domingo, 13 de diciembre de 2009

Unas pocas historias sobre lecturas

Todos los libros de mi biblioteca tienen una historia particular. Cada historia daría para crear un cuento o una crónica a partir de ellos. Por ejemplo La Montaña Mágica de Thomas Mann la conseguí yendo a la Cinemateca Nacional. No sé qué película iba ver, quizá algo de cine brasileño. Al salir del metro había un viejo con sopotocientos libros, pero La Montaña Mágica estaba sobre la pila de todos, sobresaliendo y sin ser comprado por nadie.

- ¿A cuánto?

- A diez- dijo el tipo

Y desde entonces fue mía. Y recorrí la vida de Hans Castorp y Clawdia Chauchat por mes y medio. Y así cada uno de los libros. Una escena clásica fue esa en el patio de mi casa con seis años. Yo frente a El Principito y el dibujo de la Boa que se comió el elefante con forma de sombrero. Recuerdo que corría y le decía a mamá “¿qué ves aquí?” y me decía “un sombrero” y yo sentía que era súper inteligente porque sabía el secreto de aquel dibujo, sabía como el personaje de la novela que no era un sombrero, sino una boa que acababa de comer un elefante y que un adulto jamás iba a poder darse cuenta de eso. Hace una semana la profesora Beke me regaló una versión en inglés. Espero releerla en cualquier momento.

Nunca entendí por qué la gente era tan mala con la Manzanita criolla hasta que probé una y luego una manzana gringa y descubrí la diferencia: Garmendia tenía razón. En la adolescencia quería ser Jean-Baptiste Grenuille, no para matar a ese poco de mujeres hermosas y convertirlas en perfumes, sino para conocerlas y ver cuán hermosas eran. Luego El Perfume se convirtió en un Bestseller Hollywoodense, pero eso no le quitó lo bueno.

Recomendaría muchos libros. Ahora acabo de leer Miedo, pudor y deleite de Federico Vegas y me pareció una excelente novela. Al terminarla no sé por qué pensé en País Portátil, y me di cuenta de que es una de las mejores novelas que he leído en los últimos tiempos. Otros venezolanos que puedo recomendar son Francisco Suniaga y Massiani, Gabriel Payares y Carlos Noguera. De latinoamericanos me gustan los cuentos de Carlos Wynter Melo, Pablo Ramos y Los detectives salvajes de Roberto Bolaño. No mencionaré a los clásicos como Ramos Sucre, Borges, Cortázar y García Márquez, ¿para qué? Si está demás que son excelentes.

De los nobel me gusta Mann, mi favorita es El elegido. También me gusta Saramago y su forma de ver a la sociedad en Ensayos sobre la ceguera y de retar a la humanidad en El evangelio según Jesucristo. Ahora leo Instrucciones para el descenso al infierno de Doris Lesing, pero estoy atrapado en esa isla de dioses romanos y creatura mitológicas en pleno hospital central de Londres, así que tal vez me atreva leer las cartas de Van Helsing y Mina Harper sobre cómo mataron a Drácula.

sábado, 12 de diciembre de 2009

Hacia la gran mansión


No leía mucho. Revistas y recetas eran los contenidos que digería. Y, sin embargo, fue una lectura (y una infortunada intrepidez) la que acabó con su vida. Su bitácora de lecturas no fue un camino al crecimiento sino un puntillismo, una costelación de letras desconectadas, que terminaron en las tatuadas en los registros: "Tiempo de muerte: 16:32 pm".

Todo sucedió en una coincidencia catastrófica. Fue en el momento equivocado en que una persona cerró su ventana y provocó la proyección de un intenso rayo de sol que embistió contra sus ojos y la obligó a tornar la mirada hacia el lugar equivocado: el edificio Centro 63. No leyó "farmatodo" o "italca", fijó sus pupilas precisamente en el nombre del restaurante chino de la cuadra: "La nueva mansión", y atendió uno a uno los signos inferiores "符 号 中 的". Entonces gestó el pensamiento equivocado: "¡Qué manía de los chinos poner los nombres acompañados de signos, es obvio que uno no los entiende!, ¿será que necesariamente significan lo que dicen?"

Allí comenzó su marcha hacia la muerte. Realizó investigaciones y sólo encontró definiciones aproximadas de los signos que variaban según las combinaciones. Contrató a un asiático que le reveló que las coordenadas significaban algo semejante a: "No es una costumbre ni un placer asear o remojar a las dueñas de las uñas nuestras". En otras palabras, sentenció, los signos del restaurante gritaban: "No nos lavamos las manos".

Desesperada e inquieta, tomó la vía rápida al ocaso vital. Se obsesionó con el asunto y contrató a un sujeto para que trabajara en el restaurante y le informara si lo que referían los signos era una realidad. El hombre consiguió una plaza de trabajo y, desde adentro, comunicó la negativa: se aseaban, de hecho, regularmente.

Frustrada decidió lanzarse al agua. Fue a la Avenida Urdaneta y entró en el establecimiento que mediaba entre Farmatodo e Italca. Se sentó en la mesa de la esquina de La nueva mansión y ordenó, suspicaz, tallarines con ternera. Esperaba con ansias que la comida le dijera algo, pero solo hablaba de la mezcla de tallarines y terneras. Con curiosidad y malicia tomó el tenedor e ingullió, sin imaginar, su pasaje a la otra di-mansión.

Nadie sabe si su muerte fue causada por conjuras del traductor o del sujeto contratado para trabajar allí. Tampoco si tenía de hecho relación con la comida potencialmente carente de procedimientos higiénicos. Y menos si la atropellaron o no a la salida del restaurante y el narrador no se enteró.

Sólo se sabe lo relatado y que quien escribió las letras "Tiempo de muerte: 16:32" fue el doctor Lin Yo Wei.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Bitácora de un viaje sin retorno

Por Jessica Márquez Gaspar

A mi compañera de viajes, de risas, de vida

Mi gran heroína

Entre mis recuerdos más íntimos, más antiguos, más atesorados, respiran muy suavemente aquellos de mis primeras historias.

A los libros arribé antes de tener memoria. Mi mamá me leía todas las noches cuando me iba a de dormir. Mi mente corría, libre, por aquellas palabras que brotaban en el tierno tono de la voz de mi heroína, y se disipaban por la habitación. Parecían quedarse flotando, como burbujas, y me hacían feliz.

Fueron los libros de Ekaré, que amo profundamente, las primeras lecturas. Mi mamá cuenta que tuve por preferido El Rojo es el Mejor, y le creo. Cómo olvidar las horas que quise ser la Margarita Rubén Darío, para “ir bajo el cielo y sobre el mar tras la estrella que me hacía suspirar”. Recuerdo, siempre, que apenas oscurecía el cielo corría a la ventana de mi habitación a ver si sería una Noche Estrellada.

Mi primera infancia fue un recorrido por mundos desplegables, que yacían, inquietos, entre las páginas de mis libros, cobraban vida con la lectura hasta escaparse, y florecían en mi imaginación y mi memoria, porque aún hoy, que alcanzo las dos décadas, recuerdo mis frases favoritas de estos cuentos.

Fue una época dorada.

En algún momento, como a los ocho años, descubrí a Enid Blyton. Un viejo ejemplar de El Club de Los Siete Secretos, que leyó mi mamá en los inicios de su adolescencia, yacía olvidado en un estante de la biblioteca. La emoción de los misterios literarios, las aventuras fantásticas y las historias sobre jóvenes de esta escritora inglesa me acompañarían durante varios años. Aún hoy atesoro una colección de sus libros que incluye casi todos los que se han publicado y que han sido traducidos al castellano.

Mas el momento decisivo llegaría a mis trece años. En el umbral perfecto entre la infancia y la adolescencia, hubo un hecho definitorio que marcó el final de la primera: Continuidad de los Parques. Incluso hoy me siento, cada vez que tomó un libro y me zambullo en su lectura, como en aquel sillón de terciopelo verde, esperando que, antes o temprano, vengan mis personajes favoritos a hacerme compañía.

Desde entonces comencé, febrilmente, a devorar Las Armas Secretas, Queremos tanto a Glenda, y Bestiario. Mi vida entera está sustentada en Las Babas del Diablo y en Instrucciones para John Howell. Si a ello sumo Continuidad de los Parques, habré construido una teoría estética: Literatura, Fotografía y Cine, y Teatro, el Arte, serán entonces parte de nuestra realidad, serán nuestra realidad, la distancia entre la obra y el Otro, se diluye como me diluyo cada vez que encuentro frente a mí las páginas de un libro.

A Cortazar lo siguió Quiroga. Fueron horas oscuras de El Hijo, y de La Gallina Degollada. Después, una segunda revelación llegó a mis manos: Rajatabla. La desarticulación de mi mundo, del lenguaje, de todo lo que había conocido hasta entonces, transcurrió con Rubén, que nada podía hacer, -y menos morir- y El libro, en el universo fantástico que compone la cuentística de Luis Britto García.

Este fue un punto sin retorno. Si alguna vez pude considerarme libre de la palabra escrita, a partir de entonces me llamé, con orgullo, su esclava. Me deslicé poco a poco a través de la literatura universal, viví la Odisea de Ulises, los viajes del Mio Cid y la genialidad de mi héroe, El Quijote. Recorrí la Independencia venezolana con Arturo Uslar Pietri, armada tan sólo con Las Lanzas Coloradas. Surqué la poesía de Bequer, y la dramaturgia de Lope de Vega, y grité con valor, cuando se nos preguntó "¿Quién mató al Comendador?", "¡Fuenteovejuna, todos a una!"

Aquellas lecturas me acompañaron en mi camino por la adolescencia, a través de los sueños del futuro, de las posibilidades. Hubo momentos, debo decirlo, en que creí ser Calderón de la Barca y afirmar, sin dudas, “Que la vida es sueño, y los sueños, sueños son”. Pero en ese instante, justo cuando perdí la fe, me alcanzó la tercera revelación: Cien Años de Soledad. Este libro, santo de mi devoción, objeto de mi obsesión, constituye una visión maravillosa de Latinoamérica, que construye en la finitud de sus páginas, la identidad de nuestras naciones y el destino al que se dirige, inexorablemente, ante nuestra recurrente incapacidad de leer las escrituras de Melquiades y descifrar, en ellas, las claves de nuestra salvación.

Desde entonces guio mi vida espiritual a través de la Biblia, mi vida artística a través de Cortazar, y mi vida histórica a través de Cien Años de Soledad. La Santísima Trinidad.

He visitado también a Bryce Echenique, me hice cómplice de Teresa de la Parra, sentí a Ifigenia una amiga íntima e hice mías las Memorias de Mamá Blanca. En algún punto se unió a mi camino Cristina Peri Rossi, y con ella construí El Museo de los Esfuerzos Inútiles, que atesoro profundamente. Pero aunque algunas veces fui la princesa de Darío, cuando está triste y “los suspiros se escapan de su boca de fresa”, siempre guardaré un cariño entrañable a Pablo Neruda, quien me enseñó a encontrar en el silencio la belleza, tanto que llegué a decir: "me gusta cuando callas porque estás como ausente”, y con el poeta descubrí la presencia de lo estético en la vida misma, en la cebolla, en el mar, en el aire, en el hombre sencillo.

