miércoles, 28 de mayo de 2014

De flores blancas y un par de pliegues

Dejé que la tela corriera entre mis dedos, como cuando era niño.

En aquel entonces debía sujetarme de mi madre para que no me dejara atrás con sus pasos decididos y veloces. Ella corría, porque así las responsabilidades que caían sobre sus hombros jamás ganarían la partida. Pagar la casa, pagar las cuentas, pagar lo que comíamos, pagar la escuela, pagar la vida.

Recordé la tierra crujiente bajo el sol implacable, el débil sonido de un molino de viento, el aroma a madera que acompañaba las noches. Solía sentarme con ella fuera de la casa para contarle lo aprendido en el colegio o confesar las travesuras que había hecho. Al final siempre se enteraba, así que un momento de valentía me aseguraba el postre después de cenar y una sonrisa que ella intentaba ocultarme.

Siempre fuerte, siempre regia, siempre firme. Mi madre no tenía tiempo para quejarse, jamás la vi enferma y nadie escuchó de ella un suspiro de cansancio. Sin embargo, detrás del muro de piedra que había construido luego de que mi padre la abandonara, aún había amor. Aún había esperanza. Centró en mí todo su ser.

Los domingos por la mañana, mientras el pueblo dormía y las nubes aún no cubrían el cielo, mi madre me levantaba para dar un paseo. Todavía no sé si era una ruta distinta por vez –algo difícil en un lugar tan pequeño–, o era que ella siempre tenía algo nuevo qué mostrarme. Conocía cada flor, cada árbol, cada pequeño detalle del sendero. Ahora lamento que no durara lo necesario para valorarlo.

El tiempo transcurría impasible, mientras yo creía ser grande. Mi madre, en cambio, siempre fue grande; lo suficiente para dejarme ir. Cada vez la veía menos, apenas notaba cómo iba blanqueando su cabello, cómo su piel y su voz perdían la fuerza de aquellos días de lucha. Los años cobraban la valentía y el esfuerzo de su juventud.

Un día de mayo, que no quiero recordar, ya no estuvo más. De ella solo me quedaron recuerdos y una maleta que temía abrir. Al a mi madre lo perdí todo. Volví a ser un pequeño.

Hoy, con años haciendo puente entre el pasado y el presente, he decidido abrir la maleta. Algunas prendas, fotos de tiempos más felices y el olor de mi madre mezclado con el del mismo tiempo. Sé que guardaré en mi memoria mil momentos de oro, y en mi baúl aquella prenda a la que sólo ella hacía justicia.

Dejé que la tela corriera entre mis dedos, como cuando era niño. Volví a encontrarlo, y ya no en mis recuerdos. Sin mirar, sabía que el estampado aún conservaba algo de color. Mi madre adoraba ese vestido. 


Incidente Entre Panas



No se dio cuenta de que estaba en la cabaña hasta que buscaba con qué defenderse. Las luces seguían encendidas, pero eran demasiado brillantes, escocían en la piel. Miró hacia atrás, hacia el bosque y la noche y la nada, y su corazón se congeló por segundos, preciosos segundos que le dieron la esperanza de que el monstruo se había ido. Incluso en este contexto, era optimista.
 
Lo escuchó con el corazón mucho antes de hacerlo con los oídos. Es difícil enmascarar las pisadas sobre las hojas: entró a la sala, una silueta negra que bajo la luz adquirió sentido. Las botas, la máscara, el hacha. Carlos se encogió ante el vacío, se tapó la boca con las manos, se maldijo por ser débil, flaco y cobarde. Cerró la puerta. Detrás de sí, la ventana rota, pero ¿escapar a dónde? Cuando corría por el bosque, le dio la impresión de que en este parque el verdor era eterno, se repetía y te abrazaba con gruesos y espesos tentáculos. Entró en la cabaña porque, sin pensarlo, buscaba luz, en todo sentido. Aquí, dos de sus mejores amigos fueron asaltados y cuarteados. 

Los labios resecos, los ojos hinchados, un dedo fracturado que hacía que toda la mano le pulsara. El calambre en su pierna nacía de donde el hacha entró, no sabía qué tan profundo, y que Carlos ignoró porque podía correr bien. La pierna se durmió y el jean estaba tan rojo que ya no había forma de decir si la hemorragia había parado. El optimismo decía que sí. Era más realista concluir que no.

Cojeaba. Le dolía la cabeza. Estaba cansado de correr. 

