miércoles, 9 de febrero de 2011

Víboras (I)




1. Un Meteoro Púrpura.


A diferencia de lo que Hollywood nos había inculcado, la invasión extraterrestre al planeta tierra no empezó en Nueva York, ni en Los Ángeles. Tampoco en Londres, París o Tokio.

Empezó en Andueza, estado Aragua; un pequeño pueblo de esos prontos a volverse ciudades que tanto abundan en nuestra Venezuela contemporánea.

Aunque nadie sabría cómo comenzó —y no es que cambie el resultado final—, fueron ocho niños los que descubrieron al primer visitante, todavía metido en su cápsula, caído del cielo nocturno como una estrella fugaz que perdió el rumbo. Los muchachos jugaban futbol, bebían gatorade y jugo de papelón y conversaban entre goles sobre las compañeras de clases que soñaban encamar. Eran chicos propios no sólo de la Venezuela que existe en los surcos entre las grandes ciudades, sino de una cultura en sí. Andueza no era demasiado distinta de Maracay: el sol matutino era playero, del que tuesta la piel de los hombres que venden frutas en camiones a un lado de la calle. Las grandes edificaciones se pierden entre los vecindarios (algunos de ellos muy antiguos) de casas de una sola planta. Existía un solo McDonald’s y no había supermercados de las grandes cadenas. Muchos abastos, eso sí. Entre Andueza, Maracay y Cagua estaba la planta energética. Construida en el gobierno de Raúl Leoni e inmersa en el campo, permanecía como un esqueleto al que los trabajadores acudían más por costumbre que por necesidad. En un principio, se estableció como una fuente de empleo para Andueza, de manera que sus nativos no tuviesen que irse a trabajar a las ciudades, pero como tanto en este país, los gobiernos se fueron olvidando de por qué la habían puesto ahí, la tecnología quedó obsoleta y hoy por hoy no generaba más que la energía necesaria para mantener a su pueblo satélite. Tobías Núñez, el anciano director de la planta, decía que el único motivo de por qué seguía ahí era porque mantenerla era más barato que demolerla.

Un friolento viento cruzaba las calles desde el atardecer y la noche era de cielo despejado, donde las estrellas brillaban más que en la capital. Era en una cancha en la que el césped estaba interrumpido por charcos y espacios de tierra donde nuestros jóvenes jugaban. El mayor tenía catorce años. Casi todos iban a la misma escuela, entre que los demás eran del vecindario. Tenían tres horas jugando en esa tarde de viernes que ahora era noche. Era la cita clásica de los viernes, si no tenían que ir a alguna fiesta en la noche.

Fue Daniel, uno de los arqueros, el primero que lo vio.

Estaba atento al juego, con las piernas separadas y las manos enguantadas prestas a cualquier ataque. El sudor que bajaba de su frente no lo distrajo. Con los ojos fijos en el balón, captó de reojo a la bola de fuego purpúreo que iba cayendo. Separó la visión de una esfera para enfocarse en otra. Resplandecía y chispeaba, cortando el aire. No, desgarrándolo. Por un momento parecía que el fuego azul y lila que envolvía al meteorito estaba compuesto de líquido, de gel incandescente. El balón pasó demasiado alto por su arquería y Daniel no reaccionó. Lo que sus amigos le gritaban no tenía sentido, estaba en lenguas. Entonces el meteorito rugió. Ante el súbito estallido, Daniel parpadeó y los demás voltearon, captando el último tramo del descenso, ignorantes de lo cerca que estaban del fin. Las nubes negras habían parido a este puño que dejaba una estela, como una cola anaranjada que se borraba poco a poco. Perdieron de vista al meteorito tras una colina, arriba, detrás de la cancha y no oyeron el impacto que hizo cuando chocó contra el suelo. Pero vieron el fulgor, azul y blanco.

—¿Qué es esa vaina? —preguntó Isaac.

Se habían quedado boquiabiertos, personajes de una película deportiva en la que el género cambió de pronto. El fútbol, los chismes y las hormonas quedaron atrás, olvidados en otra vida. Ahora sólo quedaba una cosa por hacer, y esa era subir la colina, ver al meteorito de cerca, convencerse de que estaban en un error, de que esto era plenamente natural, aunque una negra nuez de pavor dentro de cada uno de sus pechos les gritara que no era así.

