miércoles, 30 de marzo de 2011

...Un café?

-¿Estás despierto?
-…No…
-Es que yo no puedo dormir.
-Es tarde, inténtalo.
-Ya lo hice, no puedo. ¿Hablamos de esto?
-No, es tarde…
- ¿Es tarde?
-Sí y es demasiado temprano.
- ¿Entonces?
- Duérmete...
-Pero…
-Duérmete...
-¿Quieres una taza de café?
-Es tarde, Ana.
-Dijiste que era muy temprano.
-Es muy temprano para hablar de esto, es tarde para estar despiertos.
-Bueno, yo si voy a tomar café, te amo.
-Es muy temprano para eso…

Víboras (III)

Previamente, en Víboras:

Laura, una mujer con un matrimonio al borde del colapso, se ve forzada a abandonar a su esposo cuando él descubre que ella tiene a una amante. Cruzando las calles de Andueza en un taxi, se ve sorprendida por una de las criaturas invasoras.



3. Presentimiento.


—¿Sientes eso? —preguntó Ramón Valladar.
—¿Qué cosa?
—Eso. En el aire.

Ramón señaló con el índice, a la ventana, a la lluvia, al exterior. Sobre ellos, el ventilador seguía girando, marcando los segundos con un suave y trémulo ronroneo.

Pensó en explicarle a su subalterno esa sensación, un desasosiego para el que las palabras se mostraban limitadas. Nunca, en sus cincuenta años de vida, había sentido tal incapacidad para expresar sus ideas (ni siquiera después de los dos tiroteos en los que había participado). Sintió unas profundas ganas de aguardiente.

Javier levantó el teléfono, lo colgó y volvió a intentarlo. Colgó una última vez.


—No hay línea —dijo.


Ramón sólo pudo sacudir la cabeza. Se metió la mano en el bolsillo de la camisa de su uniforme azul marino. Extrajo una cajetilla de cigarrillos. Le golpeó el fondo con el índice y de medio de la otra mano.


—Nada funciona en este país, es increíble —dijo Javier.

—Si quieres te vas pa’ Gringolandia, marico.
—¿No viste en las noticias? Ayer. El metro dejó de funcionar. Por casi que todo el día.
—¿Y?
—¿Cómo que “y”? Es el metro, de la capital.
—No sabía que tuvieses una mentalidad tan altruista.

Javier tanteó su respuesta. De todas las opciones que se le ocurrían, ninguna era exactamente apropiada, puesto que no sabía lo que significaba “altruista”. Sabía que era algo bueno, eso sí. Se puso de pie.


—Me parece injusto, esas vainas no deberían ocurrir —dijo—. ¿Supiste que estamos incomunicados, no?

—¿Cómo? —Ramón separó la cara de la ventana. Tenía el pitillo entre los labios.
—Sí. Parece que la lluvia hizo un cráter en la carretera. Gigantesco, tipo el que se hizo en la autopista de oriente hace como dos años, ¿te acuerdas?
—Salió en la prensa.
—Bueno. Lo raro es que se hizo otro en el otro acceso, por la entrada de Los Mangos.

Una gota negra cayó desde su garganta hasta su estómago y, al hacerlo, Ramón sintió la imperiosa necesidad de sentarse, de llevarse las manos a la cara. Sacarse el revólver del cinto y esperar apuntando a la puerta. Seguía incapaz de expresar el presentimiento que tenía, pero si hubiese estado conversando con su hermano (no tenía tanta confianza ni con su esposa), lo habría descrito como si alguien les hubiese declarado la guerra. Como si esperaran un bombardeo.

—No me gusta —dijo—. ¿Llamaste a la planta para confirmar cómo están con la luz?

—Ellos nos llamaron. Tobías dice que es posible que la luz falle por la noche. Y me contó del cráter, se veía desde dónde estaba él.
—¿Por qué habría de fallar?
—Te estoy diciendo lo que me dijo él.
—¿Por qué me tengo que enterar por ti? ¿Dónde está Palacios?

Javier encogió los hombros.


—No se ha reportado en toda la noche.

—¿Cómo que no, si yo vi cuando entró a las seis?
—Pero después. Salió de patrulla y más nunca. ¿Tú dices que se fue a donde la mujer que tiene por allá por… por Cagua, no era?
—No, no creo. Y todavía, ese carajo siempre que lo llamamos, responde, así esté tirando —Ramón sé sentó detrás de su escritorio. Por fin, prendió el cigarrillo—. Javier, ¿tú no has notado nada raro hoy?
—¿Aparte de la lluvia, y los huecos en la vía y que Palacios no se comunique? —encogió los hombros— No.
—Vamos a pasar por lo menos mes y medio incomunicados. Hay que llamar a la gobernación…
—Vi una estrella fugaz. Creo. Dos.
—¿Dos?
—Sí.
—Eso es imposible.
—Capaz y no era eso, pues, pero es a lo que se me pareció.
—¿Cuándo fue esa vaina?
—Cuando venía de la panadería. Al rato empezó a llover. Por cierto que la señora DaDino me tenía verde, que no conseguía a su carajito.
—¿Esos no son los que se la pasan jugando en la cancha?
—Me imagino. Le dije que se quedara tranquila, que su muchacho estaba bien. Me dijo que no, que tenía que llegar temprano a la casa para el cumpleaños de la abuela.

Ramón se rascó la cara, inhaló y exhaló una nube de tinta nicotínica.

—Qué ladilla. Me choca cuando hay carajitos —dijo.

—Esos son unos tarajallos. Se habrán quedado con cualquier carajita, o bebiendo por ahí.
—Te voy a decir una vaina, chamo. Aquí hay algo que no sé, no me cuadra. ¿No te parece raro todo lo que está pasando?
—Pues… no, no en particular.

Ramón contempló al oficial Javier Trujillo. Nunca había llevado una buena relación con su propio padre, pero de lo poco que le había escuchado de utilidad fue cuando, habiendo prevenido un accidente en bicicleta (Ramón tendría como dieciséis años), el viejo le dijo “hiciste bien. Cuando tengas dudas, confía en tu instinto”. O Javier no tenía los instintos afilados de un policía con treinta años de carrera, o los suyos se estaban oxidando y mandándole señales confusas. Aspiró más humo del cigarrillo.


—¿Tú puedes creer que aquí no tenemos ni una botellita de caña clara? —dijo.

—Hay que ir a comprar.
—Hazme un favor: llama a Mazguán por la radio y pídele que se reporte.

Javier obedeció. El ruido que salió por la radio era el mismo de un televisor sintonizado en un canal muerto, una estática que se había expandido por todos los canales como un cáncer auditivo.


—Parece que no está funcionando tampoco —dijo—. Eso sí es raro.

—Bueno, entonces vamos nosotros —Ramón se levantó, agarrándose el cigarrillo con los dedos —. Tráete unos impermeables.

Se sacó el celular de su cuna en su cinturón. La barra de señal indicaba que era imposible llamar o recibir llamadas: no había cobertura. Un exabrupto total, porque por un lado si Movilnet sirve para algo, es para la cobertura. Por otro, no habían tenido ese problema ni el 31 de diciembre.


Y entonces la puerta de la jefatura se abrió. El ruido de la lluvia vino por el pasillo y a Ramón, por un breve instante, le pareció que entraría Carola, su hijita muerta, ahogada en un accidente de semana santa hacía veinte años. Entraría manchada de barro y hojas secas, con la piel negruzca, todavía llevando el trajecito de baño que la había hecho sentir tan coqueta.

—Hola, papi —le diría, con los ojos grises, hinchados y purulentos—. Te vine a buscar, papi. Te vine a buscar, papi.


Extendería las manos hacia él, con dedos a los que hacía mucho que se les habían caído las uñas.


Ramón cerró los ojos con fuerza y se llevó la mano al mango de la pistola. El toque del hierro no le ofreció confort.


Abrió los ojos y no estaba su hija ahí, por supuesto. Las sombras venían por el pasillo hasta donde estaban ellos. Apareció Blanco, trayendo a una mujer del brazo. Ella se había arrastrado por el barro y la lluvia, pero lo que manchaba su ropa no era ninguna de las dos cosas.


—¿Qué le pasó? —preguntó Ramón, acercándose.

—No sé, no ha hablado desde que la encontré.
—¿Quién es?
—Su cédula dice que se llama Laura Gómez. No es de por aquí.
—No. ¿Dónde la encontraste, un accidente?
—Estaba caminando por la calle, como perdida, alumbrada. Casi la atropello.
—Venga, señora. Siéntese aquí. Javier, tráele un vasito de agua con azúcar, coño. ¿Diste vueltas y no conseguiste más nada? Porque esta vaina es sangre, Blanco.
—Yo sé. Pero no, nada. ¿Habrá matado al marido?

Mirándola, Ramón deseó que fuese eso. Una solución tan sencilla para los problemas en el horizonte.


—¿No te has podido comunicar con Palacios o con Mazguán?

—No he intentado, en verdad.

La mujer se levantó como si fuera una explosión, absoluta, ocupándolo todo, avasallando los sentidos. Con un grito fue corriendo a la puerta de la jefatura. Resbaló, pero recuperó el balance y eso le dio tiempo suficiente a Ignacio Blanco de agarrarla por la cintura y someterla, como a un gato desesperado por huir.


—Señora —llamó Ramón— ¡Señora!

—Se comía a los niños —dijo Laura—. Y ahora vienen para acá.



miércoles, 23 de marzo de 2011

La locura es esta espera

Por Alberto Montalti,
invitado de Andrea Gómez
Correo: montalti92@hotmail.com

La locura es esta espera. Es la vibración del asiento 27 del vagón número 3. Es este cambio abrupto de emociones; desfilando por mi cuerpo como los árboles que pasan por la ventana del tren, tan similares y diferentes a la vez. Sus ramas desnudas me hacen pensar en los malos modales de algunas estaciones, ¿cuándo coño llegará la primavera?

Detesto la relatividad del tiempo. Me cuesta tanto aceptar que te veré en cuatro años. Cuatro años de sesenta minutos nos separan y la impaciencia me consume. He esperado tanto por este momento que una parte de mí (la que ama la rutina) quiere seguir esperando. ¿Qué pasará después con los añorados mil y un besos perfectos? El paisaje sigue cambiando pero podría jurar haber visto el mismo árbol cubierto de nieve varias veces; será que estamos dando vueltas en círculos? ¿Sabrá el conductor cómo llegar? No quiero llegar tarde…

Veo mis manos temblar mientras la dulce voz anónima de costumbre avisa por el altavoz alguna parada; esa voz con cualidades de despertador de mesa de noche que siempre interrumpe mi flujo de pensamiento involuntario, ése que suele ser tan difícil de interrumpir. ¿Quién será la mujer detrás de la voz? ¿Tendrá ese tono delicado cualidades hipnotizantes para algún hombre dichoso? ¿O quizás para alguna mujer? No, no… definitivamente es a un hombre; un hombre que alguna vez, tiempo después de enamorarla y perderla, la esperó en la estación mordiendo sus uñas como loco. Tengo que dejar de comerme las uñas. ¿Habrás llegado ya? Seguro que sí, seguro me esperas con un vestido de flores y el cabello recogido, viendo el gran reloj, sonriendo como tonta.

