lunes, 17 de septiembre de 2012

Voces de la Lluvia

Continuación de "El Hombre Malo"
Por Victor Drax





La situación es la siguiente: un cadáver, tres sospechosos y el nigromante. 

Lo normal cuando alguien estira la pata antes de que le toque es llamar a la policía. La familia Herrera, habitantes de un espacioso apartamento de dos plantas en El Hatillo, ha decidido contactar a un hombre que puede hablar con los muertos. La investigación es innecesaria si la víctima te dice quién la mató.

A Luca le daba igual. José, la cabeza del hogar, lo contactó por llamada telefónica. Su presencia era requerida con carácter de urgencia.

—Lo lamento, no trabajo con contactos telefónicos —dijo el brujo y colgó.

No pasó un minuto antes de que el teléfono volviera a repicar. José Herrera le explicaba que venía de parte de Amarilis Pulido y Luca la recordó como la mujer que quería hablar con una abuela muerta hace treinta y cinco años, porque estaba a punto de morirse también y quería saber si la esperaban en el cielo o en el infierno. Una noción ridícula, pensó Luca, pero, al igual que con este caso, estaba dispuesto a seguir adelante, siempre que lo hiciera facturando.

Tim Burton habría amado la decoración de este lugar. Una lámpara de araña en el techo, cortinas vinotinto, paredes de negro. Por el balcón, el cielo de Caracas había tenido suficiente de sus habitantes y ahora se les desplomaba encima. Estar aquí, en la casita del terror, era mucho mejor que estar en las calles de la peor ciudad del mundo cuando llueve.

Con las manos en los bolsillos, estudió a la silueta bajo la sábana. José Herrera había jurado sobre la tumba de su madre que iba a pagar los seis millones, mas otros dos. Luca comentó, como una cosa casual, que si era mentira, lo podía maldecir, siendo un experto manipulador de las artes arcanas (una repugnante mentira; una maldición no se puede hacer por teléfono, o toda la burocracia nacional caminaría de espaldas). No tenía nada mejor que hacer, así que cogió un taxi desde su oficina, en el callejón de la puñalada, Sabana Grande, hasta el edificio residencial que nada tenía que envidiar a cualquier fortaleza medieval. Traía su maletín. En el maletín, magia negra-noche.

Alfredo, el muchacho, estaba reacio a hablar. El puente de la nariz y la esclerótica de los ojos estaban color flamingo, obvia señal del que se ha pasado una temporada en las playas del sufrimiento. ¿O era parte de la coartada, fingir dolor? El doctor se puso en cuclillas. Agarró la sábana por un extremo, medio levantó, echó el ojo.

Una jovencita regordeta. Estaba adormecida, boca abajo, los párpados entreabiertos, los labios separados, una sustancia casi plástica hecha de saliva que la unía con el suelo. Seguía peinada. Luca alzó más la sábana, para no encontrar ninguna herida obvia. Las puñaladas fueron de frente y casi toda la sangre se había coagulado debajo del cadáver. Los equipos forenses se la pasarán en grande, despegándola del suelo con espátula. Cuando este cuerpo empiece a oler, todo el edificio se va a enterar. La sábana se echó otra vez. El hombre se irguió.

Sacó un pitillo. Se lo llevó a la boca y, haciéndose cueva con las manos, lo encendió. Devolvió el encendedor a su bolsillo. Aspiró, se apartó el cigarrillo, echó la corriente de humo. Por el balcón, el flash de una fotografía. Un segundo más tarde, rugió la tarde. Un gato atigrado se acercó, con sus glamorosos pasos mudos. Contempló al escenario, se echó en los cuartos traseros y se lamió una pata. Se la pasó por la cabeza. Este misterio no lo involucraba, pero tampoco se lo iba a perder.

—¿Están seguros de que nadie quiere confesar? —preguntó el nigromante— Cuando resucite esta muchacha, puede pasar cualquier cosa. Uno nunca sabe con los muertos por causas violentas.

—Estamos seguros, doctor —dijo José—. Yo mismo pregunté aquí, porque uno de ellos dos fue.

Isabella, la mujer, sollozó. Vaya que José Herrera le había preguntado: tenía las marcas de manos impresas en los brazos, la roja silueta de cachetadas en las mejillas. La chica era su hija adoptiva. Si este era uno de esos casos en los que hija y madrastra se odian, esta de verdad que sabía actuar. La casa olía a tierra mojada.

—Ok —Luca se puso de rodillas y abrió el maletín—. Échense para atrás. Esto se va a poner feo.

—¡No! —dijo ella, tapándose la boca de inmediato.

Un torrente de palabras se contuvo en los apretados labios de José, como eructo delator.

—No voy a seguir callando la verdad. Y no te voy a proteger más a ti. Doctor Aleggio: mi esposo mató a mi hijastra.

El gato se sacudió. Se echó. La lluvia empezó, débil y creciente. Luca se levantó.

—Eres una puerca mentirosa —José Herrera cerró los puños, velludos y del tamaño de cráneos de niños.

—Puedes pegarme todo lo que quieras, pero siempre serás un asesino.

José alzó una mano, de canto, el brote de una cachetada.

—Si le pegas, me voy —dijo Luca—. Y me vas a tener que pagar igual.

El viento se metió en el apartamento y las persianas de ciruela se batieron.

—Gracias, doctor. Lo sé porque yo lo vi todo: Susana, mi hijastra, vino del colegio y se metió en su cuarto. Me llamó la atención que no fuera a almorzar, así que fui a preguntarle si quería comer. Me dijo que me fuera cuando le toqué la puerta, pero la escuché sollozando, como llorando. Me devolví al comedor. Mi esposo, este hombre, se molestó porque le gusta que todo el mundo coma al mismo tiempo. Se paró y fue al cuarto de Susana, tocó la puerta dándole golpes de verdad, con el puño. Ella no contestó, porque le tenía terror a su papá. Él se molestó más…

—Todo eso es mentira —dijo José al suelo.

—Déjame terminar. Él se molestó más y me mandó a buscar la llave. Le dije a Alfredito que se quedara sentado, comiendo, y busqué el juego de llaves de la casa. Me daba miedo que fuera a pegarme a mí también. Él abrió la puerta y la consiguió acostada boca abajo en la cama. De inmediato se quitó el cinturón, me acuerdo claramente de eso. Me ordenó a que me fuera a comer y yo hice como si me iba al comedor, pero en verdad sólo fui a ver si Alfredito seguía comiendo. Volví al cuarto de Susana y me asomé, una pequeña grieta que quedó entre la puerta y el marco. Conversaron en voz baja y no sé qué dijeron. Pero él se puso como una furia y le dio golpes a las paredes, con el cinturón alrededor del puño. Y entonces lo dijo, dijo “Eso te pasó por puta” y le dio un golpe en la cara. Directo a la boca.

—Pero por dios, ¿cómo te atreves a mentir así?

—¡Déjame terminar, José! Le pegó, doctor. Y le sacó sangre, yo me tapé la boca porque creí que iba a gritar. Si él hubiese sabido que yo estaba espiando, la paliza que me venía iba a ser grande. Me tapé con las dos manos. Ella le suplicó que no le pegara más y él dijo que no quería perras en su casa. Susana lo dijo y al principio no lo pude creer. Dijo, “Le puedes hacer daño al bebé”. Ese fue el empujoncito para que José hiciera erupción. La agarró del cuello. Primero le dio unos correazos, pero luego la agarró del cuello con las dos manos. La estranguló. Aparté la mirada porque no podía más, pero cuando me asomé otra vez, Susana se moría. Tenía los ojos agrandados y la lengua asomando entre los dientes. Los brazos cayeron. Quedó como un muñeco. Me aparté de la puerta y me metí en el baño. Si él lo llamó, doctor, fue para disimular, para no parecer culpable.

Una corriente fría sacudió a la lámpara en el techo. Alteró las sombras. Líneas negras se dibujaron en los grises rostros de los presentes. Luca sujetó el cigarrillo entre sus labios, una calada y el tubito repiqueteó como el gemelo contradictorio de la lluvia. Los tres sospechosos en semicírculo, él al otro extremo, el cadáver como núcleo.

—Esa historia tiene un problema —dijo Luca—. ¿Qué hay de las puñaladas?

—Exacto, mujer. ¿Qué hay de las puñaladas?

El maquillaje de Isabella, que se corría como una pintura autodestruyéndose, le echó diez años encima, la envejeció, le hundió la carne de las mejillas y le resecó los labios. O a lo mejor eran imaginaciones del nigromante. En días como este, todo es un juego de sombras.

—Él le dio las puñaladas después, doctor. Por rabia. Estaba convertido en un animal…

—Eso no es verdad —dijo el chico.

Quince años. Incisivos frontales pronunciados. Cabello pajizo echado sobre la cabeza como un gato muerto en un espantapájaros. Acné, florecientes brotes eruptivos a los lados de la nariz. Flaco, el chamo estaba hecho de palillos de dientes.

Se quedó paralizado, apenas temblando, aspiró de golpe para recoger la serpiente líquida que le salía de una fosa nasal. El chico nació en un hogar violento, ve tú a saber dónde se metió la mamá biológica. José Herrera gobierna con puño de hierro, un chamo como este tiene muchos años de virginidad por delante. No sería un soberbio esfuerzo de imaginación concluir que su mejor amiga era su hermana, la que ahora está muerta. El culpable, una de las dos otras personas con las que vive. La buena noticia es que esta es la clase de cosas que forjan carácter. El chico iba a crecer rápido.

