miércoles, 25 de enero de 2012

Estrella no fugaz

Por Gabriela Valdivieso

Como todas las mañanas, despertó apurada por anotar su sueño: En Roma, minutos antes del evento más esperado de su vida, su hermana le entregaba en préstamo un prendedor azul cielo. Ella se lo ponía apurada porque desesperadamente necesitaba cantar al unísono con su amor: ¡Acepto!

Pero había despertado, y con el despertar, la había empapado la conciencia de que su futuro esposo es por ahora su ex. Cerró su libreta y abrió en cambio su notebook. El sitio web Losarcanos.com arrojaba su designio del día: " Debes aprovechar el solsticio para tomar la rienda y asumir acciones productivas en tu vida interpersonal. Los miedos han de cerrarse sobre sí, la peligrosidad ha quedado atrás. Pasiones al rojo vivo encienden el terreno amoroso".

Boquiabierta chequeó el horóscopo de su Leo: "La influencia de Venus favorece el plano sentimental, entras en un ciclo de madurez emocional. Viejas historias del pasado resurgen con fuerza, atento que estás vulnerable. Cuida tu garganta".

Eran demasiadas más señales de las que necesitaba. Incluso, era lunes primero, fecha de inicio y aventura. Manejaba su agenda al derecho y al revés y lo sabía libre, librísimo para ella. Envalentonada por las promesas astrales, discó "Leo" largamente hasta que apareció al otro lado de los cables mundiales la voz que algún día gritaría "Acepto", pero que esta vez decía "Aló".

-¿Como que aló?, ¡soy yo!
-Hola, Mariela.
-Hola, Sebas, ¿cómo vas, qué haces, qué vas a hacer?
-Eh, voy a visitar a mi tía.
-Ah, Carlita, sí, qué pena, ¿cómo sigue?
-Bien, pero quiero verla.
-Claro, pero más tarde, si vas ahora te dirán que las visitas son a partir de las doce.
-Sí, es que antes iré a buscarla moto.
-¿Se te olvidó que Juan Pablo no va al taller los lunes?, ¡qué memoria, Sebas!
-Sí, se me olvidó, entonces aprovecharé de pagar VTR, que ya tengo cargos.
-Sebas, ya tienes la tarjeta de códigos verificadores, puedes pagar por Internet, es refácil, te metes en...
-Sí, ya, es verdad, se hace rápido.
-¿Entonces estás libre? Porque sabes que tenía en mente que nos tomáramos un helado de pistacho con chocolate que tanto te gusta.
-Es que quería terminar de estudiar para mañana.
-Cualquiera cree que tú estudias en las mañanas. Anda, vamos por un helado.
-Ya.
-Ah, sí, ¿ya? Al tiro me arreglo, ¿nos vemos en Fragola en quince minutos entonces? Ay, perdona, no te pregunté si te desperté, sé que los domingos carreteas, ¿te desperté?
-Ya estoy despierto.
-Uff, qué suerte, bueno, no te hago esperar, me alisto, nos vemos al tiro. Ah, apúrate para que te dé tiempo de pagar VTR.

Colgó sonriente, pero no podía celebrar, ¡apenas si le alcanzaban los minutos! Se alisó un poco el pelo para estar flexible y manejable para un leo dominante. Se maquilló sus pecas colorinches, se puso aquel vestido naranja renacer y se puso los aros que él le había regalado. Se dirigió a la computadora de nuevo y en dos minutos repasó lo que sabía: Sebas es independiente, egocéntrico, nostálgico y sensual. Ya. Se puso zapatos bajos para no intimidar a su amado y apuró su paso hacia el encuentro dulce y fresco en Fragola.

Lo vio sentado en una mesa, alzó el brazo para que la viera, pero justo volteó a otro lado. Se sentó en frente y lo saludó radiante, "Hola, tú".

-Hey –contestaba su leo.
-¿Qué tal, cómo te ha ido?
-Bien.
-A mí también, por suerte -empezaba a jugar con sus cabellos-. ¡Ay, no sabes lo que me encontré el otro día!

La mesera interrumpió. Él se pidió al fin un helado con tiramisú y manjar. "¡Todo menos predecible!" y ella acertó por tentarlo con Pistacho y Tres leches.

-Ya pues, te digo que me conseguí el llavero de Pucca, ¿te acuerdas?
-Sí.
-Que me la regalaste en el evento de Animé, ¿te recuerdas? Que debíamos ir disfrazados. Tú ibas de Naruto, así que, ni modo, me tocó ir de...
-Sakura, sí –se aclaró la garganta.
-Sí, cómo nos tomaban fotos, ¿te acuerdas? Y nos pasaron apenas una, tu amiga Luisa, tan bonita.
-Sí, es verdad.
-Y dime, ¿te acuerdas de lo que hicimos después?
-Sí, Mariela.
-Sí que sí, que fuimos a La Maison, a la habitación 88. 88 infinito, dije.
-Dijiste.
-Y reíste.
-Reí.
-Y nos besamos, ¿te acuerdas que nos besamos?
-Sí, pero Mariela.
-Nos besamos y más.
-Sí.
-Y luego nos abrazamos.
-Mariela.
-Y viste televisión, te gustaba ver tele después, qué loco.
-Mariela… - se aclaró la garganta otra vez.
-Pero a mí no me importaba porque un león debe siempre moverse a sus anchas.
-¡Mariela!
-¿Qué? ¿Recuerdas todo esto?, yo a veces recuerdo muchas cosas.
-Recuerda que se acabó.
-Pero la muerte es el único final irremediable.
-No todo debe reanimarse.
-Los mejores finales son abiertos. Como en las películas, ¿recuerdas cuando vimos...
-Mariela. No quiero saber nada de películas. No quiero comer dos sabores de helados solo porque todo debe ser par, no me quiero sentar siempre de cara al sol aunque sea mejor para el no sé qué, no soporto ese brazalete rojo contra la envidia, me da nervio el cuarzo en tu refrigerador. No quiero saber más mi número del día, ni mejorar la energía que proyecto. Te quiero, pero no quiero llevar dólares en la cartera ni regar la mata de la suerte que me plantaste en la terraza. No quiero más, perdóname.