El hombre del hacha vagó por la cabaña. Tenía que ser a propósito, tenía que saber que Carlos estaba en el cuarto. Adoraba torturarlo psicológicamente, te quitaba las ganas de luchar. Carlos desenchufó la lámpara de la mesa y la sostuvo, agarró impulso, iba a lanzar una jabalina redonda de cerámica. El pensamiento de que era un arma inútil y que el loco llevaba una máscara de gas que lo protegería no le cruzó la mente.

La sombra bajo la puerta apareció. La presencia detrás del ahora. Abrió, lento, porque no estaba abriendo con la mano sino con la cabeza metálica de su arma. Empujando. Imposible saber si con cautela o con sadismo.

Tan pronto el asesino estuvo a plena vista, Carlos lanzó la lámpara. Se vio desde afuera de su cuerpo, parado de lado, lanzando la esfera roja con su pantalla crema, trazando un arco con cola de cable. En cámara lenta, porque aquí el tiempo pasa a veces sí y a veces los tentáculos te agarran. En vez de estallar en añicos, el hombre de negro se inclinó a un lado y la lámpara siguió, en un perfecto chapuzón hacia las tablas. Apagada esa luz, el único albor vino de la luna por una ventana violada.

Carlos no se movió. El asesino no se movió. Quiso gritar, insultarlo, suplicarle, pero se quedó ahí, mugiendo con los labios estirados.

El asesino dio un paso y Carlos agarró aire, se echó para atrás.

“Ven”, quiso decirle. A lo mejor lo hizo.

Pero el maniático no fue. Inclinó la cabeza a un lado. Bajó el hacha, inclinó la cabeza al otro. Resopló. Fue él el que se echó para atrás ahora.

Por supuesto que era una trampa. Pero ¿y qué tal si no?

Se quitaba la máscara. Debajo, sólo podía estar el diablo, un demonio vomitado por el bosque para devorarlo específicamente a él y, ahora que lo había vencido, lo arrastraría a su cueva donde lo mantendría vivo, comiéndoselo por partes. Cuando la máscara cayó al suelo, Carlos vio lo que esperaba: el maniático estaba hecho de noche. Una sombra sin cara.

Entonces se acercó y Carlos entendió: estaba a trasluz. Ahí están sus ojos, su boca.

—¿Carlos?

Ahí está, la trampa. Llamándolo por su nombre.

—Carlos, soy yo, Pascual. Ven acá.

Lo agarró de la muñeca, llevándolo a la luz, donde le abriría la garganta. Carlos interrumpió el juego: un puñetazo a la oreja, al cuello. Quiso patear, pero la pierna no le respondió. Estaba mareado.

—¡Carlos, soy yo! —dijo el sudor, el brillo y los ojos claros.

Sí.
Sí, ya estaba entendiendo. Pero eso no podía ser.
 
—¿Pascual?

Pascual estaba muerto. Todo era una pesadilla en loop. Usted está entrando en la Dimensión Desconocida.

Carlos se vio la pierna, con la clara iluminación de la sala. La imagen (el corte en el muslo abierto como una boca arrugada) se mezcló con el olor de cuerpos que ya no estaban. Vomitó. Como cuando estás muy borracho, sin saberlo ni quererlo, algo blanco que, viéndolo sobre la madera, pareció leche. Eso no tiene sentido.

—¿Estás bien? —escuchó— ¿Quieres que te traiga agua?

Alzó la mirada. Era él, Pascual Piñero. ¿Qué sabemos de él? Amigo del colegio, jugaban Nintendo 64 juntos, vieron a los Red Hot Chilli Peppers en vivo. Empatado con Corina Villalba. Su mamá era gorda. Murió en un choque en Tazón. Para un cadáver de cuatro años, Pascual se veía genial.

—No entiendo —Carlos bajó la cabeza otra vez. Su estómago se volvía un nudo.
—Me imagino. Marico, no sabía que eras tú, ¿por qué no me dijiste?

Sonido y visión, lo estaban abandonando.

—Déjame traerte agua. Muérdete la lengua. Ya va, siéntate.

El asesino y su olor a tierra mojada lo llevaron a la mesa. Lo sentaron. El aire de la puerta abierta hizo que la luz colgada del techo se agitara. Ahora va, ahora viene, una marea con oleaje de ensueño. No quería saber de muertos ni de sangre, pero igual miró sin conseguir. La mesa tenía un mantel encima. ¿Por qué ocultarlo? Debajo del mantel, habría un splash que se derramó cuando José Luis, en un grito abortado, dejó de ser él para ser algo. Carlos levantaría el mantel y vería la prueba de que todo lo que estaba viviendo, pasaba de verdad.