En la universidad me interné por las veredas de la literatura venezolana. Nos miré por vez primera con las Crónicas de Indias, y nos saludé con elocuencia "Salve, Fecunda Zona" con

Ya es hora

Por Jessica Márquez


A Ella

Que me regala tantas horas de paz

Gracias a la vida que me ha dado tanto
Me ha dado la risa y me ha dado el llanto


Eran las dos de la tarde, pero no lo parecía. La luz de la hora, fugitiva, se ocultaba. Parecían más bien las seis, las cinco, incluso las cuatro. Era una luz grisácea, de presagios.


¿Cómo debía sentirme?, me preguntaba mientras caminaba hacia la entrada. El silencio de la atmósfera, silencio de sábado por la tarde, me asombró. Esperaba una multitud en la entrada, no una multitud enardecida, pero sí el murmullo callado que proviene de un grupo reunido aunque se encuentre en el más absoluto silencio: como si la presencia misma de los cuerpos pudiera crear una melodía, un único sonido que se alzara sobre el silencio que todos intentan mantener. Un silencio, sin embargo, elocuente.


Es el silencio de aquellos que lloran la muerte.


Pero en la entrada no había nadie.


Un letrero con letras blancas le daba forma a lo esperado. Poco a poco se iba dibujando lo que parecía tan solo un grito lejano, algo incógnito para el oído: el nombre de aquélla que no vendría más. Entonces descubrimos a aquellos desconocidos y, en el medio, una figura familiar. Nos unimos entonces a un dolor que no compartíamos, un dolor que no brota de nuestra propia piel, sino que nos llega por la cercanía y la conexión íntima con aquel que sufre.


Me atrevería a decir que es aún peor.


Tengo pocas reglas en mi vida, sobre todo porque no me gusta romperlas, bueno, sí, pero por ello tengo pocas para no caer en la tentación. La principal es no ir a funerales. Sencillo. Y sin embargo ahí estaba, parada frente a aquello que tanto temía, con una presión en el pecho, debajo de la ropa negra… como el luto.


Pero nada fue como lo esperamos. Todo adiós marca el alma de una u otra manera, pero ellos parecían despedirse de una forma que me era, hasta entonces, desconocida. Acostumbrada como estoy a las vidas truncadas justo ahí, en el nudo del argumento, sin desenlace, sin FIN, sin nada, -a las historias de finales bruscos-, me fue absolutamente ajeno aquello que sucedía.


Hollywood es un experto en crear imágenes de lo no-experimentado, de lo no-vivido. De esta forma jamás he disparado un arma, pero puedo fácilmente imaginarlo y, quizá, llevarlo a cabo. Mis expectativas de una funeraria, por ende, estaban a medio camino entre las películas de vampiros que se levantan de su tumba (aunque no me fascine el género), y aquellas tristes escenas en que los personajes lloran la muerte, irreversible.

Adentro la luz parecía jugar a lo íntimo. Discreta y cálida. pero no en exceso, caminaba por los rincones, sobre el ataúd, entre los presentes, alumbrando los rostros sin contorsiones de dolor, sin llantos inesperados, bruscos, desgarradores, rostros llenos de una inexplicable paz, que parecía ocupar una de las sillas de terciopelo rojo del lugar.


Durante mi estancia observé amor, cariño, solidaridad, pero no los generados por el vínculo terrible, por el puente maldito, que se teje cuando los destinos de varios se cruzan en el dolor, en el maldito dolor que proviene de la muerte trágica. Eran sentimientos en su forma pura, en el adiós, en la última palmada, en el último beso, en las últimas palabras, para aquel que había partido, y en el abrazo y la mirada tierna para aquellos que se quedan.

No me vi decepcionada, en varias formas se parecía bastante a la imagen mental que me acompaña desde hace años. Hollywood lo hizo bien. Recorrí el espacio con la mirada hasta toparme con un viejo reloj de pared, de péndulo, que marcaba la hora lentamente. En aquel segundo cuarto, el de la familia más cercana, el más íntimo, fuimos recibidos por la figura que nos invitara a aquel suceso.


Ella relató, tan humanamente, los últimos minutos de la fallecida, que sentí entonces una nueva dimensión de su ser. Sumida, como había estado en los últimos años, en el deterioro de sus capacidades psíquicas, aquel personaje ahora ausente había olvidado tanto… pero en su lecho de muerte recobró el aliento perdido, la palabra extraviada, para despedirse de sus hijos y ordenarles, como si aún fueran niños, que rezaran todos juntos, y corregirlos: “como lo hacía mi esposo, su papá”.


-Hija, siento miedo.

-¿Miedo a qué, mamá? ¿A la muerte?

-Sí.


Las horas finales de la noche se la llevaron. Su alma se elevó dulcemente mientras dormía. Para cuando se percató, ella ya estaba fría. La abrazó por última vez, en estado profundo de shock, incapaz de hacer más nada, incapaz de reaccionar. Pero allí ya no quedaba nadie. Ya no.


Horas más tarde un mensaje de texto, corto, conciso, afirmaba: “Mi mamá falleció, hoy de madrugada. Velorio en la Vallés mañana en la tarde”. Esas palabras nos trajeron al interior de aquella funeraria. En un patio, como si se tratara de un encuentro de gente cercana, todo el mundo se saludaba, se presentaba, mientras tomaba café o jugo, y comía galletas.


Entonces la hora cambió y se hizo poco a poco dorada. Eran casi las seis y el quórum empezó a disolverse. Pero la presión ya no estaba en mi pecho. Nos despedimos y salimos del edificio.


Supe de pronto, mientras me alejaba, que aquella no había sido únicamente la primera vez que visitaba una funeraria. Era la primera vez, en mis veinte años, que presenciaba una hermosa muerte: la de una mujer que falleció a sus 95 años de causas naturales. Que tuvo tiempo de despedirse, de decir adiós; de pedir perdón, de arrepentirse. Que se fue en paz, rodeada de sus seres más queridos, cuidada, protegida. Ni siquiera supo que se había ido. Al final, creo que se disipó su miedo. Y por ello no dejó miedo detrás de ella. Dejó a un grupo de individuos que la despedía como si partiera en un tren a un destino lejano.


Sí, fue hermoso. Ese adjetivo se aplicaba a la muerte, aunque yo no lo creyera.


Otra regla que termina rota, quebrada.


Fallecer sano, física, emocional y espiritualmente, es invaluable.


En un país donde los momentos finales llegan a oscuras, en el pánico del atraco con revólver o en el valor ante el criminal, sólo frente a aquel que te quitará la vida, -muy frecuentemente en la oscuridad de la noche-, fallecer porque incluso la vida tiene final, es un acto hermoso.


Es la historia que termina como deben terminar todas: donde va el punto y final, porque ya no queda más que decir, porque ya es hora.

Gracias a la vida que me ha dado tanto


Gracias a la vida, gracias a la vida

martes, 1 de diciembre de 2009

De vuelta al centro


Un día señalaron el perro a Marcial.
—¡Guau, guau! —dijo.
Hablaba su propio idioma. Había logrado la suprema libertad. Ya quería alcanzar, con sus manos objetos que estaban fuera del alcance de sus manos
Alejo Carpentier.

La perra se enroscó sobre sí misma y empezo a mecerse tibiamente sobre su panza. Al principio sólo era pelo blanco y ensortijado cayendo desordenadamente sobre la tierra, las patas culminaban en unas garras largas y sucias que resbalaban sobre el piso de ceramica, sus ojos se abrían y cerraban lenta y tristemente: fuego, agua, soledad, dolor. Todo se cerraba finalmente, con el candado de su corazón. La acompañamos hasta donde nos dejaba entrever la puerta de su soledad. Estaba muriendo.
Paso lento y quejido. Boca que grita, sangre que relampaguea sobre la atmosfera encendida y esférica, la tomamos de la mano y la perra gime.
- Te esperó hasta que llegaras, dijo madre.
Le tomé la pata derecha y le di un beso en la nariz seca y caliente. Entonces le empezo a faltar el aire y lloramos todos juntos, en un estrecho círculo de despedida húmeda.

Me miraste, muy ciega, lo hiciste.
adivinaste el último tramo del viaje al centro.
me pediste que fuera contigo
y sólo te acompañé hasta la puerta,
te tocaba sola cruzar el puente,
y el estrecho dolor no me dejaba
ver más allá de la orilla oscura
donde todos se preguntaban
qué había.

Tu corazón todavía latía, pero de tu vida sólo rastro perdido. Papá (papá nuestro) fumaba en el pasillo y el humo te rodeaba la cara y despegaba los fantasmas de la humaredita.
-Listo, se fue, dijo Sonia.
Y replicó en mí la campana de niñez última. El tren que se aleja y el humo de papá que se acerca a mi cara y me grita que todos envejecemos, que eras y eres el ultimo recuerdo de cuando todavia la muerte era algo que le pasaba a otros.
Estarás ¿estarás? Ahí, acompañandome al retorno de donde vinimos, el eterno círculo que dibujan los cigarros, las humareditas y los puentes. Vida líquida que cruza debajo de una palma y sus hojas.


domingo, 29 de noviembre de 2009

Por eso es que no voy...

-Te tengo un desafío, ya sabes, de los nuestros –dijo Moisés, con esa cara de que sabe lo que ocasiona.
-Y todos lo haremos, sin duda; sólo faltas tú –dijo Gabriela, con la misma expresión.

Víctor y Samar sólo me miraron, sin expresión alguna, excepto por un extraño brillo en los ojos. A continuación, Jessica me tomó del brazo y me condujo a una silla: aquello parecía más complot que conversación, no tenía salida.
Guillermo estaba del otro lado de la sala, era el único que parecía impasible, y Noelia veía ausentemente por la ventana, como si esperara algo. De improviso se retiró de donde estaba, y me miró, caminó hacia el lugar en que me hallaba y sonrió.

-Ya es hora –dijo Noelia.
-Lo fue siempre –dijo Moisés.
-Ya dejen de hablar, la noche es larga, mas no eterna –finalizó Víctor con tono de tedio.

El miedo que yo sentía no era normal, veía todo como si no existiera. ¿Qué pasaba? ¿A dónde me llevarían? Eso no importaba ya, porque cuando me di cuenta iba dentro de un carro, con cómodos asientos de cuero, de color suave. Creo que era el de Noelia. Los árboles proyectaban sombras oscuras y deformes en la vía, y la poca luz de sol que ya quedaba se tornaba roja como sangre, como vino, como siempre me había gustado.
Moisés le pidió al conductor que acelerara, Víctor supongo, mientras Jessica me preguntaba si estaba bien. Al parecer respondí que sí, porque sonrió y miró por la ventana. Noelia me ofreció un caramelo, que no tomé, y Guillermo se reía de las bromas de Samar y Gabriela.
Una voz femenina anunció que habíamos llegado, pero allí solo vi una montaña. Todos bajaron de lo que pude distinguir como una camioneta y comenzaron a subir por un camino que apareció de la nada.