Se fue y dejó su helado derritiéndose. Ahí en el calor sofocante.

Miró alrededor y se sintió tan estúpida. ¡Ciega, mil veces ciega! Cómo había dejado de percibir al pájaro negro sobre el toldo, a la mesera pelirroja e incendiaria, o a su punzante dolor de garganta. Debía haber echado atrás sus intenciones. No siempre se gana y mil veces las señales se contradicen entre sí. No aprovechar cada señal es lo mismo que desatenderlas todas. Había fracaso por su ímpetu insaciable.

Recogió sus energías. Apretó adentro sus frustraciones y se mimetizó con la cordura. No tenía sentido procurar retomar el agua derramada. La bruja le había dicho que Sebas iba a ser suyo. Debe dejarlo tranquilo. A un leo no se le puede cercar, debe respirar su espacio y su tiempo. Ella debe dominar sus impulsos arianos y darle tiempo al tiempo. Hay que confiar, carnero, confía.

Respiró profundo y canalizó sus energías. En lo inmediato, debía ocuparse mentalmente de algo más urgente que su boda: mañana tendrá una entrevista de trabajo. Ya tenía preparado el cristal del collar para infundir confianza, ya tenía tres copias del currículo, tres de tensión iniciadora. Por Facebook y Linkedin sabía que su entrevistador era capricorniano, gracias a Dios. Todo saldría perfecto, siempre y cuando su ascendente no fuera libra. La vida no podía hacerle eso, ¿verdad? No en el día de Marte, su planeta...



viernes, 20 de enero de 2012

El Hombre Malo

Por Victor Drax


El hombre tardó en encontrar una posición cómoda sobre la silla. Luca se le quedó viendo: se pasó las manos por el pelo, miró por encima del hombro, revisó las esquinas con la mirada, cruzó las piernas, las descruzó, se rascó la cara, se miró el reloj de pulsera.

—Se me hace tarde —dijo—. Tengo que irme a trabajar. Pero es que ese es el problema, doctor, me persiguen. Me persiguen. Volteo y no están ahorita, pero cuando salgo a la calle, están entre la gente, a veces me monto en el autobús y van en los asientos, o en la gente que sale del metro. Me llaman por teléfono a la casa. Me salen en los sueños. No entienden que yo no los…

Otra mirada a las espaldas. Se inclinó sobre el escritorio. Susurró.

—Yo no los maté, doctor. Coño, coño —se descompuso, gimoteando con la cara entre los dedos—, yo no los maté.

Luca se metió la mano dentro del bolsillo de la camisa, por debajo de la chaqueta. Sacó un cigarrillo, se lo llevó a los labios. Encendió.

—Mire, el problema es que son muertos del once de abril. ¿Se acuerda? Claro que sí, el golpe, el golpe a Chávez. Creen que yo salí a la calle a echar plomo y los maté. Pero yo ni estaba en Venezuela. Yo no tengo nada que ver con eso y no me dejan en paz. Todo me sale mal, mi… mi suerte es de lo peor. Los siento escupiéndome en la comida. Cuando me baño, cierran la llave del agua caliente. A veces cierran la fría. Yo traté de decirles, “yo no fui, déjenme en paz, yo no tengo nada qué ver”, pero no me hacen caso. Se ríen. Tienen tiros en la cabeza, en la cara. Cargan franelas políticas o banderas de Venezuela, doctor, me están volviendo loco. Yo lo que quiero es que, mire, yo lo que quiero es…

Luca levantó la palma.

—No llores —dijo. El cigarrillo le bailó en la boca.
—¡Coño, doctor, pero es que yo no los maté!
—Lo que hayas hecho o no, es cosa tuya. Si tienes la plata, estaré encantado de ayudarte. Si no, yo te sugiero que te compres unos tapones para los oídos. Hay gente que aprende a vivir con muertos encima —chupó del tubito de nicotina, haciendo al extremo convertirse en un sol sin galaxia—. No literalmente.

El hombre calló, asimilando las palabras como a una cachetada. Se metió la mano en el pantalón y sacó un bloque de papel envuelto en una liga. Desenvolvió el bloque y descubrió un fajo de billetes (con otra liga).

—Seis millones —dijo—. De bolívares viejos, seis mil de los nuevos.

Luca estiró la mano, le quitó la liga a los billetes. Contó.

—No son nada más los muertos del once, doctor. Son los del once, el doce, el trece. Todo el que se murió esos días. Me persiguen. Yo he pensado hasta, hasta lanzarme al metro. Pero me dijeron que lo que querían era eso, que yo me muriera para poder arrastrarme. Me quieren llevar, no sé adónde. Que no descansarán hasta que yo pague, que sufra como ellos han sufrido sin encontrar descanso. Mire, yo he hablado con paleros, con santeros, me fui pa’ allá, pa’ Barlovento, pa’ Virongo, con brujos de toda clase y me dan que si remedios, polvitos blancos o… unos rituales que no sirvieron pa’ un coño, hubo un negro que me dio un aceite para que me echara encima y eso los molestó más. Fue por desesperación…
—Coooño, perdí la cuenta —el cigarrillo tembló otra vez entre los labios—. Trata de callarte un momento.