—Déjalo salir, pana —dijo Luca.

No hubo testimonio acelerado, no. Más temblor, más acumulación de rabia, de memorias y de coraje para abrir la puerta del infierno. Algo de lo que estaba por venir tenía a los otros dos en suspenso. Esta vez no hubo amenazas.

—Fue ella —dijo Alfredo, y la miró con ojos de serpiente—. Esta maldita fue la que mató a mi hermana.

—Alfredo, por favor —Isabella se llevó una mano al pecho.

—Mi papá fue a buscar a Susana al cuarto. Estaba estresado y todavía tenía comida en el bigote cuando se paró. Todos en esta casa me dan asco.

José se lanzó en estocada, no demasiado convencido de su propia ira porque permitió que la raquítica humanidad de la madrastra lo detuviera.

—Se quitó la correa a mitad de camino. Me habría encantado que se le cayeran los pantalones, aunque nadie lo viera. Ridículo. Golpeó la puerta y entró, la bruja esta le buscó las llaves. Delante de él, ella se hace la víctima, el indefenso corderito. Pero en privado, es una rata. Yo entiendo que no es mi mamá, pero ni siquiera lava la ropa de mi hermana y mía. La de ella y mi papá sí, pero nosotros dos no le importamos porque somos unos “bastarditos”. Esas fueron sus palabras, “lava tú tu ropa, como todos los bastarditos”.

—Eso no es verdad, José.

—Sí lo es. Tú sabes que lo es. Mi papá se metió en el cuarto y agarró a correazos a Susana. Escucharlo fue mucho peor que verlo. Me quedé sentado, oyendo los gritos, los insultos. Que si “perra esto”, o “maldita lo otro”. El único idioma que se habla en esta casa, con insultos. Correazo, siempre con gritos, correazos y golpes secos, me imagino que en la pared, porque eran tan fuertes…

—Di la verdad, Alfredito.

—Ah, ahora sí soy “Alfredito”, ¿no? Doctor: mi papá salió del cuarto y se metió en su estudio, en el piso de arriba. Yo quise ir a ver a mi hermana, pero estaba paralizado. Me daba miedo lo que podía encontrar. La bruja estaba espiando dentro del cuarto porque es una morbosa y no le importa lo que pueda conseguir, pero era mi hermana la que estaba sufriendo, la que se moría de dolor. La mujer esta se fue, no sé a dónde y, después de un rato, mi hermana salió del cuarto. Arrastrándose. Tenía la cara bañada en sangre, parecía como si le hubiesen roto la cabeza. Llegó hasta donde está ahora. Y la bruja llegó, le puso un pie sobre la espalda. Hundiendo el tacón.

—Eso es horrible, Alfredo —José abrazaba a la asesina de su hija.

—Pero es la verdad. Ustedes se merecen. Susana le pidió agua a esa rata y en vez de eso, Isabella la insultó. Se inclinó para decirle que eso era lo que se merecían las prostitutas que se embarazaban con cualquiera y mi hermana le escupió. Sangre, directo a la cara. “A lo mejor tengo sida”, dijo. “Y espero que lo agarres tú también”. Isabella se volvió loca. Por eso la apuñaló. El último acto de mi hermana fue orgullo y por eso la loca esta la mató. Se fue corriendo a la cocina con el cuchillo y llamó a mi papá. Que mi hermana se había suicidado, dijo, pero cualquiera sabe que mi hermana no habría podido matarse como estaba. Fue ella. La maldita fue ella, que quiere echarle la culpa a mi papá para terminar de destruirnos.

El gato se subió sobre el piano. Desde la cubierta de las teclas, alcanzó la cima, para acercarse al borde, echarse, reposar la cabeza sobre las patas delanteras. La lluvia descendió con cansada soberbia. Si antes podías ver a las montañas por el balcón, ahora distinguías sólo al color. Todo estaba detrás de una líquida capa de gris.

Luca tomó su cigarrillo, lo sostuvo con el dedo pulgar e índice. Con un batazo de dedo medio, lo mandó a volar al eco dentro de estas paredes. Podías seguir la trayectoria enfocándote en el meteorito. Salpicó ceniza dorada al chocar con el suelo.

—Es una historia bonita, Alfredo —dijo—. Pero hay un error.

—El error es mi existencia, toda esta casa es un error.

—Me encanta la autocompasión adolescente. Dime, mientras esto pasaba, mientras tu hermana era asesinada, ¿dónde estabas tú?

La respuesta vino con dos segundos de retraso.

—Me escond---

—No —Luca alzó una mano—. Era tu hermana querida. ¿Ni siquiera gritaste para impedir su muerte?

El clima tenía la misma voz de un canal sintonizado en señal muerta. Estática. El nuevo aroma del silencio.

Alfredo encaró al doctor. Un reto estúpido al que no podían ponérsele palabras que lo dignificaran.

—Sí traté de defenderla, pero ella no me escuchó.

—No, ahora estás cambiando la historia.

—Yo sé lo que pasó, Alfredo —dijo José—. Lo he sabido desde siempre y esperaba que fueras lo suficientemente hombre como para reconocer tu culpa.

—Déjame adivinar —Luca se metió las manos en los bolsillos—. Tu hijo mató a su hermana.

José cerró los ojos, apretó los labios, enrojeció. La verdad se había convertido en un avispón atrapado dentro de su boca. Lo picaría hasta la asfixiante hinchazón.


domingo, 16 de septiembre de 2012

De él


Continuación de “Y me tocó
Por Samar Hokche



Habían transcurrido veinte años desde la primera vez que me tocó, desde la primera vez que fui completamente suya. En cierto punto, perdí la cuenta de las veces que juntos conquistamos las más altas notas. Ya sus dedos sabían el recorrido de memoria, incluyendo mis más mínimas imperfecciones. Había emprendido largos viajes, en los cuales yo era el único camino a seguir, la luz al final del túnel. Fuimos los protagonistas de un cuento distinto. Juntos construimos una barrera impenetrable, un enigma indescifrable, una voz imperceptible. Éramos complementarios, éramos felices. Éramos uno.
    
Pero tiempos grises se acercaron, y ya él no está junto a mí, ya él no toca para mí, ya de él… no soy nada. Ya no era el niño desarreglado e impuntual que solía ser. Ahora usaba corbatas y se peinaba de lado. Un hombre seguro y decidido, sin miedo a crear. Se marchó buscando nuevas metas, nuevas ilusiones, nuevas musas por las cuales vivir. Y, ahora desahoga sus penas en otra, ahora hablará a través de otra. Ahora… ahora creerá en otra. Mientras que yo sigo perdida en los minutos de ayer impregnados con su nombre. Abandonada por el único que ha sabido sacar con la más leve caricia, lo mejor de mí.

Tan solo me queda esperar que en aquellas noches oscuras donde los recuerdos invadan sus sueños, él, mi querido, mi preferido, sonría cuando en su memoria vuelva a revivir esas perfectas notas que juntos llegamos a componer. Esa música que entiende y te compromete con tus más íntimos deseos. Y es que para mí, las más dulces melodías son y serán, siempre de él.

Largo amor. Corto Olvido.

Continuación de "Corto Amor. Largo Olvido"
 Por Andrea Gómez


Sofía salió del lugar sin mirar atrás y aunque sintió una felicidad momentánea cada paso que la alejaba de esa cafetería eran como puñaladas y aunque dolían no podía dejar de caminar hacia adelante.

La lluvia fuerte seguía bombardeando la ciudad.

-Tengo que parar- se ordenó  Sofía a sí misma. –Tengo que volver- 

Por primera vez desde que abandonó ese sitio, observó a su alrededor y no reconoció nada.

De su cartera sacó un cigarrillo y trató de prenderlo pero las gotas apagaban la llama una y otra vez. Lo tiró al piso y se quedó parada ahí por lo que pareció ser una hora.

Las personas que caminaban al lado de ella la veían extraño. Una mujer destruida por la vida, de pie en el medio de una tormenta.

Sofía ni siquiera pestañeaba.

Mientras el tiempo corría ella estaba petrificada en la acera, su mente no podía dejar de pensar y analizar lo que había sucedido.


“ÉL regresó por mi después de todos estos años. Él me ama, yo lo amo, él se fue y yo me quede, pero volvió. Yo sufrí, él sufrió, yo llore, él lloró, yo lo olvidé, él me olvidó, yo me despedí, el se despidió, yo volví, el volvió, él se fue y me olvidó.   Pero.. Eduardo volvió y.. y yo no”


Todos estos pensamientos viajaban por la cabeza de Sofía al mismo tiempo. Ella no era capaz de sentir el frío de esa noche ni de notar que hace rato había dejado de llover.

-Tengo que volver- dijo susurrándose.

Se dio la vuelta y caminó aunque no sabía donde estaba, ella trataba de llegar a la cafetería. Ahora que recordaba mejor la escena, Eduardo tenía una Margarita en su mano, esos detalles lo hacían especial.

Sin saber el camino, llegó, pero ya era tarde. La mesonera estaba cerrando el lugar con llave cuando la vio.

-Lo siento mi reina, tendrás que volver mañana- le dijo la señora.

Sofía asintió y empezó a caminar pero una vitrina le sirvió de espejo para detenerse y mirarse en el  reflejo. Estaba flaca, demasiado flaca. Despeinada, mojada, demacrada, fea. Trató de acomodarse el flequillo pero era inútil, ese día no tenia sentido.

