cuando ambos estuvieron al mismo nivel.
—Sí, Tony. Este es el olor del bien.
—Por favor. Vamos.

Se repitió la escena: el primer hombre agarró el saco, se lo echó al hombro y siguió bajando, el otro se quedó mirando. Era un saco de gimnasio, vertical y del largo de toda la espalda. Era un pequeño milagro, Luca pensó, que Tony no tuviera una especie de joroba. De por sí era milagroso que Tony alcanzara los cuarenta y seis años. Bajaba por la pendiente como un gato. Un gato viejo, pero gato al fin.

—¿Qué es de la vida de Nina? —preguntó Luca, en cuclillas.
—Ten cuidado con las piedras, no apoyes el pie.
—Burda de bonita. Unos ojazos.
—Lo sé.
—¿Y entonces?
—¿No te da ninguna señal que no te la haya mencionado?
—No. Nunca hablamos, Tony, ¿sabes?

Tony se detuvo. Se aguantó de un arbusto que emergía de la tierra como los huesos torcidos de la ciudad.

—Nina me dejó. Hace diez meses. Se llevó todas sus cosas.
—¿En serio? ¿Y todavía cuentas el tiempo?
—¿Qué intentas decir? Ya, sácalo de una vez.
—No te me pongas a la defensiva.
—No, en serio. Ya basta, la mala actitud, la ladilla con todo lo que digo; te quejas más que un camión de cochinos. Habla, Luca, sácalo de una vez para que podamos continuar.

El nigromante bajó un paso. Luego otro. Suspiró, cerrando los ojos, acostumbrándose al aroma natural de los desechos de la ciudad.

—¿Por qué crees que Nina te dejó?
—A ver.
—En serio.
—Dime. Cuéntame por qué Luca Aleggio cree que mi pareja me dejó.

Por un momento, Luca se arrepintió de haber traído al debate contra esta esquina. Si había algo bueno de este momento es que podía decir lo que venía sin tener que ver a Antonio a los ojos.

—Ponte en sus zapatos —dijo—. Este estilo de vida que traes. Sales de noche y me imagino que llegas a la casa bañado en sangre. Las noches en que llegas. Te pasas los días persiguiendo bichos y ella no sabe si, cuando sales por la puerta, te va a joder un choro, un policía o la casita del terror. Si me preguntas a mí, duraron demasiado, más bien. Te debió querer mucho.

Estudió el terreno, apoyó las palmas y bajó poco a poco. En su visión periférica, una bolsa de mercado estaba atrapada entre el cauce y un puñado de ramas. Era fácil concentrarse en ella porque era blanca y gemía con la misma voz del agua, hablaban el mismo idioma.

—No representas un futuro para nadie, Tony.
—¿Sabes por qué me eligió a mí y no a ti? —fue la respuesta inmediata.
—Ilumíname con tu brillante introspección.
—Tanto por quién eres como por lo que eres. La muerte baila a tu alrededor. Yo tuve año y medio de satisfacción. ¿Cuánto tuviste tú, diez minutos?
—Creo que…

Volvieron a estar al mismo nivel de la pendiente.

—…lo que podemos concluir es que somos los secretos caminantes de la ciudad. Este río nos es apropiado. Aquí se reúne todo lo que Caracas no quiere ver. Felíz San Valentín.
—Estás muy poético.
—No me jodas. ¿”La muerte baila a tu alrededor”?

Tony dejó morir al debate. A orillas del río ya, con un flujo pacífico pero traicionero. Bien podías navegar por el Guaire como ser arrastrado y consumido, sin que el río se detuviera a considerarte. Ha comido cosas peores que tú.

—Sólo un subnormal podría pensar en hacer… —Luca llegó a la orilla, con paranoico pudor— un sancocho aquí.
—¿Sabes que echaron para atrás ese proyecto?
—No lo sabía, pero es obvio. ¿Y ahora?

Tony se sacó una linterna del bolsillo de la chaqueta. Larga y plateada, parecía un control remoto con un sol al extremo, esperando para un amanecer personal. Hágase la luz.

—Ahora buscamos la cueva —dijo.
—Qué emocionante. ¿Qué tal si apagas esa linterna?
—No confío en esta orilla.

Echaron a andar en fila india, con el reflector de Tony prediciendo los pasos para los dos.

—Yo no confío en los pacos que nos van a parar cuando vean que rondamos un río en el que dejan cadáveres botados.

Tony dio media vuelta.

—Estamos en Baruta —dijo.
—¿Y?
—Si nos para la policía, ¿cuál prefieres que lo haga, Polibaruta o la PM?

El nigromante reflexionó por un par de segundos.

—Okey —dijo.

Volvieron a caminar.

Por encima de ellos, en la autopista, la ciudad volvía a sus casas. El día había sido largo, el tráfico inclemente y el mañana no dejaría cuartel.

—¿Estás seguro de que son necrófagos? —preguntó Luca.
—Sí.
—Porque los necrófagos comen muertos. Por eso se llaman así.
—Estoy seguro.
—No atacan gente viva. A menos que sean niños o muy viejos y débiles.

Tony se detuvo otra vez.