-Momento –dije– ¿A dónde van? ¿Dónde estamos?
-Sólo una pregunta Gaby junior, y sólo una respuesta –dijo Víctor– ¿Que a dónde vamos? Es una sorpresa. A un lugar divertido, eso sí te puedo decir.
-¡Qué divertido va a ser! Te lo aseguro –dijo Gabriela–. Anda, Gaby junior, sube también.

Los miré con recelo pero ya ni modos, subí detrás de ellos. Los nervios aún injustificados me dificultaban caminar, reteniendo mis piernas como si fueran una cinta firme. Después del esfuerzo casi sobrehumano que hice, llegué a la cima, y me paralizó lo que vi: detrás de una reja, hileras e hileras de tumbas que parecían brotar del césped, negro ya a la ausencia de luz.
Ahogué un grito con la mano, sentí que me desvanecía y me aferré a la persona que se hallaba a mi lado; Samar me ayudó a mantenerme en pie, viendo hacia el tétrico horizonte. Pasaron unos segundos, o quizá minutos, quién sabe.
Sin saber cómo ni por qué, me encontraba subiendo la reja y avanzando entre las tumbas. En esos lugares da menos miedo ir con todos que quedarse, ¿no?

-Aquí es, es ésta, según dicen –dijo Moisés.
-Sí, aquí. Mira, es la marca –dijo Víctor señalando una tumba con mal aspecto–. La marca de la ira.
-¡Mira eso! Parece una cola de dragón –dijo Samar entre risas, lástima que yo no entendía el chiste.

Por un instante creí que era un sueño, pero mis sueños acababan, esto parecía no tener fin. Se sentaron en el pasto al lado del hallazgo, y me miraron.

-¿Y bien? ¿Ahora comprendes? –Dijo Noelia–. Queremos una inspiración sobrenatural para escribir, fue idea de Víctor.
-Sí, échame el muerto a mí, sé feliz –replicó él sonriendo–.
-¡Buena esa! –dijo Jessica–
-Ok, da risa, pero me da miedo estar aquí. ¿No es ilegal? –dije, intentando convencerlos de irse–.
-¡Qué va! Fuimos invitados cordialmente, de verdad –dijo Guillermo–. No te preocupes, no le estorbamos a nadie.
-¡Ah! Qué alivio –dije sarcásticamente–.

En un momento, Gabriela no estaba. Mientras la llamábamos por los alrededores, Jessica también desapareció. El siguiente fue Guillermo, y luego Samar. Cuando quedábamos sólo Noelia, Víctor, Moisés y yo, decidimos no volver a separarnos, algo estaba pasando. Miré hacia la marca que habían señalado minutos atrás, en vano. ¿Cómo había podido irse una marca hecha en piedra? No podía ser.
Noelia avisaba que alguien venía hacia nosotros, era un hombre de edad avanzada, con un uniforme de conserje. Se notaba lo gris de su cabello, tenía un pequeño farol.

-¿Qué ha pasado? Los oí gritar hace un momento –dijo.
-Nuestros amigos se perdieron, sin explicación –le contestó Moisés con sobresalto–.
-¡Oh! Ya veo, creo saber dónde están. Siempre saben llegar, mas no devolverse. ¿Vienes? –Le dijo el hombre a Moisés–.
-Sí, ya queremos irnos –dijo él–. Quédense por si vuelven los demás.

Víctor y Noelia me miraban, con una nota de responsabilidad que yo podía sentir. Sabía que no era su culpa pero no valía nada decirlo en aquel momento. En unos minutos el hombre regresó, completamente solo.

-Su amigo encontró a los demás, están esperándolos. La salida está más cerca por ese lado –Dijo el hombre–.

Víctor asintió y comenzó a caminar con Noelia detrás de él, dejándome oír sus pasos en la grama. Se paralizaron y de repente me tomaron del brazo. Ambos chicos me hicieron correr en la dirección opuesta, hacia unos árboles, donde las cosas de los demás estaban tiradas. Sentí miedo de nuevo, ¿qué pasaba? Había un olor inconfundible a fuego y a tierra mojada. Vi, como a través del agua, la reja por la que entramos.
Comencé a trepar, tal como me indicaban, no había rastro del hombre. Miré hacia abajo, ya en la cima de la reja, y no había nadie. Estaba sola, en esa oscuridad envolvente, con el miedo a punto de partirme en dos. Cayendo, cayendo y cayendo...



Todos me miraban, como si hubiese estado ausente. Esa misma salita de aspecto acogedor que ya recordaba, y todos en donde los recordaba.
-Entonces Gaby junior, ¿vienes? –Dijo Moisés-
Sentí que mi corazón se retorcía y respondí que no, que ninguno debería hacerlo, y miré por la ventana. Pensé que la paranoia no tiene límites y comencé a reír. Mi vista se fijó en un hombre que estaba en una esquina del viejo edificio vecino. Era pequeño, vestía de conserje y llevaba en la mano un farol.

Nuez de Fuego


No sintió dolor inmediatamente, sino un poderosísimo impacto. Como todos los asiduos a este blog, él también lo había visto en miles de películas. Actores fingiendo dolor, caen al suelo, dicen una línea épica y desaparecen del film. En la vida real, no hubo momento de intensa retrospección ni la vida pasó corriendo frente a sus ojos. Estaba concentrado en la cara del hijo de puta que le estaba apuntando, perdido en una súplica que ya no recordaba. Escuchó la explosión del arma y ahí las cosas se volvieron confusas.

Ese trueno que oyes cuando se dispara una pistola no es causado por la explosión de la pólvora. De hecho, eso sólo añade una pequeña fracción al ruido. El proyectil es disparado y alcanza tal velocidad que rompe la barrera del sonido. Ergo, bang. Ahora, esta explicación científica no significa nada para nuestro protagonista. No tardó un segundo desde el momento que oyó el disparo al momento que sintió el martillazo de dios en el pecho. Sus piernas cedieron y, aunque cayó en el mismo lugar donde estaba parado, se sintió como si hubiese sido disparado por lo menos metro y medio. “Disparado.” Mala elección de palabras para un momento como este.

Oyó al hijo de la gran puta yéndose a toda marcha, sin siquiera tener la decencia de quitarle el puto maldito Blackberry que ocasionó toda esta mierda, un maldito teléfono celular que, ahora entendía, significaba una división entre cero para su existencia. Comprendió sus errores con asombrosa claridad: no debía ir a El Valle a esa hora, no debía sacar el celular como lo hizo, no tenía por qué ser un extraño en una tierra extraña. Pero lo fue. Rompió el código de conducta de la Gran Caracas e iba a pagarlo con la vida.

Había pasado un minuto, quizá dos. De repente sólo habían transcurrido segundos; nunca lo sabría a ciencia cierta. Desde que se inició el atraco, su cuerpo segregó tal avalancha de adrenalina que el mundo estaba corriendo en cámara lenta. Dentro de su cerebro, las neuronas hacían sinapsis tres veces más rápido que la velocidad que alcanzó el bocadito de muerte que tenía alojado ahora en alguna parte del tórax. Entonces sintió el dolor.
Un aullido ahogado emergió de entre sus dientes y esta vez sí se agarró la herida con las dos manos. Empezó a respirar por la boca y tuvo la extraña sensación (desde nuestro punto de vista, claro) de que algo no había entrado en su cuerpo, sino salido de él. Lógicamente, sabía que el tiro había entrado, pero su cerebro en medio de aquellas circunstancias lo estaba agarrando por el cuello de la camisa, diciéndole “No, no, escucha. Yo sé qué es lo que siento y es una nuez de fuego que nos salió del pecho. Por eso te quema. No era una bala, papá, era una nuez de fuego.”

Trató de ponerse de lado, pero no tenía sensación en el cuerpo. Su anatomía, completa, había tomado una larga siesta, dejando sólo la parte nerviosa haciendo guardia y una angustiosa frase estalló entre sus ojos. “LA BALA TE ROMPIÓ LA MÉDULA ESPINAL.”

Por supuesto. No es anormal que las balas reboten dentro del cuerpo. Entran, chocan con un hueso, pegan en una costilla, pasan por tus pulmones, pegan con otra costilla, rompen un par de vértebras y terminan arropadas en tu estómago, ladilladas de tanto correr.

“No, eso no es así” se dijo. “¿Por qué siento dolor, entonces?”

Pensó en levantar una pierna, pero no lo hizo. En verdad, fue el dolor incandescente lo que se lo impidió, pero aún si este no hubiese existido, la posibilidad de ser parapléjico bastaba para disuadirlo.

Eres parte de la estadística ahora, chamo. Cuando se sacan los índices de un tipo determinado de delito, no es inusual el estudio de las víctimas. Tienen entre tal y tal edad. Pertenecen a este grupo socio-económico. Físicamente, son así. Explicaciones que quedan reducidas a garabatos griegos cuando todo se reduce a una simple premisa: eras la persona equivocada, en el momento y lugar equivocado. Punto final.

Si no supiese que estaba solo, habría podido jurar que le estaban apuñalando cada vez que inhalaba. Sus respiros se habían vuelto cortos, rápidos y dolorosos y la sangre que no podía ver, pero que se acumulaba entre sus puños, no dejaba de fluir.

Una capa blanca empezó a posarse sobre sus ojos. Parpadeó con fuerza y la visión volvió a él por unos buenos cinco segundos, antes de empezar su retirada otra vez. “Listo” pensó. “Este es el momento. Qué cagada.” Imagina cómo es sumergirte en una piscina lentamente y así fue lo que sintió él cuando su audición lo abandonó. Quiso dejar la vida con la imagen de su mamá en la mente. De la primera chica de la que se enamoró. De su primer logro en la vida. Nada de eso se presentó en el teatro de su imaginación. Sólo pensaba en que le ardía la garganta y se sorprendió tratando de determinar si se había hecho pipí en los pantalones. Él creía que sí.


Dos años después, conversando con unos amigos tras un partido de fútbol (metió dos goles, pa’ que sean serios), le preguntaron si el dolor era la vaina más intensa que había sentido.
“No” contestó. “No es el dolor, por sí solo lo que te jode. Es el todo, una agonía arrechísima. Ni siquiera te retuerces ni tienes fuerzas para gritar así, como en las películas. Los doctores dicen que es por el shock. Simplemente quedas ahí, incapaz de hacer mucho.”
Hubo un momento de silencio.
El amigo que le preguntó se puso de pie y lo abrazó.
“Gracias a dios que estás vivo, marico” dijo, con voz quebrantada.


martes, 24 de noviembre de 2009

Yo nunca


“Yo nunca… ¡Ya sé! Yo nunca he ido a ningún lugar”. Todos mirarían curiosos para saber quién había paseado sin rumbo, sin compañía, sin nada. Yo, honesta por el alcohol, tendría que beber, encogida de risas, encogida de la pena no ajena de un día triste mal asumido.

Y es que yo nunca había ido a ningún lugar. Siempre había ido a algún lugar, con alguna persona. De ordinario uno va hacia algo. Pero ese día, ese tatuado día, salí hacia la nada. Manejé flotando lentamente entre gente apurada, ocupada. Manejé dilatando la ansiedad. Zigzagueé posibilidades para sumirme en el reino sin respuestas. Nadé, metro a metro, hacia el desencanto.