Desde la breve cocina, venía el maniático. Su amigo homicida, Pascual Piñero, el psicópata de buen corazón. Una jarra de agua, un vaso ya lleno.

—Toma. Bebe.

Obedeció. Miraba a las botas, militares, sucias. Los pantalones de un material que no era jean, no era tela normal, era como grueso. No quería verlo a la cara, porque lo conseguiría sonriendo.
Los pies se alejaron. Una silla se arrastró. El maniático se sentó frente a él. Carlos recordó un documental de E! True Hollywood Story: Cuando las locas de Manson apuñalaban a una de sus víctimas, la moribunda dijo “Para, ¿no ves que ya estoy muerta?” Carlos entendía.

—Qué bolas conseguirte aquí. No te vayas a tomar personal lo de la pierna. Vamos a hacerte un torniquete. Yo tengo material para suturas, pero tengo que ir a mi casa. Es más rápido que salir de aquí y llevarte a un hospital. ¿Cómo te sientes, tienes frío?

Carlos puso el vaso en la mesa.

—Me quiero ir a mi casa —dijo.
—¿Todavía vives con tu mamá? Oye, voy a ir al baño. Ahí posé los cuerpos de tus amigos para que te cagaras cuando lo vieras, porque es depinga y me imagino que estoy loco. Voy y con sus ropas te hago un torniquete. Prométeme que no te vas a ir corriendo.

Iba a vomitar otra vez. 

—Carlos. Responde.
—¿Qué quieres?
—Prométeme que no te vas a ir corriendo.
—¿A dónde coño me voy a ir? ¿No estás viendo que casi me cortas la pierna?

Pascual se reclinó.

—Sí eres exagerado. Si quisiera cortarte la pierna, lo hubiese hecho. Ya vengo.

Carlos no supo cuánto tiempo pasó. Primero Pascual ya no estaba, ahora sí, ahora le hacía un torniquete (un nudo de trapo en el muslo), ahora traía más agua.

—Bebe.
—No quiero.
—Le eché azúcar.
—Métete tu agua por el culo.

Una risa familiar, pasos que se alejan, el hacha lejos, posada en la repisa. La silla rechinó, estaban frente a frente otra vez. Pascual abrió las manos.

—¿No tienes ninguna pregunta?
—No.
—Eres un protagonista de mierda, Carlos. Pregúntame por qué. Pregunta cómo fingí mi muerte. Dale. Pregunta.

Carlos apoyó el codo en la mesa, se sostuvo la frente. El corte se veía mal. A lo mejor perdería la pierna. Aunque sabía que eso afectaría el resto de su vida, en ese momento no le pareció tan grave.

—Carlos.
—Coño, déjame en paz.
—Pero pregúntame. Cómo hice para entrenar, para prepararme. Llevo tres años haciendo matancitas en este parque, ¿no te pareció que el alquiler de esta cabaña estaba barato? ¿Ustedes no ven noticias?
—Necesito llamar a mi mamá.
—Aquí no hay señal. Por lo menos de Movilnet. Y corté las líneas telefónicas.

Lo que estaba pasando se aclaró, un rompecabezas que, al terminarlo, tiene tu propia imagen terminando al mismo puzzle: Estaba en una película de terror ochentera. Vio varias con Pascual, cuando eran panas, hasta que se ladilló porque todas son la misma paja. El resto de la historia era poco original y simplista: Un enfermo decidió seguir al sueño de su vida. Mamá, cuando sea grande quiero destripar gente.

—Carlos.
—Mierda, ok: ¿Por qué, Pascual? ¿Por qué traicionaste nuestra amistad? ¿Y cómo no me di cuenta de que eras un… —quiso insultarlo con algo grandilocuente, algo mejor que lo que se le ocurrió:— loco?

El asesino encogió los hombros, se pasó las manos por el cabello y un rastro de sangre, que incluso parecía falsa, quedó sobre su frente. Una pincelada de tempera.

—Porque me gusta. Porque quiero. Anticlimático, ¿no?

A Carlos no le importaba lo que “anticlimático” quería decir.

—Me molesta que saques lo de la amistad, ve. Incluso antes de morirme, tú ya no me hablabas. Andabas con tus amiguitos emos.
—No sé de qué estás hablando.
—Salimos del colegio y me sacaron el culo, Marlon y tú. Yo sé que yo era raro, pero ustedes me dejaron morir.

Tuvo que pasar varios segundos para que Carlos entendiera que estaba oyendo el reclamo de un psicópata celoso. Campamento en las montañas de la locura.