—Es lo único bueno que tienen los necró…
—Tengo dos meses persiguiéndolos, Luca —habló por encima del hombro—. Los vi arrastrando a un niño hasta la cueva.
—La cueva a la que vamos. Necrófagos agresivos. Y venimos a atacarlos de noche.
—No tengo tres días en esto —se reinició la caminata—. De día sería impensable. Los necrófagos rondan los cementerios, que tengan esta cueva ya es raro. No sé cómo, pero se organizaron y están matando a los niños que duermen por aquí.
—¿Cómo sabes que son ellos y no algún sádico tipo El Comegente?
—No me porfíes.

Quince segundos de paz, puntuados por espacios en los que el sol iluminaba los rincones.

—¿Sabes que esos niños que los necrófagos se comen son lacritas, choritos y los asesinos del mañana?

Tony apuntó la linterna directo al rostro del nigromante. Pudo ver cómo las pupilas se encogieron.

—Tienes una negatividad insufrible, Luca. Imagino que tienes cualquier cantidad de amigos.
—Quítame la luz de la cara.

La petición tardó en ser cumplida.

—Son personas. Y son niños. Mal que bien, son vidas humanas.
—Qué lindo, estoy cazando monstruos con el Capitán América —Luca se revisó el torso y chasqueó la lengua. De todas las noches en que pudo olvidar sus cigarros, tuvo que hacerlo en esta. Era una vergüenza como fumador:—. Te voy a echar una historia, Capi. Hace cosa de año y medio, esos carajitos apuñalearon a un trabajador en Plaza Altamira. Lo asaltaron, el tipo no les quiso dar lo que trabajó ese día y le metieron un cuchillo en el cuello. Esos carajitos, Tony. Y si no fueron ellos, se parecen igualitos.
—Me das asco.
—Entiendo tu charla de “ayudemos a los que no tuvieron las oportunidades de entender”, está comprobado que la solución es la regeneración social, pero ¿no has hablado nunca con un muerto por causas violentas? Porque yo sí. Y te digo, el violín más pequeño del mundo toca por los asesinos. No quiero sonar indiferente, pero que se jodan. Si esos necrófagos nos cojen y nos joden, me voy a arrechar demasiado sabiendo que entregué mi vida por unos malditos que se dedican a arrancársela a los demás.

El hombre del faro bajó la luz.

El río fluía en un sentido, los carros en otro. El gélido viento le alborotaba una picazón en la tráquea que se traducía en el augurio de una tos. Volvería a tener gripe que quizá degeneraría en una enfermedad pulmonar, no sería la primera vez. Y eso era si sobrevivía lo que estaba por ocurrir. Confiaba en sí mismo, sabía que sus posibilidades de triunfar eran buenas. Y mañana miraría al tráfico, con sus hinchados autobuses y sus cancerígenos motorizados, sin tener ni más ni menos que la mañana de ayer.

—¿Tienes un cigarro, Tony? Sé que la pregunta es estúpida.
—Tienes razón —murmuró.
—¿Qué?
—Nada —alzó la linterna otra vez—. Igualito, están empezando con niños de la calle, le agarran el sabor a la carne humana. Mañana podrían atacar a muchachos inocentes. Jóvenes incapaces de lastimar a nadie. No quiero vivir con esa posibilidad.

Iluminando medio metro más alante, un promontorio de rocas removidas. O era una choza improvisada o era algo digno de ser investigado. Se adentraban en esta tierra de nadie y el río los había tolerado demasiado. Cada paso los alejaba de la camioneta de Tony, a un lado de la autopista, que bien podía estar en las manos de cualquier atracador ahorita, rumbo a ser la herramienta con la que secuestrarían a alguien. La cadena de favores funciona corrompida en la noche de esta ciudad.

Luca se detuvo.

—Uhm… voy a decirlo —anunció.
—No.
—No sé si te has dado cuenta, pero ¿le has prestado atención a la juventud de esta patria grande? Herederos de más de doscientos años de luchas, de una sociedad que ha podido aprender de todas las metidas de pata de la humanidad desde la cuna de la civilización, la generación más privilegiada desde que el primer indio decidió hacerse un círculo social cerca de su churuata y míralos: estúpidos, sin sentido de quiénes son y sin que ello les importe. Tienen a toda la información que quieran al alcance de un click y les importa es verse bien para poder encajar mejor en círculos de muchachitos afrancesados. Estos no son los hijos de La Era de Acuario, Tony. No es una generación de héroes. Es la generación muerta, los que tuvieron la oportunidad y la dejaron pasar porque la tele tenía algo más interesante. Niños que toman prozac porque papi no les compró un camión de bomberos a los cinco años. Si esos necrófagos deciden subir en la pirámide alimenticia, hey, es evolución.
—¿Ya?
—Una generación de idiotas que se lo creyó cuando la tele les dijo que ser artistas famosos solucionaría todos los problemas de la vida. Ya.
—Qué bueno.

Llegaron a las rocas, los trapos y los escombros. Con el pie, Tony removió aquello, llevando el deseo momentáneo de estar equivocado y que saliera algún indigente a pedirles que lo dejaran en paz.

En vez, una boca bajando por la tierra se abrió.