Llovieron más y más preguntas. Las preocupaciones se escurrían incesantes por el vidrio. Todo era dolor y duda. Caos y miedo. Manejé mi ser entre la bruma húmeda y oscura y me uní a la sinfonía. Así, la lluvia externa e interna inundaron el vacío, hasta que, difusa, caí en aquel mar y reposé. Aquella calma estuvo próxima a cerrar mis ojos, pero el destello de amor y futuro los abrió y me sustrajo de aquella penumbra.

Todo esto evoqué, con aquel trago amargo de fiesta oxidada, pero reí. Al principio sin sentido, luego por una profunda sensación de gracia: me reí de mí misma y mi drama. De mi capacidad de mitigar la luz y examinar el dolor.

Entre risas, prometí en mis adentros nadar hacia la nada cuando necesitara, pero con la claridad de una conciencia amada, de un hilo valioso intransferible. "¡Salud!", celebré publicamente. En honor a mi compromiso conmigo.

jueves, 19 de noviembre de 2009

Noche de Copa's

El Yugoslavo me llamó preguntándome que si quería acompañarlo a Copa's en la noche con su novio y un amigo. Yo le dije que no tenía ningún problema, que quería ir, pero que me daba miedo.
–Tengo miedo de que me violen. –dije.
–No te preocupes, para allá van puros pavitos, como tú. No se meten con nadie, solo están pendiente de su grupo; eso sí, te bucearán bastante, pero más nada. Te lo aseguro¬. –dijo él. Cuando dijo “pavitos como tú” sentí como si me estuviera diciendo marico indirectamente, pero no le dije nada, y continué en silencio. –Además, acuérdate de las lesbianas. Todas están buenas, te lo juro. Y, después de la doce, todo el mundo empieza a quitarse las camisas. He visto muchas con los senos afuera restregándoselos en la cara a otras. Sé que eso te gustaría. El otro día vino un amigo de Alí que es straight como tú y no sabemos cómo se levantó a dos lesbianas y se las latió toda la noche.
Sí, lo acepto. Una de las razones por las que acepté ir a ese sitio era para ver a las lesbianas lateándose; por eso me encontré con El Yugoslavo a las 11:00 pm en el McDonald's de El Rosal. Mientras esperábamos a Alí y a su amigo que traía un carro, El Yugoslavo me explicaba los tipos de amaneramientos que existen; los que debía hacer para que todos creyeran que era gay y los que no, para que no me rebotaran de Copa's por loca.
A las 11:45 pm, llegaron Alí y el otro chamo, el del carro. El local no quedaba muy lejos del McDonald's. Yo estaba nervioso. No sé por qué sentía que mi iba a pasar algo y me preguntaba a cada rato cómo era que había terminado camino a una discotega gay. Ahí, los muchachos me dijeron que me quitara los nervios, que no me iba a pasar nada, que íbamos a estar juntos toda la noche, y que si seguía con esos nervios de heterosexual marica violado por un negro nos iban a rebotar a todos e íbamos a tener que morir en La Fragata, un local de mala muerte en la Av. Solano, en donde, a diferencia de Copa's, sí dejan entrar a transexuales, locas, putas, negros, sidosos y no hay lesbianas de Prados del Este.
El local quedaba justo al lado de la oficina de Aserca Airlines y en frente del Banco del Tesoro. Desde afuera no había nada que revelara que ese sitio era una Discoteca. Sólo se veía un vidrio forrado en papel ahumado en una larga pared y, al final, un letrero bien feo en luces de neón rosadas que dice Copa's. Esa fue la primera impresión que tuve del local que me pintaron como uno de los mejores, caros y exclusivos sitios para rumbas de homosexuales en la capital. Desde afuera parecía un banco o una parte más de la oficina de Aserca Airlines. En el medio de la pared de vidrio había una puerta de vidrio que también estaba forrada con papel ahumado y que tenía forma de puerta de supermercado. Estaba cerrada y, además de nosotros, no había más nadie haciendo cola en la entrada; lo que me pareció rarísimo para un sitio de tanta fama. Si hubiera estado solo y si no hubiera sido por la poca bulla que se escuchaba que provenía detrás del vidrio ahumado hubiera jurado que el local estaba cerrado y me hubiera ido a mi casa. Sin embargo, Alí y El Yugoslavo lo conocían muy bien, así que tocaron un timbre casi invisible que estaba al lado de la puerta. A los tres segundos, un seguridad la abrió, nos vio y nos hizo con la mano una seña de espérense. Luego llamó a unos chamos recién llegados y los dejó pasar primero. “Deben ser clientes frecuentes” dijo Alí.
Lo primero que vi cuando abrieron la puerta fue un corto pasillo oscuro que doblaba a la derecha de donde provenía luz. En la entrada, el sonido ya era más fuerte, como en una discoteca común.
– ¿Todos los caballeros son de ambiente? –preguntó el seguridad con naturalidad.
– Sí, claro. –me adelanté a decir aterrado por los nervios de que me descubrieran.
(“La cagó”, pensaron todos).
Alí me pellizcó. El seguridad recorrió su mirada penetrante e indagadora a través de nosotros. Hubo tres segundos de tensión.
– Pasen. Son cuarenta bolívares. ¬ –Dijo mientras aparecía desde el fondo del pasillo otro seguridad con un detector de metales de mano. –Pueden reclamar con estos tickets dos Smirnoff o cuatro cervezas para cada uno.
Adentro no era menos decepcionante que afuera. La discoteca era tan pequeña como un aula de clases para treinta alumnos. Al lado izquierdo estaba una minitarima en donde estaba un Dj encaramado poniendo la música y del lado derecho había unas escaleritas, parecidas a unas gradas de béisbol preinfantil que constituían el único sitio para sentarse dentro de la discoteca. Mis amigos llamaban a las gradas “la tarima” y a la minitarima, el sitio del Dj. No había nada más, salvo la barra que estaba al final, adonde fui con El Yugoslavo, de una vez, a cambiar tickets por cervezas. Sentí que el local, salvo por la gente, no tenía nada gay: las paredes eran grises y no rosadas, no había decoración gay, ni banderas gay, ni fotos de hombres besándose o de Madonna. No había nada. ¿Qué hacía que esta discoteca fuera exclusiva y de las mejores de Caracas, entonces? No lo sabía y no podía encontrarlo. Es más, la música tampoco era tan gay: sonaba Don't stop the music de Rihanna que puede sonar en cualquier discoteca del Centro San Ignacio y el único afiche que recuerdo haber visto era el del dibujo de una mujer desnuda con un físico perfecto y con unos pezones que brillaban. “Esto sólo excita a la mujeres aquí”, pensé.
Al rato empezó a llenarse de gente. Había pocas mujeres en comparación con los hombres. Sentí un poco de miedo, sin saber por qué, así que mientras estábamos hablando en medio del local me puse a mirar a la gente. Por ahí se veía una que otra pareja de mujeres. “En cualquier momento se aparece Sexilia con la novia y empiezan a latearse”, decía El Yugoslavo. Eso me mantenía emocionado. Sexilia es una lesbiana que estudia letras que tiene un disco de música pop que suena en la 92.9 FM. Vi a varias besándose y tocándose disimuladamente; había unas bailando con hombres, eso me pareció curioso. Los hombres bailaban entre ellos, se tocaban con disimulo, se besaban y abrazaban sensualmente. Bailaban, en general, mucho mejor que en cualquier local straight de Caracas, sentía en el movimiento que veía en sus cuerpos (parecidos a los de David Bisbal) la quintaescencia de la felicidad y la libertad. Y en ese momento, en el que miré alrededor y vi cuánta energía había, cuánta liberación, me di cuenta de que yo estaba atrapado. Era el que vivía en un mudo de prejuicios, rechazos y aversión, descubrí que no podía concebir la libertad de una manera distinta a la forma en la que yo lo hacía. Ver la libertad me había dado un golpe muy fuerte. Pensé que no había otro sitio en la ciudad de Caracas donde la gente pudiera ser más feliz, pensé que el único sitio para ver a alguien verdaderamente libre era ése.
La noche avanzaba y un tipo, al lado de nosotros se quitó la camisa; después una cuarta parte de la discoteca –donde no estábamos incluidos nosotros– lo siguió. Por fin pude ver unos sostenes y trajes de baño, pero no eran nada comparados a los que me había imaginado antes de salir de mi casa mientras me estaba bañando. Las mujeres no estaban tan buenas como había dicho El Yugoslavo, aunque sí había una que otra bonitica.
Empecé a pensar que era contradictorio que estando en el sitio con mayor cantidad de energía de liberación de la ciudad. Yo me sintiera tan encerrado, y por más que lo intentara, por más que tratara sentir el feeling del ritmo de la música, no podía. Sólo podía pensar en lo feliz que era esa gente y en lo feliz que era yo por ver toda esa cantidad de energía que no había visto nunca. Hubo un momento en el que me sentí más encerrado, porque encerré a alguien: en un momento me encontré de frente a un chamo de la Escuela de Letras, Manaus. Ambos disimulamos no habernos visto. No sabía si acercármele y decirle que había venido a este sitio sólo para conocerlo o ignorarlo toda la noche como si no lo hubiera visto nunca. Fueron unos minutos realmente incómodos. Pero me mantuve ahí. Quería que se pudiera sentir libre, quería bailara como mis amigos y como el resto de la discoteca, pero a los tres minutos había desaparecido y no lo vi más, a excepción de cuando me fui.
Cuando me cansé me senté un rato en la tarima, pero no solo, sino acompañado de El Yugoslavo. Porque si iba solo –según Alí– era porque estaba buscando pareja. Estando en la tarima vi cómo los hombres que estaban solos buscaban con la mirada a alguna persona, a quien le gustara del sitio y lo atraía magnéticamente a su lado. En la tarima, detrás de mí, había otros tipos haciendo coreografías y moviéndose como las mujeres del video de Los Benjamins o como si sintieran el ritmo de Poker Face.
Sexilia nunca llegó; sin embargo sí apareció una celebridad del mundo gay caraqueño: su contraparte masculina Stayfree. Él era un locutor de radio que gracias a inventar la frase “te lo juro por Madonna” se hizo tan famoso que llegó a trabajar en Televén junto a Carlos Mata en un programa llamado Noche de Perros. Después desapareció, pero los gays lo siguieron alabando. Stayfree se paseaba por el local como un dios y bailaba y se besaba con los hombres más bonitos. Cuando él caminaba de un lado al otro, para ir a la barra, al baño o a saludar a alguien, la gente se apartaba para no estorbarle.
A las tres de la mañana me fui solo. Mis amigos se quedaron porque querían esperar que pusieran merengue y la hora loca. Afuera, antes de agarrar el taxi, fui a un cajero que estaba en la esquina. Ahí estaban unos chamos que había visto antes en el local. Me preguntaron mi nombre y qué estudiaba, querían conmigo, pero me hice el duro. Les dije la verdad. Y les pregunté si de verdad éste era uno de los mejores locales de rumbas gay de Caracas.
–Sí –me respondieron–. ¡Es excelente! ¿No te gusta? Aquí podemos ser como nos da la gana, encontrar gente bella que anda en lo mismo que tú: ser libres.
– Pero, ¿no les parece feo y caro?
– No, para nada, disfrutar es lo importante y Copa's está hecho para eso.
–Sí, claro –les dije. Pero pensé que Copa’s debía ofrecer mucho más.
Agarré el taxi de la línea que estaba frente al local y seguí pensando en lo decepcionado que estaba del sitio, pero en lo impactante de haber visto tanta energía junta.
Era un sitio exclusivo porque el seguridad no dejaba pasar a cualquier persona. Estaban prohibidos los travestis, los malvestidos y los negros; los morenos entraban si venían acompañados de gente bonita. Es un sitio sin decoración y muy pequeño, sin buena ventilación, ni extractores de humo. Me pareció un engaño a los que no han ido a rumbear a otros sitios. Yo esperaba espuma, shows, Vjs, fotos de Madonna, esculturas de penes, senos afuera, animadores marcando el ritmo: una mezcla entre Homosexual Wild On y el Crucero de las Locas. Pero no fue así. He visto mucha televisión, me dije. Ahora pienso que seguro estas discotecas sólo existen en Europa, San Francisco y Cancún. Sin embargo, la energía de la gente me dejó pasmado: cómo bailaban, cómo se quitaban las máscaras que tenían que usar en la ciudad, cómo eran ellos mismo y cómo le decían al mundo –en esas cuatro paredes cerradas herméticamente como un estudio de grabación o como una prisión donde se va a ser libre– yo también soy como tú.

lunes, 16 de noviembre de 2009

¡Estamos tan cerca!