Subiendo la empinada colina, afincando los pies y agarrando puñados de grama entre los dedos de sus guantes blancos, Daniel pensó de repente en Barbazul. No podía cavilar con coherencia en esos inconexos instantes, pero si lo hubiese hecho, habría recordado que leyó la historia en un libro de cuentos y leyendas que le regalaron en su primera comunión. Barbazul le dijo a su mujer que podía estar en cualquier habitación de la casa, menos en el depósito detrás de la cocina, que estaba cerrado con llave. Ninguno de los futbolistas amateurs articulaba palabra, sino jadeos, ocho muchachos del mismo trasfondo en un pueblo donde nunca pasa nada. La mujer de Barbazul estuvo tranquila al principio, pero con el paso del tiempo, la curiosidad la atrapó. Se asomaba sin éxito en el depósito por el hueco de la llave. Miraba por el breve espacio bajo la puerta, sin suerte. Al llegar a la cima de la colina, el terreno era llano, separándolos a ellos del cráter en la tierra por diez metros. Anduvieron en el mismo grupo, oliendo ese aroma a maní del aire quemado, sintiendo a las respiraciones pastosas entre cada hálito. Un día, la mujer le quitó a Barbazul la llave sin que este se diera cuenta y cuando el esposo se fue a trabajar, ella cruzó la cocina hasta el depósito, con la llave ya extendida al frente. Abrió la puerta y lo que consiguió fue cuatro frascos grandes, con las cabezas de las cuatro anteriores esposas de Barbazul sumergidas en salmuera. Gritó con horror y al voltearse, se encontró a su marido, que traía el hacha entre los puños. “¡Estúpida traicionera!” gritó Barbazul. “¡Lo único que te pedí fue que no fueras curiosa! ¡Ahora correrás la misma suerte de ellas!”

Llegaron al meteorito. Lo tenían enfrente.

La superficie era blanca y pulida, como un huevo blanco perfectamente esférico, del tamaño de un Volkswagen escarabajo. No tardó para que los muchachos sintieran un hormigueo en el rostro, mirando a ese emisario de otra realidad, sin fuego en las cercanías, pero sí con una cama de gel azul eléctrico, cuya cercanía les hacía saborear hierro en los labios. No lo sabían, pero experimentaban las señales clásicas de la radioactividad. Jairo extendió la mano para tocarlo e Isaac lo detuvo. Daniel se rascó la cara, mitigando por muy poco a la sensación de mil agujitas clavándosele en las mejillas. Y el huevo de hueso pulido se quebró.

Todos tuvieron un espasmo de miedo, pero no se fueron. Se quedaron ahí, mirando cómo se abría una cáscara de interior negro. Era una sopa orgánica, una membrana pulsante del color de la sangre coagulada lo que se escondía en su interior. No, no era una membrana, sino una cabeza emergente, un cuello demasiado largo, un par de brazos, dos pares de brazos, una serpiente de dorso crema pálido.

Un rostro sin ojos los miró. Una cabeza de frente metálico, liso, cobrizo, una máscara sin aperturas salvo para la boca, llena de colmillos, una hilera detrás de la otra. La serpiente emitió un gruñido similar a un eructo y abandonó su cápsula, de pegostozo moco azul, reptando hasta los muchachos. Isaac miró a esa cara sin rasgos y percibió el aliento de la criatura, de al menos dos metros veinte de altura. Un aliento como el llanto de la tierra al dejar de existir.

La serpiente lo tomó del cuello. Lo levantó del suelo.

Ninguno de los demás se movió. La criatura se echó a Isaac a la cara y de un mordisco húmedo le arrancó la mitad del cráneo. Los pies del chamo temblaron en el aire. Al soltar el cuerpo, el monstruo también escupió lo que mordió: un esputo humeante de carne, sesos, pelo y hueso.