Ni siquiera el cuerpo del río podía disfrazar el dulzón olor que ascendía de esa garganta. Ellos habrían de bajar por ahí. La tierra tenía que tragárselos.
Tony volvió a poner el saco en el suelo —con un borde humedeciéndose por el agua— y extrajo la escopeta, un par de linternas sujetas con bandas y, con la misma mano que sostenía las linternas, una pistola. Se la tendió a Luca.

—No. No me gustan las armas.
—Agárrala. Esto se va a poner feo.
—Asegúrate de que no.
—Luca. Coge la pistola. Es por tu bien.

Y el rencor se hizo sentir, esparcido por el viento de la noche. Luca agarró la pistola y una linterna.
Tony se puso la banda alrededor de la frente. Presionando un botón en el pequeño faro, la linterna se encendió. Apagó la que traía en la mano. Con esa luz ahí, como el ojo de un cíclope, Luca fue incapaz de ver los ojos orgánicos de quien lo trajo.

—Mantente detrás de mí y ten los ojos bien abiertos —dijo Tony.

Entraron.
6: 53 a.m.


Salieron por una abertura lejos de aquella por la que entraron. Lo primero que los ojos de Luca registraron fue un ataúd verde —que su cerebro pudo traducir como un metrobús. Salió del hoyo dándole garrazos a la tierra, como un neonato que lucha por nacer.

La luz le escocía en los ojos.

Inhaló, exhaló. Inhaló, exhaló. Apoyándose las manos en las rodillas, inhaló… y un riachuelo de vómito le salió con indiferente inercia, naranja, aterrizando entre sus pies. Le salpicó las botas.

Tony salió hasta la cintura, dando la impresión de haberse atorado, de que si lo tomabas por una mano y lo halabas, te quedarías agarrando a un cadáver porque no había más debajo del ombligo. Pero salió. Metió las manos otra vez en la madriguera y sacó las armas y su funda.

Con la barbilla pegada al pecho, Luca se miró el antebrazo. Sintió frío. Le estaba bajando la tensión.

Dio un par de pasos hacia atrás y se sentó. Un carro tocó la corneta y otro contestó. Siguieron con el trajín, indiferentes a lo que ocurría a un lado del pavimento.

—Luca. ¡Luca!
—¿Qué?
—¿Qué día es hoy?
—Martes. Se me está bajando la tensión.

Tony supervisó los alrededores. Mantenía sus lentes circulares todavía descansándole en el puente de la nariz.

—Ya vamos a solucionar eso.

Luca se quitó la chaqueta. Su camisa blanca tenía el frente lleno de tierra y seguía limpia hasta el antebrazo derecho, donde estaba abierta y salpicada con sangre. Tres cortes con bordes hinchados como labios asomaban debajo.

—Voy a necesitar puntos —dijo—. Gracias, Tony.
—Eran necrófagos. ¿Sabes lo que eso significa?
—De bolas que sé lo que significa, pajúo, tú también y aún así me trajiste. ¿Me vas a pagar la bruja? Irresponsable —y luego consigo mismo:—. La única que cura esta vaina… coño e’ la madre, vive en Nueva Orleáns.
—Tiene que haber una por aquí.
—No hay.

Lo que iba a decir se interrumpió por otro impulso de vértigo. Se acostó, apoyándose en un codo. Respiraba por la boca.

—No hay —repitió.

Tendría que agarrarse puntos, luego irse al norte en las próximas setenta y dos horas y ver a la curandera, que le abriría las heridas otra vez. No quería ni empezar a pensar en el dinero…

—¡La puta madre, CADIVI! —gritó, tapándose la cara con las manos.

Tony se acercó. Cojeaba de una pierna.

—¿Qué pasa con CADIVI?
—Tengo que hacer carpetas y anunciar el viaje y esa puta mariquera, no puedo salir de emergencia.
—Tiene que haber alguna forma.
—¿Qué le explico al banco? “No, bueno: salvando a unos huelepega, me hicieron esta herida unos monstruos. Es venenosa”.

Eructó, cerró los ojos con fuerza y agarró la chaqueta en un puño. Se paró.

—¿Puedo hacer algo? —preguntó Tony.
—No me busques nunca más, mamagüevo. Es en serio, Antonio, ya estamos a mano. No te debo nada.
—Déjame llevarte a la clínica —se acercó.

Luca se echó para atrás como impulsado por un choque eléctrico.

—No me toques.

Se puso la chaqueta, que llevaba las mangas impolutas. La herida quedó oculta.

—Ya resolveré —dijo—. Siempre resuelvo.

Paneando los alrededores, consiguió a un quiosco. Podía hacer todo lo que el día le pidiera, pero no sin un cigarro. Caminó.

—Gracias, Luca.

El nigromante le hizo la señal del dedo.

—Cínico. Nojoda —fue su despedida.



Hambre


Ella estaba sentada y él acostado. Él tenía hambre y ella sólo quería dormir.

-¿Sabes por qué estás aquí? ¿Ni te imaginas quién era antes de que tú vinieras?

-No me interesa quién eras. Sólo dame de comer. –Le dijo él. Ella no podía comprenderlo.

-Sé que no te interesa quién era. Estás ahí viéndome como un animal domesticado pidiéndome que te alimente. Antes no tenía que alimentar a nadie. Antes era yo: libre, viva, feliz.

-De nuevo. Sólo quiero comer.

-¿No te puedes callar?

-Me callo si me das comida, ¿no lo terminas de entender?