Una luz cegadora se enciende inesperadamente por la ventana y la imagen de su cara, esperando impaciente, se desvanece poco a poco. Dos azafatas se acercan a mi asiento con bandejas en sus manos repletas de vasos plásticos y sonrisas de cortesía en sus caras, ¿o son sonrisas de lástima? Quién sabe el porqué de las sonrisas hoy en día. Ha pasado mucho desde la última vez que vi una verdadera. Una de ellas se dirige a mí y mueve sus labios. Un tono de voz condescendiente, con ínfulas de superioridad sale y supongo que me ofrece algo, pero la verdad no quiero saber de nada que me distraiga. Como por inercia mi cuerpo responde, acerco mi mano a la bandeja y tomo dos vasos, uno con pastillas y otro con agua. ¡Qué colores tan hermosos! Ahora las pastillas amarillas, rojas, blancas y púrpuras bajan por mi garganta como si supieran en que orden hacerlo, mientras las sonrientes mujeres se dan la vuelta.

Por alguna razón las azafatas siguen ahí, chismeando inmóviles en el pasillo, dándome la espalda. Pero, ¿qué me importa? Ya debe faltar poco para llegar. En cualquier momento la voz enamorada del altavoz dirá las palabras mágicas; esas que por tanto tiempo solo he podido soñar. Qué tonto fui por haberla perdido. Pero esta vez no tengo miedo; no la volveré a dejar ir. No he vuelto a ver el árbol repetido por la ventana. La ciudad ocupa ahora todo el vidrio y veo la estación a lo lejos. Siento que puedo oír los ruidos de la gente emocionada, esperando a sus queridos en el andén. Pero de repente escucho una voz seca; no es la enamorada del altavoz. Es una de las azafatas; "Éste se llama Rodrigo, es mi caso favorito; pasó años esperando a alguien en la estación central de Nueva York hasta que lo trajeron al hospital. A esta hora piensa que su tren esta llegando".
Fernando Azpurua,
invitado de Gabriela Valdivieso
Correo: fernandoazpurua@hotmail.com

No era la primera vez que el acordeonista hechizaba con su dulce melodía de “La Vie en Rose” a los transeúntes de Sabana Grande. La esquina del McDonald se llenaba de gente entusiasmada por seguir escuchando esta simpática canción que llenaba los oídos de romanticismo.

Alberto Blanco fue uno de esos que se dejó llevar por su curiosidad y se acercó a la multitud para saber qué causaba tal tranquilidad entre tanta gente acumulada. Al llegar, lo vio. Un hombre de barba blanca, zapatos desechos, camisa caída, gris y sucia. Con una chaqueta militar que portaba casi 50 insignias de honor. El tan escuchado acordeonista llevaba en la cabeza una boina gris en perfecto estado y en los pies unas botas negras maltratadas.

Alberto no podía creer sus ojos. El parecido de aquel hombre con aquella lejana pareja de su madre era simplemente inaudito. Aún sorprendido se quedó largo rato recordando viejos tiempos. Tratando de llegar al último día en el que vio a este tercer padrastro marcharse de su casa, retrocedió un aproximado de 20 años. Aún recordaba las agradables cenas dónde este simpático señor solía contar mil historias interesantes. De viajes de infancia. De figuras extrañas que en su vida había cruzado. Recordaba en particular el relato de un joven coreano que fue su compañero de cuarto durante muchos años. A través de la ventana en los inviernos de Praga, el joven viajero escuchaba cómo algo caía constantemente, pero al salir a la calle no visualizaba nada. Una noche, le informó a su compañero coreano que se iría de viaje en autobús, pero en cambio se quedó escondido detrás de unos arbustos para ver si podía descubrir qué causaba tal sonido. Ya congelado, el reloj daba las 3 de la mañana, cuando el joven pudo visualizar a su compañero asiático subiéndose al techo de la casa con un paragua, abriéndolo, y lazándose al acumulado de nieve. Al verlo por primera vez, el viajante se preocupó y corrió despavorido a rescatar a su amigo. Este se encontraba echado boca arriba con una cara inmersa de felicidad. Extrañado, lo levantó y le preguntó consternado qué intentaba hacer. A lo que no consiguió respuesta. Aún parecía dormido. Pero producía un pequeño sonido. Entre sus labios se entonaba una dulce canción. Con suavidad acercó su oído a los labios de su compañero y escuchó una tonada suavizante y llena de dulzura. Luego retrocedió. Comprendió que su amigo era noctámbulo.

A la mañana siguiente el joven asiático se despertó y se impresionó al ver que su compañero aún se encontraba en la casa. Este le contó que se sorprendería al saber que ya había descubierto qué causaba el sonido que no lo dejaba dormir en las noches. Que no se le había ocurrido escudriñar entre la nieve, y que era él mismo lanzándose desde el borde del tejado. El coreano impresionado se sentó a su lado en el sofá y le contó con tranquilidad sobre un extraño sueño que había estado teniendo desde que su enamorada lo había dejado. En el sueño este sobrevolaba entre colinas con un paragua. El cual era su única herramienta para transitar entre las estrellas y volver a su lado. El joven sonriendo le preguntó si su enamorada era fanática de la nueva película llamada “Mary Poppins”, y este le respondió que no, que era a él al que le gustaba el film y que a su amada le apasionaba más la famosa melodía de la Vida en Rosa.

Alberto volvió su mirada hacia el acordeonista y escudriñó entre la sombra de sus ojos para encontrarse con su mirada. La canción incesantemente se repetía, y descubrió de golpe que este hombre con profundo apasionamiento aún se encontraba durmiendo.

Alberto pensó en su madre, y miró alrededor cómo la gente aún impresionada de tranquilidad se dejaba llevar por la verdad de su suave tocar. El boulevard intensamente iluminado brillaba tal cual un sueño. Y el hombre viejo repetía con un desenfrenado y loco despecho su tierna canción.

El curioso (y loco) caso de nuestro amor

Por Daniela Salazar,
invitada de Jessica Márquez
Correo: daniela18_s@hotmail.com

Día 34:

Estoy harta de estas cuatro paredes blancas. Me levanto y las veo; voy a comer y las veo; voy a dormir y las veo. He llegado al punto de soñar con ellas todo el tiempo. Mi padre dice que debo estar aquí un par de semanas más, al menos hasta que todo esté bien. Me preocupa no poder regresar a nuestro hogar. Comienzo a pensar que no quieren que vea mi correo, eso explicaría por qué no he recibido aún una carta tuya. Me imagino que estarás muy preocupado, imaginando cualquier cantidad de cosas, por qué me fui, dónde estaré, cuándo regresar. Lo que más odio de estas paredes blancas es no poder colgar una fotografía de nosotros, no me lo permiten. Quiero regresar a casa.

Día 72:

Ya han pasado dos meses desde que estoy aquí. Comienzo a desesperarme, a sentirme asfixiada. Al principio dijeron que sólo serían unas pocas semanas y ahora no saben cuando saldré. Sigo sin recibir noticias de ti. El otro día me paso algo muy extraño. Una mujer que me visita todos los días me dijo que te había visto por televisión y que andabas por África con una tal Angélica o Angelina, no recuerdo bien. ¿Qué locuras dice la gente, verdad? Eso me hizo recordar aquella vez que fuimos al Tibet, tú andabas fascinado mientras que yo no entendía ni media palabra de lo que decía esa gente. Las parejas normales van a Miami o a Hawái, pero nosotros teníamos que ir al Tibet porque a ti te parecía “interesante”. Tú y tus locuras, chico.

Día 356:

Hoy fue un día aburrido. No es que el resto de los días sean muy entretenidos, pero esta vez las horas se me hicieron eternas. La gente aquí no es muy conversadora, pareciera que cada quien está en su mundo, así que me conformo escribiendo sobre nosotros.

Día 405:

Cuando nos conocimos eras todo un buscapleitos. Te la pasabas de pelea en pelea y la gente pensaba que estabas completamente loco. En ese momento yo estaba con Leonardo pero cuando Mariana, mi mejor amiga me mostró tu fotografía, me enamoré de inmediato. Tuve que darle largas explicaciones a Leo; él no entendía cómo, tan rápido, lo había cambiado por otro. Pero lo nuestro era sincero y sabía que duraría para siempre, incluso cuando te fuiste con “ella” no perdí la esperanza. Tú no me decías nada pero sabía que estabas ocultando algo, te veías nervioso y pasaba días sin verte. Finalmente, me dijiste que la conociste por unos amigos y que tenían mucho en común; que no sabías si era amor pero que querías intentarlo. Yo te comprendí, no te reclamé nada porque sabía que volverías. Ella no se podía comparar conmigo, con su estúpido corte de cabello y sus imbéciles amiguitos. Creo que es el mejor momento para hacer una confesión ¿Recuerdas aquellas infames fotos de ella? ¿Esas en que se le veía hasta el alma? Pues fui yo quien las publiqué. Quería avergonzarla, pero la cosa no salió muy bien, la desgraciada tenía un cuerpazo. Qué rabia me dio cuando pesqué a más de un compañero en el trabajo teniendo su foto de fondo de pantalla.

Día 771:

Hoy volví a ver al hombre de la bata blanca. No estoy segura de quién es. Al principio sospeché que podría ser un doctor pero eso no tiene sentido, yo no estoy enferma. Al contrario, me siento muy bien, tomo vitaminas y camino media hora todos los días. Sigo sin saber nada de ti y de la tal Angélica o Angelina que te acompaño a Áfricó. La señora que me visita todos días no me ha dicho nada más. Estoy muy angustiada, no sé cuando voy a salir de aquí, ya no soporto las paredes blancas.

Día 2073:

¿Cómo pudiste hacerlo? ¿Cómo pudiste traicionarme así? ¡Quiero irme de aquí! Seguramente fuiste tú quien me encerró en este lugar para poder irte con ella. Quiero que sepas que estoy enterada de todo. Aproveché que la señora que siempre me visita estaba distraída y le robé una revista que llevaba en su bolso. Así fue que cómo supe que andas recorriendo todo el mundo con ella mientras yo me pudro aquí. ¡Te ha convencido de que compres una casa en Francia! En una foto salías con seis mocosos, en la nota decía que eran tus hijos ¡No lo quiero creer! Tú y yo íbamos a tener una hermosa familia, íbamos a vivir siempre felices. ¡Me mentiste todo el tiempo! ¿Es por qué ella es más joven, cierto? ¿Te gusta por su gigantesca boca y su huesudo cuerpo? ¿Son sus tatuajes y sus ojos de loca lo que te sedujo? Te has dejado crecer una ridícula barba, ya no eres cómo te recuerdo, como en aquella película con Geena Davis y Susan Sarandon ¡Ahora eres un bastardo! Yo te amaba Brad… yo te amaba.