Tomó un taxi y llegó hasta su casa, se bajó con ganas de dormir y no despertar al día siguiente.  

Mientras caminaba hasta la puerta buscaba las llaves en su cartera, al sacarlas notó en la puerta un enorme girasol.

El corazón de Sofía se paró por un momento, ella sabia quién estaba del otro lado.

sábado, 15 de septiembre de 2012

Rose

Continuación de "El hundimiento de Jack"
Moisés Lárez

Después de que terminé la universidad hice mi primer viaje a Europa. Como la vida de estudiante no me había permitido ahorrar mucho dinero llamé a viejos amigos y cuadré quedarme en sus casas. No duré más de una semana con ninguno. No quería abusar de la hospitalidad provocada por la nostalgia del inmigrante. Yo les llevé a cambio de desayunos, calefacción y cama, algunos dulces, ron e historias sobre el tercer mundo. En una de mis paradas, esperé sentado en una cafetería a una vieja amiga. La última vez que la había visto a ella éramos niños y corríamos por el patio del colegio al son de algún juego infantil. Al llegar, no tenía ninguna expectativa más allá de verla y quizá abrir o cerrar un ciclo. Sí, lo que más quería era verla.

Cuando llegó nos dimos un abrazo fuerte y nos dijimos un sincrónico “cuánto tiempo sin verte”. Después dimos vueltas en su carro: salimos a comer y vimos la ciudad. Al día siguiente, durante el almuerzo, nos contamos todo.

“Me estoy divorciando”, dijo mientras sus ojos se posaban en alguna parte de la mesa. Ella había estado casada durante siete años desde los dieciocho. Había tenido dos hijos y había pensado que “eso” era para siempre. “Como en las películas”, pensé, mientras ella me contaba cómo había descubierto que él andaba con otra. Antes de que él fuera infiel, ella ya quería dejarlo. Por sus palabras, me di cuenta de que ella sabía que el amor había muerto, que no era más que el sentimiento de costumbre y la necesidad de tener a alguien con sus hijos lo que la hacía sentirse atada a él.

“¿Qué es el amor?”, me pregunté con varios bocados. Yo le conté de mis rupturas, y de mi ruptura más reciente, que también había sido por infidelidad. “El amor no existe”, pensé, mientras ella o yo hablábamos de desamores; pero no pude decir eso. “El amor sí existe”, volví a pensar, al momento que me sentía atraído por ella.

Ella pensaba en su ex, recordó cuando empezaron a salir y destapó una cantidad de sentimientos que habían estado ocultos los últimos días como apropósito. Yo quise abrazarla, pero lo que estaba sintiendo no me hubiera permitido haberlo hecho de forma imparcial. Yo la hubiera querido abrazar sin querer soltarla y con ganas de que fuera para siempre. Así que me quedé inmóvil y le dije “eres una mujer fuerte”. Ella me devolvió una sonrisa y me invitó a caminar a un bar para tomar unos tragos.

En una esquina, al lado de una parada de tranvía, una pareja estaba discutiendo. Con mi francés de “Comment ça va ?” no pude entender nada de lo que decían. Por los gestos, la mujer trataba de decir que ella tenía la razón y el hombre que parecía arrepentido pedía perdón. Dos cuadras más adelante, nos sentamos en un quiosco a tomar unos vodkas. Mi amiga y yo hablamos de Venezuela, del pasado, de la vida: de lo difícil que es vivir y de lo fácil que es morir. “¿Qué es la vida? ¿Qué es la muerte?”, me pregunté como si tuviera ocho años y hubiera perdido a mi primer ser querido.

Ahí en el quiosco de alguna ciudad europea, nos imaginamos a la pareja peleando otra vez. Ella le decía a él que no le perdonaba la infidelidad, que por qué había hecho eso. Y él, que había actuado por instinto debido a la baja de alguna hormona, no sabía qué responder. Sí, él estaba cómodo con su estilo de vida, amaba a su mujer, a sus hijos, a su trabajo, a su familia, pero una pequeña variante en su sistema lo movió al engaño.

“¿Qué es el engaño?”, dije con dos vasos de vodka en la mente. “¿El engaño es seguir los instintos?”. El hombre que había engañado a su mujer, lo había hecho porque había tenido la oportunidad. En su vida no había hecho algo fuera de las convenciones sociales. El pobre había aprendido a leer a los cinco; las normas de etiqueta, a los siete; el mejor de la clase, a los quince; premio al mérito estudiantil, a los veintidós; empleado del año, a los treinta. Un día su jefe lo regañó por cualquier cosa y él como siempre lo hubiera recibido como una crítica constructiva, si no hubiera sido porque había peleado con su esposa el día anterior por cualquier cosa, porque su equipo de balonmano había perdido por quinta vez consecutiva y porque además le habían puesto una exótica joven secretaria de algún país de Europa del Este. Así, el hombre realizó su primer acto de trasgresión que lo condenó a un divorcio, a ver a sus hijos una vez cada quince días, y a beber de despecho en unos bares donde no ponen boleros.
—¿Que lo condenó? —dijo mi amiga— Si ahora podrá hacer lo que quiere.
—Yo también creo lo mismo —le dije—.

viernes, 14 de septiembre de 2012

Dulce destino


Continuación de "Salada esperanza"
Por Gabriela Valdivieso 

Regino Alfonso Duarte empezó a jugar el loto porque le gustaban los números, la misma razón por la que se hizo contador. Pero es otra la razón por la que tiene 24 años llevando las finanzas del primer banco en el que tuvo cuenta, tiene 24 años allí porque perdió la cuenta de sus posibilidades y redujo su espectro a esa única cosa que sabe hacer.

Pero Regino ahora juega el loto porque le gustaba saber que alguien era afortunado y que, quizás quizás él podía ser alguna vez. Jugaba porque el "tal vez" es más fuerte que el "nunca". Jugaba porque era una puerta minúscula e incierta a un gran escenario, el sueño de la vida en el norte del norte, en Ouagadougou, capital de Burkina Faso.

Regino no necesitaba ser calcular sus posibilidades de ganar. Como no lo necesitaba, no lo hacía. Le bastaba el sentido de aferrarse a algo. De alguna manera, jugar era  algo suyo, lo particularizaba. Le daba un algo, dentro de una vida que transitaba entre cálculos y pasos, entre señores ocupados y latas llenas de atún. 

Tampoco necesitaba ver mapas de Burkina Faso y estudiar su destino soñado. Por eso tampoco lo hacía. Le bastaba soñar en lograr irse a un lugar donde exista un clima inexplicable y donde poblan personas de otros colores y existencias. Quizás en ese dónde conseguiría otro qué, ojalá algunos quiénes con que compartir esa cosa, la vida. 

Ese martes tras su almuerzo apurado dio su paseo regular. Lo vio aterrizado y debió tomarlo. Estaría estacionado hasta la noche el avioncito de papel que tenía marcas frescas de dulces rojos de un niño que lo habrá olvidado. En sus minutos restantes, antes de volver a a marcar su tarjeta de asistencia y continuar los trámites de otra persona, pasó por la escala de rigor: el kiosko de Lucila. 

-Un loto.
-¿Y cuándo no? - dijo la vieja, como verdaderamente todos los días. 

Escogió como siempre, el ticket que estaba detrás del que sobresalía. Hoy era el tercero del montón, era algo especial, porque el 3 era su número. Le gustaba pensar que lo era porque nació un 3 de marzo, pero la verdad es que era porque nunca ha conquistado el primero o segundo lugar. Ha sido campeón tres veces del mismísimo tercer lugar.

Eso era más que necesario sentir emoción de que el que estaba detrás del que sobresalía, era el tercero. Pagado, lo recibió en sus manos y caminó mirando, hurgando sus números. Como si escudriñara sentido a lo impreso, pero sin buscarlo y por tanto sin encontrarlo. 

Pasaron los días entre señores ocupados y compañeros que parecen tener la misma infortuna, pero que no lo comparten, que en las pausas en baños o tomadas de agua comentan el clima y dicen que qué bárbaro, que ya viene pascua. 

Así y no de otra forma llegó el sábado de resultados. Otra vez frente al televisor. La chica de la boca rojísima recitó los números ganadores. 4, 7, 24, 2. Ya había pasado lo mismo otras muchas veces. Cumplir la primera línea es algo que más que esperanzar, le ha frustrado en estos años. 47, 36, 9, 11. Tampoco es raro estar en sintonía con el mundo una segunda línea. 12, 1, 83, 55. Vaya, su línea, la tercera línea de su boleto estaba allí en el televisor, grandote. 

Entonces pasó algo. Siempre se preguntará si la chica se equivocó y paró la máquina antes del instante correcto o quizás si el estornudo de un niño en China tuvo algo que ver, pero la promotora de rojo parecía estar detrás de su hombro susurrando a la otra ella, la del televisor, que él tenía precisamente en su cuarta línea los números 6. 62. 27. 33. 

Había ganado. 

Él era el ganador de una inverosimil cantidad de ceros seguidos de un uno. Era como si la suma de todos registros contables de su día, multiplicados por los días de un año fueran suyos, tenían tatuados los números de su ticket. La boca roja lo decía una y otra vez, hablaba del "feliz ganador" y por primera vez Regino sabía de quién se trataba.