Por Jessica Márquez Gaspar

Se despertó al sonido irritante del despertador. Aún medio dormido llegó hasta la cocina y logró servirse una taza de café. La tomó con pequeños sorbos porque estaba caliente. Se apoderó del periódico y comenzó su ritual matutino.
Una hora más tarde salió al trabajo. En una tienda vendía celulares. Era buen vendedor, así que aquel día fue productivo. Al mediodía comió en el cafetín que queda cruzando la calle. A las seis de la tarde abandonó la tienda y regresó a su casa.
Manejando en su carro observó la bahía mientras atardecía. En la distancia, la silueta blanca de un alto edificio se alzaba imponente. La Opera de Sidney brillaba hermosamente, mientras los surfistas hacían piruetas sobre las olas.
Más tarde llegó a su casa, y se sentó a ver televisión con su familia.
La noche cayó inevitablemente, y las estrellas lo iluminaron todo.


En ese instante se despertó al sonido irritante del despertador. Aún medio dormido llegó hasta la cocina y logró servirse una taza de café. La tomó con pequeños sorbos porque estaba caliente.
Se apoderó del periódico y comenzó su ritual matutino.
Una hora más tarde salió al trabajo. En una tienda vendía celulares. Era buen vendedor, así que aquel día fue productivo. Al mediodía comió en la arepera que queda cruzando la calle. A las seis de la tarde abandonó la tienda y regresó a su casa.
Manejando en su carro, en una inmensa cola, observó el Ávila mientras atardecía. En la distancia, la silueta de dos altos edificios se alzaba imponente. Las Torres de Parque Central brillaban hermosamente, mientras los motorizados hacían piruetas entre el tráfico.
Más tarde llegó a su casa, y se sentó a ver DirecTV con su familia.
La noche cayó inevitablemente, y las estrellas lo iluminaron todo.

En ese instante se despertó al sonido irritante del despertador. Mientras el otro dormía.

martes, 10 de noviembre de 2009

¿Sabes dónde queda?

Yo jamás he salido de Sudamérica. Y sólo salí de Venezuela una semana que fui a Rio de Janeiro porque mi papá se ganó un viaje para dos personas por cinco días, y como el viejo ya estaba viejito no podía llevarse ninguna novia por pagar, ni conseguirse a una chica que lo acompañara sólo por ir a conocer el Cristo Redentor, así que me llevó a mí, su hijo. En ese viaje olí Centroamérica, porque –como el pasaje era regalado– hizo escala en Ciudad de Panamá. Oler Centroamérica fue sabroso. Parece que por esas fechas mi papá tenía cierto boom comercial, y hacía que la compañía donde trabajaba ganara mucho dinero, así que en menos de seis meses se ganó otro par de boletos para Cartagena de Indias y Bogotá, así que lo volví a acompañar.

Por eso, yo nunca he salido de Sudamérica, ni siquiera de los países que hacen frontera con Venezuela, porque la olida de Panamá no valió –ni siquiera salí del aeropuerto–. Siempre soñé, cuando niño, que iba a conocer muchos países del mundo y que –por lo menos– pisaría todos los continentes, por eso siempre pensé que quería estudiar geografía. De los continentes quería ir a los lugares menos concurridos para poder decir que yo había ido a esos sitios, a los que nadie va. A la gente sólo le gusta ir a Paris, Disney World, Roma y Cancún: por eso nunca he querido ir a esos sitios. Yo siempre he pensado que lo bueno se hace esperar, que lo bueno hay que descubrirlo y reconocerlo, que lo bueno es como la literatura: muy poca gente la entiende. Por eso París o Cancún eran muy poco atractivos para mí. Yo quería ir a un sitio inexplorado, algo importante, pero del que la gente hablara poco, que no se conociera salvo en libritos de preguntas y respuestas, un sitio donde al actualizar mi estado en Facebook la gente se quedara pasmada porque no sabe dónde es o porque se pregunta qué puede haber ahí, un sitio que se volviera mío, sólo por el hecho de ser el único en ir allí y de conocer aquello entre mi gente; por eso yo quería ir a Canberra.

Cuando chico no era tan loco como para pensar en ir a una Ciudad de África, quizá ahora si me preguntan diría que quiero ir a Burkina Faso, pero ese no era mi caso cuando niño. Yo quería ir a Canberra por varias razones. La primera, y es la que más me ha llevado a leer el nombre de esta ciudad, es porque a mí siempre me dijeron que antes de “p” y “b” se escribe “m” y Canberra se escribe con “n” y eso me ha causado eternamente un corto circuito en mis terminales nerviosas. Cada vez que leo Canberra, siento que debo acomodarlo y escribir Camberra, por eso cuando niño sentía la gran necesidad de ir a esta ciudad y decirles a los australianos, “¡Señores, fíjense! Están escribiendo un error ortográfico”. Ahora, ya mayor, no pienso lo mismo, pero siempre que leo Canberra siento ese chispazo y esas ganas de acomodar aquel nombre. Mi segunda razón era para hacer a Canberra mía. Cuando un venezolano, común y corriente como yo, escucha “Australia”, piensa inmediatamente en Canguros, en la Fórmula 1, en la ópera de Sídney, en las playas de Noosa, en el papá Nemo y en Nicole Kidman ­–las mujeres podrían pensar en Mel Gibson también–. Creo que si se hiciera una encuesta en cualquier ciudad del continente americano preguntando que si Canberra queda en Australia o en Surinam, la mayoría de la gente diría que Canberra es de Surinam porque las únicas ciudades de Australia son Melbourne, Sídney, Noosa, Brisbane, Perth y Adelaide y como nadie en América sabe que hay en Surinam, salvo los que viven ahí y quizá los brasileños que casi limitan con toda Latinoamérica. Por eso cuando me preguntaran ¿qué has hecho, Moisés? Yo diría, fui a Canberra hace poco. Y ellos me preguntarían que dónde es eso. Y yo diría que en Australia y ellos se quedarían con la boca medio abierta o medio cerrada. Hasta si supieran que Canberra queda en Australia me preguntarían que qué carrizo hacía ahí. Y bueno, gracias a eso entonces yo hubiera podido relatar mi maravillosa experiencia en esa ciudad, que si ahorita me preguntara que qué hay ahí y porque quiero ir tendría que contar todo lo que he dicho arriba, porque de verdad no sé nada más allá de que es la capital de Australia.

Yo me imagino a Canberra más bonita que Caracas. Primero por una razón básica, aunque Canberra sea la capital de Australia es una ciudad muy nula, es como si la capital de Venezuela fuera Valle de La Pascua. Obviamente Valle de La Pascua sería una ciudad hermosa, porque sería poco poblada y muy cuidada por el gobierno porque ellos son los que manejan toda la plata del país y ahí, en Valle de La Pascua, es donde vivirían. Pero como Caracas es muy poblada y muy chiquita, encerrada en montañas a los alrededores, es un desastre. Por eso, imagino que Canberra es una belleza –según sé, todo lo que está alrededor de Australia es desértico–. Canberra debería tener una biblioteca hermosa y gigante, debe ser la biblioteca nacional de Australia; unos ríos que no estén contaminados como el Sena o el Güaire. Yo imagino que en los ríos de Canberra la gente puede bañarse y pescar en botecitos. La gente en esa ciudad debe ser muy amable, porque son parte de una ciudad sin ajetreos y que es la sede de los poderes del país, es una ciudad que tiene lo mejor de una ciudad: no debe haber turistas molestos, ni exceso de densidad de población que colapse la ciudad, el alcalde deber ser más atento de lo normal porque es ahí donde viven los ministros australianos.

Yo aún no he ido a Canberra y quizá nunca salga de Sudamérica, pero si voy algún día seguro encontraré más de un atractivo interesante en esa ciudad. Estoy seguro de que en todas las ciudades del mundo se pueden encontrar maravillas como La muralla china o El Santo Ángel, Canberra debe tenerlo.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Áustralia, Aústralia, Austrália, Australía y Australiá

La pronucies como la pronuncies, escríbela.


Pero para tu inspiración y deleite:

¿Sabías que la vida en Australia es más cara que en Japón?
¿que cuenta con el arrecife de corales más grande conocido?
¿que aparece un canguro en su escudo?
¿que es el país que tiene más costas de playas en todo el mundo?
¿que allí abundan los demonios de Tasmania?
Espero que esta la sepas, ¿que su capital no es Sidney?
¿que recibe la visita de más de 5 millones de personas al año?
¿que cuenta con 16 lugares que han sido declarados como Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO?

Pero más, ¿sabías que en el invierno sus peces se tornan grisáseos?
¿que el norte desea independizarse del sur?
De su gente, ¿sabías que acompañan el saludo con un pestañeo?
¿que botan los zapatos sudorosos en un depósito común?
¿que son famosos por sus habilidades en la construcción de castillos con naipes?

Pues.
Quizás sólo sabías las respuestas del primer bloque de preguntas, y quizás esto se deba a que el segundo bloque fue bastante completamente inventado.

No sé, quizás, di tú. Escríbeme, susúrrame, dime dime dime cómo es la Australia de tu mundo. ¿Cuántas dosis de realidad aplicar, cuántas de fantasía? No sé, escoge y arma tu receta. El horno está encendido y cocina un pastel de carne que, si no lo sabes, es el plato típico de de de de... ¡Austrália, nene!

miércoles, 28 de octubre de 2009

¡Despeje (Despéjese) y escriba!

Un grupo de matemáticos domina la tiera y pretende volverlo todo fórmula y número. Ha llegado hasta nuestro blog y hemos aceptado la demanda. El día de hoy sus exigencias perfilan la pauta, mas los contenidos y sus creaciones pueden excederlas.