El impulso del hombre a levantarse de la silla quedó clarito. La moción no hizo eco en su conciencia, se volvió a sentar. Se sostuvo la frente con una mano.

—Claro, doctor, perdone.

Luca Aleggio duró cuatro minutos contando la plata. La contó dos veces, con una ligera inclinación de la cabeza. El hombre entrecruzó los dedos, alzó las cejas, revisó el celular.

—Aquí falta plata, chamo —dijo el doctor—. Cinco quinientos.
—Es todo lo que pude reunir. Yo me comprometo con usted a que…
—¿Quién te refirió?
—¿Cómo?
—¿Quién te refirió, quién te dijo que vinieras?

El cliente contestó con la barbilla pegada al pecho. Parecía un perro al que regañaban por vomitarse en la alfombra.

—La señorita Pilar Monterroso.
—La señorita Pilar Monterroso —Luca abrió una gaveta del escritorio y sacó un grueso volumen de tapa dura. Cayó ante él como un bloque. Abierto, el doctor buscó pasando las hojas de ese primo lejano del libro de contabilidad. Al llegar a una página, apuntó al papel con el índice y fue bajando hasta detenerse—. Aquí. Un trabajo fastidioso, pero pagó bien.

Cerró el libro y lo devolvió a la gaveta. Inclinado sobre el escritorio, preguntó:

—¿Ella no fue lo suficientemente clara con respecto a mis tarifas y modo de pago?
—Sí, doctor, pero es que estoy desesperado, de verdad se lo digo…
—No lo suficiente. Yo no trabajo así.

Poniéndose pálido y con los labios ya secos, el hombre se quitó el reloj de pulsera, apresurado como si se le hubiese puesto al rojo vivo.

—Acépteme este reloj, doctor, por favor.

Luca lo recibió, estudiándolo a continuación en la palma de su mano.

—Esto no cuesta quinientos. ¿Cómo es que te llamas tú?
—Horacio, doctor. Mire, eso es todo lo que tengo ahorita. No puedo esperar más.
—Excelente —otra calada al cigarrillo, se lo quitó de los labios y lo dejó entre los dedos, haciendo al humo danzar como una serpiente etérea cuando gesticulaba con las manos:—. Al salir de aquí, agarra a la derecha. Sigue full hasta un puesto que vende jugo de naranja. Al girar la cuadra, hay un farmahorro. Cuarenta lucas unos tapones para los oídos. O puedes ver qué te dice un arepólogo.

Horacio se pasó las manos por la cara, dejándosela brillante y húmeda. Parecía que tenía algo sobre la nariz que no se podía quitar y resolvió dando un puñetazo sobre la mesa.

—¡Doctor, no voy a aceptar esto!
—Lo del arepólogo es en serio, de verdad existe.

Horacio se levantó, contempló al hombre que le dijeron que podía resolver sus problemas si contaba con el dinero necesario y salió de la oficina. Luca abrió otra gaveta y extrajo una agenda café. Anotó todo lo referente al potencial cliente: nombre, apariencia, quién lo refirió, naturaleza del problema y solvencia. Cerró la agenda, la devolvió a los confines del escritorio y sacó la novela que leía. La Hermandad, de John Grisham.

Se abrió otra vez la puerta de la oficina. Horacio, en su delgada, pálida y sudorosa gloria, con el celular en la mano. Luca temió, por un momento, que el hombre se sacara una pistola de la espalda, la clase de estupideces que hacen los ignorantes cuando están asustados. En vez de eso, dijo:

—Acabo de hablar con un primo. Me dijo que me tiene la plata para ya.

Luca sonrió y sacó su agenda café.

—Magnifico, Horacio, esa es la actitud correcta —anotó.
—Necesito que me haga este trabajo ahora, doctor.

Horacio lo vio revisándose el reloj.

—Ok —dijo. Cerró la agenda, la metió en su cuna y se paró—. Voy a hacerte un cliente satisfecho.

Tomaron el metro. Antes de entrar, Luca recibió el bloque de papel y le explicó a Horacio que tomaba todo el dinero antes de empezar a trabajar. Si el primo no estaba con la plata, él se iba, quedándose con los cinco palos quinientos, como “impuesto al engaño y la pérdida de tiempo”. Empezada la labor, Luca podía abandonarla a discreción si lo consideraba conveniente, sin que eso acarreara la devolución del importe pagado. Si Horacio quedaba satisfecho, recibía, a cambio, una tarjeta del llamado “doctor” Luca Aleggio, para que se la diera a alguien que creyera necesitado. Si no quedaba satisfecho, pero por lo menos vivo, no estaba en la obligación de pasar una tarjeta que igualmente recibiría.

—¿Cómo que si quedo “por lo menos vivo”? —preguntó Horacio.

Luca contestó con un prolongado silencio, agarrándose de los ganchos en el vagón, entre una mujer con una franela de Chino y Nacho cargando a un bebé y un calvo con franela de la misión Robinson.

Llegaron a Capitolio. Luca dirigió la marcha, en sus pantalones y saco negro, con sus botas sucias, su cabello blanco alumbrado por la caótica vida subterránea. Subieron las escaleras, entrando a un mundo de multitudes que iban o venían, sobre motos, con autobuses cuyo único anunciante era un flaco con gorra gritando la dirección por la ventana del copiloto. Caminando a donde fuera que el doctor andaba, pasaron junto a dos canes peleando por un trozo de carne negra, un carrito de perros calientes que olía a salchichas y a desesperanza. Pasaron junto a un callejón y alguien estrelló una botella contra la pared.