¡Qué buena broma, chico!

Por Geraldine Chacón,
invitada de Guillermo Geraldo
Correo: geralpaty25@gmail.com
Web: www.gpchv.blogspot.com


Tomás no tenía idea de qué hacer. Estaba tan desesperado que no sabía a quién pedirle ayuda.

Ya lo había intentado todo, pero nada. Nada funcionaba. Nada alejaba al loco, ¡nunca lo dejaba en paz!

"Ya está bueno, vale", gritaba una y otra vez el pobre muchacho. Pero el loco nada que se iba. Claro, lo que pasa es que al loco le caía bien Tomás.

Ya nadie quería escucharlo, e incluso Tomás, su amigo de siempre, se estaba cansando y quería que se fuera. Pobre loco sin nombre.

Pero Tomás ya no tenía otra salida. Su mamá, su hermano y sus amigos le decían repetidamente que no entendían cómo se había aguantado al loco por tanto tiempo.

"Ay hijo, yo fuera tú le dijera que me deje tranquilo. Amablemente, claro, tú sabes."

"Tomás, dile a ese tipo que te deje en paz, qué fastidio, pana."

Ya Tomás creía todo lo que le decían. Tenía que deshacerse del loco.

Le preguntó a su tío, el más sabio de todos, y el viejo respondió: Oye, muchacho, ¿tú sabes cómo tienes que hacer para que un loco te deje en paz? Pues finge que vas a vomitar. Sí, mijo, eso funciona de maravilla. Tú te agachas y te agarras así, tal cual como si vas a vomitar, y luego haces ese sonidito tan feo, tú sabes, ese "buaaaj".

Júrelo, mijo, que el loco sale corriendo.

Si esta solución te parece extraña, tendrías que escuchar las muchas otras que había escuchado Tomás. Insólitas. Pero para quitarse a un loco, hay que hacer algo loco.

Por supuesto que lo intentó. Y por supuesto que no funcionó.

Entonces Tomás recordó a aquel profesor de colegio, que era tan brillante y tan buena gente, pero que nadie lo quería porque todos le sacaban siempre 01. Ése, ese es el hombre. Él tiene que saber cómo hacer que un loco deje de molestar.

- Oye, Tomasito, ¿eres tú? Chico, tú sí has cambiado.
- Dígame, En cambio yo a usted lo veo igualito. Profesor, tengo que decirle la verdad. He venido a pedirle ayuda.
-Ajá, ya sabía yo que no pasabas a saludar.
- El asunto es que desde hace un par de años, me hice amigo de alguien. ¡Y ahora ese alguien no me deja en paz nunca!
- ¡Qué buena broma, chico! Bueno, habla con él, razona. Razonando se resuelve todo en la vida.
- Es ese el problema profesor. Él no razona. Está loco.
- Ah bueno, ése es otro caso. Es más, hasta más fácil. Fíjate, convencer a una persona cuerda cuando tiene un ideal o pensamiento, es bien difícil. En cambio, modificar la mentalidad de un loco es fácil. La clave está en ignorarlo. Si está loco como dices, pensará que ya no lo ves y no lo escuchas, y ¡voilá!, va a pensar que no existe.

Tomás lo pensó por muchos días. La idea de ignorarlo parecía una buena solución, hasta que notó las cosas que eso implicaría. Entonces comenzó el pánico. Debió contarle toda la historia al profesor, para buscar otra solución. Decidió acercarse una vez más y preguntar:

- Disculpe profesor, ¿y si el loco es uno?

Triiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiin, sonó la alarma.

- Abre los ojos Tomás, ya es hora de que tomes tu Clorpromazina, dijo Mamá.

Mi manifiesto

Por "Honi-Tó", Abraham Torribilla
Correo: abrxhxm@hotmail.com

Para P.J
Algún día, en tu vida o en la mía, en tus sueños o en mis sueños, pasará.

El Encuentro

¿Dónde estoy? De verdad tengo hambre. He volado demasiado lejos. ¿Qué estoy haciendo? Ya ha pasado el tiempo y ni me he percatado de ello. ¿Sigues allí? Tengo sed, de verdad la tengo. Deliro y deliro y deliro y vuelvo a delirar, y de sólo una cosa estoy seguro, de tu nombre.

Camino por la calle y me ven como un don nadie. No tengo nada, ni un gesto ni una mirada, no tengo brazos ni piernas, ¿ilógico que pueda caminar? Ellos me ven pero yo no. Me he perdido, de nuevo. Escucho balbuceos, niños gritando, gente exasperada. Escucho el aliento, las caricias, los gestos, pero no logro escucharte a ti. La sombría y maloliente soledad de las palabras me dan cuerda y ni siquiera tengo manivela. Me sostengo para no hacerlo pero soy tan débil como un humano, necesito hacerlo.

Al verte siento las súbitas sensaciones del cielo y el infierno, tanto así que a veces no sé si realmente respiro o estoy muerto. Sólo hay una manera de saberlo: tu aliento. Primero siento que se estampa en mi rostro como la peor quemadura jamás hecha, pero, por una extraña razón, la cicatriz no queda en el rostro sino en el corazón. Luego, con deliberada vehemencia, zarandea mi estomago haciendo que se enhieste cada pate de mi cuerpo, trayendo como consecuencia la detonación y el ofuscamiento. Trato de razonar de vez en cuando. Y allí quedo yo, malherido y sin fuerzas, pateado, escupido y violado, pero no por ti, nunca por ti, es ella la que tiene la culpa, la vida. Otras veces definitivamente cruzo el portal y me pierdo en el mas allá, pero eso sucede cuando, después de buscarte en el edén de las hormonas, no te encuentro. Pero insisto, trato de razonar de vez en cuando.

No sé cómo fue pero sucedió. Todo viene de manera natural. Los razonamientos y las cavilaciones son las únicas cosas que nos distinguen de los animales, pero en tiempos de guerra todo se vale, incluso tomar un camino diferente. Cuando el cuerpo te lo pide esa es la única opción. ¿Por qué azotarse? ¡Hazlo, hazlo, hazlo! Me grito por las noche, y sé que tu también, ¿entonces? Pero no, no porque tú no eres un animal ni yo tampoco, hay que mantenerse bajo perfil para que otros puedan venir y chuparnos la sangre, mientras nosotros nos casamos y tenemos hijos, viajamos por el mundo y predicamos paz. Tomar caminos diferentes sólo ocurre en mi vida paralela, en el otro lado del espejo. En mi tierra soy el zar y se me debe respeto, te humillo a ti y a tus semejantes, y me concentro en crear mi ejército que se apoderará del otro lado del espejo con eslóganes que inspiren lujuria y remordimiento, porque así es mi vida y, casualmente, la tuya también. No me mires por favor.

Hace un par de años te vi. Me abofeteaste con tu sonrisa y me fracturaste las piernas con tu cuerpo descubierto. Vi el cielo. No obstante, la magia se presento y me sano cuando te acercaste y me saludaste. Me pediste un favor: me necesitabas y yo a ti. Seguidamente de ofrecerte mi ayuda, mientras caminábamos, mis sentidos se tensaron y por poco agarro un hacha del suelo y te rebano la cabeza como jamón serrano. Luego me beberé su sangre, pensé, el cuerpo me lo llevo a la casa y lo pico en trocitos para dárselo a las macotas, mi padre y madre, y de esa manera no quedara rastro alguno de él. Porque sí, quería aniquilarte, había llegado a un punto de mi inexorable condición de humano donde había rebozado la tapa de la esquizofrenia: eras tú o era yo, y sabía que antes de elegirme te elegiría y eso no me lo podía permitir, no. Pero no fui capaz de cumplir ningún atentado pues tú eras un ser más glorioso que yo, y era por eso, precisamente por eso, que te necesitaba.

Ya el vuelo se había prolongado demasiado, necesitaba aterrizar, pero los animalitos monocromáticos atisbados en la pintura no me lo permitían, cambiaban de forma llamándome mas y mas la atención, me hacían elevarme más… ¡por poco se dan cuenta! No, ellos jamás se darán cuenta ya que sus vidas son más luctuosas, ofensivas, escuetas y deleznables que la mía, yo era el rey de mi mundo y ellos eran los reyes de los sueños, eso es lo que toda persona se quiere y daría la vida por tener. Ya yo la di, la dejé en tus ojos cuando entre… y no sabes cuánto me arrepiento.

Una vez pasó y me repetí: ¿Dónde estoy? El cielo quema y en el infierno neva. Los cromañones son mis amigos y la rebeldía de las ninfas atenta contra mi devoción, como obligándome a que vuelva a la realidad, como induciéndome a la cordura. De nuevo, no sabía si respiraba o había muerto, hasta que un día, una vez más tú, me diste una respuesta, la más hermosa de las respuestas. Gracias, te dije. La velocidad de los rayos fue tan pecaminosa que no basto una colisión, hubo dos y hasta tres por hora, debilitándome, debilitándote. Nuestro encuentro estaba ya predestinado, en tu mundo y en mi mundo. Ya estaba escrito en la Biblia y en el Corán, en mi libro de mandamientos y en el tuyo, sólo faltaba la presencia de la chispa valiente. Y fueron tus ojos, esos que me bañaban en sangre, lo que hicieron cumplir a cabalidad los fallos inapelables del universo. Una línea asimétrica se dibujo en tu cuerpo, copiándose en el mío, seguidamente levantaste tu mano y yo la mía, yo era tu reflejo y tu el mío. No dijiste nada, ya todo lo había dicho la vida, solamente faltaba que nuestras bocas se conocieran para poder atravesar juntos el borde que se nos había tatuado en la frente desde pequeños y sin ni siquiera consultarnos.

Comencé a sentir algo inexplicable cuando el destino se cumplió. El dolor no entraba a mi mundo haciendo que la cocaína lo conquistara: todos mis esfuerzos habían sido en vano. Hubo guerras, desastres, muertos, heridos y desaparecidos, pero nada valió la pena: tú estabas allí. Decidí no quejarme y acostumbrarme, la única diferencia del antes y después estaba en mi mente y en mi corazón, del resto tú y yo éramos unos totales desconocidos. Las sombras andantes en nuestro alrededor eran el preámbulo de la diversión, parecían payasos del circo del Señor, y de hecho lo eran. Se lograban salvar unos cuantos, sin embargo, por lo menos lo que nos rodeaban a ambos, se iban a quemar en el mármol del infierno. ¡Qué maravilla!

