VÍCTOR C. DRAX

Abogado, 24 años.

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DATOS CLAVE DE VICTOR C. DRAX

Cita: "La senda del exceso lleva al palacio de la sabiduría", de William Blake.

Dos libros: “American Psycho”, de Bret Easton Ellis y “No Es País Para Viejos”, de Cormac McCarthy.

Artistas musicales: David Bowie y Alice in Chains.

Películas: Dawn of the Dead (de George Romero; 1978) y Se7en (de David Fincher; 1995).


SABOREA EL ESTILO DE VICTOR C. DRAX


1998


Victor C. Drax, agosto 2010


Vuelve en el tiempo. Estamos en Caracas, algún punto intermedio de 1998.

Isa y yo vamos en un autobús fantasma, de esos que van dejando piezas por el camino. Estoy sudando a mares, en mi estómago William Wallace está librando una batalla campal contra Hitler, tengo ganas de echarme en el suelo y dormir hasta el año dos mil, pero descansar es tratar de salir de un laberinto clausurado. Llevo tres cagados días sin dormir. Me duele la espalda. La ansiedad me rompe las bolas y este hijo de las mil putas que está manejando no supera los sesenta kilómetros por hora. Cada siete minutos, se detiene a recoger obreros, sirvientas y quien sea que coge el autobús en Caracas a las cinco y media de la tarde.

Salsa suena a todo volumen. No sé quién coño canta y, a decir verdad, no podría importarme menos. Estoy sentado, con los brazos cruzados y meciéndome adelante y hacia atrás. Isa no para de fumar. Con lo flaca que es, si en vez de pálida fuese gris, sería una chimenea industrial. Considerándolo todo, prefiero que fume (y sentir el sabor de flores muertas cuando masajee su lengua con la mía) a que abra la boca y diga cualquier mierda impertinente que se le ocurre cuando se pone así. Tres horas atrás, se presentó en mi apartamento, cruzando la ciudad de polo a polo por sí misma (nunca me explicó cómo lo hizo). Ella sabía que el caballo nunca fue lo mío, pero igual me preguntó, con su vocecita de muñeca de porcelana, “¿no tienes algo ahí pa’ que me salves?”


 

No, Isa, le dije. Habíamos hecho el pacto de limpiarnos y empezar de cero, sin intervención de clínicas ni paja feliz. Cuando la vi así, sudando, los labios secos, un cigarrillo en una mano y la cajetilla apretada en la otra, te juro por las bolas de Satanás que quise reventarle la boca con una patada voladora.

De manera que nos pusimos a registrar todo el apartamento en busca de algo y luego a llamar a todas las alimañas que conocíamos, aún a sabiendas de que ninguno tenía nada.

“¿Y por qué no llamamos a Xavier?” dice ella.

Xavier era el comemierda de su ex novio, un carajo que tocaba el bajo en varias bandas underground, se metía cualquier sustancia lícita o ilícita y tenía reputación de tirarse lo que fuese, hombre, mujer o animal. Yo no podía decir nada sobre los animales, pero en cuanto a hombres y mujeres, sí, el tipo le entraba a lo que fuese. Actualmente está muerto.

Pero en aquel entonces la preguntica me cayó como un martillazo en la entrepierna. ¿Sabes algo, Isa?, le digo. Todavía no estoy tan profundo en la mierda como para acudir a esas medidas.

 

“¿Y qué sugieres entonces?” Antes había preguntado esperanzada, pero como la reboté, su tono era el de violenta protesta. Se puso a ayudar un rato al taladro dentro de mis nervios.

 

Isa, definitivamente no necesito esta mierda ahorita.

 

“¿Y qué vamos a hacer?”

 

No sé, pero no voy a ir así a ver al pajúo ese, a tener que calarme que te diga vainas y te meta mano para esnifar una mierda puyada con harina o con talco. Que se la meta en el culo. Prefiero cagarme en los pantalones, aquí mismo.

 

Isa me perforó con una de sus miradas cargadas de odio. Nos conocimos tres meses atrás, en un toque de Claroscuro. Varios amigos suyos conocían a varios de los míos, si bien nuestro nexo más fuerte era la blanca boliviana más pura. Dos días después de conocernos, coronamos la vaina más pura, perfecta y brillante (literal y figuradamente) que te puedes atrever a soñar. No sé si alguna vez has inhalado coca, pero en aquel momento fue un afrodisíaco de la gran puta.

 

Aparte de la afición en común, Isa guardaba otras similitudes conmigo. Había sido criada por la televisión y por una familia ausente (en su caso sin dinero, en el mío con mucho). En algún punto de su adolescencia, se fijó en que algo adentro de ella estaba roto, era imperfecto y que ella no era feliz como las películas dicen que tienes que ser. Le teníamos un profundo rencor al resto de un mundo que no sentía nada por nosotros. La solución era la autodestrucción. Porque el Apocalipsis es subjetivo. Mueres y la existencia de todo ha llegado a su fin.