Horacio agarró a Luca del hombro.

—Están aquí —dijo—. Nos ven.
—Hmm. ¿Seguro?

Entraron a un centro comercial de alargados pasillos, dedicado a joyerías y casas de empeño.

—Sí. Quieren que se vaya, doctor.
—Lo que yo quiero saber —señaló con el índice a un gordo que usaba lentes oscuros dentro del edificio— es si ese carajo es primo tuyo.

Horacio se adelantó con paso apurado. Abrazó al gordo, cuchichearon y el que debía ser el primo le pasó un puñado de billetes. Horacio se los tendió a Luca. Satisfecho con la transacción, Luca despidió al primo, abrió el local que tenía preparado para esta clase de labores, subiendo la gris santamaría. Invitó a Horacio a pasar. Era un cuarto a oscuras, sin ventanas. Dentro los dos, Luca bajó la compuerta.

Se hizo la luz. Un desnudo bombillo de luz dorada colgando del techo por unos cables. Todo el cuarto era de hormigón. No había baldosas ni muebles ni nada. Una recámara desnuda y fría. El doctor caminó al centro y se sacó otra agenda de la chaqueta. Leyó bajo la luz, pasó una página. Asintió. Se guardó el manual y sacó ahora unos guantes negros.

—Ven —dijo—. Entra al círculo.
—¿Qué círculo?

Luca estaba parado dentro del aro más pequeño de dos, uno en el otro. Entre ambos círculos había dibujos e inscripciones tatuadas en la estructura con cincel y algunas esquinas de esas impresiones tenían tintes escarlata. El doctor llamó a Horacio con una mano. Parados los dos dentro del círculo interno, el doctor entrecruzó los dedos y se los hizo sonar, estirando las palmas. En la oscuridad, el cliente no lo vio venir: un destello descendiente, como una gota de lluvia de mercurio. Un ardor se extendió por toda su mano y al levantarla, vio que la tenía manchada de sangre. El doctor le agarró la muñeca y sacó la mano del círculo, dejando que goteara afuera, sobre los caracteres.

Horacio quiso apartar la mano, balbuceó sinsentidos. Se quedó mirando cómo su vida se separaba de su cuerpo en negras gotas.

—Deja la mano así —dijo Luca, guardándose la navaja dentro del saco—. Y no te rías.
—Doctor…

Luca alzó las manos. Al techo. A un cielo sin estrellas. Con los ojos cerrados, murmuró. Dio un paso adelante y la gota que iba a caer de la cortada que Horacio tenía en la mano se prolongo. Se estiró. Se arqueó, como una lombriz de sangre que quería escapar. El doctor abrió los ojos, sin pupilas, y la boca, babeante.

—Espíritus de esta tierra, espíritus por debajo. Espíritus mirándonos. Yo reclamo vuestra atención, Niggzhidá. Atiendan mi llamado de buena voluntad, con palabras que no buscan engaños, con intención libre de manipulación. Un contacto es lo único por lo que suplico.

Horacio sintió un olor a ozono. La boca le supo a ese ocre gusto de cuando te taladran una muela.

—Dentro de este círculo sacro hago el llamamiento, Niggzhidá. Para que nuestros destinos puedan continuar sus propósitos después de esta bendición.

El doctor bajó una mano y apuntó con la otra al techo. Los sonidos que hizo fueron guturales, como arcadas, como croar.

Una corriente helada los sacudió. La luz osciló de acá para allá, desnudando a las sombras con el vaivén. No una multitud de fallecidos estaba en la esquina, sino un único hombre, en shorts, pálido, con ojeras púrpuras. Aparecía y desaparecía, de acuerdo a lo que el bombillo bailante permitía observar. Era flaco y tenía los antebrazos pegados al pecho, los puños junto a la mandíbula.

—Horacio —susurró.

El cliente sintió la fuerza írsele de los hombros. Su mano, cubierta de desesperados hilos de estambre hematómico, bajó. Luca se la agarró, volviendo a estirarla por fuera del círculo.

—Vengo por ti, Horacio —era una voz sin voz. La voz del viento. Palabras sin entonación.
—Yo no te hice nada —apenas audible del cliente.
—Un momentico —Luca dio un paso al frente, cerca del anillo de los grabados—, ¿quién mierda eres tú?

El flaco dio un paso hacia ellos. No era flaco y no era un hombre. Era una mujer de pelo largo, embarazada. Sangre le goteaba de una fosa nasal. Horacio trató de acercarse la mano otra vez y Luca tuvo que sostenérsela con fuerza para que no la retirara.

—No rompas el escudo, estúpido —dijo, y luego a la mujer, que era realmente un niño sin manos:—. Explícate ahora. No vienes de la umbra.
—Todas las voces somos una, Luca Aleggio.
—No, no lo somos. Yo no te llamé a ti.

El niño, que de niño sólo conservaba la cabeza (ahora en un cuerpo de pájaro gigante y negro), vomitó plumas de ceniza al hablar:

—Lo quiero a él. Vengo por mi tributo. Ol odnamed.
—Oh, no. No, no, no.
—Doctor, ¿qué está pasando?

La corriente de aire volvió, desde los tobillos, subiendo como un gas venenoso.

—Te tengo una buena y una mala noticia —dijo Luca—. La buena es que ya identifiqué la razón de tu embrujo y no es un fantasma. La mala es que es un demonio. ¿Has cometido un pecado grave o jugado con magia negra o jodido bastante a alguien?