Como decía, nos acostumbramos al juego macabro de la seducción psicológica. Te pedía que me llevaras colgando de tu cuello, como una medalla, luego, cuando nadie te viera, me metieras en tu boca y me dejaras allí hasta que tu piel se volviera azul y eso te encantaba. Por otro lado, tú me pedias algo similar, que te llevara enroscado, como un anillo, y que cada vez te diera mas vuelta para así cortarme la circulación y poderme mutilar el miembro. Simples juegos de niños aquellos, pero nos encantaban.

Y fue un día común, estando solos en la pradera, cuando sentimos que el mundo –el tuyo el mío y el de ellos– se nos venía encima, que nos percatamos que estábamos dispuestos a dar la vida por el otro…


El Acercamiento

Nunca van a atraparnos, no, ahora te amo.

Nos convertimos en escuálidos fugitivos. Todos nos buscan secretamente, cazándonos, haciendo que todas esas cosas rodaran por nuestras mentes, pero ya nosotros habíamos cruzado la línea y para realmente atraparnos ellos tendrían que cruzarla también… Pero no son tan tontos.

Mientras estaba junto a ti, nada me importaba.

Los días grisáceos que trae consigo la malvada incertidumbre los lográbamos despistar juntos; nos compenetrábamos, lo malo de todo era que siempre nos imponíamos un límite. ¿Por qué? ¡Si ya nos pertenecíamos! Éramos y somos honestos. Si esa honestidad no se hubiese aparecido en nuestro camino tú y yo ni siquiera habríamos nacido. Porque era así y no nos quejamos, entendíamos. Habíamos llegado a esta vida para sufrir nuestros males y los de los demás, teníamos que hacerlo para estar juntos, eso era nuestro destino. No había nadie a quien culpar, bueno, sí, a ella, a la vida, pero al final nos rendimos cuando no la pudimos encontrar. Escapábamos, corríamos, dejábamos todo, pero siempre teníamos que regresar, porque así no los imponía ella, y luchar contra un humanoide invisible es imposible.

Ni todos los ejércitos creados en mundos paralelos sirvieron cuando realmente se presentó la batalla. Perdimos. Ahora, volvíamos a estar golpeados, violados y tristes, pero ya no era culpa de nuestro cuerpo, sino de nuestra sonrisa.

Un día me contaste: nunca tuve la oportunidad de corresponder la atenta sensación que emanaba de tu rostro cada vez que me veías. ¡Tonterías! Pero sí, me daba cuenta. Era un juego, peligroso y estrepitado, como la vida, el amor, el arte y el sexo. No podía ni sabía cómo. También tu miraba me asesinaba y también yo te mataba. Era lo más macabro que había sentido en mi vida, lo más dulce y agrio… pero si tan sólo fuéramos nosotros los únicos habitantes del mundo. Las noches y los días se mezclaban en mi mundo cuando tomaba la decisión de huir de ti, porque sí lo hacía y hasta el día de hoy lo sigo haciendo. Eres mi destrucción, lo sabes ¿no? Pero ya, ya es tarde y estoy dispuesto quebrarme las piernas para llegar al nivel que tú has llegado por mí… Porque si vivir es pecado entonces que me condenen a la vida perpetua, pero a tu lado.

Fue tanta la intensidad de la alegría que no nos importó desprendernos de los modales, y todo lo aprendido en la escuela, para dejar salir el alma. Aprendí que realmente se puede volar, ir a la luna, ya nada era como uno de esos sueños surrealistas que tú me acostumbraste a soñar. La música era nuestra amiga y todo fluía, todo volvía a su sentido original. Nadie, absolutamente nadie nos miraba ni nos decía nada, porque todos estaban haciendo lo mismo que nosotros. Fue increíblemente agradable. Tu piel era suave al reflejo de la fluorescencia y mis bellos se erizaban cada vez que podía sentir eso. Te veía y te re volvía a ver. Eras el más bello ángel de mi mundo. Ya yo no era nada ni nadie, todo lo eras tú, me tenías literalmente en tus manos. De aquí a allá, de manera inconsciente o no, todo se revolvía en una extraña sensación que no se saciaba por nada, y yo quería más.

De aquella noche no recuerdo mucho, sólo lo necesario.

La luz no existía, sin embargo podía reconocer cada parte de tu rostro. Tu mano era tan blanca que pensé que ahora sí te había asesinado, pero así eras tú. No me conformé con sentirme volando, no, yo quería más. Y tú también lo querías, lo sé. Esperamos que el efecto de la inconsciencia se manifestara lo suficiente como para poder borrar del mapa a todos los demás, y así, de una manera tan brusca y angelical, le abrimos la puerta a la exagerada pasión tantos años encerrada en los barrotes de la naturalidad amaestrada. Al ritmo de la música, nos movimos lo suficiente como para sentirnos íntimos, solos. Así comenzó todo. Tú me querías y yo a ti, e insisto, te quería más que a la vida misma, porque de eso se trata la vida aunque la vida misma se niegue aceptarlo.

La violencia se hizo cargo de lo sucedió, y es que sólo ella lo podía hacer.

Particularmente no sabía qué hacer, regurgite todo lo aprendido hasta ese momento y nada, nada me servía, pero estaba dispuesto a continuar, pasara lo que pasara. Tal vez la cotidianidad haría acto de presencia eclipsando los sentimientos como todo el tiempo lo hace, ¡pero que más daba! Era muy necesario hacerlo, eso nos convertiría en un solo y aunque más adelante tú estuvieses en la tierra y yo en la luna, siempre, siempre íbamos a ser uno solo. Los golpes resultaban lo mejor sentido hasta esos momentos, pero no eran los mismos tipos de golpes que me propinabas cuando me mirabas, no, estos eran más intensos y dolorosos, cosa que me conducía a desearlos con más frecuencia y ritmo. No existía receta que determinaran los pasos a seguir. Por primera vez podía sentir tu cuerpo y tú el mío, tal cual como fueron arrogados en este mundo. Y sí, nos convertimos en animales salvajes y para nada nos dio vergüenza, pues tú, él y ellos también lo hubiesen hecho si hubiesen estado en nuestro lugar. Contra la naturaleza ni Dios puede.

Miles de años de desarrollo se nos presentaron paralelamente en el instante donde entraríamos en las entrañas del otro. Aja, por supuesto que fue temor, pero no temimos por la realidad ni por las personas, sentimos miedo por nosotros mismos, por esos sentimientos que van y vienen con el aire… con las palabras. Te dije: aguarda. Tú me contestaste: sólo si tú haces lo mismo por mí. Y desde ese momento dimos por seguro que pasaríamos el resto de la vida juntos.


El hecho

Hoy nos levantamos y sin importar qué pie pusimos primero en el suelo nos sentimos orgullo… ¿Tú que has hecho hoy para sentirte orgulloso? Seguramente nada pues eres como las mariposas, que te posas a cada segundo en una flor diferente para luego ir a desfallecer en el lado más deforestado del sendero de la vida. ¡Patético!

Los fantasmas siguen y seguirán rondado hasta el último día de nuestra vida, amor mío, pero ahora sólo nos reímos de ese hecho porque supimos superar la prueba más difícil: la pasión. Y es que lo que me hacías sentir no tenia descripción ni lógica; sabía que si algún día me llevaran al médico me iba diagnosticar la enfermedad más terminal nunca antes descubierta, y yo ya estaba consciente que realmente estaba enfermo, que tenía la fecha de mi muerte asegurada, ¡y ni hoy estoy seguro si vivo!, pero debo asegurar que el proceso sea lo más excitante y celestial de mi vida. Respiraba, comía, caminaba, sentía, dormía, escribía… todo lo hacía por ti, porque sabía que después que terminara de hacer todas esas cosas tú ibas a estar allí, esperándome con una de esas sonrisas que me hacían sentir dolor, que me hacían sentir vivo. Te idolatraba… era un tipo de obsesión metafísica. Y qué tontería es decir que estar obsesionado no es lo mismo que estar enamorado o muerto, ¡es lo mismo! Hay diferencias, pero en la esencia es lo mismo.

Incluso, antes de encontrarnos no poseía ni una onza de cordura, porque yo nací así, y me arrepiento, pero el arrepentimiento no es otra cosa que lo que el cuerpo no necesita, es decir, excremento. Hubo un momento donde me puse a contabilizar los errores que en mi vida a había cometido y tu apareciste como el más sustancial, eso me preocupó. Hasta pensé en abandonarlo todo. Te desprecie y deliré y deliré y volví a delirar, pero nada, no podía defenderme contra tu sonrisa. La locura ya me había incitado a cometer actos inhumanos y ya ni la muerte se aparecía por mi puerta como una posibilidad pues tú eras más fuerte. Te odio.

Pero, ¿por qué me quejo tanto si todos moriremos debido a la locura? Es cierto, mi locura no es igual a la tuya, pero ante de los ojos de los demás, y seguramente de Alá, es locura al fin, por lo que nos tocara el mismo nivel de sufrimiento… Un consejo: sé ignorante para que así no puedas distinguir qué es dolor y qué amor, ni para que puedas descifrar todo lo que dicen este montonón de palabras.

Ya no quedaba más que hacer, nada. Las cartas estabas echadas. Si hacerlo me alejaba de ti y no hacerlo también, prefería lo primero. Entonces, en el sueño más especial y simple que alguna vez pude haber soñado, todo pasó. Fuimos una sola persona en la tragedia, y no pensé en la palabra muerte, al contrario, necesitaba la vida más que nunca para prolongar ese momento hasta el infinito. Tú brillabas como el sol, tu piel blanca se tornaba de un color rojo sangre, y es que era la sangre convertida en deseo la que recorría por tu cuerpo a altísima velocidad: tu corazón estaba que estallaba. Me gustaba verte así.

Muchas veces había imaginado ese momento, he incluso antes de conocerte sabía que tú poseerías el rol protagónico: siempre fue tu cuerpo, tus manos, tus piernas, tu pecho, tus dedos, tu nariz, tus ojos… tu sonrisa rehabilitadora. Siempre eras tú. No sabía tu nombre ni nada, pero todo se debía a ti. Porque tú eras. Eres y serás la persona que soñé y soñare, la persona destinada para mí. Y así este sueño que hoy me he atrevido a soñar no sea realidad, sonreiré y llorare cada vez que me tope contigo, porque sentiré, volare, reiré, sufriré y sentiré dolor por ti, y eso será lo que me garantizara la vida…

Me he vuelto loco porque me he enamorado, y hundido en la locura esperare, en tu vida o en a mía, en mis sueños o en tu seños, que tu enloquezcas también para que todo se cumpla, porque sólo en la locura los sueños se cumplen. Amén.

Click para escuchar Bohemian Rhapsody, canción locamente lógica.

Una locura

Por José Alfredo Cedeño
Correo: jmerovingio.13@gmail.com
“Nunca puede haber amor sin locura, y viceversa.”

Es normal
que en esos domingos tan ociosos
en donde me relajo,
en los que me depuro con una taza de café,
me entretengo con los quehaceres,
y respiro aire fresco;
me dé por escribir tonterías en el cielo
y me acuerde de las tantas veces
en que replicabas con tanta dulzura
que quizá yo estaba loco.