-Todo sucedió así. Un día venía del trabajo. Unos malandros se me acercaron y me pidieron mi cartera. Yo se las di inmediatamente sin pensar. Entonces uno me buceó y me dijo “mami, tú lo que estás es miamor con ailoviu, ¿por qué no te vienes con nosotros?”. Y yo le dije que no, que no me iba con ellos, que yo tenía mi novio, pues. Entonces ellos sacaron una pistola y me obligaron a ir con ellos. Hasta ahí recuerdo. Luego llegaste tú y me salvaste. Le diste un nuevo significado a mi vida, pero también me recuerdas a cada momento ese instante. Eres increíblemente hermoso, pero también desgraciadamente horrible y despreciable. Te amo y te odio, ambos a la vez.

-Ya he escuchado eso un montón de veces. Siempre lo mismo. Ya me ladilla. Me frikea. Me desespera. Me saca de mí. Puedes, por favor, alimentarme.

-¿Tú únicamente entiendes de comida, no? Sólo sabes responder a los instintos primarios. Como los animales primitivos. Dinosaurios; bestias que sólo sabían comer carne o monte y que vivían cagando y satisfaciéndose de sexo. Quizá más básico que eso son los cavernícolas. Hombres de la edad antigua, media, moderna y contemporánea que no saben sobreponer sus instintos a la realidad. Que hacen lo que les mande su miembro. Que sólo quieren tirar.

Ella no salió del cuarto. Lo estuvo mirando con desagrado, pero con ganas. Como un zamuro que se acerca a la carroña. Así, al quitarse la camisa, dejó descubiertos sus grandes y redondos senos que terminaban en unos hermosos pezones puntiagudos y rosados.

-¿Por qué lloras ahora?

-Quiero que me cambies la ropa.

miércoles, 8 de febrero de 2012

Viaje soledad


 Jessica Márquez Gaspar

Subimos al autobús, como tantas veces. No sentamos hacia el fondo, nos gustaba la privacidad. Dos asientos, uno junto a otro. Para ti la ventana y para mí el pasillo. Pronto te apoyaste sobre mi hombro, sobre mi pecho, buscando ese rincón que siempre ha sido tuyo y siempre lo será, mientras te abrazaba contra mí y sentía tu respiración y los latidos de tu corazón junto al mío. La felicidad podía caber en un viaje.

Cuando eres feliz, te olvidas de la primera y más importante regla: la felicidad es efímera. Por eso, aquellas tantas veces que recorríamos la ciudad a ritmo de bachata, salsa, merengue, o de la música de tu celular, que era siempre el soundtrack perfecto para una cercanía que nos era robada tantas veces, y que podíamos permitirnos en aquel momento. Donde estábamos quedábamos ocultos en aquella esquina final del vehículo detrás de los altos asientos. Aproveché la privacidad momentánea para besarte, tomándote por sorpresa. Mis labios sintieron los tuyos, durazno, suavidad perfecta, oxígeno, vida. El beso se prolongó más de lo que debería, porque cuando tienes que negarlo tanto y entonces sucede, se siente como si el mundo tuviera de nuevo sentido. Así te he amado.

Empezaba entonces la suspensión del tiempo. Mientras Caracas se deslizaba fuera de la ventana, mientras llovía a cántaros afuera sobre los carros, los edificios, los fiscales, los transeúntes, los buhoneros, las estatuas, los faroles, yo sólo podía sentir la proximidad de tu cuerpo, tu calor, tu presencia. Conversábamos de a poco, porque el momento era tan perfecto que sobraban las palabras, había tanto que decíamos en silencio en aquella cercanía que más que del cuerpo era del alma. Teníamos unos minutos que deshojábamos como margaritas, poco a poco y con sutileza, para tomar tu mano entre la mía, para dejar caer el miedo y simplemente disfrutar de la compañía del otro. Y así se fue pasando el tiempo, pero ya no importaba. Ya no sabíamos siquiera a donde nos dirigíamos. Encontramos paz, o al menos eso creo. Nos fuimos perdiendo, nos hicimos uno con el autobús en un viaje que no importaba hacia donde fuera, cuyo destino había dejado de tener importancia alguna, porque el destino era simplemente suspender nuestras vidas para compartirlas aunque fuera una tregua pasajera con el mundo, con la velocidad del día a día, con las dificultades, los miedos, las medias palabras, el hoy y el ayer.

Nos dormimos. La paz que sentíamos porque ahí estaba el otro, a nuestro lado, a tu lado y a mi lado, era tal que fuimos capaces de bajar las defensas y dejarnos llevar, acompasar mi respiración con la tuya, la tuya con la mía y con el vaivén del autobús, con su baile sobre el asfalto, a través de las avenidas, entre los carros. No sé cuánto tiempo dormimos. La lluvia resbalaba por la ventana, sentía tu cuerpo temblar ligeramente contra el mío, no sé si por el frío o por la intensidad misma del momento. Sabía que dormías porque de tu boca se escapaban pequeños murmullos. Yo dormía también, pero de tanto en tanto me despertaba para comprobar que estabas ahí, aunque incluso estando totalmente en los brazos de Morfeo nunca solté tu mano. Nunca.