—No…

El pájaro, bípedo y antropomorfo, pataleó y metió un pie en el aro grabado.

Horacio apartó la mano, se cubrió los ojos con las palmas, llenándose el rostro de sangre muerta y gelatinosa.

Luca pensó en gritar una advertencia. La idea murió antes de nacer.

Brincó hacia atrás, cayendo sobre su espalda, revisándose el interior del saco sin conseguir una sola herramienta que le sirviera. Se le cayó la agenda. La caja de los cigarros. El teléfono celular.

Parado frente a Horacio, el ave negra con cara de anciano lo miró a los ojos. Horacio se orinó. Dejó los brazos caer. Al desaparecer el pájaro, en una nube negra, se derrumbó Horacio, desmayado, perdiendo la fuerza de los pies a la cabeza.

Luca siguió en el suelo. Se miró las manos, se metió una dentro del saco, se arrepintió y no sacó nada. Recogió sus cosas y volvió a guardárselas.

Ahí estaba Horacio. Gris. Secándose.

Tendría que disponer del cuerpo, no iba a dejarlo aquí. Tuvo que forzarse a tocarlo. La piel se le había puesto dura y tenía surcos; un hombre de madera con olor a cable quemado. La mirada con ojos que no se diferenciaban de la piel. La boca abierta en perfecta O.

—Es tu culpa. Te dije que no retiraras la mano —le agarró una muñeca. Unas conchas de piel cayeron, un crujido de galleta apenas audible y Luca pudo sentir a la mano del cliente bailarle por donde la tenía tomada, ya separada del brazo. Se quejó, cerrando los ojos hacia un lado.

No quería soltar esa muñeca, pero lo hizo al fin. La mano cayó al suelo y dos dedos se quebraron.

Luca se buscó el celular. Hundió el botoncito del menú de su blackberry y buscó sin saber a quién. No tenía señal. Todos los nombres en el celular eran el mismo. El suyo propio. Su cerebro tardó varios segundos en registrar el significado de esto.

Horacio lo estaba mirando, con ojos humanos, con sonrisa negra.

Le agarró las solapas del saco con la mano que le quedaba, manchándoselo de ceniza.

—Te tengo en la lista, Luca Aleggio —dijo Horacio no con su voz, no con la voz sin voz, sino con la de su mamá, con el mismo acento, las mismas inflexiones.

Las pupilas de Horacio se quebraron y el color dentro se derramó.

Luca peleó con torpeza.

—Desde hace rato que te estoy viendo —dijo la cosa, hundiéndose en el suelo—. Pero tengo que ir poco a poco. Porque me despedazo.

Sonrió, ya con los ojos de petróleo, y se perdió en un espacio líquido del hormigón. Sólo dejó una mano afuera.

Luca se paró, fue a la santamaría, trató de abrirla y se le cayeron las llaves. Cuando al fin la abrió, un olor a arroz con pollo le llegó. Una gorda de licra roja comía ante él, sentada en un banco, junto a una minitienda de ropa. Masticó con la boca abierta. No le dijo nada, ni siquiera cuando lo vio correr a toda prisa, tropezando con una doña cargando unas bolsas.

Llegó la noche con el nigromante sentado ante la barra de unos chinos en los palos grandes. Todavía le temblaban las manos y tenía una congregación de botellas de solera verde, muertas a su alrededor, escuchando la perorata que a nadie más le interesaba recibir. Lo que tenía en las manos era un vaso de whisky puro.

—Chino. Tráeme otro.

El chino se quedo parado, con las manos cruzadas frente al cuerpo.

—Eres un chino coño e’ tu madre. No le das un trago a un carajo que perdió el alma. Está bien —apuró todo el trago en un impulso—. Nadie llora por el hombre malo. Pero yo de verdad lo quise ayudar, chino, ¿qué iba yo a saber de un diablo que lo perseguía?
—No más trago para ti.

El vaso golpeó la barra, dejando un aro de agua donde pisó.

—Te pago para que me sirvas. Y voy a tomarme todo lo que tienes guardado, todas esas botellas, maldito —se sacó el ladrillo de papel—. Aquí tengo un poco e’ rial. Dame otro whisky, chino cochino.

El chino sacudió la cabeza.

Luca se paró, trastabillando hacia atrás, haciendo al banco balancearse y a los pocos que miraban contener la respiración, a la espera de una estruendosa caída.

No hubo insulto, no hubo frase sabrosona. El brujo se quedó sin palabras. Se fue sin pagar. La noche lo saludó con muchachitos riéndose, veinteañeros fumando, cazadores de excusas para dejar correr a la hormona. Una burla se dibujó en su rostro. Tampoco le puso voz. Caminó de lado, por la acera, a la estación del metro que ya no se acordaba dónde estaba, se pisó a sí mismo y se cayó, sabiéndolo por la contundencia indolora en su cuerpo. Los carajitos con lentes de pasta demasiado grandes se rieron.

Una mano en la danzante imagen que registraban sus ojos. Una mano, la suya, echada al frente, abandonada de conciencia como dejó una mano de madera en su local de hechizos. Parpadeó. El duro concreto de la acera no le pareció tan malo. Se echó a dormir porque ya nadie llora por el hombre malo.


martes, 10 de enero de 2012

Estranged

por Victor Drax.


El hombre conocido como Devil John despertó con el tan familiar sabor pastoso dentro de la boca. Llevaba las pestañas legañosas, barba de una semana, el cabello enmarañado. Parecía bien encaminado a volverse el hermano del Unabomber: un maniático que vive en los bosques fabricando explosivos. Qué modelo a seguir.