La boca lo invitó a llamar inmediatamente y lo hizo. Un operador lo invitó a ir y fue. Le pidieron firmar y firmó. Cerró el sábado con una cuenta corriente distinta. Sacó 10.000 del cajero y su monto disponible no parecía haberse actualizado. 

Aparecían ahora a sus anchas la posibilidad de hacer una albombra de billetes. A su disposición la vida en otro lado del mundo. Colores, sensaciones, rarezas, todo posible. Todo libre, sin censura, sin impedimentos, disponible. Free, open bar, all you can eat.

Solo había un problema. Cómo es que se hace eso de cumplir los sueños. La verdad es que todas las películas enseñan a desear. Pero nadie dice qué hacer después. Te hacen barra para que escales durante toda tu vida, sin decirte qué haces cuando llegas al primer escalón. 

Regino había pasado su vida soñando ganar. Ahora había ganado, pero había perdido. Ganó el Loto y perdió su esperanza. Llegó al primer escalón y se sentó a vegetar. Hasta que razonó que había un chispazo. Aún podía descender.

Así fue que Regino Alfonso hizo lo que sabe hacer. El lunes trabajó, comió atún, paseó, recolectó otro objeto. El viernes volvió a jugar al loto, por qué no. Pero ahora escogía el ticket sobresaliente para que alguien escogiera el de abajo y ojalá se impregnara de su racha. Todo parecía igual, pero algo había cambiado, su destino era ya dulce. Sabía que todo cuando hacía era ahora, por primera vez, solo una posibilidad. A fin de cuentas, una escogencia. Su diario vivir fue su diaria escogencia. 




jueves, 13 de septiembre de 2012

Trazo gris

Por Gabriela Camacho


     El sonido de los veloces pasos era amortiguado por la música. De igual forma, todos los pensamientos quedaban a merced de un ritmo inconstante, para luego perecer en una exhalación. Uno, dos, uno, dos, los brazos trazando un arco, las piernas golpeando el suelo húmedo. La sensación de libertad era inigualable.

     Había llovido unas horas atrás, pero el cielo aún estaba nublado y conservaba un tono gris. Perfecto, pensaba Edward. Él siempre fue diferente: mientras los otros niños huían de las gotas de agua, él se preparaba para jugar con ellas. Ahora, siendo un adulto, escogía los días lluviosos para dar largos paseos. 

     Un dispositivo que solía usar le indicó que había corrido cinco kilómetros. Suficiente para aquel día. Redujo la velocidad y paró, dirigiendo la vista al cielo. Las nubes se habían tornado más oscuras, y la lluvia regresó para seguir con lo que había dejado a medias.

      Edward miró de nuevo al frente y empezó el recorrido de vuelta. Conocía el placer escondido detrás de cosas sencillas como una carrera, estaba feliz. Ya en casa, una taza de té caliente y un libro harían el resto. 

     Detrás de un tupido grupo de árboles una sombra se separaba del resto, cobrando vida propia. Nunca estamos tan solos como creemos...

Las armas no fueron suficientes

ó

Contar para dormir II

Jessica Márquez Gaspar


Hora 55

Durante un tiempo creía haber derrotado a mis monstruos ó, al menos, haberlos dominado, que los tenía atados en un rincón como a mascotas regañadas, reducidos a un perro que no seguía las reglas del lugar. Pero me equivoqué. Un día desperté y el dinosaurio seguía ahí, pero sin las cadenas que lo mantenían a raya. Descubrí que había sido una solución temporal porque los verdaderos monstruos, como en toda película de terror, jamás mueren, siempre resucitan, siempre regresan.

Me despertó el calor luego de tan sólo dos horas de sueño. Las pesadillas me acosan. Debo huir, escapar, no hay dónde esconderse. No sé quiénes me persiguen ni por qué, pero debo huir, subir escaleras, escapar por puertas traseras, correr hasta quedarme sin aliento. Estoy acostada en mi cama y no me he movido de ella en un rato pero estoy tan cansada como si hubiera corrido a lo largo de diez, quince, cuadras, sin detenerme.

El insomnio empieza. Es la repetición del día. El tren de mis pensamientos empieza a dar vueltas en círculos, o más bien describe una trayectoria elíptica que llega siempre al mismo punto, que transita una serie de temas que son las preocupaciones principales de mi mente y mi alma.

Tengo miedo de cerrar los ojos, como cuando era niña, porque no quiero seguir soñando. Tengo miedo de tenerlos abiertos porque, en mi mente, el tren está desbocado y consigue que se me acelere nerviosamente la respiración. Estoy atrapada.


Hora 70, 71, 72, 73…

Han pasado dos días (o quizás tres, no estoy segura), desde la última vez que pude dormir la noche entera. Antes de las doce pm me desplomo, producto del agotamiento de seguir viviendo con el peso enorme de los fantasmas, de ese monstruo que es un perrito faldero que me acompaña a todas partes, que me pesa sobre los hombros y el pecho como nunca antes. Una o dos horas después, sucede lo que hoy, lo que ayer, lo que anteayer: me despierto. Me despierto sobresaltada, asustada, angustiada. Mi primera reacción cuando sucedió hace varias noches fue voltear al rincón y asegurarme que el monstruo seguía ahí, durmiendo enroscado sobre la alfombrita que le coloqué para que se sintiera más cómodo en su cautiverio. Pero entonces descubrí que había escapado y que ya era suya. Cuando desperté, el dinosaurio había escapado, y ahora estaba a su merced.
Las siguientes horas fueron de recuerdos, de frases, de flashbacks, de momentos que duelen como agujas en el pecho, en las manos, en la piel. Intento protegerme de esos fantasmas, intento alejar al monstruo, pero no puedo, sabe bien qué hacer para herirme y, antes de darme cuenta, ha llegado la mañana y el sol entra por mi ventana y yo estoy más cansada que cuando me acosté, con el cuerpo, la mente y el alma agotados.

Hora -1

Esta vez no hay hora cero. No hay forma de ganar, no hay forma. Las armas que usé antes, los trucos, las estrategias, han perdido vigencia: estas cicatrices son más profundas. Mientras la cortina se bate contra la ventana y ya no estoy segura si es de día o de noche… mientras el teléfono de la oficina suena incesante, yo me descubro como Tyler frente a la fotocopiadora: ojerosa, perdida, lejos de aquel sitio, peleando la batalla de mi vida, intentando, esta vez, acabar para siempre con el monstruo antes de convertirme en uno, aunque ya soy un Zombie.


jueves, 29 de marzo de 2012

Doble-Play


I




Las cosas salieron mal desde el principio.


La tipa salió al escenario, eso fue lo primero. Para esta hora, siete y cuarto de la noche, Venusliana tendría que estar encerrada en el baño con un ataque de vómitos, sarpullido, tos, boca seca, nausea, retención de líquidos, diarrea, embarazo psicológico, psicosis, síndrome post-traumático de estrés, prurito rectal doloroso, caspa y halitosis. Y ahí estaba montada, bailando y doblando la canción, dos bailarines “urbanos” —senda pinta e’ choros— acompañándola, uno a cada lado.

Era dudoso que Paulina se considerara una clienta satisfecha.

Cuando se presentó en su oficina, la tarde anterior, le puso en el escritorio la foto de una muñeca inflable, pero de carne y huesos.

—Esta maldita —dijo—. Quiero que se joda.

La parte de “se joda” la dijo sacudiendo la cabeza y apretando los párpados. El odio le salpicó a Luca en la cara.

—Es una perra, la odio, la odio. Se mete en todo lo que a mí me gusta y me quitó a dos hombres, doctor. Dos —alzó los dedos en forma de V, el símbolo de la paz—. Qué puta. A los dos se los lanzó cuando los conoció. Y bastó que viera que yo soy cantante para que se metiera a cantante. Por favor, si no sabe ni entonar. Yo tengo, mire, desde los once años viendo clases de canto, aprendiendo a manejar el aire, a proyectar la voz. Viene esa…

La pausa le hizo a Luca entender que la chica no sabía si decir “perra” o “puta”; había una “p” esperando a ser escupida por esos labios.

—ZORRA —dijo la clienta—. Pero es que claaaaro, como tiene esas tetas operadas… no sé cómo va a hacer cuando sea más vieja, se las irá a quitar. ¡Ay, ojalá y se le pudran! —alzó los puños a la altura de la cara, cerrando los ojos, fantaseando con prótesis mamarias necróticas. Luca no estaba preparado para esta clase de odio— Y como yo soy actriz, ¿qué hizo ella?
—¿Se metió a actriz?
—¿Qué? ¡No! ¡Se llevó su puesto de mandocas al frente del teatro! —un puñetazo al escritorio— ¡Qué maldita!

Luca cruzó las piernas. La muchacha era menuda, rubia y llevaba el cabello en dos colitas que caían detrás de cada oreja. Sus ojos no eran en realidad azules (se notaba por la cubierta sin transparencia que delatan a los lentes de contacto), pero le lucían en esa cara llena de panqué y ansia de estrellato.

—Desde los ocho años, modelando, preparándome, coño, doctor para… ¡Irme de Cabimas pal’ mundo! Ya tengo las catorce canciones de mi primera producción discográfica, “Un Sueño”. ¿Pa’ qué? ¿Pa’ que la puta esa me quite todo lo que yo he trabajado?
—No estoy seguro de estar entendiendo. Tienes una tarjeta de alguien que te refirió, asumo.

La muchacha lo miró desorientada. Produjo de su cartera un estuche de maquillaje, un teléfono Blackberry con una flor de bisutería colgando de una esquina, y una tarjeta. Se la extendió al nigromante.