Nerviosa por fallar de signo a signo, la composición que he creado para satisfacerlos y satisfacernos es:

Un matrimonio de un payaso con una persona normal + vuelos + girar y dar tres vueltas a la derecha + todos son canívales los jueves = X

No alberguen preocupaciones pues aunque la formulación sea matemática, su texto puede o no serlo. Aunque hay que buscar la x, su creación puede ser una n con sombrerito. Disfruten, pero recordad, ¡atento los jueves!

martes, 27 de octubre de 2009

Es todo lo que ya no importa... o lo que más duele

Por Jessica Márquez Gaspar


Quedarán los espacios blancos,
El eterno resplandor del desierto.
Quedará siempre aquel inmenso agujero
Allá entre las nubes.
Quedará por siempre la soledad infinita
La de los reyes y de los pobres
La de todos
Que nadie sabe a qué sabe.
Quedará en la tierra,
Aún cuando nos vayamos,
El halo incierto de la inocencia
Aquella de cuerdas de saltar
De vosotros.
Quedará en la inmensidad compartida de la nada y del cielo
El espacio perdido que vos nunca abandonaste.
Tal vez querais hacerme creer que hemos llenado este espacio,
Tal vez penséis que esto todo es posible,
Pero conocemos la verdad.
Ahí está... latente
Llora como van Gogh ante su fracaso,
Pero sobre todo gime ante la agonía
De aquello que se ha perdido en el tiempo:
Es la alegría suprema de la compañía,
Detrás de estos muros que levanto
Detrás de estos vidrios que me apresan
Detrás de todo aquello que vos nunca creísteis
Late con desesperación la mariposa encerrada
La mañana fugaz en que te fuiste
La locura misma, la de los relojes que se derriten
Las axilas mutantes
Los gorilas morados
La de los campos infinitos de la cordura,
Aquella que está al margen de todo lo certero
Que vive felizmente en las fronteras
Donde ondean, valientes, las banderas de la imaginación.
Es en las naves doradas de un rey inexistente
Que navego fuera de esta fortaleza,
Es en la caricia hermosa de la brisa
Que me creo libre, por un instante,
Es en el sol caliente, intenso
Que intento convencerme de que estoy vivo,
Pero vos sabeís lo que otros ignoran
Lo que todos deberían saber:
En esta caja de paredes blancas,
O tal vez transparentes,
Yace el universo
De espaldas a todo,
Quiere creer que la vida tiene el sabor de la nuez partida
Más tiene el dulce aroma de una concha de naranja.
Olvida tal vez
Esto que te digo
Recuerda siempre lo que siempre supiste
Detrás de las cuatro paredes de mis miedos
Respiramos yo y el mundo
Esperando tu llegada
O quizá tu regreso.

Vosotras Cuerdas Axilas

Por Moisés_Lárez
Vosotras axilas mutantes satisfacéis saltando en la cuerda
Vosotros axilos mutantos satisfacéis saltando en el cuerdo
Vosotras cuerdas, satisfacéis saltando en axilas mutantes
Vosotros cuerdos, satisfacéis saltando en axilos mutantes
Vosotros mutantes os satisfacen saltando en axilos cuerdos
Vosotras mutantas os satisfacen saltando en axilas cuerdas
Vosotros satisfacéis saltando a mutantes cuerdos con axilos
Vosotras satisfacéis saltando a mutantas, cuerdas y axilas
Vosotros saltando con axilos cuerdos os mutan satisfactoriamente
Vosotras saltando con axilas, cuerdas y Os mutan satisfactoriamente


¡Cuerdas de saltar mutantes, vosotráis satisfasotras!
Cuerdos, de saltar mutantes, vosotreamos satisfasotros
En cuerdas, satisfaréis vuestra saltar mutante
En cuerdos, satisfaréis con vuestro saltar al mutante
Cuerdas de mutantes, saltaréis axilas satisfacienda
Cuerdos de mutantes, saltaréis con axilos satisfaciendo
Cuerdas de axilas, mutaréis saltando satisfacciones
Cuerdos de axilos: ¿mutaréis, saltando y satisfacciones?
¡Cuerda de mutantas, axilaréis, mutaréis y saltaréis!
Cuerdo de mutantos, ¡hagáis lo mismo!


Axilas mutantes, vuestra cuerda saltaréis satisfacciéndome
Axilos mutantos, ¡no me satisfagan!
Axilas saltarinas, cuerdáréis vuestras satisfacciones mutantas
Axilos saltarinos, cuerdaréis vuestros satisfaccionos mutantes
En axilas cuerdas, saltaís vuestras mutantas satisfaciéndoas
En axilos: cuerdos, ¡saltaís! ¿Vuestro mutanto, satisfaciéndoos?
¿A la axila satisfaréis con vuestras cuerdas mutantes?
Al axilo satisfaréis con vuestros cuerdos mutantes
¿Con axilas satisfactorias vuestras cuerdas mutaréis?
Con Axilos Satisfactorios C.A., vuestros cuerdos mutaréis

Tumor


Nadie sabe realmente qué fue lo que sucedió con Alfonso Costas y el único testimonio con el que contamos es la peculiar declaración de su esposa. Todas las fuentes le describen como un padre amoroso, un esposo fiel y un empleado de confianza. Un perfil que a duras penas encaja con el de un hombre capaz de prenderle fuego a su casa (matando a sus dos hijos —Danilo, 6; Carola, 11) para luego suicidarse.

Rastreando sus pasos en el tiempo, podemos extraer datos poco concluyentes: sabemos que quienes le conocían de cerca notaron una clara perturbación en su comportamiento. Se había vuelto mucho menos comunicativo, su apariencia personal se había descuidado y fumaba. En el trabajo, hacía frecuentes viajes al baño y, en él, se miraba en el espejo, se lavaba las manos y se soplaba la nariz hasta que se le dejaba a solas. Casi no pasaba tiempo en su casa y la señora (ahora viuda) de Costas está segura de haberlo oído sollozar en las noches.

Estas típicas señales de angustia hacen poco por indicarnos la verdadera causa de semejante final. Carlos Moreno (38) fue la única persona con la que el señor Costas se comunicó, tres horas antes de ponerle fin a su vida. Si hemos de creer al señor Moreno, Alfonso estaba claramente delirando:

“Hoy Carola estaba saltando la cuerda, en el patio. Él la quiere, Carlos. Me dijo que iba a comérsela, con cuerda y todo. Porque los niños saben a inocencia. E iba a comérsela poco a poco, tragándosela como una boa, completa. A mi Carola…”

¿A quién se refería Alfonso? Tal declaración haría pensar que alguien le chantajeaba, pero siendo un hombre tan recto, ¿por qué no acudió a la policía? ¿Por qué no se lo confió a sus parientes cercanos? La investigación policial descartó conexiones delictivas, así que volvemos al punto cero: ¿delirios o existía un tercero?

Una hora después de la extraña confesión, Costas emprendió camino a la tienda Taurus, ubicada en el CCCT. Compró un revólver calibre .38 (que pidió, por alguna razón, envuelta para regalo). En minutos estaba arrebatándole la vida a sus únicos hijos, previo ataque a su esposa (que salvó la vida pretendiendo estar muerta). Marielena Costas dice que su esposo hizo todo esto llorando.
Pero es el final de su vida, de acuerdo a la única testigo, lo que ha disparado toda la controversia sobre el caso.

Marielena Costas dice, en récords oficiales, que permaneció inmóvil hasta que escuchó a otra persona en la sala. Al abrir los ojos, vio a si marido discutir con otro hombre, al que no alcanzó a ver. Costas, que ya había rociado al inmueble con gasolina (y éste empezaba a arder), repetía que prefería morir, entre que el desconocido (un anciano, a juzgar por la voz) reía y decía que nada de esto significaba diferencia. Segundos antes de dispararse en la boca, Alfonso convulsionó de dolor y se arrancó la camisa. Es parte de los récords oficiales la descripción del “tumor” que Alfonso costas tenía bajo el brazo (siendo lo más llamativo los detalles sobre los ojos, los vellos y la boca lenguada).fue mirando a la malformación que Alfonso Costas se quitó la vida, cayendo al suelo y sangrando a grifo abierto por las fosas nasales.

Es aquí cuando la única superviviente relata cómo se levantó y permaneció entre las llamas, confundida y aterrada. Mientras los doctores insisten en que las condiciones de stress estaban dadas para delirar y perder la conciencia, ella alega que fue lo que vio a continuación lo que la hizo desfallecer (para sufrir extensas quemaduras en el rostro y las extremidades). Sólo se atreve a decir que “fue el tumor en la axila.” Lo que esta frase signifique está abierto a especulación. Nuestra investigación no arroja conclusiones; ¿qué lleva a un hombre recto a traspasar el umbral de la locura? Nunca lo sabremos.

Triste final

Por Samar Hokche

Entre la avenida principal “Misterios”, en la calle “Absurdos”, cuentan sus habitantes que en aquella desolada torre de ladrillos morados, en el apartamento 401, pasan cosas un poco distintas a lo que llamamos normal. Bueno eso dicen, sin embargo, queda al criterio de ustedes decidirlo.

Cuenta la historia que en noches estrelladas, a muy tempranas horas de la madrugada, puede llegarse a escuchar, si prestas mucha atención, el constante sonido de varias cuerdas de saltar -como en un recreo de niños de primaria, pero sin las risas y alegrías de los jóvenes-. Al cabo de unos minutos, el silencio se apodera de los pasillos y se siente ese desagradable e indescriptible olor a putrefacción, que traspasa los muros y llega a tus sensibles narices. Coloquialmente han descrito este hedor como de “axilas mutantes”.

¿Explicación lógica para esto? No lo creo. Sólo una teoría, que a mi parecer es la más acertada. Hace muchos años, cuando la torre de ladrillos morados era uno de los edificios más modernos y de moda, ese pequeño apartamento fue el hogar de un ser muy particular, del cual no se conocía mucho, pero del cual sólo una cosa se podía decir con certeza: saltar la cuerda era la razón de su existencia, su único placer, su única satisfacción. Pero a nuestro pobre amigo una tragedia lo sucumbiría; lastimarse la rodilla fue el final de su destino. Afligido y solitario quedó sin ninguna otra pasión por la cual seguir. Sin sueños, sin vida, triste y melancólico. Ante las miradas apenadas y de lástima de sus vecinos se escondió para no volver más. Han pasado años desde su último salto y sonrisa.

Del por qué las axilas mutantes se extinguieron...Y no por meteoritos de cuerdas de saltar

Por Gabriela Camacho
Advertencias al lector: Este cuento contiene partes del cuerpo que tienen a su vez partes del cuerpo. Si desea continuar, bienvenido al mundo de la locura.

Había una vez una axila mutante; puede que esto sea lo único lógico en el cuento, pero, sin importarme eso, seguiré adelante. La protagonista de esta historia trabajaba como saltarina de cuerda/comediante en un bar–café, con un sueldo pobre y un horario de tiempo completo. Las ocurrencias en los chistes eran de baja categoría y su público se aburría cada día más. El señor Rodilla (su jefe) era un cuarentón de muy mal carácter, de lenguaje medieval, que no sabía expresar bien las ideas y que de paso sufría de intolerancia al azúcar –grave problema–.