Extendió la mano a la mesita de noche y agarró el vaso. Reconfortante al toque, como la mano de una amante. Se sentó en el borde de la cama. Pasándose una mano por la húmeda frente, se llevó el vaso a los labios. Seguía frío, vodka con naranja.

Vio su reloj de pulsera, comprobando con un doloroso eructo que había dormido sólo cuatro horas. Esta vez no hubo terrible fiesta la noche anterior, no hubo colegas que estaban ahí para destruir la casa, nada de jovencitas buscando perderse entre sus sábanas, nada de simiescos traficantes de pecados. Se quedó solo, tomando en su casa frente a la tele. Y llevaba hora y media de retraso hoy.

Pues la reunión tendría que esperar, se dijo. Como seguía vestido con la ropa con la que se durmió (y que le daba una presentación más o menos pasable), se echó una chaqueta de jeans encima y unos lentes oscuros. Salió, todavía con el vaso en la mano, sintiendo a sus poderes debilitarse bajo la luz del sol. Era un crimen y un tremendo acto de desconsideración el que la discusión que decidiría el futuro se realizara de día. Si servía para algo, era para confirmar que lo que les había unido había dejado de existir.

Condujo al hotel, aparcó, se bajó y buscó el salón de conferencias. Ahí estaban reunidos: Gode Burton, Crowley y Robby Vance. Los que habían sido sus otras mitades en ese estilo de vida que se llamó Tangerine Dream.

“Devil, nos honra tu presencia” dijo la voz, violando la santidad de su turbulento silencio interno como un musculoso nazi le habría hecho a su recto en prisión.

Carlos Matlock, el mánager. Nunca puede faltar el mánager.

“Viene borracho” dijo Crowley. “Un gesto bonito, John”.

Devil le hizo la señal del dedo (no la del diablo,
la otra) y tomó asiento. Cruzó las piernas. Se llevó el borde del vaso a la boca y sintió una oleada de pesada decepción el descubrir que el vaso estaba vacío. Qué lindo. Se lo había bebido sin darse cuenta, seguía sediento y sacudía un pie violentamente.

“¿Qué están tomando ustedes?” preguntó. Esta sería una reunión muy larga si pensaban tenerla abstemios.

“Nada, John. No bebemos nada” Crowley al ataque otra vez. El líder de los hipócritas, el hijo de puta ese, porque bastaba sólo un tenue estudio a sus ojos inyectados de sangre y a su decadente nariz de reno mágico radiactivo para entender que había inhalado a la mitad de Bolivia hacía al menos una hora. Si Crowley seguía siendo la mitad del aspirante a cantante que Devil conoció doce años atrás, entonces el vocalista de Tangerine Dream acompañó esos pases con ginebra o ron.

“Puesto que todos estamos aquí (y podemos asumir que el señor Beauford no nos acompañará), demos inicio a la reunión” dijo Matlock, como un árbitro que da el permiso para una paliza disfrazada de boxeo.

“Muy bien” dijo Crowley. Señaló a Devil con el dedo. “Quiero que él abandone el grupo. Podemos conseguirnos otro bajista”.

Lo que es el estúpido de Christian “Crowley” Cheese ignoraba era que cuando la cocaína entra en el cuerpo y se mezcla con el alcohol, se convierte en un compuesto llamado “cocaetileno”, responsable de un descenso en la presión arterial y cerca de la mitad de las muertes relacionadas con el polvo de ángel, debido a falla cardíaca.

Aquí estaba. Tanto que se vanaglorió de ser el hombre culto del rock, cuando le valía de nada. Porque existe una palabra para los hombres que deben echarse un trago tan pronto se despiertan.

Antes de afrontarlo, Devil posó su vaso en el suelo y entrecruzó los dedos.

“Para mí, esto es una formalidad” dijo. “Como un funeral. Hagan lo que quieran, decidan lo que les dé la gana. Yo ya sé cuál es el resultado”.

Y se desconectó, dejándose caer en el fondo onírico de ese sillón.

“Bien, muy bien, qué bueno que podemos contar con Devil John” dijo Crowley.

Estaba de pie, entre los colegas e interesados que reposaban en muebles, sacudía los brazos, abría bien los ojos, gotas de saliva salpicaban de su boca cuando pronunciaba palabras con erre, ese y te.

“Yo no voy a permitir, no sé qué pensarán ustedes, pero no voy a permitir que ni el marica de Kelly, ni este inepto” señaló otra vez a John, “ni ningún productor derribe a esta banda. Es mi banda. Son mis letras las que la gente reconoce. Y de verdad, sin que me quede nada por dentro, todos los que quieran romper este grupo me saben. Que se vayan al carajo. Ultimadamente, yo no necesito a Tangerine Dream, puedo seguir por mi parte, hacer una banda nueva, seguir una carrera en solitario. ¿Ustedes creen que son mi única opción? Ustedes no son mi única opción. Si la gente va a los conciertos es para verme a mí. Nadie le ha entregado a este proyecto más de lo que le he entregado yo y he visto como cada uno de ustedes se ha ido desligando, que si yéndose de vacaciones por ahí, o con proyectos paralelos, o tocando para otra gente, haciendo soundtracks, eso lo que da es vergüenza. ¿Gode y el otro no quieren seguir? Gran cosota. Sigo yo solo. Me quedo como miembro original de Tangerine Dream. Hago como Axl. No es mi problema lo que el cabecilla de una disquera piense, ya nadie compra discos, todo es mp3 esto o aquello. Que se joda ese negro puto”.