—Me refirió Hany Kauam —dijo la muchacha—. Yo soy Paulina.
—Paulina —el doctor le devolvió la tarjeta y le estrechó la mano—. Cuéntame qué puedo hacer por ti.

La jovencita, que no debía superar los veintiún años, respiró profundo. Dudó antes de hablar, como si Luca no fuera su brujo negro particular, sino su terapista. Por la ventana de la oficina, un autobús dio un cornetazo.

—Bueno, doctor. Mire. Yo soy de Maracaibo, ¿sabe?
—Sí, me fijé.
—¿No será por el acento? Me he fajado para quitármelo, doctor, Osmel dice que…

Luca levantó una palma hacia la chica.

—Por lo de las mandocas —dijo.

Paulina tardó en decodificar la respuesta.

—¿Qué mando…? Ah, claro. Las de la perra esa. ¡Coño, qué re-perra es esa bicha!
—Calma, calma —ahora Luca respiró profundo. Esta sería una mañana muy larga—. Cuéntame. Eres de Maracaibo.
—Sí, doctor. ¿No tendrá un vasito con agua?

Una de las manos del nigromante se cerró en un puño.

—No —dijo—. Mi tiempo es precioso. Termina la historia.

La chica hizo un mohín, el que ponen todas las mujeres bonitas que el único “no” que han oído fue el que les dio aquel policía gay.

Preparado para escuchar una pataleta, el hombre se reclinó en la silla.

—Bueno, doctor. Lo que pasa es que yo siempre he tratado de ser artista. Y me da mucho coraje que de la nada venga esta a quitarme lo que yo me he esforzado por ganarme. No es justo. No-es-justo, coño. Y me quita los dos novios. Todo comenzó cuando hubo el concurso de canto en el colegio, yo fui, preparé una canción de Lady Gaga y me peiné el pelo así. Pa’ arriba. Como la de Los Simpson. Y canto Bad Romance y el jurado está encantado, pues, coño, hice un show ahí, no canté nada más. Y me bajo de la tarima diciendo “nada, estos son míos”. Es lo que yo merecía, doctor, mi trofeo, por tantos años esforzándome. ¿No quiere que le cante?
—No.
—Qué antipático.
—Dime qué te hizo la muchacha esta. ¿Cómo se llama?

Paulina croó una risa de villana de telenovela, patética en su falsedad.

—Ella dice que se llama “Venus” —se inclinó sobre el escritorio y sus senos se abultaron en el escote. Las palabras de la chica olían a yerbabuena—. De verdad se llama Venusliana. Nombre de puta, doctor.

Luca decidió rechazar el caso. Si esta carajita contrataba un sicario y tiroteaban a Venusliana mientras vendía mandocas afuera del teatro, ya no era cosa de él. Hizo lo que pudo.

—Bueno, resulta que Venus le averiguó el pin a todos los jueces —siguió Paulina—. Y le ha escrito a los cuatro, hasta a la mujer. Les dice que si esto, que si lo otro. Y, hombres al fin, ellos le siguieron la corriente. Vergación que eso no es nada: como dos días antes del concurso, la coñita se ha sacado fotos de la que te conté. Y se las ha mandado por pin a los jueces. Hasta a la mujer. Y yo vi las fotos, no eran fotos de teléfono, eran de fotógrafo. Se las tomó así, en unas poses de bicha, de prepago. Modelando, y le decía a los jueces que eran para la Playboy, para ver si la clasificaban. Y lo peor es que sí clasificó.

Un puchero apareció en la boca de Paulina.

—Mira, yo creo…
—¡Pero no se sacó esas fotos nada más! La chama se grabó, un video ahí, haciendo asquerosidades. Y le ha prometido a todos los jueces que si ella ganaba, iba a tener twitcam con ellos y se les iba a desnudar, les iba a hacer un strip-tease (hasta a la mujer). Yo le digo a Germínides, mi novio (bueno, mi ex), que no me la calo, que hable con ella y la amenace. El estúpido va a la casa de ella y ¿qué pasó? La tipa se lo zumbó. Es que la verdad es que todos los hombres son bien pendejos. Fui llorando a papi, le dije que hablara con la sucia esa, papi fue y se lo echó también. Y se tomó fotos y se las mandó a los jueces. Hasta a la mujer. Y lo único que papi me dice es que “Hija, uno es hombre, la carne es débil”. ¿Qué coño débil va a ser, doctor? ¿Qué coño débil va a ser? Fui yo misma a hablar con ella, pasé dos horas tocándole el timbre de la puerta, brinqué la reja y el perro me saltó encima, me rompió el ruedo del pantalón. Y cuando le digo cara a cara que ya está bueno, que se meta en su vida y me deje la mía en paz, la tipa me llamó a la policía, me sacaron esposada de la casa y ella llamaba a todos los policías por sus nombres. Seguro se la cogieron también. Me soltaron a las cinco horas y llego al concurso al día siguiente, con los ojos hinchados de tanto llorar, los jueces tienen tremendas tortas enfrente, que la perra esa se pasó toda la noche haciendo. Hasta a la mujer. Yo canto mi canción, me bajo segura de que gané, y ella se montó en tanga, en hilo dental y cantó una canción de tecno, que ni siquiera tiene letra. ¿Sabe lo que pasó después, doctor?
—De verdad que no me lo imagino.
—¡Ganó! ¡Ganó!

Paulina se fue derrumbando como un castillito de arena pateado por un bebé. Primero la cara le cayó entre las manos, luego los hombros decayeron, luego se apoyó sobre el escritorio y ahí empezó a gimotear.

—Uhm… Yo soy un hombre ocupado… —dijo Luca.

La muchacha levantó la cara. El maquillaje se le empezaba a correr, dejando surcos por los que se veía una niña humana cuya verdadera piel nunca había visto la luz del sol.

—Quiero una maldición —dijo—. Quiero que la maldiga, que le tire lo peor que usted se imagine.

Una maldición.


viernes, 24 de febrero de 2012

1ro de mayo

Los ciudadanos se retorcían al dormir, los dedos reposados tenían espasmos de nerviosismos, los ojos -dentro de los párpados cerrados- giraban frenéticos hacia todos los lados de la oscuridad de la piel.

Los psicoespecialistas hablaban de insomnio y culpaban a la alimentación y falta de ejerciedad deportiva. Pero Mr. Rag conocía perfectamente que la verdadera causa del mal sueño y de la falta de opiniones era el exceso de trabajo.

Despedido hace años, podía dormir como los ángeles, pero en cambio se trasnochaba. Lo movía un hilo fino pero fuerte. No era el deseo de cambiar el mundo, aunque era parte de las consecuencias. No era infiltrarse a la corporación MaxHuge, aunque era parte del procedimiento. Era liberarse de un deseo que lo presionaba desde la parte trasera de su cabeza. Acabar con los Huge era el principio de la cadena. Tres movimientos para hacer Jaque Mate y concretar su intención. El hilo que lo ahorcaba desde atrás amarraría la venganza más grande de todos los sistemas de la ciudad transsolar.

Pero aún era 30 de abril, todos aún tropezaban y bostezaban mientras tecleaban.

lunes, 20 de febrero de 2012

La sonrisa de la venganza

-Alguien pagará por esto- dijo ella, con amargura.

Abrió otro frasco de colado de frutas mixtas y vació el contenido en una taza pequeña. Luego de esto, probablemente no volvería a comer esa porquería dulce, al menos en mucho tiempo. Era irónico que odiara algo que había amado por años. Tomó una cuchara pequeña y se sentó en el sofá.

Recordó de nuevo el episodio de hace dos días, cuando aquel tipo de cara conocida y bata blanca le preguntó si estaba lista, respondió a su propia pregunta diciendo “no, claro que no” y esbozó una sonrisa. Tras cruzar una puerta llegó a una oficina-consultorio, sabiendo que no saldría de ahí con la misma integridad con que entró.

-Mientras más rápido comience, más rápido saldré- pensó ella, con pesar.

Trató de ignorar el hecho de que su serio dentista (nótese la ironía) veía HTV online en la pantalla de su ordenador y que, además, la canción del video que pasaban era de esas que te acosan en el transporte público. Pasó directo a la camilla, de un verde tan claro que producía náuseas, y se sentó en ella. Si iría al infierno de todas maneras, el color de la camilla no iba a ayudar demasiado.

-¿Quieres escuchar música?- preguntó él, notando el cable blanco que ella sostenía en sus manos.
-¿Se puede?
-Claro que se puede- sonrió, en un intento por infundir tranquilidad. Como si una mesa llena de bisturís y otros objetos metálicos y brillantes pudiera darle paz a alguien.

Ella buscó una canción que pudiera mantener su mente en otro lugar y cuando la encontró, comenzó la tragedia.

-Tienes problemas con la anestesia, ¿no?
-Uno: no funciona como debería.
-Entiendo. Ya veremos.

En ese momento, llegó una chica con uniforme. Se colocó guantes y miró al dentista sin expresión alguna.

-¡Creí que no vendrías!- dijo él.
-Sabía que vendría, no tengo vacaciones- respondió ella, tratando de que la sonrisa fuera lo más sincera posible. Vale, lo intentó.

Luego de una charla sin sentido acerca de gente, playas y días feriados de carnaval, el medidor de miedo que había estado en pausa comenzó a andar otra vez.

-¿Empezamos?- preguntó él, a lo que la pasante respondió con un movimiento de cabeza.