En el momento en que dormía más plácidamente, desperté. Miré entonces por la ventana y un sol pálido se escapaba por entre las nubes que empezaban a disiparse, pero una gota cayó. Se me escapó una lágrima que bajó por mi mejilla, traviesa. Me bajé sola del autobús, sabiendo que aquel viaje había concluido hacia ya un tiempo. Nos fuimos. De nuevo sobre la calle, sobre el cemento, arranqué a caminar, aunque sé que no puedo huir de ti, aunque tu fantasma camine a mi lado, y tome mi mano, y me mire con tus ojos castaños antes de irse una vez más. Recuerdo que no habrá de permanecer. Labios que no habré de besar. Viajes solitarios, una vez más. 

Un flash de honestidad

Estaba leyendo la respuesta de Achy Valenzuela en Facebook cuando sonó su anexo.

-¿Aló, buenas tardes?
-Juan Pablo, ¿tiene oportunidad de venir? Me interesa conversar con usted.
-Sí, don Horacio, por supuesto.
-Lo espero entonces.
-De inmediato.

Cerró todas las aplicaciones, se ordenó el pelo y tragó agua. Entregó el peso de su cuerpo a sus pies y abrió camino por el pasillo hasta la puerta del fondo. Cerrada, tocó. "Pase".

-Don Horacio.
-Juan Pablo, quería conversar con usted.
-Sí, dígame.
-Hemos notado deficiencias en su desempeño, su gestión en el cierre de mes fue lenta y descuidada. Requerimos que esta labor se realice con eficacia, de modo que hemos decidido prescindir de sus servicios profesionales.
-¿Cómo?
-Puede pasar a conversar con Susana el tema de su finiquito y tiene hasta el viernes para retirar sus pertenencias y despejar su área de trabajo.
-Pero, Don Horacio, no tenía idea de que estaban inconformes con mi trabajo.
-No estaba hasta que estuve. El último cierre de mes atendió sus labores de manera...
-¡Hoy es once!
-Deficiente.
-¡Su insatisfacción tiene once días!
-¿Y qué quiere...
-¡Ni un ultimatum!
-Que lo espere un mes, un año quizás…
-¡Ni una advertencia, una crítica!
-Que lo celebre cuando sea capaz de manejar su trabajo y que lo rete cuando sea improductivo.
-Ni un comentario, una palabra.
-Como si fuera mi hijo, mi guatón.
-Un gesto, una oportunidad.
-Pero, Don Horacio, yo tengo una familia que alimentar, no puedo simplemente llegar sin ni uno...
-Se equivoca. Mes a mes usted debe convencerme de que su familia merece ser alimentada. Este mes no me convenció.

Quería golpearlo y desencajar su boca, pero tuvo tan mala suerte que con el agite dio un infortunado traspié. Su cuerpo desequilibrado se arrastró hacia la derecha. Se empujó hacia el ventanal, atravesándolo ruidosamente. Cayó encima del pasto y su ego roto.

-¡Usted no tiene alma!
-Y usted no tiene plata.
-¿Cómo puede no importarle?
-No me interesa cómo limpiará la sangre de su ropa. Tampoco cómo hará para restaurar mi vidrio. En este mundo cada quien vela por sus temas. Buena suerte.

Don Horacio despareció de su vista y llamó a su proveedor para decirle que la muestra tenía que llegar a las tres. Por su parte, Juan Pablo no alcanzó a arremangarse antes de decidir que iba a devolver sus últimas compras y repensar por quién vota y en quién cree. No podría nunca más dar su voluntad, dinero o esfuerzo a los poderosos.

viernes, 3 de febrero de 2012

Sayona Pop

La chica estaba muerta pero caminante y se había traído a otro ingenuo al redil.

Lo conoció cerca de donde se materializó, en una cola para un local de las mercedes, una arquetípica noche de viernes caraqueña. Estaba vestida como solía hacerlo, con jeans, zapatos skater, franelita, maquillaje simple pero que realzaba sus ojos castaños, del mismo tono que su cabello. Con ligera concentración podía cambiar rasgos de su apariencia, pero no lo había hecho ni una vez para mejorarse, desde que se descubrió sentada en la acera frente al edificio en el que vivió, tres meses atrás. Era innecesario. Ana Karina era una fantasma bonita.

Le había dado una lección a nueve chamos ya. Era impresionante como todos seguían la misma rutina: le compraban tragos, la sacaban a bailar, le preguntaban vainas sin consecuencia y, mientras ella hablaba, notaba cómo especulaban sobre las dimensiones de su busto debajo de esa franela que ocultaba demasiado para este ambiente. Todos se separaban del grupo en el que andaban (uno se le escapó a la novia) para irse con ella en sus carros patéticamente predecibles. Podía ser un corsa dos puertas o una range rover Toyota con mataburro, pero todas hacían “vrooooommmm” cuando arrancaban, cuando paraban en los semáforos y cuando tenían que parar en el tráfico. Eran tan fuertes los ronquidos de los motores que se superponían al reggaetón que estaba en el mp3. Ana Karina detestaba a los carros, a la música, a los temitas de conversación, a los vasitos fluorescentes con vodka, las pintas de perro de agua, pero el fin justificaba los medios. Ponía su mejor cara, seducía con su sonrisa. Siempre se le dio bien.