Y es normal, desde luego
que después de eso, estando solo me ría
terminando de aceptar así, tu dulce replica
de que en verdad sí estaba loco.

Luego empapo de nuevo la taza con cafeína,
y sacudo la cabeza como diciendo: “No,
de verdad que parezco loco”.
Paso la hoja con dos sorbos,
escribo más y más tonterías,
procurando sacarle al hermoso silencio
unos cuantos versos de papel.

Es normal, también,
que después me detenga,
estire los huesos, la piel
y hasta el alma,
me truene los dedos
como sacándole mentiras,
me quede inmutable y sereno
por un momento
y sienta de manera muy leve
en un instante fugaz,
tan distante del pasado,
presente y del futuro
el virgen olor de tu presencia
sacando la silla para sentarte
a mi lado,
para mirarme así distraído
ausente de la ausencia,
del mundo, de la distancia,
de los posibles y los imposibles,
mirando mi locura, mi sonrisa gastada
y mirando que aun te miro.

Pero es normal,
que sin querer, luego,
el silencio desaparezca,
la silla vuelva a su sitio de origen,
yo ya no esté tan inmutable
y mi serenidad se espante;
me reviva en un suspiro
y sacuda la cabeza
mientras que noto que ya no te miro,
y el domingo termine siendo
otro día normal,
lleno de ociosos,
de tonterías y de locos.

Paranoia

Por Asdrúbal Alejandro Vargas
Correo: aava-17@hotmail.com
Web: http://mecanicautomata.blogspot.com


—Los puedo ver, sé que están allí, de hecho están en todos lados… lo que pasa es que yo los veo, y tu no, ¡pero están allí! Te lo aseguro, allí están…— La mujer mordía sus labios al hablar.

—¿Eeee estás segura, Misol? Mira que eso me da miedo, que me vean me da miedo, me da mucho miedo, ¿Misol, ellos me pueden ver?

—Estoy segura, Carol— La mujer de cabellos rizados se movió extendiendo su mano hacia la oscuridad de la habitación, tanteando el aire como si de algo palpable se tratara, buscando un ser invisible a tan solo metros del señor Valdemar el cual se babeaba en su silla de ruedas mirado a un vacío profundo— Estoy segura, porque yo los veo, y en ocasiones les hablo.

—¿Les pod podrías decir que no no se metan en los cuartos? O al menos no cuando yo esté— La chica joven torció la boca mirando alrededor imaginándose miles de cuerpos a su alrededor, un escalofrío recorrió su cuerpo al imaginárselos— Y que no me toquen tampoco ¡por orque los golpearé! ¡o o sino gritaré tan fuerte que todos los verán!

—Yo no puedo hacer nada, Carol ellos están allí, aquí y allá, están en todos lados… son como un torbellino de almas… todos los difuntos, son un torbellino y te absorben y no te dejan en paz— Carol comenzó a ver a su compañera de habitación de rabillo intentando cubrirse con los brazos mientras Misol comenzaba a bailar a su alrededor gritando, la chica joven asustada se limitaba a seguirla con la mirada mientras apretaba las manos, entumeciendo su cuerpo ante el temor— ¡Ellos te ven, son los muertos, son los muertos! ¡Todos! ¡Todos están muertos! Y nos visitan cada día, nos miran nos tocan— Misol se acercó a Carol por la parte de atrás y le susurró al oído— Son muertos, Carol, y te quieren a ti, Carol, ¿Qué harás, Carol? ¿Qué harás? ¿Correrás, Carol? No puedes… porque ellos están en todos los lugares, son miles— La voz de Misol bajaba progresivamente al tiempo que movía sus dedos señalando puntos inexistentes, mientras la respiración de Carol se aceleraba con cada palabra, los podía ver, a su lado, arriba en el techo, debajo de ella, mimetizados con las paredes del manicomio, todos los muertos, todos muertos con los brazos extendidos, un mar de colores, todo era confusión y caos— ¡¡Ellos están aquí, están aquí, Carol!! ¡¡te quieren, Carol!! — La mujer de cabellos rizados comenzó a hacer girar a la joven de mirada perdida mientras ésta observaba hacia el techo, y de pronto un grito ensordecedor, Carol en su desesperación comenzó a correr y a gritar mirando hacia el techo, sólo podía ver colores y seguía corriendo, dio de lleno con el señor Valdemar, el cual cayó de su silla de ruedas sin alteración y con la misma mirada perdida en el vacío, mientras que la joven tropezando con la silla dio contra la pared y cayó extendida al suelo en un ataque epiléptico.

—Eres mala, Misol, la asustaste, ella es nueva, no debías asustarla tanto.

—¡Tu cállate, Estiben, tan sólo eres otro muerto en un manicomio…!

Preso

Por Yoryo Galactico,
invitado de Letrasalitros
Correo: kaiazul@gmail.com
Web: www.letrasvagas.blogspot.com/

Hay cosas imposibles que he terminado pensado aquí mismo en esta oscuridad que no me dice nada
No hay paredes, no hay ventanas, no, mucho menos hay puertas
No sé dónde estoy, pero de algo sí estoy seguro y es que debo salir de aquí
Tengo que hacer algo para poder encontrar una salida, un punto de luz, una puerta hacia algún lado
No debo olvidar, sé que no debo olvidar quién soy
Mi nombre es Pablo y soy profesor
Mi nombre es Pablo
Eso es lo que no debo olvidar, eso justamente es lo que no debo olvidar, mi vida mi existencia depende de ese recuerdo, de ese extracto de lo que soy, lo demás vendrá por añadidura
¿Qué es ese ruido? Es como una gota que cae por un grifo, es como un susurro,
Debo arrastrarme hacia él, pero… ¿si me pongo de pie habrá algún techo sobre mí?
¿Habrá un techo bajo?
No debo perder la calma, mi cordura depende de eso, no debo perderme en el pensamiento
No debo tratar de razonar todo para darle una lógica porque ahí mismo perderé el sentido de alguna realidad
No siento humedad sólo está ese ruido, ese susurro que se me parece a una gota al caer
¿Dónde estoy, maldición? ¿Qué es esto que me ha pasado? ¿Cómo desperté en esta oscuridad tan absoluta?
Siento algo, hay algo, hay definitivamente algo que choca con mi pie es sólido, pero como melaza sólida
Pero no debo detener, alguien me metió en este lío, no sé porqué, pero lo hizo y aquí estoy, debo salir de aquí
Se escucha más cerca el ruido, el susurro es por ahí, no sé si es un arriba o un abajo pero sé que es por ahí, no debo detenerme, debo salir
Expandirme
Debo ir hacia algo que indique una luz, esas voces, esas voces
No, no existen, sólo existe la gota, sólo existe la salida, sólo existe la realidad que estoy viviendo
Hay, hay algo ahí, creo que veo una luz, es como un rayo, un as de luz, ¡es una salida! Es la manera de salir, debo ir hacia él, debo ir hacia la luz, debo expandirme
Mis pies no los siento, estoy vestido tengo zapatos, ¿tengo algo puesto?
¿Dónde carajo estoy, quién me ha traído aquí, qué es esto..?
Esa luz ya no es un pequeño haz de luz.
Ya no es el sonido de una gotera, no es un susurro
Es un as de luz
Es una salida
Es la hora de escapar
De irme de esta oscuridad
Ahí está, es hermosa, es bella es la libertad
Estoy seguro, es así, ahí debo conseguir el camino a la libertad
Es ése el sitio donde debo conseguir lo que aquí se me ha negado
Es ahí donde debo estar
No aquí, no en esta oscuridad no es este vacío
Esa luz
La conozco
Sí la he visto antes, es esa luz
Es ese sonido
Es ese susurro
Si sé que es, sé de dónde viene, se hacia dónde va
Sé cual es la salida
Es ahí, esta luz me envuelve
Esta luz me guía a ese lugar
Ese lugar en donde sé quien soy, ese lugar dónde en realidad soy
Sí, ahí están las paredes, las ventanas, las puertas e incluso esas personas, ellos
¿Pero quiénes son ellos?
¿Porqué visten así, qué llevo puesto?
No, esto no está bien
No está bien
Esto no está bien
Suéltenme, ¿qué hacen? Suélteme
No estoy loco, estaba atrapado ahí en ese lugar
¡Estaba atrapado ahí estaba atrapado en su mente!
No podía salir…
No podía salir…

Delirium tremens

Por Andrea Muñoz,
invitada de Samar Hokche
Correo: ancalexx3@hotmail.com

Locura fue haberte amado sin creer lo que me decían; fue poder amarte y odiarte al mismo tiempo, fue haberte amado incondicionalmente sin querer tomar en cuenta cómo me correspondías; locura fue haber disfrutado de esa realidad utópica en la que viví.

Locura fue querer ser ciega, cuando por fin pude ver la verdad, sabiendo ahora que tu amor por mí no fue certero y que sólo fui tu novia de papel; locura es querer recordar buenos momentos a tu lado, y por más haber buscado en las entrañas de mis recuerdos, no poder encontrarlos.

Haber caído en la incertidumbre fue el más grande momento de locura, cuando eras el que me producía esa confusión, y la solución era más fácil de lo que parecía, frente a mí había otro que con el tiempo descubrí que vale más de lo que en ese momento creí.

Locura fue haberme despertado con la más loca idolatría por ti; con el transcurso de la mañana estaba dudando, pura incertidumbre; luego, ya en la tarde me encontré curando mis heridas; y al finalizar el día, en la noche, me vi dándome la oportunidad de querer a alguien más; y ya antes de dormir, meditándolo me di cuenta de que le quiero profundamente…

Locura es no arrepentirme de lo que viví, sólo porque aprendí, es que ese alguien, me hizo caer en esta otra loca felicidad que hoy estoy viviendo.

martes, 22 de marzo de 2011

Llegó el gran día

Hoy nuestros amigos e invitados alzan su voz sobre las nuestras. ¡Queremos leerlos, queremos leerlos!

Tic que tac, señores.

Contar para dormir

Contar para dormir


Jessica Márquez Gaspar


Hora 32


Hubo tiempos más sencillos. Tiempos en que los problemas eran de plastilina, de plegados y de una felicidad construida sobre la ignorancia de la inocencia o la inocencia de la ignorancia. Aquellos tiempos, sin embargo, siguieron corriendo como los relojes y poco a poco se quedaron atrás con los calendarios. Hoy, donde habito, los problemas son monstruos reales, no de pesadillas nocturnas sino de la vida diaria.

Quisiera cambiar mi presente, pero no puedo: tan sólo mi futuro. El presente que vivo es el producto ya de mis acciones pasadas. O así lo expresé cuando escribía aquel cuento. Así lo sentí.