Tomó un primer tubito de anestesia y lo colocó en la jeringa: ya las puertas del infierno eran visibles, se sentía el calor. Green Day sonaba a un volumen medio, hasta que el doctor dijo:

-Yo que tú, le subiría al aparato ese.

Obviamente ella no iba a hacer caso omiso de la sugerencia, así que ajustó de nuevo el volumen y trató de no pensar en el dolor que produce un pinchazo en la boca. Repetía para sí misma “pronto no dolerá” como un mantra, una y otra vez. Sí que dolía. Más tarde quedaría probado que los siete tubitos de anestesia habían sido lo peor.

Él tomó un pequeño bisturí que la asistente le tendía, y luego de hacer una prueba para comprobar si la zona estaba correctamente anestesiada, cortó con él para obtener su primer objetivo. Un pase de gasas, pinzas y otro instrumento no identificado, dejó fuera de combate a la primera cordal. Así sucedió con sus otras tres hermanas, que no ofrecieron tanta resistencia como la primera. Una batalla no muy limpia. Después de coser las heridas abiertas, todo había terminado.

-Bueno, aquí están tus cuatro cordales- dijo el doctor, como si creyera que ella quería despedirse.

Ella se levantó de la silla con rapidez (y toda la boca dormida), a recibir las últimas indicaciones del dentista.

-Ya sabes, nada de sólidos los primeros días, nada caliente. Aquí tienes todo lo que necesitas saber y mi teléfono. Suerte.

Suerte, seguro.

Camino a casa, sabía que lo único que tendría la nevera para ella sería helado, cremas frías, gelatina y jugos. La gente suele creer que comer dulce por días es un paraíso, pero cuando no tienes más opción que eso, raya en la asquerosidad. Si te operaran dormido y luego despertaras sin el efecto de la anestesia, probablemente te preguntarías quién podría darle patadas en la boca a un ser tan indefenso como tú. Así se explica cómo fue la primera noche. Si sirve de consuelo, un coctel de pastillas ayuda mucho.

Un par de días después la inflamación había pasado. A la hora del desayuno, ella se resignó a tomar un colado de frutas, tal y como la cena de la noche anterior, y la anterior a esa.

-Alguien pagará por esto- dijo ella, decidida, mientras pensaba en cómo sorprender a su amigo, el dentista.

martes, 14 de febrero de 2012

Consideraciones Para Los Que Viven Al Margen

10:45 p.m.


Los hombres cruzaron las defensas de aluminio (de cerca parecen placa sobre placa de latón) que separan a la autopista del Guaire. Más allá, una pendiente, vegetación de pantano y el río mismo, en todo su ocre y oloroso esplendor. Con una mano en el pecho, en una pose que recordaba a los cuadros de Napoleón Bonaparte, Luca inspiró profundo.

—¿Hueles eso? No es el aroma del éxito.

El otro bajó el arenoso arcén. Torpe al principio, buscaba que sus botas montañeras tuvieran asidero en un terreno que no sólo no estaba hecho para ser cruzado, sino que te era hostil si lo intentabas. Uno de esos lugares que la naturaleza ha reclamado para sí y no va a soportar tus mariqueras de caballero aventurero.

Montado sobre el hombro, un saco del que sobresalía una escopeta y una pica.

—Vamos, Luca.

El hombre de negro no se movió.

—¿Sabes lo que pasa si damos un mal paso, no? Vamos a caer en un río de mierda, literalmente.
—Estoy tratando de no pensar en eso.
—¿Sabes qué es más efectivo? Irnos.

El del saco extendió una mano hacia el interlocutor.

—Vamos. Yo te sostengo.
—Y te sumo peso y nos caemos los dos. No.

Una breve mirada y el saco se posó en el suelo.

—¿No estarás pensando en irte?
—Siempre estoy pensando en irme, desde que te presentaste en mi casa. Existe un invento llamado “teléfono”. Nos habría hecho más cómoda la charla.
—Igual viniste.
—No me lo eches en cara —Luca comenzó el descenso—. Esta es la idea más estúpida con la que he estado de acuerdo.
—Estás haciendo lo correcto —fue el recibimiento cuando ambos estuvieron al mismo nivel.
—Sí, Tony. Este es el olor del bien.
—Por favor. Vamos.

Se repitió la escena: el primer hombre agarró el saco, se lo echó al hombro y siguió bajando, el otro se quedó mirando. Era un saco de gimnasio, vertical y del largo de toda la espalda. Era un pequeño milagro, Luca pensó, que Tony no tuviera una especie de joroba. De por sí era milagroso que Tony alcanzara los cuarenta y seis años. Bajaba por la pendiente como un gato. Un gato viejo, pero gato al fin.

—¿Qué es de la vida de Nina? —preguntó Luca, en cuclillas.
—Ten cuidado con las piedras, no apoyes el pie.
—Burda de bonita. Unos ojazos.
—Lo sé.
—¿Y entonces?
—¿No te da ninguna señal que no te la haya mencionado?
—No. Nunca hablamos, Tony, ¿sabes?

Tony se detuvo. Se aguantó de un arbusto que emergía de la tierra como los huesos torcidos de la ciudad.

—Nina me dejó. Hace diez meses. Se llevó todas sus cosas.
—¿En serio? ¿Y todavía cuentas el tiempo?
—¿Qué intentas decir? Ya, sácalo de una vez.
—No te me pongas a la defensiva.
—No, en serio. Ya basta, la mala actitud, la ladilla con todo lo que digo; te quejas más que un camión de cochinos. Habla, Luca, sácalo de una vez para que podamos continuar.

El nigromante bajó un paso. Luego otro. Suspiró, cerrando los ojos, acostumbrándose al aroma natural de los desechos de la ciudad.

—¿Por qué crees que Nina te dejó?
—A ver.
—En serio.
—Dime. Cuéntame por qué Luca Aleggio cree que mi pareja me dejó.

Por un momento, Luca se arrepintió de haber traído al debate contra esta esquina. Si había algo bueno de este momento es que podía decir lo que venía sin tener que ver a Antonio a los ojos.

—Ponte en sus zapatos —dijo—. Este estilo de vida que traes. Sales de noche y me imagino que llegas a la casa bañado en sangre. Las noches en que llegas. Te pasas los días persiguiendo bichos y ella no sabe si, cuando sales por la puerta, te va a joder un choro, un policía o la casita del terror. Si me preguntas a mí, duraron demasiado, más bien. Te debió querer mucho.

Estudió el terreno, apoyó las palmas y bajó poco a poco. En su visión periférica, una bolsa de mercado estaba atrapada entre el cauce y un puñado de ramas. Era fácil concentrarse en ella porque era blanca y gemía con la misma voz del agua, hablaban el mismo idioma.

—No representas un futuro para nadie, Tony.
—¿Sabes por qué me eligió a mí y no a ti? —fue la respuesta inmediata.
—Ilumíname con tu brillante introspección.
—Tanto por quién eres como por lo que eres. La muerte baila a tu alrededor. Yo tuve año y medio de satisfacción. ¿Cuánto tuviste tú, diez minutos?
—Creo que…

Volvieron a estar al mismo nivel de la pendiente.

—…lo que podemos concluir es que somos los secretos caminantes de la ciudad. Este río nos es apropiado. Aquí se reúne todo lo que Caracas no quiere ver. Felíz San Valentín.
—Estás muy poético.
—No me jodas. ¿”La muerte baila a tu alrededor”?

Tony dejó morir al debate. A orillas del río ya, con un flujo pacífico pero traicionero. Bien podías navegar por el Guaire como ser arrastrado y consumido, sin que el río se detuviera a considerarte. Ha comido cosas peores que tú.

—Sólo un subnormal podría pensar en hacer… —Luca llegó a la orilla, con paranoico pudor— un sancocho aquí.
—¿Sabes que echaron para atrás ese proyecto?
—No lo sabía, pero es obvio. ¿Y ahora?

Tony se sacó una linterna del bolsillo de la chaqueta. Larga y plateada, parecía un control remoto con un sol al extremo, esperando para un amanecer personal. Hágase la luz.

—Ahora buscamos la cueva —dijo.
—Qué emocionante. ¿Qué tal si apagas esa linterna?
—No confío en esta orilla.

Echaron a andar en fila india, con el reflector de Tony prediciendo los pasos para los dos.

—Yo no confío en los pacos que nos van a parar cuando vean que rondamos un río en el que dejan cadáveres botados.

Tony dio media vuelta.

—Estamos en Baruta —dijo.
—¿Y?
—Si nos para la policía, ¿cuál prefieres que lo haga, Polibaruta o la PM?

El nigromante reflexionó por un par de segundos.

—Okey —dijo.

Volvieron a caminar.

Por encima de ellos, en la autopista, la ciudad volvía a sus casas. El día había sido largo, el tráfico inclemente y el mañana no dejaría cuartel.

—¿Estás seguro de que son necrófagos? —preguntó Luca.
—Sí.
—Porque los necrófagos comen muertos. Por eso se llaman así.
—Estoy seguro.
—No atacan gente viva. A menos que sean niños o muy viejos y débiles.

Tony se detuvo otra vez.