De los siete restantes, sólo dos se quedaron paralizados y nadie supo qué pasó con ellos. Daniel los oyó gritar al unísono mientras corría de vuelta a la cancha. Resistió el impulso de voltear todo lo que pudo. Tuvo una fugaz visión de la víbora yendo en línea recta hacia él y, cuando lo alcanzó y de un veloz, confuso movimiento casi lo segmentó en dos, no sintió dolor. Cayó sobre la grama verde oscuro, con la visión húmeda y difusa, el rostro salpicado con su propia sangre. Vio a la víbora cazar a sus amigos, vio a sus propias piernas no tan lejos de su rostro y comprendió que la víbora no era sino un dragón.

9 comentarios:

Gabriela Valdivieso dijo...

Tengo algo que decir: "COÑO!"

Ja, iba leyendo y quedaban pocos párrafos, qué iba a pasar, pero recontra c...! tuve que terminar de leer, eh?

Rayos!

Jessisrules dijo...

ESCALOFRIANTE. Es todo lo que voy a decir.

Karim Taisham dijo...

Estuvo muy bueno, es decir, técnicamente atrapa.
aunque el tratamiento no es uno de mis favoritos =)

Victor C. Drax dijo...

Nice, gracias, niñas :)

Noe, puedes ser un poco más precisa con respecto a tu crítica? Atrapa pero no te gusta el modo en que fluye o... cómo?

Hey, soy un vendedor de historias. Si te atrapa, esa es mi misión. Pero sí me gustaría que me explicaras un pelo mejor, a ver si puedo mejorar lo que no te termina de convencer, please.

Karim Taisham dijo...

=D bueno, intente leer el texto pero no me atrapo =( de verdad, pero no lo hizo. Cuando te digo que "atrapa" es por los comentarios de J y G. Cuando los lei pense que la del error entonces era yo (es asi) y lo relei.

Entendi porque las atrapo: bien contado, preciso. Pero me parecio que muchas de las imagenes que propones tratan de ser descriptivas pero no me dicen nada o simplemente no me llegan (me niego a decir que no me gusto) simplemente, no es un tema que me guste a pesar de que por escritores como tu, trate de abrirme.

sin duda "tratamiento" fue una palabra mal escogida (tipico, mi mal uso del armario linguistico) fue "tema" . Reconstruyo: el "tema" no es uno de mis favoritos.

umm que mas...bueno me parece que ni el primer ni el segundo parrafo vienen a caso, si los omitieras, seguro ganas mas..
q tal si empiezas el texto con: "Fue Daniel, uno de los arqueros, el primero que lo vio." que me parece una frase de apertura realmente maravillosa.

de hecho, tienes muy buenas imagenes, pero no me llegaron a nivel afectivo. =(

hablando de critica jejeje mira estoy terminando el cuento para policlinicas...puedo enviartelo al mail para tu bendicion? =p

José Leonardo Riera Bravo dijo...

Sigo admirando tu oficio de escritor!! Estoy demasiado orgulloso de ser amigo de un talento como tú! (Lo confieso con unas ganas irresistibles de explotar tu creatividad y llevarla a formatos audiovisuales!).

Me parece genial la narración. Me gustó mucho que hablaras de Venezuela, de Aragua, de Andueza, de Cagua. Que hicieras del tema algo autoctono.

Pero no me gustó el final de la historia.

No obstante, como dice 1., supongo que es que piensas continuarla, por eso yo no te voy a "eliminar".

Te doy un chocolate y pasas a la siguiente eliminatoria! xD

Victor C. Drax dijo...

@Noe: Está construído deliberadamente de ese modo, es técnica.
Bueno, no se puede escribir la historia perfecta, ojalá y futuros textos míos te gusten más :)

@Leo: No es el final, no es el final! Ya verás!
Paso a la siguiente eliminatoria, sí va!
(sabes que también te envidio la poesía, así que estamos tablas).
Y sí, parte de la idea era ambientar una invasión (que realmente es un vehículo para una historia de terror) en un lugar con el que todos nos pudiésemos identificar -de ahí la técnica de la que le hablé a Noe.


Por cierto, Noe, dale play, mándamelo, que el tiempo se está acabando!

Unknown dijo...

jejejej a mi Leo me puso como campeona indiscutible de mi contralitros XDte gané.

si va Cuotto, te lo envio hoy al correo de confianza.

Victor C. Drax dijo...

Estábamos compitiendo?