La llevaban a casa o a un hotel. La trataban de “mami”, de “mi reina”. Sólo por joder, ella tomaba esta oportunidad para preguntarles si se acordaban de su nombre y algunos lo tomaban con sentido del humor. La mayoría no sabía esconder el aturdimiento social. Otra cosa que la chica muerta amaba era cambiarle el nombre a los chamos. Si el pana se llamaba “Julio”, ella le decía “Felipe”. Le decía a todos “Felipe”, en realidad. No se había cruzado todavía con un Felipe de verdad, pero no era una eventualidad que demandara demasiada imaginación.

Pagaban siempre en débito. A hoteles que nunca conoció en vida –bueno, de hoteles, Ana Karina conoció a los turísticos. Recámaras con espejos, con televisión empotrada. Se acercaban entonces, a besarla, a agarrarle el trasero, a agarrarle las manos y pasárselas por encima. Ahí, ella hacía la transformación. No la veían a la cara, estaban siempre pendientes de quitarle la franela, desabrocharle el jean, besarla. Conseguían un rostro sin dientes, con ojos que lloraban sangre espesa. Lo último que contemplaban con gritos sin voz antes de que ella los abriera en canal, dejándolos tan deshuesados y olvidados como las sábanas después de una larga sesión apasionada. Víctimas improbables de un delito sexual.

La Sayona 2000. Revenge of The Sayona. Sayona Pandemónium. Todavía no se había puesto un apodo. Le gustaba Sayona-Pop porque sonaba como a chupeta, como a “chupa-pops”, que le gustaba. Y le acordaba la canción, “¡oh-oh-oh, peligrosooo pop!”.



El afortunado de esta noche era un tipo diferente. No por lo insistente (la perseguía, le invitaba tragos, le suplicaba con sus gestos que lo mirara y que validara lo que llevaba entre las piernas; en ese sentido era igualito a todos los demás), sino por lo que la decidió a por él: la pinta. Iba de negro, como a un funeral que bien podría ser el suyo mismo. Ana Karina se preguntó si podía destriparlo sin echarle a perder el traje. Asumió el reto.

El cuarto y quinto muchacho cayeron juntos. Venían de Cagua, contaron, y allá eran unos verdugos; si se les creía los cuentos, este par había fornicado con todos los mamíferos femeninos del estado y las adyacencias, era cuestión de tiempo para que se graduaran al sexo masculino y de ahí, quién sabe; el cielo era el límite.

Ella actuó borracha y se reía y les preguntaba cómo lo habían hecho.

—¡Qué tontas esas chamas! —decía, llevándose una mano a la sonrisa.

Sabía, por repetida observación, que si se mostraba como una amante agresiva, ellos estarían intimidados porque sólo les interesaba la cacería mientras ellos no fueran la presa. Observó, se tocó los labios, se besó con ambos cuando ellos quisieron. No fueron a ninguna habitación sino al hombrillo de la carretera. La decepcionó, pero si era aquí donde querían morir, pues allá ellos. La idea era que estuviera con uno mientras el otro los grababa con el celular, al pana burda con la carajita pendeja de prados del este borracha (porque después de tres botellas sola, tenía que estar rayando en la inconsciencia; los estúpidos no sabían que el alcohol no tiene efecto si no tienes flujo sanguíneo). Una mini-porno que pararía en solovenezolanas.com. Acto uno, el chamo la empieza a desnudar, el otro graba con el cel.

—Dale así, agárrala por aquí —dice el camarógrafo.

—Suave, suave, suave, bien suave donde tú sabes —cantó ella, transformación hecha, con una lenta danza.

Acto dos, el protagonista es segmentado por los largos, filosos dedos de la súcubo. El cámara tira el celular y corre. Acto tres, están los dos muertos y ella, con un toque, quema la memoria del teléfono.

Nunca vio un espíritu salir de los cuerpos. Encogía los hombros y se decía la verdad: no entendía bien el funcionar del mundo espiritual. Ni estaba segura de cómo consiguió la grieta que le permitió el paso a esta realidad.

El candidato de esta noche no era bebedor. Otra cosa que lo separaba de la mayoría. Su charla de fútbol italiano era un enigma para ella y parecía entretenido siempre que ella preguntara por “Pirlo”, un nombre que no sabía a qué jugador pertenecía y que creyó escuchar durante un mundial. No se acordaba de cuál, tampoco. Casi lamentaba tener que cepillarse a este. No lo suficiente como para dejarlo vivir, obvio, pero salía de la media lo suficiente como para decidirla a una ejecución rápida. Era un tipo casi interesante.

—De pana, mañana juega el Inter —dijo él—, suspendo mi vida un día por ese juego.

No, qué va. Tiene que morir.

Lo abrazó.

—¿Por qué no nos vamos a un lugar más privado? —le susurró.

Fue como pararte frente a un perro con un filete entre los dedos. Cayó redondo.