Hace dos días que no duermo. Cuando el insomnio te ataca, las fronteras entre la vigilia y el sueño se hacen cada vez más delgadas, se transforman en una forma de vida. Y mientras habitas en este espacio limítrofe los monstruos vienen a buscarte. Los de ayer y los de hoy.

Hora 36


El mundo se siente como un sueño. Nombres traspapelados, recuerdos olvidados y vueltos a recordar empiezan a remplazar mi presente, que es tan sólo sensaciones de colores, algunos olores, sobre todo a café, y una voz lejana, probablemente de mis profesores.

Ya no sé quién fui. Ni quién soy. Me siento como Jack. 

Hora 40


El tiempo se ha derretido para mí. La pantalla luminosa del celular ya no me ilumina, sólo me enfrente a la realidad de una madrugada insomne. Otra. Empiezo entonces a contar historias (y no ovejas), en un intento desesperado por ser alguien más y por dormir, aunque no sea yo, aunque no sea real.


Hace dos años las olas batían frente a ella. La inmensidad de un azul eterno le impedía pensar, tan sólo sentir. En un estado de paz, o algo muy parecido, se encontró incapaz de engranar reflexiones, pero con el burbujeo conocido de historias desesperadas, de relatos aún neonatos esperando ser: nacer. Cerró los ojos únicamente para dedicarse al sonido del mar, melodía jamás remedada por el hombre, pero que vive en su interior como las primeras canciones, como las notas internas de las pulsaciones y el ritmo vital de cada ser humano.


Entre sus latidos y la espuma que le rozaba la nariz, empezó la erupción de otra realidad, que no estuvo ni estaría nunca allí. Detrás de ella, la otra cara del Ávila se alzaba imponente. Nada se añora más que desde la distancia, nada se aprecia más que desde la ausencia. Así apreció ella a su querido mirador, al guardián de Caracas.


En algún otro momento del tiempo, probablemente en la tarde, en la hora de la siesta, una página en blanco se encontró con la historia. Y se hizo literatura. Amateur, inicial, aún más jóven, más inocente.


Como el Big Bang, su vida empezó. Empezó porque encontró un propósito, una forma de dialogar con el mundo, de interrogarlo. Porque encontró lectores y oyentes. Porque llegaron ellos, y él.


Desde entonces, ella inició un viaje sin destino, un viaje por el placer de viajar. Un viaje de maletas pesadas y livianas, de diversas paradas por la larga y agradable carretera que es la escritura, sobre todo cuando tienes grandes compañeros trotamundos.


Hora -


Mis párpados se cerraron. Mi respiración se hizo lenta. Mis músculos se relajaron. Mi mente, especialmente, dejó de retar al destino, abandonó el intento absurdo de encontrar respuestas y encontró, en cambio, las certezas de la felicidad de mi presente. El insomnio había sido derrotado tan sólo recordando. Recordando que en el pasado-presente-futuro (o algo parecido) están las claves de quién soy. La felicidad, entonces, pudo salir, encerrada como estaba por las dudas y el temor. Los monstruos más terribles, como diría Stephen, viven dentro de nosotros. Pero también las armas para vencerlos.

Hizo falta una historia para recordarlo. Cómo siempre él me decía. 





domingo, 20 de marzo de 2011

Víboras (II)

Previamente, en Víboras:

Visitantes blasfemos aterrizan en Andueza, estado Aragua, un pueblo casi rural. Un grupo de jóvenes descubren a la primera criatura y el precio que pagan por su curiosidad es el más alto.


2. Lluvia y Vergüenza.


Daniel, Isaac, Jairo y los demás muchachos ya tenían rato muertos cuando se desarrolló la discusión en la habitación del hotel. Habían sido jóvenes con esperanzas, con sueños e incluso alguno albergaba la fantasía de pasar a la vinotinto, irse a jugar a Europa. Pero eso ya no podría ser. Jamás.

Laura estaba sentada al borde de la cama con el celular en la mano. Afuera, una torrencial lluvia había violado al cielo, primero cayendo como una suave llovizna de vientos gélidos, luego con ímpetu, haciendo imposible divisar con claridad a la noche. Un relámpago, luego el trueno. Las calles de Andueza se encharcaron demasiado pronto y el aire se volvió pegostoso, caliente. Pero dentro de la habitación, el aire acondicionado zumbaba, acompañando al repiqueteo estático de la lluvia sobre el techo.

La pantalla del celular. El mensaje. Su esposo.

Esto fue después de que aquella criatura engullera la carne joven de los muchachos. Después de que Laura llegara a Andueza, durmiendo intermitentemente en el asiento del copiloto, sin conversar con César, ansiosa por terminar con un día tan ladilla como el que se avecinaba.

Pero ahora, era ella. Y el celular.

César seguía callado. Eso era lo peor.

Ya que todo se había descubierto, Laura se sorprendió al afrontar la realidad con resignación. Con firmeza. Sabía que el futuro de su matrimonio estaba en vilo, probablemente atrofiado y eso le hizo pensar en Augusto, su hijo de siete años, demasiado pequeño para notar que algo feo ocurría entre sus papás, demasiado grande como para no darse cuenta de que papi ya no estaba en la casa. Porque le darían la custodia a ella, la madre. César se marcharía por ahí, como hacen los hombres después del divorcio, y visitaría al niño que después se volvería un adolescente rencoroso con los dos.

Un mensaje de texto y la vida que conocía hasta ese momento había llegado a su fin. Mi reino por un caballo.

Se miró las uñas, tan cercas de la pantallita. El esmalte se estaba desconchando. Pensó en que ya tenía que pintárselas otra vez y, el verse pensando en ello, le dio un grosero acceso de risa. Fue entonces que sintió ganas de llorar.

—Sólo quiero saber —dijo César al fin, apoyado en el marco de la ventana—, ¿por qué?

Miraba hacia el estacionamiento, si bien no había nada qué ver. No importaba. En parte, se trataba de eso, de no verla.

Por mucho que se esforzara, César no podía dejar de pensar en aquellas palabras. Todo giraba en torno a aquel mensaje y al nombre que figuraba al final, el del autor. Diez años casados, él pensó que estarían juntos para siempre. Cerró los ojos con fuerza. La frase se dibujó dentro de sus párpados cerrados. “Cuando llegues” en letras de insípido digital, “voy besártela como a ti te gusta”. Se sentía como un puñetazo en la boca del estómago.

Laura, todavía en el borde de la cama, trató de contestar. Le faltó el aire. Encogió los hombros y levantó las manos. Empezó a llorar.

César se volteó. Aquello, su futura ex mujer llorando, fue la imagen más insultante que se le habría podido ocurrir. Ella no tenía derecho a sentirse ofendida. No tenía derecho a nada.

Casi tres meses atrás, estaban dándole los regalos de navidad a Augusto, cómplices en el secreto de Papá Noel.

Seis meses en el pasado, habían hecho el amor en el piso de la cocina. Sin saberlo, Laura había abrazado con fuerza a su esposo, le había lamido la oreja, le hundió las uñas en la espalda.

Eso fue antes de la infidelidad.

Por la ventana que César ya no veía, corría un hombre con las manos en el estómago. Cayó de bruces al suelo de sucio asfalto mojado. Se puso de rodillas, perdió las fuerzas y cayó de nuevo. La sangre fluyó, se mezcló con el agua de lluvia y se difuminó.

—¿Qué quieres que te diga? —dijo Laura— Fueron cuatro veces. Nunca en nuestra cama.
—“Nunca en nuestra cama”, ¿se supone que eso me haga sentir mejor?

Se paró frente a ella, taladrándola con una mirada que ella se esforzaba en evitar.

—Me mentiste, Laura. ¿Quién sabe por cuánto tiempo?

Quiso golpearla. Estaba mal, era un deseo repulsivo que lo convertiría en mucho menos que un hombre. Pero por dios, qué gusto le habría dado golpearla.

Ella lloró con los codos sobre las rodillas. Con una máscara hecha por sus manos.

—Por lo menos mírame a la cara y dime que no me amas —César se puso en cuclillas ante Laura—. Mírame. Termina con esto.
Le tomó las manos, desojando su vergonzosa intimidad, destapando un rostro de pómulos rosados y lágrimas ardientes.

—Dímelo, Laura. Habla.

Ella sentía la saliva caliente en los labios. Por un momento pensó en explicarle que no lloraba buscando simpatía. Pero ¿para qué?

En el futuro, ella descubría una escena que no tenía por qué estar ahí, sentiría el aliento de la muerte vomitado en su rostro. En el pasado, hacía los preparativos para un viaje. Un compromiso social, la fiesta de quince años de un amigo de la familia que vivía en un pueblo de la Venezuela no enteramente rural, no enteramente urbano. Si tenía que estar agradecida por algo, era porque la farsa se descubrió aquí, mientras su hijo se había quedado a dormir en donde la fiesta, con amigos y primitos. Dios, gracias por no haberle mostrado esto.

César se levantó y fue a la mesita junto a la cama.

—Voy a llamar al lobby para que te traigan un taxi —dijo, levantando el auricular—. No te quiero aquí esta noche. Tú verás para dónde te vas.

César marcó un botón. Otro. Sentía asco por sí mismo al actuar de este modo. Pero no podía ser de otra manera. Hizo la llamada. El hombre del lobby le dijo que el taxi estaría esperando en cinco minutos. César le dio unas indiferentes gracias. Colgó.

—Recoge tus cosas y vete —dijo.
—¿Qué querías que hiciera? —Laura volteó— ¡Dime! ¡Lo llevé de la mejor manera que pude! ¡Dime qué…
—A mí no me estés gritando.
—…tenía que hacer, César!

Ella se levantó. Antes había sido pánico y vergüenza. Pero ahora, ahora era ira.

—¡Tú no sabes lo que es esto! —gritó— ¡Llevar años de matrimonio sintiéndote incompleta!

No era ira contra él. Contra nadie. Pero necesitaba liberarla igual.

—¿Que no debí casarme nunca contigo? Lo sé, César, lo sé. Pero ya, las cosas pasaron.

César bajó la cara. Caminó hasta la puerta de la habitación. La abrió.

—Lárgate de mi presencia —dijo—. No pienso dormir una noche más con una puta lesbiana de mierda.

Así que ahí estaba. Lo dijo. Y con ponzoña, las palabras de un demonio y no del hombre que le había llevado regalos sin ninguna razón.

Laura recogió sólo su cepillo dental y lo metió en su bolso. Ya podría volver por el resto.

Salió de la habitación esperando otra estocada, un último insulto a la espalda. Pero no ocurrió. Salvo por el sonido de la puerta cerrándose, una puerta no de la habitación, sino de un estilo de vida que ya no volvería a ser.

No recordaría llegar al lobby. Tampoco subirse al taxi.

Era un carro viejo, de metal oxidado y sin pintura en las esquinas, amplio, con aroma a ambientador de fruta por dentro. El taxista, un hombre de gorra, bigote y panza, le preguntó a dónde iba.