“No puedes ser el único miembro de Tangerine Dream y conservar el nombre sin que los muchachos firmen un documento” dijo Matlock. “Y, uh, Crowley. Creo que el término étnico correcto es ‘afroamericano’”.

“¿Qué?”

“Creo que el término étnico co…”

“¿A MÍ QUÉ COÑO ME IMPORTA EL TÉRMINO MALDITO DE LOS COJONES?” Crowley le dio una patada a un enorme jarrón azul con blanco, a lo dinástico asiático, y el envase de porcelana giró sobre su propio eje, se tambaleó de acá para allá y Crowley había salido de la habitación dando gritos y escupiendo, cuando por fin cayó, separándose en pedacitos que ya no podrían volverse a unir. Matlock miró, con el rostro asomándose entre sus dedos.

Gode bostezó. Nada de esto era inesperado, desde la pasividad de Devil hasta la rabia de Christian. Las cosas habían dejado de funcionar mucho antes de que sus coetáneos se dieran cuenta y desde la noche en la que se dio cuenta de que su banda sólo se hablaba para sacarse temas de dinero, él se fue preparando mentalmente para lo que sería el golpe final. Sí, él se fue de vacaciones, a las playas de Yucatán. A caminar con el agua del mar acariciándole los tobillos. A bucear, a recolectar caracoles. Tenía cuatro años que no probaba una gota de alcohol y mucho más que no se echaba un tabaco. Veía al mundo con distintos ojos. A los amores (y vaya que Tangerine Dream fue su gran amor) debe abandonárseles como a la vida misma: con más gratitud que pesar. Friedrich Nietzsche.

“Podemos resolverlo” dijo Robby. “No tenemos que separarnos”.

El guitarrista suspiró. No abrió la boca. Cerró los ojos. Inhaló y exhaló en grandes tragos. Crowley andaba fúrico porque Kelly los dejó y ahora tenían que conseguirse otro guitarra de acompañamiento. Devil veía la marcha de Kelly como a todo este proceso: con decepción. Pero fue Gode, su hermano de las cuerdas, el que más lo entendía, pues porque se lo consiguió tres semanas después de su renuncia, en las oficinas de uno de los patrocinantes. Iba a devolver unas caras botas de cuero que le regalaron.

“Kelly” llamó Gode. “Kelly Beauford”.

Kelly lo miró, girándose con parsimonia. Se había cortado el pelo. Se había dejado la barba.

“Gode, amigo”.

“Tienes que volver al grupo. La banda se cae a pedazos”.

“Lo sé. No sé cómo decirte esto, gigante. Trascendí, ya no me importa esa vida. Mi camino pertenece a otros besos ya”.

Gode calló. Titubeó, a punto de contestar. Pero no pasó de eso, la tentativa. Kelly le posó una mano en el hombro.

“Algún día lo verás como yo” dijo. “Tangerine Dream fue mi vida, me le entregué en cuerpo y alma. Fue mi primer y único amor. Pero a veces no se supone que compartamos nuestra vida con esa primera llama. No quiere decir que dejemos de querer, porque no creo que llegue a dejar de amar a esa banda y a ustedes como personas, nunca. Pero sí es un amor que se transforma. Y he entendido que mi futuro yace en otras relaciones, otros proyectos, otro horizonte. Me contenta haber vivido lo que viví con ustedes. Pero es hora de marcharme, Gode. Estoy ansioso, de hecho, de ver lo que el futuro tiene que ofrecerme”.

“Y… ¿y si nunca grabas otro disco?”

“¿Quién dijo que yo quería volver a grabar?”

Kelly cogió su morral, desparramado en el suelo, y fue a la puerta giratoria del recinto.

“’El dolor del hombre que fui me impide convertirme en el hombre que puedo ser’. Lao Tse. Adiós, Goodie” dijo. Y se fue de su vida.

Gode se pasó el resto de la semana leyendo de filosofía, del futuro, del pasado. Kelly tenía razón.

“Ojalá y no tuviéramos que pasar por esto” dijo al fin, con su ronca voz de dios nórdico. “Pero ya que estamos acá, asumámoslo no como la muerte de algo, sino como el nacimiento de otra cosa. Todo parto es doloroso”.

“Okey, ¿Gode? Estás pasándotela mucho con los tipos de TooL” dijo Robby. “¿Acaso soy el único que no quiere que las cosas se acaben?”

La respuesta vino en la forma de callada indiferencia.

“Saben que vamos a volver, ¿no?” insistió el batería, “Como Van Halen. En diez años, estaremos otra vez de gira”.

“No conmigo” dijo Devil, mirando al techo con sus bifocales tintados. “Una vez esto acabe, para mí, es para siempre”

“Devil… tienes que darnos una oportunidad, se lo debemos a los fans, al futuro”.

Callaron.

“No. Me niego. No”.

Robby Vance se levantó del sillón.

"Nada puede separarnos, este es nuestro destino".

"Lo que tú digas"

Vance salió de la recámara con los párpados cansados, con vapor saliéndole de la garganta, con la visión arenosa. El futuro siempre había sido este proyecto y ahora que no estaba ahí, no sabía cómo era que se vivía. ¿Cómo podían tomar ellos la decisión de romper la banda y forzarlo a él a aceptarlo?

Necesitaba un trago. Y por ahora, necesitaba alejarse. De la banda, de la prensa, del dinero, de todo.

Es el fin de la historia. Acéptalo con las botas puestas.