—Es lo único bueno que tienen los necró…
—Tengo dos meses persiguiéndolos, Luca —habló por encima del hombro—. Los vi arrastrando a un niño hasta la cueva.
—La cueva a la que vamos. Necrófagos agresivos. Y venimos a atacarlos de noche.
—No tengo tres días en esto —se reinició la caminata—. De día sería impensable. Los necrófagos rondan los cementerios, que tengan esta cueva ya es raro. No sé cómo, pero se organizaron y están matando a los niños que duermen por aquí.
—¿Cómo sabes que son ellos y no algún sádico tipo El Comegente?
—No me porfíes.

Quince segundos de paz, puntuados por espacios en los que el sol iluminaba los rincones.

—¿Sabes que esos niños que los necrófagos se comen son lacritas, choritos y los asesinos del mañana?

Tony apuntó la linterna directo al rostro del nigromante. Pudo ver cómo las pupilas se encogieron.

—Tienes una negatividad insufrible, Luca. Imagino que tienes cualquier cantidad de amigos.
—Quítame la luz de la cara.

La petición tardó en ser cumplida.

—Son personas. Y son niños. Mal que bien, son vidas humanas.
—Qué lindo, estoy cazando monstruos con el Capitán América —Luca se revisó el torso y chasqueó la lengua. De todas las noches en que pudo olvidar sus cigarros, tuvo que hacerlo en esta. Era una vergüenza como fumador:—. Te voy a echar una historia, Capi. Hace cosa de año y medio, esos carajitos apuñalearon a un trabajador en Plaza Altamira. Lo asaltaron, el tipo no les quiso dar lo que trabajó ese día y le metieron un cuchillo en el cuello. Esos carajitos, Tony. Y si no fueron ellos, se parecen igualitos.
—Me das asco.
—Entiendo tu charla de “ayudemos a los que no tuvieron las oportunidades de entender”, está comprobado que la solución es la regeneración social, pero ¿no has hablado nunca con un muerto por causas violentas? Porque yo sí. Y te digo, el violín más pequeño del mundo toca por los asesinos. No quiero sonar indiferente, pero que se jodan. Si esos necrófagos nos cojen y nos joden, me voy a arrechar demasiado sabiendo que entregué mi vida por unos malditos que se dedican a arrancársela a los demás.

El hombre del faro bajó la luz.

El río fluía en un sentido, los carros en otro. El gélido viento le alborotaba una picazón en la tráquea que se traducía en el augurio de una tos. Volvería a tener gripe que quizá degeneraría en una enfermedad pulmonar, no sería la primera vez. Y eso era si sobrevivía lo que estaba por ocurrir. Confiaba en sí mismo, sabía que sus posibilidades de triunfar eran buenas. Y mañana miraría al tráfico, con sus hinchados autobuses y sus cancerígenos motorizados, sin tener ni más ni menos que la mañana de ayer.

—¿Tienes un cigarro, Tony? Sé que la pregunta es estúpida.
—Tienes razón —murmuró.
—¿Qué?
—Nada —alzó la linterna otra vez—. Igualito, están empezando con niños de la calle, le agarran el sabor a la carne humana. Mañana podrían atacar a muchachos inocentes. Jóvenes incapaces de lastimar a nadie. No quiero vivir con esa posibilidad.

Iluminando medio metro más alante, un promontorio de rocas removidas. O era una choza improvisada o era algo digno de ser investigado. Se adentraban en esta tierra de nadie y el río los había tolerado demasiado. Cada paso los alejaba de la camioneta de Tony, a un lado de la autopista, que bien podía estar en las manos de cualquier atracador ahorita, rumbo a ser la herramienta con la que secuestrarían a alguien. La cadena de favores funciona corrompida en la noche de esta ciudad.

Luca se detuvo.

—Uhm… voy a decirlo —anunció.
—No.
—No sé si te has dado cuenta, pero ¿le has prestado atención a la juventud de esta patria grande? Herederos de más de doscientos años de luchas, de una sociedad que ha podido aprender de todas las metidas de pata de la humanidad desde la cuna de la civilización, la generación más privilegiada desde que el primer indio decidió hacerse un círculo social cerca de su churuata y míralos: estúpidos, sin sentido de quiénes son y sin que ello les importe. Tienen a toda la información que quieran al alcance de un click y les importa es verse bien para poder encajar mejor en círculos de muchachitos afrancesados. Estos no son los hijos de La Era de Acuario, Tony. No es una generación de héroes. Es la generación muerta, los que tuvieron la oportunidad y la dejaron pasar porque la tele tenía algo más interesante. Niños que toman prozac porque papi no les compró un camión de bomberos a los cinco años. Si esos necrófagos deciden subir en la pirámide alimenticia, hey, es evolución.
—¿Ya?
—Una generación de idiotas que se lo creyó cuando la tele les dijo que ser artistas famosos solucionaría todos los problemas de la vida. Ya.
—Qué bueno.

Llegaron a las rocas, los trapos y los escombros. Con el pie, Tony removió aquello, llevando el deseo momentáneo de estar equivocado y que saliera algún indigente a pedirles que lo dejaran en paz.

En vez, una boca bajando por la tierra se abrió.

Ni siquiera el cuerpo del río podía disfrazar el dulzón olor que ascendía de esa garganta. Ellos habrían de bajar por ahí. La tierra tenía que tragárselos.
Tony volvió a poner el saco en el suelo —con un borde humedeciéndose por el agua— y extrajo la escopeta, un par de linternas sujetas con bandas y, con la misma mano que sostenía las linternas, una pistola. Se la tendió a Luca.

—No. No me gustan las armas.
—Agárrala. Esto se va a poner feo.
—Asegúrate de que no.
—Luca. Coge la pistola. Es por tu bien.

Y el rencor se hizo sentir, esparcido por el viento de la noche. Luca agarró la pistola y una linterna.
Tony se puso la banda alrededor de la frente. Presionando un botón en el pequeño faro, la linterna se encendió. Apagó la que traía en la mano. Con esa luz ahí, como el ojo de un cíclope, Luca fue incapaz de ver los ojos orgánicos de quien lo trajo.

—Mantente detrás de mí y ten los ojos bien abiertos —dijo Tony.

Entraron.
6: 53 a.m.


Salieron por una abertura lejos de aquella por la que entraron. Lo primero que los ojos de Luca registraron fue un ataúd verde —que su cerebro pudo traducir como un metrobús. Salió del hoyo dándole garrazos a la tierra, como un neonato que lucha por nacer.

La luz le escocía en los ojos.

Inhaló, exhaló. Inhaló, exhaló. Apoyándose las manos en las rodillas, inhaló… y un riachuelo de vómito le salió con indiferente inercia, naranja, aterrizando entre sus pies. Le salpicó las botas.

Tony salió hasta la cintura, dando la impresión de haberse atorado, de que si lo tomabas por una mano y lo halabas, te quedarías agarrando a un cadáver porque no había más debajo del ombligo. Pero salió. Metió las manos otra vez en la madriguera y sacó las armas y su funda.

Con la barbilla pegada al pecho, Luca se miró el antebrazo. Sintió frío. Le estaba bajando la tensión.

Dio un par de pasos hacia atrás y se sentó. Un carro tocó la corneta y otro contestó. Siguieron con el trajín, indiferentes a lo que ocurría a un lado del pavimento.

—Luca. ¡Luca!
—¿Qué?
—¿Qué día es hoy?
—Martes. Se me está bajando la tensión.

Tony supervisó los alrededores. Mantenía sus lentes circulares todavía descansándole en el puente de la nariz.

—Ya vamos a solucionar eso.

Luca se quitó la chaqueta. Su camisa blanca tenía el frente lleno de tierra y seguía limpia hasta el antebrazo derecho, donde estaba abierta y salpicada con sangre. Tres cortes con bordes hinchados como labios asomaban debajo.

—Voy a necesitar puntos —dijo—. Gracias, Tony.
—Eran necrófagos. ¿Sabes lo que eso significa?
—De bolas que sé lo que significa, pajúo, tú también y aún así me trajiste. ¿Me vas a pagar la bruja? Irresponsable —y luego consigo mismo:—. La única que cura esta vaina… coño e’ la madre, vive en Nueva Orleáns.
—Tiene que haber una por aquí.
—No hay.

Lo que iba a decir se interrumpió por otro impulso de vértigo. Se acostó, apoyándose en un codo. Respiraba por la boca.

—No hay —repitió.

Tendría que agarrarse puntos, luego irse al norte en las próximas setenta y dos horas y ver a la curandera, que le abriría las heridas otra vez. No quería ni empezar a pensar en el dinero…

—¡La puta madre, CADIVI! —gritó, tapándose la cara con las manos.

Tony se acercó. Cojeaba de una pierna.

—¿Qué pasa con CADIVI?
—Tengo que hacer carpetas y anunciar el viaje y esa puta mariquera, no puedo salir de emergencia.
—Tiene que haber alguna forma.
—¿Qué le explico al banco? “No, bueno: salvando a unos huelepega, me hicieron esta herida unos monstruos. Es venenosa”.

Eructó, cerró los ojos con fuerza y agarró la chaqueta en un puño. Se paró.

—¿Puedo hacer algo? —preguntó Tony.
—No me busques nunca más, mamagüevo. Es en serio, Antonio, ya estamos a mano. No te debo nada.
—Déjame llevarte a la clínica —se acercó.

Luca se echó para atrás como impulsado por un choque eléctrico.

—No me toques.

Se puso la chaqueta, que llevaba las mangas impolutas. La herida quedó oculta.

—Ya resolveré —dijo—. Siempre resuelvo.

Paneando los alrededores, consiguió a un quiosco. Podía hacer todo lo que el día le pidiera, pero no sin un cigarro. Caminó.