Otra cosa que no cumplía las expectativas era la reacción generada por los asesinatos. Se corrían las voces de que eran atracados y destripados por una banda que se los llevaba secuestrados. Ella nunca se había robado nada de ninguno, primero; segundo, ¿cómo no podían notar que morían después de salir con una chama? La última persona que los vio en vida y nadie conectaba las muertes con ella. Así, nunca podría construir su leyenda. Se imaginaba que quien de verdad los robaba era la policía, pero ese temor que se imaginó que nacería después de la tercera muerte, no había llegado a florecer. Seguían saliendo, bebiendo, jugando a levantarse culitos. C’est les paviperros: los matan uno por uno, se consiguen excusas para seguir en la calle; el gobierno prohíbe que carguen televisores y mariqueritas en los carros, ellos convocan marchas por sus blackberrys. Ana Karina consideró correr el rumor de que el gobierno iba a prohibir ponerse lentes oscuros de noche. Visualizó disturbios incendiarios.

A lo mejor, si empezaba a matarlos a ritmo de tres por noche, podría envolver a Caracas bajo un manto de pánico. Después de eso podía extender el negocio: irse a Valencia, a Maracaibo. Siempre quiso conocer a todo el país. Se preguntó si existirían paviperros en Acarigua, pero si no había, de seguro que había buitres sexuales con mechitas y bigotes pintados.

Ahora caminaba con este tipo, que iba con las manos en los bolsillos y un discurso sobre el cine expresionista alemán. No tenía carro, otro detalle particular. Ana Karina asumió que iban camino a la calle Los Hoteles del rosal. Había explorado la mayoría de esos hoteles, pero nunca El Aladdino —que, escuchó hace años, tiene habitaciones con columpios. He aquí el dilema: el tipo no tenía carro, lo que quizá quería decir que no tenía real para pagarse un cuarto del Love Hotel Magnifique. Por otro lado, parecía un tipo culto. Quién sabe qué clase de trabajo ejercía.

—Ok —dijo ella, parando frente a una tienda de mascotas—, ¿has hecho el amor en El Aladdino?

Asumió que, puesto que estas eran las últimas horas de vida del pana, no le hacía demasiado daño convencerlo para un gasto excesivo.

—Nop —dijo él, llevándose un cigarrillo a la boca y prendiéndolo con un encendedor Zippo. Zippo es de tipos con billete, no esos yesqueros de plástico.
—¿Por qué no… —cruzó los brazos alrededor de su cuello— nos metemos en una habitación ahí y que pase lo que tenga que pasar?
—Porque, Ana Karina, reina —inhaló y echó el humo a un lado—, tú estás muerta.

La Sayona-Pop se sintió asustada por dos segundos. La habían descubierto, iban a denunciarla, la meterían en la cárcel, su papá la regañaría, las otras presas la convertirían en esclava, nunca podría enderezar su vida.

Al segundo número tres se acordó de que no tenía ninguna vida y de que podía descarnar a este tipo ahí, en medio de la calle. Se separó. Fue creciendo las uñas.

—¿Y cómo lo descubriste, mi amor? —preguntó ella.
—Es mi trabajo. Olvídate de las uñas y los dientes y los efectos especiales. ¿Ves esto?

El tipo se sacó una fotografía de ella, cuando tenía cuatro años, envuelta en un lazo de tela.

—Lo único que tengo que hacer es romperla para que desaparezcas de este plano.
—Te mataré antes de que lo pienses.
—Ana Karina García, congelo vestri scelestus animus —otra calada al cigarrillo—. Ya. Paralizada. ¿Sabes lo curioso del estado en el que te he puesto? Es un viejo encanto egipcio, no todo el mundo puede hacerlo. Y a menos que yo no lo permita, te quedarás congelada ahí para siempre. Ni siquiera podrás hacerte invisible, no podrás cruzar paredes, ni traspasar a la umbra ni ninguna de las cosas que darías por sentado. Ahí: una estatua de ectoplasma que se irá deteriorando hasta que parezcas la proyección de una película sobre papel toilette. Pero consciente. Tengo ganas de irme y dejarte así (tú querías matarme, ¿sabes?), pero voy a darte una oportunidad. Pórtate bien, Ana. Este no es el único truco que tengo bajo la manga. ¿Lista? Ago, anhelo.

Ana Karina cayó de rodillas como si la hubiesen empujado manos invisibles. Lo miró con ojos que ya se había coloreado de negro.

—¿Quién te mandó? ¿La iglesia?

El hombre se arrodilló.

—Me mandó tu papá. Quiere que dejes de embrujarle el apartamento. Tu mamá dice…
—¡Mi mamá está muerta!
—¡Tu madrastra! Tu madrastra dice que se va a volver loca. Rompió a llorar la vez que hiciste que sangre saliera del espejo. Como en cascada. Buen truco.

La Sayona sonrió.

—¿En serio?
—Sí; no muy original, pero un buen truco. Siempre causa impresión.
—Preguntaba si era en serio que se puso a llorar.
—Ah. Sí. Claro.

Él se irguió. Le tendió una mano. Ana Karina la agarró y se puso de pie. Se sacudió el sucio de los jeans instintivamente; a veces se le olvidaba que no necesitaba esas cosas.

Sí, tenía ganas de eviscerar a este zoquete, pero tenía aún más curiosidad por saber de dónde salió.

—So? ¿Cuál es tu historia? —preguntó.
—Luca Aleggio.

Tendió la mano otra vez. Ella no la agarró.

—¿Se supone que te conozco?
—Ana, estos son negocios. Espero que entiendas que no es nada personal.
—Vienes a exorcizarme, ¿cómo quieres que me lo tome?