El rock está muerto.

lunes, 9 de enero de 2012

Café con sal

Por Gabriela Camacho

Se miró al espejo una vez más, cerciorándose de que no se había puesto el vestido negro que él adoraba. No quería que pensara que lo usaba como una táctica para que volvieran, aunque no hubiese sido un mal truco del todo. No. El vestido negro seguía colgado en el armario, que estaba abierto de par en par y vaciado casi en su totalidad sobre la cama. ¿Preocuparle cómo iría vestida? Para nada.

Al final, decidió ir con un jean desteñido y una camiseta, porque después de todo hacía calor afuera y vestirte elegante para que alguien rompiera contigo era una estupidez. Él estaría esperándola en el mismo sitio de siempre: un café pequeño con poca gente y un menú nada variado; es curioso que hoy ese hecho la irritara, cuando siempre había amado ese lugar sin gracia. Daba igual.

Salió al sol de abril y caminó un par de cuadras. Cuando vio el destartalado anuncio donde apenas se notaba el nombre del local, supo que había llegado la hora. Entró y lo vio sentado, distraído y con aire ausente, en una de las mesas del fondo. Se acercó sin vacilar, porque sabía que mientras menos tardara, más rápido terminaría esta novela dramática. Se sentó sin saludarlo y lo miró sin expresión alguna, ocultando todo posible rastro de dolor o “decepción de futura ex novia furiosa”.

Él ordenó dos cafés. Ella rechazó uno. No quería café, quería que él pronunciara las palabras mágicas. Él la miró con aire obstinado y cruzó los brazos sobre la mesa, ya lo diría todo por fin.

-Sé que te molestó que haya ganado en Scrabble, Eli. Sólo deja esa actitud de malcriada. Es odiosa y ya han pasado dos meses.

Ella lo miraba con desdén, pero a él no le importaba demasiado a estas alturas. Casi estaba acostumbrado, a decir verdad. Eli se había comportado de una forma mezquina desde esa tarde de juegos en su casa, y no había vuelto a ser la misma chica sonriente y feliz.

-¿No vas a terminar conmigo?- le preguntó ella, ofendida.

Él se sorprendió y preguntó para sus adentros cómo era posible que ella se cuestionara sobre semejante cosa o, peor aún, que esperara que él fuera a terminar con ella. Esto era demasiado ridículo. Pagó la cuenta sin haber probado el café y se levantó de la silla. Mientras ella gritaba y le decía que habían terminado, él se acercaba con paso veloz hacia la puerta de salida.

Caminó por la calle hasta la estación de tren más próxima y compró un paquete de galletas de avena para la espera. ¿Por qué hacía un calor tan endemoniado en esa ciudad? El tren tardó unos veinte minutos, hasta que por fin llegó al andén. Él subió y en poco tiempo estuvo en casa. Vería la tele, comería chatarra y madrugaría con videojuegos online. Eso sí era vida, el país de las maravillas de los solteros.

Por unas horas dejó de pensar en el incidente de aquella tarde, pero cuando volvió a hacerlo se convenció de tres cosas: La primera, que no volvería a darle vueltas al asunto. La segunda, que no entendería jamás a las mujeres. La tercera, que nunca invitaría a nadie más a jugar Scrabble.

Chicle pegado

Gabriela parte

En algunos años desgarrará hambriento un slice de pizza en el mismo lugar donde hoy pasa discos entre los dedos. De Queen a Rush transitaba sin fijarse especialmente, pues su mirada caía al otro lado del vidrio, hacia la placita del encuentro, donde ella aún no llegaba.

Era una chica normal, pero tenía algo. Miraba como distraída, hablaba como apuntando a la nada. Era como dicen apática. Y él no era para ser escuchado a medias. Él era de opiniones claras y fuertes. O lo contradecían o lo apoyaban abiertamente, pero no merecía respuestas flojas. Tanta flexibilidad era lo mismo que la indiferencia. Y todos saben que la indiferencia agota a cualquiera.

La vio entonces llegar, mirando apenas a un lado, y nada al otro. Eso no era buscarlo. Eso no era querer verlo. Eso no era forcejear entre obstáculos visuales para dar con él. La hizo esperar los cinco minutos que se prometió y, pasados, dejó el CD de Gun's, se metió un chicle a la boca y salió a su encuentro, desde atrás.

-¿Qué onda?, ¿mucho rato esperando? - sonó chicloso.
-Creo que no - respondió relajada.
-Ah, ya.
-Seh, no te urjai.
-Ya... - Y le dijo de un tirón que hasta ahí no más, que le deseaba lo mejor, aunque en realidad no tanto, y que le había agarrado cariño, aunque tampoco nada, pero que a veces las cosas deben terminarse y que el destino hace lo suyo con todos nosotros, pobres marionetas engañadas.

Fue rápido. No disertó sobre el maltrato de su jefe y la difícil relación con su madre, ni si quiera inventó sobre la añoranza que tendría que superar, pero lo del destino lo delató, ahí se le salió su manía de hablar de más. Por alguna razón condensó su verborrea en algo útil y cerrado. Si tan sólo hubiera sabido que para poder soportarlo debía lograr que le cortara todos los días. Santo remedio.

Con aquel mensaje de texto de "Tenemos que hablar, en la vida hay que evaluar algunas cosas", le había dado más señales de las que cualquier mortal necesitaba. Sabía que acabaría el show. Sin embargo, en realidad no pensaba que iba a ser tan rápido. Ahora le tocaba hacer tiempo para el encuentro con Mario que, aunque no era la gran cosa, por Dios que sabía controlar un poco la manía masculina de llenar el silencio con chácharas.