—Gracias, Luca.

El nigromante le hizo la señal del dedo.

—Cínico. Nojoda —fue su despedida.



Hambre


Ella estaba sentada y él acostado. Él tenía hambre y ella sólo quería dormir.

-¿Sabes por qué estás aquí? ¿Ni te imaginas quién era antes de que tú vinieras?

-No me interesa quién eras. Sólo dame de comer. –Le dijo él. Ella no podía comprenderlo.

-Sé que no te interesa quién era. Estás ahí viéndome como un animal domesticado pidiéndome que te alimente. Antes no tenía que alimentar a nadie. Antes era yo: libre, viva, feliz.

-De nuevo. Sólo quiero comer.

-¿No te puedes callar?

-Me callo si me das comida, ¿no lo terminas de entender?

-Todo sucedió así. Un día venía del trabajo. Unos malandros se me acercaron y me pidieron mi cartera. Yo se las di inmediatamente sin pensar. Entonces uno me buceó y me dijo “mami, tú lo que estás es miamor con ailoviu, ¿por qué no te vienes con nosotros?”. Y yo le dije que no, que no me iba con ellos, que yo tenía mi novio, pues. Entonces ellos sacaron una pistola y me obligaron a ir con ellos. Hasta ahí recuerdo. Luego llegaste tú y me salvaste. Le diste un nuevo significado a mi vida, pero también me recuerdas a cada momento ese instante. Eres increíblemente hermoso, pero también desgraciadamente horrible y despreciable. Te amo y te odio, ambos a la vez.

-Ya he escuchado eso un montón de veces. Siempre lo mismo. Ya me ladilla. Me frikea. Me desespera. Me saca de mí. Puedes, por favor, alimentarme.

-¿Tú únicamente entiendes de comida, no? Sólo sabes responder a los instintos primarios. Como los animales primitivos. Dinosaurios; bestias que sólo sabían comer carne o monte y que vivían cagando y satisfaciéndose de sexo. Quizá más básico que eso son los cavernícolas. Hombres de la edad antigua, media, moderna y contemporánea que no saben sobreponer sus instintos a la realidad. Que hacen lo que les mande su miembro. Que sólo quieren tirar.

Ella no salió del cuarto. Lo estuvo mirando con desagrado, pero con ganas. Como un zamuro que se acerca a la carroña. Así, al quitarse la camisa, dejó descubiertos sus grandes y redondos senos que terminaban en unos hermosos pezones puntiagudos y rosados.

-¿Por qué lloras ahora?

-Quiero que me cambies la ropa.

miércoles, 8 de febrero de 2012

Viaje soledad


 Jessica Márquez Gaspar

Subimos al autobús, como tantas veces. No sentamos hacia el fondo, nos gustaba la privacidad. Dos asientos, uno junto a otro. Para ti la ventana y para mí el pasillo. Pronto te apoyaste sobre mi hombro, sobre mi pecho, buscando ese rincón que siempre ha sido tuyo y siempre lo será, mientras te abrazaba contra mí y sentía tu respiración y los latidos de tu corazón junto al mío. La felicidad podía caber en un viaje.

Cuando eres feliz, te olvidas de la primera y más importante regla: la felicidad es efímera. Por eso, aquellas tantas veces que recorríamos la ciudad a ritmo de bachata, salsa, merengue, o de la música de tu celular, que era siempre el soundtrack perfecto para una cercanía que nos era robada tantas veces, y que podíamos permitirnos en aquel momento. Donde estábamos quedábamos ocultos en aquella esquina final del vehículo detrás de los altos asientos. Aproveché la privacidad momentánea para besarte, tomándote por sorpresa. Mis labios sintieron los tuyos, durazno, suavidad perfecta, oxígeno, vida. El beso se prolongó más de lo que debería, porque cuando tienes que negarlo tanto y entonces sucede, se siente como si el mundo tuviera de nuevo sentido. Así te he amado.

Empezaba entonces la suspensión del tiempo. Mientras Caracas se deslizaba fuera de la ventana, mientras llovía a cántaros afuera sobre los carros, los edificios, los fiscales, los transeúntes, los buhoneros, las estatuas, los faroles, yo sólo podía sentir la proximidad de tu cuerpo, tu calor, tu presencia. Conversábamos de a poco, porque el momento era tan perfecto que sobraban las palabras, había tanto que decíamos en silencio en aquella cercanía que más que del cuerpo era del alma. Teníamos unos minutos que deshojábamos como margaritas, poco a poco y con sutileza, para tomar tu mano entre la mía, para dejar caer el miedo y simplemente disfrutar de la compañía del otro. Y así se fue pasando el tiempo, pero ya no importaba. Ya no sabíamos siquiera a donde nos dirigíamos. Encontramos paz, o al menos eso creo. Nos fuimos perdiendo, nos hicimos uno con el autobús en un viaje que no importaba hacia donde fuera, cuyo destino había dejado de tener importancia alguna, porque el destino era simplemente suspender nuestras vidas para compartirlas aunque fuera una tregua pasajera con el mundo, con la velocidad del día a día, con las dificultades, los miedos, las medias palabras, el hoy y el ayer.

Nos dormimos. La paz que sentíamos porque ahí estaba el otro, a nuestro lado, a tu lado y a mi lado, era tal que fuimos capaces de bajar las defensas y dejarnos llevar, acompasar mi respiración con la tuya, la tuya con la mía y con el vaivén del autobús, con su baile sobre el asfalto, a través de las avenidas, entre los carros. No sé cuánto tiempo dormimos. La lluvia resbalaba por la ventana, sentía tu cuerpo temblar ligeramente contra el mío, no sé si por el frío o por la intensidad misma del momento. Sabía que dormías porque de tu boca se escapaban pequeños murmullos. Yo dormía también, pero de tanto en tanto me despertaba para comprobar que estabas ahí, aunque incluso estando totalmente en los brazos de Morfeo nunca solté tu mano. Nunca.

En el momento en que dormía más plácidamente, desperté. Miré entonces por la ventana y un sol pálido se escapaba por entre las nubes que empezaban a disiparse, pero una gota cayó. Se me escapó una lágrima que bajó por mi mejilla, traviesa. Me bajé sola del autobús, sabiendo que aquel viaje había concluido hacia ya un tiempo. Nos fuimos. De nuevo sobre la calle, sobre el cemento, arranqué a caminar, aunque sé que no puedo huir de ti, aunque tu fantasma camine a mi lado, y tome mi mano, y me mire con tus ojos castaños antes de irse una vez más. Recuerdo que no habrá de permanecer. Labios que no habré de besar. Viajes solitarios, una vez más. 

Un flash de honestidad

Estaba leyendo la respuesta de Achy Valenzuela en Facebook cuando sonó su anexo.

-¿Aló, buenas tardes?
-Juan Pablo, ¿tiene oportunidad de venir? Me interesa conversar con usted.
-Sí, don Horacio, por supuesto.
-Lo espero entonces.
-De inmediato.

Cerró todas las aplicaciones, se ordenó el pelo y tragó agua. Entregó el peso de su cuerpo a sus pies y abrió camino por el pasillo hasta la puerta del fondo. Cerrada, tocó. "Pase".

-Don Horacio.
-Juan Pablo, quería conversar con usted.
-Sí, dígame.
-Hemos notado deficiencias en su desempeño, su gestión en el cierre de mes fue lenta y descuidada. Requerimos que esta labor se realice con eficacia, de modo que hemos decidido prescindir de sus servicios profesionales.
-¿Cómo?
-Puede pasar a conversar con Susana el tema de su finiquito y tiene hasta el viernes para retirar sus pertenencias y despejar su área de trabajo.
-Pero, Don Horacio, no tenía idea de que estaban inconformes con mi trabajo.
-No estaba hasta que estuve. El último cierre de mes atendió sus labores de manera...
-¡Hoy es once!
-Deficiente.
-¡Su insatisfacción tiene once días!
-¿Y qué quiere...
-¡Ni un ultimatum!
-Que lo espere un mes, un año quizás…
-¡Ni una advertencia, una crítica!
-Que lo celebre cuando sea capaz de manejar su trabajo y que lo rete cuando sea improductivo.
-Ni un comentario, una palabra.
-Como si fuera mi hijo, mi guatón.
-Un gesto, una oportunidad.
-Pero, Don Horacio, yo tengo una familia que alimentar, no puedo simplemente llegar sin ni uno...
-Se equivoca. Mes a mes usted debe convencerme de que su familia merece ser alimentada. Este mes no me convenció.

Quería golpearlo y desencajar su boca, pero tuvo tan mala suerte que con el agite dio un infortunado traspié. Su cuerpo desequilibrado se arrastró hacia la derecha. Se empujó hacia el ventanal, atravesándolo ruidosamente. Cayó encima del pasto y su ego roto.

-¡Usted no tiene alma!
-Y usted no tiene plata.
-¿Cómo puede no importarle?
-No me interesa cómo limpiará la sangre de su ropa. Tampoco cómo hará para restaurar mi vidrio. En este mundo cada quien vela por sus temas. Buena suerte.

Don Horacio despareció de su vista y llamó a su proveedor para decirle que la muestra tenía que llegar a las tres. Por su parte, Juan Pablo no alcanzó a arremangarse antes de decidir que iba a devolver sus últimas compras y repensar por quién vota y en quién cree. No podría nunca más dar su voluntad, dinero o esfuerzo a los poderosos.