—Lléveme a otro hotel —dijo ella.

Laura apoyó la cabeza en el cristal de la ventana, de la misma forma en que lo había hecho horas atrás, en el carro de su esposo. Las gotas acariciaban la lámina transparente, dibujando sombras irregulares en sus mejillas.

—Ya… ya va —dijo el taxista.

El carro paró. Se activaron las luces altas.

Laura miró, distraída, sólo deseosa de llegar a otra habitación, acostarse en la cama y llorar hasta que ya no le quedara nada por dentro. No tenía ganas de hablar con Camila. Es decir, la amaba, pero este no era el momento para su voz.

—¿Qué pasa? —preguntó débil y el taxista le contestó levantando una mano en señal de parada.

Adelante. En la calle. Algo que no podía estar ahí. Bajo la lluvia, tenía el cuerpo de una mujer entre dos tenazas. La criatura la tenía. No, no era una mujer, sino una muchacha. El taxista la reconoció, tapándose la boca con horror. Vieron cómo la serpiente blandió el cuerpo femenino, que ya goteaba un líquido más oscuro. La levantó hacia el cielo y ella alzó una mano con el índice extendido. Señalando quizá a dios. La víbora la estrelló contra el pavimento, donde la cabeza de la chica se abrió como un melón.
El taxista gritó, echó la espalda para atrás y hundió el acelerador. El carro tardó en ponerse en marcha, pero al hacerlo, lo hizo como una vieja mula que han sacado del retiro para arrojarla a un largo viaje. La víbora los vio. Se movió por impulsos, por estocadas al frente. De dos estocadas, estaba frente al carro. Con la tercera, saltó, quebrando el parabrisas, hundiendo sus uñas como clavos en la cara del hombre. El taxi paró y la víbora hizo otra cosa con el tembloroso cadáver del taxista, que ya no tenía la gorra. Laura no pudo ver qué era, pero sintió el líquido caerle encima. Creyó que era agua de lluvia y pensó, no de un modo coherente, que eso no tenía sentido, porque la lluvia estaba afuera del carro, no dentro.

Miró al ser que la miraba y sintió la malicia, el hambre de aquella cosa encerrada con ella.


viernes, 18 de marzo de 2011

Pedaleó, aceleró y voló.

Por Guillermo Geraldo

Me recogió cerca de casa de la señora Di Giacomo. La neblina profunda de donde emergen los muertos de los cuentos del Nonno, estaba a favor de nosotros aquella vez, escondiéndonos. No importaba el frío durante el camino de tierra, tampoco ese brinca brinca en la bicicleta al pisar las piedras que hace doler el coxis y los riñones. Llegamos a su casa y por primera vez la madre de Fabio no estaba en la entrada mandando saludos al General, si no durmiendo. Las llaves pasaron suavemente a través de la cerraduras y éstas giraron al son de un segundero. Entramos a hurtadillas, me había quedado en medias para hacer el mínimo ruido al entrar. No cabía la posibilidad de dejarnos ver por sus padres, que no lo dejaban llevar a casa a ninguna muchacha hija de militar. Fabio encendió una vela y pasamos. La luz temblorosa y tenue, me dejaba ver en la entrada de su cuarto algunos afiches propagandística de Garibaldi y Mussolini. El fuego se esfumó de un soplido y con ello un torpe beso llegó a mis labios. Los besos siguientes se fueron amoldando hasta el punto de mezclarse con los nervios y mi respiración agitada. Mis pechos avergonzados, a pesar de ser vistos únicamente por la plena oscuridad. Pechos, asechados por el martilleo de mi corazón que desesperado gritaba y golpeaba por salir. Finalmente poco a poco se hincó de rodillas resignado a la calma después del rato posterior a un orgasmo.

Pasó por mí en aquel Fiat rojo, haciendo el mismo recorrido que en la bicicleta. Ya había abandonado su sueño por ganar il Giro di Italia. La neblina, había pasado al bando enemigo y sólo era un estorbo y un obstáculo más para esquivar los ovejos a veces en mitad de carretera. En su casa ya no era necesario esconderse (a menos para entrar), para su familia era todo un privilegio tener a la hija del General Nicoliello en casa, por los tiempos de fascismo que imperaban, además que Fabio estaba inserto en la disciplina militar para ya entonces. Los resortes de su cama y la oscuridad de su cuarto los reemplazó por el brillar de las estrellas y los amortiguadores del carro.

Y pasé por casa de Silvia Fortunato, quien había comprado la casa a la señora Di Giacomo antes de que ésta muriera. Llevaba una bolsa de pan, que abrazaba para calentar mi cuerpo, en la ausencia de sus brazos, de su calor. Sólo temía que los cuentos del Nonno fueran verdades y que de las neblinas de la muerte saliera su rostro (el de Fabio). Su casa que había sido pintada de azabache como un símbolo a los camisas negras, no había sido pisada por mí bajo su nueva fachada. No estaba el motivo que me inspiraba a entrar dentro de aquel techo, éste sólo estaba presente día a día entre las paredes de mi mente, de mi anhelo por tenerlo. Los orgasmos eran productos de la imaginación y de recuerdos. El éxtasis que derivaba al acabar se había esfumado, y encontraba suplente en las lágrimas sobre mi rostro y el miedo porque muriera.

Escuché ese gruñido que emana del roce entre las llantas y la tierra, cuando se levanta el polvo. Ni me molesté en acercarme a la ventana. A los segundos un temerario golpeteo en mi puerta se escuchó. Me cogí una cola en el cabello y abrí. Un hombre quien fácilmente entraba en un vestido mío y de cara demacrada me sonrío, Estaba ahí, para morir haciendo el amor, para desnudarme por cada estrella existente, para no marcharse jamás. Pasaron los días. Entre la caída de las dictaduras, así quedó atrás la Belle Epoque, pero el calor de Fabio persistió, hasta el punto de arrugarnos y usar la cama para dormir abrazados con ropa.

El pan ya no es el mismo, recuerdo cuando los hornos eran de leña; la casa de la esquina no es ya ni de la señora Di Giacomo, ni de la Fortunato, si no parte de un Centro Comercial. Y nuestra casa; bueno, la de Fabio, ya no es negra, la pintura se ha desgarrado con el correr de los años y los inviernos. El frío es perverso. Ahora sólo deseo que los cuentos del Nonno sean verdad y en las noches entre neblinas salga Fabio para fundirme en un último beso.

jueves, 17 de marzo de 2011

Seguiré esperando

Los pequeños detalles. Lo importante fueron esos pequeños detalles. Repetía en mi mente, una y otra vez, pensando que tal vez llegaría a creerlo.

Once años transcurrieron. Supongo que era bastante tiempo para conocer a alguien, ¿no? Ni una eternidad bastaría.
Blanco, azul y beige, colores guardados al fondo de mis gavetas. Alusiones de una época más sencilla. Viene a mi cabeza tu nombre.

"Mi amiga del colegio", así te hago mención. Jugamos, estudiamos y crecimos juntas. Mi compañera fiel de los recreos. Compartimos sonrisas, trabajos, salones. Te contaba quién me gustaba. Intercambiábamos desayunos.

Pero llegó el día en que ya no me quisiste. Construiste entre nosotras barreras que yo no entendía. Repaso los errores, los vivo nuevamente. "De los errores se aprende", es el consuelo que me queda. ¿Qué hice mal? Nadie me supo explicar.

Te quiero preguntar tantas cosas, pero mis oídos se niegan a escuchar la verdad. Tengo mi propia versión de los hechos, el punto es que tengo miedo a que me la confirmes. Fui, soy y seré cobarde.

El último día, entre lágrimas, te dije "Gracias por todo", mientras te abrazaba. No mentía, te juro que no lo hacía.
Ahora te veo en fotos. No quiero decir adiós. Pero ya no somos lo que eramos. Cambiamos y nos apartamos. De vez en cuando ese "Hola, ¿cómo estas?" y el "Te extraño", de cortesía. Entonces solo queda la nostalgia.

Fuimos huellas en la arena, un rastro de amistad tan pasajera y superficial, que duele hasta el más tenue recuerdo.

No me arrepiento de haberte conocido, claro que no. Me ayudaste a crecer. Fui parte de tu pasado. Y poco a poco me convierto en simples memorias de tu infancia.
Ya otros sabrán cómo tenerte, y tener la dicha de ser queridos. Yo mientras tanto esperaré a esa niña dulce que me prometió hace un tiempo atrás ser amigas. Amigas por siempre.