 

Para no alargar el cuento, el camino farmacéutico de Isa llevaba más kilometraje que el mío. Al igual que yo, había empezado por hierba y pastillas, para graduarse a la coca. A diferencia de mí, había dado el paso a la gran H y a veces las mezclaba a las dos, en un cóctel que, me aseguraba, “hace que acabes por horas.” Por tentador que sonara, no lo probé no tanto por el hecho de que esa mierda fue la que mató a John Belushi, sino porque el prospecto de perder mis erecciones no me resultaba atractivo. Y he oído que eso es lo que te hace la heroína, pues.

Ahora éramos un par de fracasados en ese autobús, tratando de librarnos de un gorila que no quería liberarse de nosotros. Aquella tarde en mi apartamento, le dije a Isa que tendríamos que ir al Centro. Willow (un enano idéntico al de la película) era el único que podía salvarnos en esta hora aciaga.

 

El viaje va a ser una real cagada, en eso no te voy a mentir, pero lo prefiero antes que ver a Xavier y a su sonrisa de maricón, que me arde de la arrechera nada más imaginármelo.

 

Isa accedió, quizá por desesperación, quizá por quién sabe qué coño, pero total que emprendimos camino, como dos pequeños hobbits disfuncionales al Monte Perdición. No me malinterpretes, yo sí tenía voluntad como para quedarme encerrado y soportar lo que tuviese que soportar, pero no podía tolerar el pensamiento de Isa poniéndose de rodillas frente a cualquier dealer a cambio de un pase. Más que las ganas de volar, era eso. Celos. Ya sé que es simplista, pero si quieres mierda compleja, ponte a leer a Dostoievski y no me estés jodiendo la historia. Sigo.

 

“El pana Vicious” me dice Willow cuando me ve entrando a su minitienda, en los intestinos de Capitolio. El carajo lo dice con perfecta pronunciación en inglés. Vishossss.

¿Qué pasó, marico?, le doy la mano. ¿Cómo ta’ la verga? Mira, weón, sálvanos ahí con lo que tengas, marico, que estamos secos, secos pal’ coño.

 

“Jajajaja” la risa de Willow se parece a la del genio de Aladdino, si el genio fumara piedra. “Coño, directo al grano. Ta’ bien, la vaina. ¿Tienes alguito pa’ cubrir los gastos?”

Claro que sí, vale.

 

Saco de mi bolsillo un puñado de billetes. Todos están enrollados en tubitos. Qué cagada.


 
Willow los desenrolla con una paciencia que me arde en las pelotas e Isa está parada detrás de mí, en un abrazo que más que a mí, es a la vida y a la ansiedad que la corroe.
“Dale, quédense tranquilitos aquí, que ya les traigo algo” dice por fin el duende. “¿Cómo me estás tratando a la princesita?”

 
Bien, vale. No le pares bolas a eso.

 
“Esa es como hija mía, la estoy viendo desde carajita.”

 
Mientras me habla, sólo puedo pensar en dos cosas. 1) Isa odia a Willow y a la pinta de indigente que siempre lleva; 2) Deja la güevonada y muévete, maldito infeliz.

 
Por fin, Tony Montana (versión made in Colombia) se va a los confines de la recámara y nos deja con un público de atracadores, piedreros y demás parásitos. No miro a nadie a la cara y trato de actuar normal, porque cuando eres un carajito del este, sientes que todos los del oeste lo saben.

 
Siete minutos más tarde, Isa y yo estamos encerrados en un baño que apesta a lo que cabría esperar del lugar. Ella se inclina contra la pared, su cintura pegada a la mía, y me extiende el brazo izquierdo. Me quito el cinturón y se lo doy. Mientras termino de prepararle los boletos de su viaje, ella se ha cerrado el cinturón por encima del codo y está cerrando y abriendo la mano.
“Ahí está” dice con una sonrisa sincera, jadeando. En efecto, veo la vena verdosa bajo la capa de marfil que es su piel. “Dale. Ahora.”

 
Con cuidado, pincho su vena, dejo entrar un poquito de la mezcla, bombeo hacia afuera, llenando el interior de la jeringa con su vida escarlata… y bombeo todo adentro, ella echa la cabeza hacia atrás y con su otra mano me aprieta contra sí. Tiene la boca abierta. Sonríe.

 
“Vamos a hacerlo, ahora”, dice con los ojos cerrados, predeciblemente.

 
La dejo y me vuelvo al lavamanos. Es sólo una vez más, me digo. Una vez más, para disfrutar más esto y mañana mando todo a la mierda y me pongo serio. Hago una línea sobre mi tarjeta de crédito y ni me importa que un choro de esos abra la puerta y vea que tengo una. Me tapo la fosa nasal izquierda e, introduciendo un billete en cilindro en la derecha, inhalo la serpiente blanca. Explosión de colores por dentro. En mi garganta. Detrás de los ojos. Estoy listo para correr un maratón, hijo de puta.

 
Tomo a Isa de la cintura, la beso y dos horas más tarde, estamos cada quien camino a su casa, como si estos últimos días no hubiesen sucedido en lo absoluto.

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