La última noche de la axila mutante en el bar, luego de un pésimo acto, comienza así:

–¡No, señor Rodilla!, ¡no me haga esto! Usted conoce muy bien mi situación, sabe que no puedo mantenerme si me echa a la calle –decía con fervor la axila, devastada.
–Vosotras las axilas trabajáis de la patada, no quiero verlas más en estos lugares. ¡Largaos! –Replicó el agrio jefe sin piedad.
–Usted no tiene paciencia, eso es todo. –Trató de excusarse la axila.
–Ya os he dicho a todos que si no veía avances en su trabajo, iríais a parar a la acera del frente. Sois incompetentes, mal vestidos, no dan risa y me tratáis como a un pobre viejo. ¿Es que queréis más razones?
–No, señor, sólo queremos otra oportunidad, por favor... –añadió la axila con gesto suplicante, a punto de hincarse de rodillas.

El jefe de nuestra amiga se levantó de su silla de cuero negro, caminó hacia la ventana que daba vista a ciudad Humano, y vaciló antes de responder:

–Largaos de mi oficina. No merecéis ni un segundo más de mi valiosa atención y mi ocupado tiempo. Vergüenza debería daros, insignificantes actores de tercera.

A continuación, tomó a la pobre y llorosa axila por el brazo, sacándola de la oficina y dándole un portazo en la cara. Luego abrió la puerta de nuevo y la lanzó la cuerda de saltar a la axila, que la había dejado al lado del escritorio. La axila estuvo tirada en el piso por varios minutos, asimilando que no tenía trabajo, ni sueldo, ni vida; estaba perdida, ¿ahora qué haría? ¿Trabajar en el Metro de ciudad Humano contando malos chistes? No... Debía haber algo más.

Se levantó temblorosa pero decidida y cruzó el largo pasillo a zancadas. Ya sabía a dónde ir. Tomó el bus hasta la “Oficina de Defensa de Axilas Indefensas” y entró como quien es llevado por el viento. Sólo había una secretaria sentada en una vieja mesa.

–Buenas noches tengáis, ¿en qué puedo serviros? –Dijo con un tono monótono, igual de medieval que el de su anterior jefe.
–Me gustaría efectuar una denuncia en contra del señor Rodilla Avara, por favor –dijo la axila, agregando los detalles, los motivos y otros.
–Muy bien, está listo. Ya podéis iros a casa –aclaró la secretaria.

A la mañana siguiente la axila iba caminando pacíficamente por la calle, acompañada de la fiel cuerda de saltar, percatándose de no haber tenido noticias de su antipático jefe y sus compañeros. Cuando llegó a la puerta del teatro sólo encontró conmoción y alboroto. Todos los que habían trabajado con ella gritaban: “¡Se ha ido!”. Cuando la extrañada axila pudo acercarse, supo todo. Su jefe había sido expulsado y encarcelado, luego de descubrirse que, aparte de explotador de trabajadores, había sido traficante de aspirinas y secuestrador de dedos.

–¡Soltadme ahora! Os lo ordeno. ¡AHORA! –Gritaba el señor Rodilla– Sois y siempre seréis unos fracasados, ya verán.

Y mientras la sarta de blasfemias salía de su boca, funcionarios de la policía lo tomaban por brazos (si es que tenía) y piernas, arrastrándolo hacia la patrulla. La axila, radiante de felicidad, se reunió con sus compañeros a celebrar el triunfo. Pero, como el viejo Rodilla había previsto, los malos chistes, cuerdas de saltar que se rompían y la poca comedia de la axila y sus amigos los llevaron a la quiebra. Triste, ¿no? Pero, a veces, los cuentos no tienen finales felices. Léanos en una próxima edición de “Cuentos mediocres para gente no mediocre”.

¿Fin?...

lunes, 26 de octubre de 2009

10:13. La venganza de la naturaleza

(que no consistió en terremotos, huracanes ni maremotos. No.)

Por Gabriela Valdivieso

Tras una noche pícara perceptible a través de su luna en cuarto creciente, amaneció el mundo envuelto en purpúreas y densas nubes. La humanidad estaba preocupada. Toda clase de interpretaciones se dieron, mas ninguna se alzó tras el acontecimiento ocurrido a las 10:13 am. Desde esa exacta hora y durante un exacto minuto llovió con fuerza. Mas lo que derramaron las nubes no fueron gotas de agua, sino cuerdas de saltar, cremas desmaquillantes y lechugas.

Profunda conmoción. Las bocas permanecieron abiertas, pero sin el movimiento que implica el habla. La humanidad permaneció silenciosa aterrorizada esperando. Esperando algo.

Segundo día, 10:12, a un minuto del caos.
… 56, 57, 58, 59, ¡¡-----!!
Gritos frenéticos, bocas desencajadas, cejas exageradamente alzadas, manos obsesionadas por cubrir y tapar revelaron la acción: El poder de los cielos se pronunció sin piedad sobre quienes habían modificado sus cuerpos de modos no naturales.

Las bocas operadas se tornaron grotescas y pesadas, sostenidas tan sólo por brazos nerviosos. Las barrigas de quienes se habían sometido a liposucciones crecieron y se hicieron inmensas. Las narices quirúrgicamente perfiladas se explayaron por cachetes. Los implantes crecieron hasta invadir los espacios e inmovilizar a los dueños. Las pieles estiradas cayeron derretidas más allá de las barbillas.

Las axilas modificadas científicamente para no permitir la aparición de pelos ni olores alejaron a los circundantes con insoportables hedores y nauseabundas cabelleras. Los traseros agigantados se hincharon con helio. Los lunares removidos se expandieron y sobresalieron como las rodillas. Los cabellos pintados se blanquearon hasta la transparencia. Los delineadores, rubores, labiales, esmaltes y sombras desaparecieron de las caras y se multiplicaron las supuestas imperfecciones.

De las cuentas de cirujanos plásticos desaparecieron los millones de dólares ganados por el oficio. Las vallas publicitarias de bellezas imposibles se esparcieron sobre las vías.

Crisis, desesperación, gritos hasta el agotamiento. Una vez más, el miedo y el silencio cobijaron la noche. Todos esperaban la hora de los desastres.

Tercer día, 10:13.

Desaparecieron los efectos del día anterior, pero no volvió el mundo a la normalidad. Las bocas operadas no volvieron a su tamaño posterior a la operación, sino al previo. Bocas, barrigas, cabellos, todos ellos tornaron a sus estados naturales. Regresaron los lunares y las arrugas. Regresó la gravedad sobre los senos y los traseros, sobre las pieles y las barrigas.

El mundo no reaccionaba. Esperanzados y temerosos, los hombres esperaron una vez más las 10:13.

10:09… 10:10… 10:11… 10:12…

Nada.

El mundo, como la luna, sonrió.

Muchos criticaron al cielo la fealdad regada. Pero otros, tantos otros, tomaron las cuerdas de saltar y las usaron. Recogieron las lechugas y las consumieron. Levantaron las cremas desmaquillantes. Y las botaron.

miércoles, 21 de octubre de 2009

¡Qué esperáis!

Sentados estamos, y detrás de nuestras cabezas y corazones están lunas, pianos, asesinatos, sombras femeninas, compotas, proyecciones, miradas, vidas pasadas, cepillos de dientes y tickets de metro y más, más fuentes de creaciones.

Y hoy es miércoles y el cielo se abre ante nosotros. Clama ser observado, clama que nuestras conciencias escriban sobre cuanto llueva de sus nubes.

Esperamos en silencio y se revelan las señales:

Cae un pequeño arco cóncavo, color piel, con una cosa muy extraña, y un hedor inolvidable que invade nuestras narices. "¡Una axila mutante!, bautiza Guillermo. Y eso era.

Una risa aprobatoria dibujan las nubes. Jessica aclara que tiene que ver con "satisfacción". Y eso era.

Derrama el cielo dos puntas conectadas por un cordón. "¡Una cuerda de saltar!", identifica Samar. Y eso era.

Contentos, entendemos que debemos escribir sobre una axila mutante, una satisfacción y una cuerda de saltar.

Mas cuando el viento susurra "que bien lo habéis hecho", la comprensión es máxima: axilas, satisfacción, cuerdas de saltar, ¡en tercera persona plural: vosotros!

Llueve chocolate por la felicidad de los de arriba por la comprensión de los de abajo. Los de abajo comemos chocolate y empezamos a pensar, pues la conexión entre los elementos debe ser merecedora de la aprobación los cielos... merecedora de nuevas señales para una próxima directriz.

"¡Qué esperáis!", vocifera una voz, y nos activamos en la persecución de nuestras ideas.

Ser libre

Al dolor
Que tarde o temprano marca nuestro camino


Quiero creer que en otra vida fui mariposa. Que volaba libre sobre los campos, sobre Caracas, entre las nubes y en las mañanas frías que acarician el Ávila.
Quiero creer que no tenía preocupaciones, que me dejaba llevar por el viento, por los colores intensos de las flores, por la sombra de los árboles para acurrucarme.
Quiero soñar en aquellos cielos abiertos, el ruido distante de la ciudad, en el momento oportuno del sol del mediodía o de la llovizna de la madrugada. Quiero creer que eso aún está ahí.
Quiero creer que tuve la corta vida de una mariposa, pero que no tuve miedo a la muerte. Quiero creer que ese breve tiempo lo viví al máximo, entre tulipanes y girasoles, en los lugares que he amado siempre.
Quiero creer que estuve siempre sola, tal vez sea más sencillo.
Quiero creer, ante todo, que no ame, que no sufrí, que no lloré, que no canté, que no olvidé, que no odié, que no extrañé, que no envidié. Quiero creer que mi vida era sencillamente vivir lo hermoso del mundo, lo estético hecho flor, hecho mundo.
Quiero creer que en aquella otra vida, a la que sólo regreso en sueños, no tuve que enfrentar el dolor. Que sencillamente no fui humana, que no viví lo que vivo ahora. No podría soportarlo.
Quiero creer que aún soy una mariposa de alas delicadas, que en cualquier momento alzará vuelo hacia las nubes, y no volverá jamás.
Quiero…creer.

lunes, 19 de octubre de 2009

Soledades

Por Moisés Lárez


– La vida es ridícula –dije cuando ya estaba cansado de fregar.

Siempre al finalizar todas mis obligaciones, me iba al chinchorro y, mientras me espantaba los zancudos con la tapa de una olla, escuchaba el mar que quedaba muy cerca de la casa. Cada instante en el que la ola reventaba era como si pudiera detener el tiempo para percibir e imaginar todo a la vez.

Y ese era el único momento feliz de mis días.