El hundimiento de Jack

A Daniela y Daniel que revolotean en mi memoria
Hay un mar de secretos en cada corazón, quiso decir Rose casi al final de la película. Más allá hay cientos de conexiones absurdas que surgen a través de los años. Olvidos, mudanzas, viejas amistades: todo un sistema de defensa que vive en el cerebro que nos permite vivir sólo el presente.
Saber una canción de Mulato, tener el pelo un poco largo, los zapatos Skechers, como los de Santiago, el argentino, y decir que mamá había ido a la descarga Belmont era lo que mandaba. Igual todo se derrumbaba cuando Katherine (¿o era Kimberley o era Ekaterine?) decía que el pan con queso y salsa de tomate no era una buena combinación para el desayuno.
Aquella era una época onírica. Las conversaciones no profundizaban más allá de por qué Zulay pestañeaba tanto o de lo bueno que había sido el capítulo de Baywatch o el de De Sol a Sol.
Oriana está en una relación con alguien. Un chamo con tres amigos en común en Facebook. Alguien que no conozco, sin embargo siento alegría por ella. Tengo años que no sé nada de su vida. Quizá la última vez que la traté fue en segundo grado. Ella era novia de Ángel, un chamo simpático con orejas largas. Luego fui a la graduación de mi mejor amigo. Ella estaba ahí.
A mí me gustaba sentarme al lado de Daniela e Irene. También cerca de Daniel. Daniel y yo queríamos dirigir un periódico. En una clase, el profesor dijo que escribiéramos un cuento. Yo conté la historia de varios Santas de planetas. El salón entero río. Daniela río, Irene también lo hizo.
El profesor dijo que yo tenía madera para ser escritor. Ahí me llenó la cabeza de ideas salidas de un manual de psicopedagogía para estudiantes de 4to grado. Muchos niños se creen todas las mentiras que les dicen. Otros se tatúan marcas con palabras aleatorias, escuchan consejos que los definen que se vuelven irreversibles.
Dos años antes vi a Irene en una discoteca. Era 28 de diciembre. Tenía mucho tiempo sin verla. Estaba igual. Más grande: universitaria. Cambiamos teléfonos y con un “estamos en contacto” terminó la conversación que desembocó en una silenciada amistad por Facebook de compartimos tales amigos en común.
Irene me hizo la primera pregunta incómoda de mi vida: “¿quién te gusta?”. De niño a uno siempre le gusta alguien. Revelarlo no siempre era lo más adecuado. “Dime, no le digo a nadie”, dijo Irene, “por favor”.
La infancia era como jugar “el amigo secreto” eternamente. Una especie de misterio por descubrir un regalo que llega en la adultez. ¿Quién seré? ¿Obtendré lo que quiero? ¿Tendré lo que anoté en el papel? Decepciones y felicidades eran repartidas aleatoriamente entre los alumnos de cuarto grado al azar de la responsabilidad de otros.
Oriana Fermín era amiga de Lía, que vive en Paraguachí, cerca de mi casa. Pero también era la mejor amiga de Ixchel, que alguna vez fue mi mejor amiga; por lo que el “Oriana está en una relación con…” me recordó a mucha gente. Ése era el núcleo de la conexión que se esparció como un líquido que recorre la forma de una neurona por toda mi memoria.
Así apareció Paula Ortíz, María Morao, Hassan, Arianna Dagna, Pablo —Pachito–, Rubén —a quien saludé a los 11 años en los carnavales de Juan Griego y ya no se acordaba de mí—, Ariana, Mariana, Jens —el hijo del alemán y Juana, la cubana—, Roxana, Devananda —que era bueno en fútbol y a quién llamábamos "banana" por ser unos carajitos—, Martín, Mario —que no recordaba bien el español—.
“Me gusta Daniela”, le dije a Irene. Inmediatamente supe que había cometido un error. Me paré y me fui. Irene le dijo a Daniela. Al día siguiente Daniel sabía. Yo se lo confesé en el transporte. Me había dicho que era un error. Yo asentí. Me había quedado sin secretos. Caminé, al otro día, en el recreo del colegio y la encontré. Irene no quería hablarme. Le dije que se había equivocado de Daniela. Que no me gustaba Daniela Méndez, mi amiga, la chama que me había invitado a su fiesta: la única a la que había ido desde que en 2do grado fui a la de Jessica, la hija de los franceses de El Tirano. Que me gustaba era Daniela, la del transporte, la de quinto grado, la única chama de quinto que me hablaba. Que era igual de bonita, simpática, pero que no cantaba la canción de Titanic en perfecto inglés como su mamá le había enseñado.
Fue un fracaso. Nunca aprendí a mentir.
Daniela Méndez” escribí en Facebook. 4 amigos en común. Una foto de perfil que insinuaba que no había cambiado en nada y lo demás privado. Yo hubiera hecho lo mismo. Alejandra Raga me dijo que se había ido a Suiza, se lo pregunté por el chat de Facebook a la vez que exhumamos historias que parecían que no iban a salir hasta el día del juicio final: clases de computación, el manduco, Titanic.
Manuela, la novia que tenía en esa época, 12 años después (y no 20 como dijo Alejandra) intercalaba canales mientras el juego de la vinotinto no terminaba de empezar. Ahí Jack le decía a Rose qué debía hacer si se salvaba. Céline Dion aprovechó el instante y sacó un montón de cosas llenas de polvo.
En la hora de almuerzo del trabajo, me provocó decirle a Alejandra vayamos y tomémonos un té. Vamos a contarnos historias de hace 20 años o 12 años. Busquemos a Santiago, JavieraJoselvis, a Luisalba Gamboa, Leomar, Adriana, Marcos, Omar, el hermano de Shaquim, la otra Alejandra: Alejandra Albornoz, a Daniel. ¿Y Daniel?, ¿Cuál era su apellido?, ¿lo recuerdas? Pero no salió nada de mis dedos.
Al año siguiente, el nuevo director abrió la puerta. “Este es el nuevo”, dijo. Y dos chamas al fondo dijeron “Moisés”. Más nunca pregunté por nadie hasta que vi el estatus de Oriana Fermín.
Ahora sólo quedan recuerdos, ganas de saber qué pasó contigo. ¿Cuántos hijos tienes? o ¿Sigues viviendo con tu mamá? Vamos a tomar un té, vamos a dar una vuelta. Salgamos de esto y volvamos a vernos en 20 años cuando el estado de Facebook de otra persona cambie. ¿De verdad no quieres averiguarlo?
Moisés Lárez

miércoles, 16 de marzo de 2011

El Lagarto Terrible




La ciudad amaneció de malas, me puse los pantalones y desperté con la amarga sensación de que este será un día de mierda, ya me había acostumbrado a la idea, cuando en la sala encuentro a mi hermana, sin ropa, curando una herida enorme en la rodilla, donde se podía ver los músculos.
- Fue una accidente de trabajo, me dice. -Sin aparentar mayores molestias, como si una rotula expuesta fuera cosa común-.
- Eres una arqueóloga. -Le dije horrorizado-.

Esta es la historia de como mi hermana llevó un dinosaurio vivo al patio de mi casa.

Yo siempre estoy listo para cosas triviales: una fotocopia mal sacada, un enredo en la cafetera, bolígrafos sin tinta. Pero, desde que murió papa las cosas han sido diferente, poco a poco, me he sumido en un extraño letargo donde solo mi hermana podía sacarme una sonrisa. Hace dos años que me mude a esta quinta, un cubil miserable con dos ventanas que daban hacia una pared, una cocina sucia y mi cama con una pata menos que remplazo por dos ladrillos apilados.
-Eres un idiota, Manuel.
- ¡Maldita sea, Manuela! ¡Vamos a un hospital!

Mama la llamó Manuela en honor a mi abuela, ella nació primero, luego nací yo y mama murió. papa me llamó Manuel porque no se le ocurrió otra cosa, luego se murió de soledad, hace un par de años. Estudie informática porque no me gusta salir de casa, hablar con la gente me aturde y perdí la virginidad cuando tenía 23 años. Manuela estudió arqueología porque le gustaban los huesos secos. Es todo.

- ¿Como te hiciste eso?
- Trabajando en el laboratorio.
-¿Te caíste?
- ¡Oh no!. fue un espécimen.

Hace dos meses volvió del Chad, habia viajado junto con un equipo de la U. de Wisconsin buscando un ejemplar de Aetheopicus para un museo en la misma Universidad, es un raro fósil que tenia una cresta sagital enorme. Se extinguió porque era parte de una calle ciega evolutiva. Cuando me lo dijo pensé en mi y en los huesos de papa muerto. Una vez le pregunte si ella podía exhumar a papa en caso de ser necesario, me dijo que solo si resultaba ser un espécimen raro. Papa era un persona muy común. Nunca le volvería a ver y ella tampoco.

- ¿Te tropezaste con un hueso y caíste de rodillas?
- Oh no, el me mordió cuando trataba de traerlo, uy no me toques que me duele.- Se quejó, mientras le vendaba la rodilla con una sabana limpia-. No quiero ir al hospital. Empezaran a preguntarme cosas y tendré que entregarlo.
- No inventes ¿entregar que? ¿el espécimen? - le pregunte, alterado-
- Claro, ¿que mas, sino?.
-No sé de que hablas Manuela. ¿estas consumiendo otra vez?
-Sabes que no. Deberías ir a verlo, pero ten cuidado.
-¿ver que? taradita.
- El dinosaurio. Esta en tu patio, se me escapo del kennel.
-No existen los dinosaurios¡ - claro que existen, por supuesto que lo sé y lo recordé porque mi hermana vive de ellos. Pero no vivos. Asumí que estaba equivocada, solo en términos genéricos- ¿seguro no es un cocodrilo?.
-No seas idiota, anda a ver y si puedes metelo en su kennel.
- ¡No meteré al dinosaurio en el Kennel! - no podía creer lo que estaba diciendo- ¿que tal si me muerde?.

Hace 20 años, papa nos leyó que hace 350 millones de años, habían reptiles gigantes en la tierra, que pisaban a nuestros antecesores que eran animalejos un poco mas grandes que un ratón. Yo no le creí pero mi hermana quedo maravillada. Creo que por eso se puso a estudiar arqueología y yo computadoras. Luego papa murió y nunca volvimos a ver el libro de donde sacó la historia.

- ¡ Anda a buscar al dinosaurio, Manuel!
-No Manuela, no! Ahí no hay dinosaurio. Solo están las matas, el tendedero y un montón de chatarra que dejo tu ex-esposo.
- debe estar asustado, escondido entre la chatarra. Por favor, ve a buscarlo. Yo vine con Gustavo para esconderlo en el baño, pero luego, cuando él abrió el kennel, el animal se escapo y le araño la cara, salió corriendo y me dejó sola. Luego se fue al patio.
-¿Gustavo?
- No, el dinosaurio. Pareces imbécil.
- ¿Viniste con tu ex esposo a dejar un dinosaurio en mi baño? ¿en la madrugada?

Una extraña sensación parecida a la ira me invadía, como si me hubieran mentido y ahora, con la verdad en las narices, me siguieran mintiendo. Cuando papa y mama se separaron, empece a consumir marihuana para olvidar un poco el letargo, luego se unió Manuela y ambos nos olvidábamos de todo, mientras en el equipo sonaba Kurt Cobain y las notas erráticas de Nirvana. estábamos tan tristes, tan defraudados. Con la ira malsana que nace de la impotencia de las cosas, todo era ajeno, todo.

- Por favor, Manuel. Busca al dinosaurio -empezó a sollozar- ahorita vendrá Gustavo, seguro que ya llamó a la policía para que vengan a buscarlo, ellos lo matarán. No comprenden nada, por favor.

Había mucha sangre en la sabana que había usado para cubrir su herida. Ya no manaba tanta sangre, pero las manchas quedaran por siempre en la sabana y la tendré que botar. Hace dos días que me despidieron de la empresa y seguramente ya no habrá con que pagar el alquiler a fin de mes. Sería un problema si viene la policía, encontraran la marihuana expuesta en la cocina y el suelo lleno de sangre. Pensarán que he violado a mi hermana, ella tiene razón, ellos nunca comprenden nada.

A lo lejos empezaron a sonar unas sirenas, se acercaban peligrosamente.
-¡vienen para acá! ¿ves? sal a buscarlo. - Manuela me agarro del brazo, mientras me miraba a los ojos, era serio- ya vienen.

Me paré y fui a la cocina a agarrar una escoba, si me atacaba un dinosaurio podría morder el palo, aunque no estaba demasiado convencido. Las sirenas estacionaron sus aullidos frente a la casa, podía sentir los pasos de Gustavo acercandose a la puerta.

- Un palo de madera ¿esta bien, verdad? digo, ¿es muy grande el dinosaurio?
- como del tamaño de un perro mediano.

Toc, toc, toc. Tocaban la puerta.

- ¡sal! ¡ rápido!. Anda a buscarlo.

fui al patio y me pare en la entrada. Me puse a recordar a papa y a mi perro muerto que enterré hace meses aquí, esperaba que el dinosaurio no hubiera tenido hambre y lo hubiera desenterrado para devorarlo, igual no podría reconocerlo como comida, pensé. Tenia ganas de preguntarle a mi hermana, pero tenía un dinosaurio que atrapar.