Luca volvió a respirar la nicotina y, al exhalar, tiró el cigarrillo. Lo pisó.

—Yo no dije nada de exorcizarte. ¿Te gustaría eso?

Por un instante, Ana tuvo el deseo de echarse a correr. Podía irse dando gritos y pidiendo ayuda, diría que este tipo era un sádico y, aunque eso generaría quién sabe cuántas complicaciones, por lo menos podría escapar de él ahora. Pero este era un hombre que podía paralizarla con una oración. No correría demasiado lejos.

—¡No entiendo qué quieres! —gritó.

Dos polibaruta los vieron, sentados en la patrulla. Parecía una pareja discutiendo. A esta distancia, no podían ver que ella estaba demasiado pálida y que tenía grietas negras impresas en la piel.

—Vine a pedírtelo por las buenas —dijo Luca—. Tu papá no puede vivir en paz mientras rondes por la casa. Tu madrastra está al borde de un ataque de nervios. Y, desearía que no te enteraras así, pero vas a tener a un hermanito. Tu papá está preocupado por lo que puedas intentar.
—¡No!

El espíritu dio un pisotón.

—¡Esa maldita! ¡Se le metió por los ojos! ¡Nunca la voy a dejar en paz, nunca!
—Lo que no entiendo es, ¿por qué espantar a tu madrastra? ¿No fue tu ex el que te puso los cuernos?

Ana Karina cruzó los brazos. Los ojos le brillaron al humedecérseles. Habló mirando a la calle.

—Él me engañó. Chocamos, yo tuve que morirme en el accidente y él se salvó, para irse con la fulana Patricia. Debería llamarse “Putricia”.

El nigromante esperó un corolario que, al no llegar, lo impulsó a abrir las manos hacia ella.

—¿Entonces? Sigues sin decirme por qué no lo jodes a él.
—Porque no puedo —suspiró y se corrió una mano por el pelo—. Soy débil. Y no puedo hacerle daño.

Luca sopesó brevemente esas palabras. Se rascó la cara y se metió las manos en los bolsillos.

—Okey —encogió los hombros—. Márchate, Ana. Puedes encontrar el camino a la umbra si sigues tus instintos. Va a ser difícil al principio, te sentirás sola y es posible que tardes en adaptarte a la otra realidad. Pero vas a estar bien. Tarde o temprano, todos los que quieres se reunirán contigo.
—¿Y si no me da la gana de irme?
—Tendré que forzarte a que te vayas.

Otra amenaza esperó por ser vomitada, otro escupitajo de sangre corrosiva se acumuló dentro de su vengativo ser. No tenía objeto manifestar estas cosas. No contra él.

—Yo no me merecía morir —dijo—. Es injusto.
—Oh, I know. Pero velo de esta manera: investigándote, conocí a Miguel y a la famosa Patricia. La caraja es burde’ fea.

Ana Karina se sorprendió con una corta risa.

—Él no es la flor de la inteligencia, tampoco, así que es posible que sigan su promiscuo romance, se casen, tengan niños en menos de dos años, ella engordará mucho y él perderá el pelo y depositará sus frustraciones en un hijo, que seguramente crecerá para ser otro perro de agua. En otras palabras: un destino peor que la muerte.

Mientras hablaba, Luca supo que la charla estaba haciendo efecto porque la apariencia que ella tuvo en vida fue dando paso a la que tuvo cuando murió, señal inequívoca de aceptación de la mano que el destino le había repartido. Estaba ensangrentada, un brazo fracturado e irreconocible del codo para abajo, la mitad de la cabeza desaparecida en una hamburguesa de pelos, carne y huesos. El otro ojo estaba lleno de sangre, en el centro de una costra negra. En los choques, el copiloto se lleva la peor parte.

—Es chimbo —dijo ella.

Luca le dio un par de palmadas en el hombro.

—Lo lamento.
—¿Y ya? ¿No vas a reclamarme nada por… tú sabes?
—¿Los chamos muertos? ¿Eras tú?
—¡Claro que era---- eh, no.

Las manos del nigromante volvieron a sus cuevas enbolsilladas. Encogió los hombros.

Los polibarutas observaban boquiabiertos. Ni se les ocurrió grabarlos con el celular.

—Tu papá me pagó para que te fueras. Cuando alguien me pague por lo de las muertes, te jalaré las orejas.

Tenía que ser una trampa.

—En serio —dijo Luca. Se dio media vuelta y echó un vistazo a la avenida—. Voy a tener que ir al Tolón por un taxi. Los pajúos de Paseo Las Mercedes no se merecen mi plata.
—Lo lamento.
—¿Qué?

El hombre se giró.

—Todo lo que he hecho desde que morí. Lo lamento.
—Claro. Adiós, Ana Karina.
—Estoy sola. Lo hice todo porque estoy sola.

Luca echó a caminar.

—¡Mira! —ella lo llamó— ¿Puedo por lo menos darte un beso?

Él ni consideró validar la pregunta con una respuesta. Siguió por la principal de las mercedes, en Caracas nocturna, con esporádicos carros pasándole al lado, bajo un cielo negro sin estrellas. Una ciudad embrujada que siempre conseguiría la forma de embrujarlo a él.

El hombre caminó y dejó al espíritu atrás.