El resto se me iba consiguiendo dinero. Siempre ayudaba a mamá a hacer las arepas pelás en la cocina. Mamá las contaba todas. Treinta por día, siempre. Luego las rellenábamos con el pescado que trajera papá de la pesca mañanera y salía a venderla a la plaza del pueblo y pasaba horas en la plaza, horas que para mí eran infinitas y que no podía imaginar como gotas del mar, sino como del río: eran como uno caudaloso que no terminaba nunca de derramarse en una catarata y cuya caída se hacía infinita. Me preguntaba de qué servía vender las arepas, ¿para qué quería el dinero?, ¿para sobrevivir? Y es que mi vida era una supervivencia. Sólo un momento de mi día era dedicado a la felicidad, un instante, un suspiro. Sólo el momento del chinchorro era mío y de nadie más.

Entonces papá salió una madrugada y no volvió más.

Todas las mañanas desde aquel día, mamá cogió la costumbre de salir a esperarlo al mar, pero él no llegaba. A veces le decía a mamá que era inútil, que papá jamás pasó más de un día en el mar, pero mamá estaba como suspendida en otro mundo, con la mirada fija en el horizonte, sintiendo la brisa y oyendo al mar como una composición de sonidos melancólicos, fuertes y arrítmicos. Supe que ese era el momento de mamá.

Como papá había muerto tuve que empezar a salir de madrugada. Fueron unas semanas difíciles. El botecito de la casa se había ido con papá y con ello todo nuestro suministro de pescado mañanero. Con un vecino conseguimos un bote prestado mientras se lo podíamos pagar, así mamá tuvo que duplicar la cantidad de arepas a vender y yo tenía que conseguir más pescado del normal para rellenarlas. En las mañanas cuando llegaba de pescar, me encontraba a mamá en la orilla. No intercambiábamos palabras, ni una; algunas veces, en ese instante, nos veíamos a los ojos y eso significaba mucho más que un “hola” o un “sé cuánto sufres”. Después me iba a la casa con mi saquito de pescados y mamá me seguía y hablábamos de las arepas, de los vecinos y de papá.

Mis momentos del día se habían acabado. No tenía ni un segundo para pensar en mí, en la vida, en el futuro. Hasta el chinchorro, sin saber cómo ni cuándo, había desaparecido; sin embargo, este momento con mamá, en la cocina, me daba un nuevo impulso diario, supe cómo se conocieron papá y mamá, cómo fue mi nacimiento, la muerte de los abuelos, cómo se llamaban mis tíos que habían muerto.

Al pasar de los meses ya me había acostumbrado a mi nueva rutina. A los vicios de mamá, a mi nueva esclavitud y a todos sus agotados temas. Me había acostumbrado a vivir así, no me sentía llevado por la corriente, sino flotando en un estanque en el que podía ver el cielo y disfrutar solamente del movimiento de rotación de la tierra. No obstante, hubo un día que cambió todo. Una madrugada antes de salir a pescar me metí en el patio de la casa a buscar aceite para el motor del peñero y entre peroles y corotos me topé con el chinchorro. Estaba amuñuñado junto a otro que supuse el chinchorro de papá. Tomé el mío con nostalgia mientras mi garganta se apretaba en una lucha por liberar sentimientos que no quise exponer ni a mi propia soledad. Sentía que había vuelto un instante de mi anterior vida; no sabía qué hacía ahí, ni cómo había llegado junto al de papá y mi mente no dejó de echarle la culpa a mi madre. Era la única que podía haberlo hecho.

Entonces, salí corriendo de casa en plena madrugada, me monté en el bote y me adentré en el mar, pero me adentré más de lo normal, seguí rumbo recto, con rabia, tristeza, infelicidad y en un momento me detuve. Estaba solo, rodeado de aire, cielo, inmensidades de agua y silencio; la costa se veía muy, muy lejos. Pensé unos minutos y supe que ese era mi momento. Al rato, ya estaba por devolverme, había recapacitado y decidido ponerme a trabajar más cerca de la costa cuando, de repente, vi lo que parecía un pequeño islote a lo lejos. El sol estaba saliendo justo detrás de él. Me adentré más y más e iba creciendo cada vez más. Llegué a lo que me pareció una isla en una hora o dos. Bajé y había una población. La gente salía por las calles y conversaba en la plaza del pueblo, se les notaba una sonrisa y un atractivo diferente. Se sentía un ambiente de fiesta y de triunfo.

Caminé a la plaza del pueblo al que había llegado. Me senté y por más que la situación fuera idónea no podía pensar en nada más que sentir que este fuera mi momento. Un momento del que no quería despegarme, un momento que se quebraría como una débil lámina si sólo me levantara del banco.

Pero el hambre pudo más. En la plaza nadie vendía arepas, así que me le acerqué a un señor y sorprendentemente me dijo que estaba bienvenido en su casa. Al principio sólo acepté quedarme esa noche, luego sólo una semana. Ayudé con mi bote pescando y luego ocupé un espacio en la plaza vendiendo arepas. Más tarde conocí a la hija del señor y nos enamoramos. El tiempo pasó sin que me diera cuenta y los momentos de mi vida habían sido muchos desde entonces. Rápidamente cambié de vida. Mi vida pasada ya no tenía rastros en mi memoria salvo en algunos momentos de soledad en los que la nostalgia era mi única compañera, pero esos momentos eran pocos. Después me casé y mi vida con mi mujer fue placentera y agradable, pocas veces volví a estar solo. Tiempo después, quizá algunos meses o quizá años, caminando con ella por la plaza del pueblo me encontré con un hombre viejo que me pareció conocido, él también estaba con una mujer y se veía contento. Cuando me saludó no pude dejar de esbozar una sonrisa de felicidad y de sentir una calma intensa en mi interior.

El turpial vive dos veces

Por José Leonardo Riera

Pensando en qué titulo ponerle a este texto, se me ocurrió llamarlo “Ensayo sobre Salvador”, o “El salvador de Salvador” o “De cómo Salvador me salvó”. No obstante, no quiero hacer de esto un ensayo ni mucho menos un cuento. Sólo quiero compartir la anécdota de cómo llegué a la conclusión de que Salvador Garmendia es parte de mi alma; literalmente hablando. Y contaré esta historia así, sin pelos en la lengua. Tal y como hablaba aquel niño de cinco años con Salvador.

Desde los cinco años de edad, José Leonardo Riera frecuentaba la Quinta Cristina, sede de Monte Ávila Editores

La agencia de festejos de mi padre siempre era contratada por esta editorial, generalmente para bautizos de libros. Fue así como yo, acompañando a mi papá a trabajar, fui llamado por los rostros que guindaban de la pared, y capturado por los libros de los estantes.

El tiempo pasaba y ya no necesitaba el trabajo de mi padre para visitar aquella quinta. Ahora iba siempre, cuando quería, y por cuanto tiempo quisiese. Pues me hice amigo de los trabajadores y, por supuesto, de los escritores que frecuentaban el lugar.

Lo curioso del caso es que no sólo leía los libros de aquellos escritores, sino que también me entrevistaba con ellos y criticaba sus obras.

Fue por esa razón que conocí a Salvador Garmendia. Éste era muy amigo de la editorial, y para ese entonces –año 1997- estaba realizando los trámites para la publicación de su libro La media espada de Amadís (que, por razones que desconozco, fue publicado finalmente por la Editorial Norma). Por estas razones Salvador pasaba casi tanto tiempo como yo en la editorial.

En una ocasión, yo me encontraba en el jardín leyendo y llegó un hombre de avanzada edad a tomarse un café. Se sentó justo frente a mí. Me miró, quizás sorprendido. Yo le miré también, muy fijamente, por ciertoÉl mantuvo el contacto visual. Sonrió de una forma casi infantil, sin mostrar sus dientes, tal vez por esto todo su rostro parecía tan gris. Fue un movimiento conjunto. La sonrisa, sus grandes cejas ligeramente levantadas y las cinco o seis líneas de su frente. Así, con su contextura, con su nariz tan prominente y con el cabello grisáceo que no sabía de fronteras faciales, Salvador se mostró como un niño.

Y aunque el niño era yo, no lo parecía, pues mi personalidad de “crítico literario” era, debo admitirlo, totalmente detestable y aborrecible. Me preguntó mi nombre y qué hacía. Yo respondí: “Soy Leo, y leo” (yo siempre tan locuaz). Hablamos de mí y de mis gustos literarios hasta que me preguntó si había leído algo de él y si me había gustado (estoy seguro de que quiso hacer esa pregunta desde el primer momento).

Le dije:

-Sólo he leído Hace mal tiempo afuera

-¿Te gustó?

-Sí, porque los cuentos son sencillos y dicen muchas cosas… Casi para niños, pero lo dedicaste a personas que no son niños. Tienes que escribir cosas que uno entienda pues...

Fue larga la conversación, y la mayoría de las ocasiones estuve a la defensiva. Pero precisamente por eso el tiempo nos hizo amigos. Yo de él aprendí casi la totalidad de su obra, de su estilo, de su esencia. Él, en mí, encontró al niño que le abriría el camino en el mundo de la literatura infantil.

Más que un amigo, se hizo mi padrino. Mi tutor. Y, gracias a él, en un futuro, mi colega. Pues yo llegaba con mis cuentos a la editorial y le decía:


- Lee, Salvador. Sólo los niños sabemos escribir un cuento para niños.


Él reía, pero siempre leía mis cuentos; los criticaba constructivamente de tal manera que yo mejorara, y él también.

Tuvimos poco más de tres años de amistad. Tres años en que, a causa de ésta, escribió la mayor cantidad de cuentos infantiles de su vida. Pero Salvador sufría de diabetes. El nuevo milenio sólo le trajo la seguridad de que cuando un turpial deja de cantar es porque ya está muerto.

Yo le visitaba y hablaba siempre con él.

-Salvador, tienes que escribir más, y escribe para niños -le decía.

-Leo, ya estoy viejo. Escribe tú por mí, tú estás joven y te queda un gran camino por delante. Por eso tienes que leer mucho y así serás un gran escritor.

-Yo no quiero ser un escritor, yo quiero leer cuentos para niños.

-Leo, yo te voy a hacer un cuento. Y no será un cuento para niños, será un cuento para ti, que eres tan grande como mi nariz, jajaja.

Nunca olvidaré esa conversación. Fue la última que tuvimos. En la editorial me dejó como regalo de cumpleaños un cuento infantil llamado El turpial que vivió dos veces. Era un borrador a máquina de escribir. En el sobre colocó: Leo, esto no es un cuento, es nuestra historia.

Y todavía me llena de emoción recordarlo. Trataba de un turpial muy viejo que, lastimado por un niño, estuvo en una jaula de la que no podía salir. Y aún así, el niño, tiempo después, abrió la jaula. El ave, al alzar el vuelo, pudo darse cuenta de que vivió dos veces, y todo gracias a ese niño.

Salvador murió en Caracas el 13 de mayo del año 2001. Seis días después de mi noveno cumpleaños. Estoy seguro que desde esa edad Salvador Garmendia vive en mí, ayudándome a escribir, enseñándome a cantar. Es por eso que, gracias a mí, Salvador vivió dos veces.
Y aquel turpial que alzó el vuelo dejando a Leo con sus montones de libro aún vive. Salvador, el turpial vive dos veces.


Ilustración de Rosana Faría. Para leer el cuento y ver todas las ilustraciones, debe descargarse a través de este link

http://www.cervantesvirtual.com/FichaObra.html?Ref=6614&portal=17