—Corina me dejó y normal, las mujeres son así, pero ¿qué te dejen los amigos? Éramos panísimas hasta que Ortiz se metió a evangélico y Marlon y tú se hicieron los locos.
—Tú eras el loco. No hablabas. Veías demasiado tu teléfono. Una vez Marlon lo revisó y consiguió un poco de fotos de carajas muertas.

La expresión era difícil de identificar: los ojos grandes, la boca abierta. La mano al pecho, otra vez en la pierna, otra vez al pecho.

—¿Por qué revisaron mis cosas?
—Pascual, no me importa. No me importa nada, déjame ir.

Pascual contempló a la realidad en animación suspendida. Una estatua orgánica. Carlos pensó en una falla cardíaca, en un paro respiratorio, la muerte súbita del cazador y sería libre. Sabía que no estaba en condiciones para recorrer el bosque, que a mitad de camino se cansaría, se echaría a agarrar aire y ya no se levantaría más.  Era disparatado, pero si Pascual seguía con vida y lo sacaba de ahí, como dijo que haría, tenía amplio chance de ver al amanecer. Así es como nace el síndrome de Estocolmo.

Pascual parpadeó. Carraspeó.

—Equis —dijo—. Vamos a sacarte de aquí. Te voy a hacer de muleta. Si sientes que te resbalas, te agarras de los ganchos del abrigo, aquí. Estos. ¿Qué te parece? ¿Ves cómo brilla con la luz? Se llama “Marko”. Es ropa resistente al fuego. ¿Sabes las películas, que queman al tipo al final? A mí no me van a joder. Pantalones, guantes, todo. 

Afuera, la vida nocturna seguía business as usual. Grillos indiferentes.

—¿De dónde sacaste eso?
—Cazando ofertas, bebé. Materiales industriales, igual que la máscara. Si buscas bien por internet, consigues lo que sea. Ven. Dame la mano.

Esperaba que el guante negro se convirtiera en las mandíbulas de un perro, esperaba los dientes aplastándole los huesos hasta el codo. Pero agarró la mano. Era una mano normal.
De cerca, detalló que a Pascual se le estaba cayendo el pelo. Tenía líneas en la frente. Vellitos en los lóbulos. Carlos dio un paso y la mitad de su cuerpo le dio la espalda. Era bueno estar apoyando en un amigo tan firme, si bien las circunstancias del reencuentro eran Lynchianas. Pascual lo encaró. Ojos grises a la distancia de un beso.

—De verdad me dolió que no quisieran ser más mis amigos —dijo.

Carlos se hundió en sí mismo. Buscó una excusa, enfrascado en la mirada depredadora. Caminaron. Llegaron a la puerta. Carlos se agarró del marco.

—Espera aquí. Voy a buscar la máscara.
—Pascual.

Interrumpió la retirada.

—Siempre recuerdo los buenos momentos.

Pascual aspiró la frase, cabizbajo, parpadeando lento. Sonrió.

—Yo también.

Se fue. Afuera, un carro que no quería prender y que él igual no podía manejar. La memoria de horas atrás. No sabía dónde estaba la casa de Pascual, se imaginaba otra cabaña al corazón de las tinieblas.

—Ayúdame con esto, Carlitos.

Carlos se giró cuando la hoja ya iba en bajada. Tuvo el mismo sonido de la leña cuando la cortas en dos: seco, directo, un puño sin acústica. La cuchilla abrió el cráneo en diagonal, incrustándose en los huesos y salpicando negro y espeso. Pascual haló y el resto del cuerpo vino con él, cayendo, colapsado de lado, con los ojos mirándose la punta de la nariz. Una lenta baba negra supuró de la incisión. Pascual se quedó ahí hasta que la tinta cubrió la mitad del rostro. Era lo justo y piadoso. Sin dolor. Así es como matas a los seres queridos.

El año que viene, se las ingeniaría para traer a Marlon. Capaz cambiaba el estilo y lo iba a buscar en su casa. Sería inesperado. Apagó la luz, arrimó al cadáver con un pie, cerró la puerta. Adiós.

martes, 27 de mayo de 2014

Rumbo desconocido


Le dedico esta historia a la señora que la vivió.
Lamentablemente no me acuerdo de su nombre pero nunca olvidé su historia.  
                                                                    Andrea Gómez


La guerra no le trae bien a nadie, todos los días eran iguales… igual de malos. Lamentablemente no sabía que esa noche iba a ser la peor. Siendo Alemana de raza aria uno pensaría que la guerra no me afectaba tanto, pero no era así.

Mi familia moría de hambre, en mi pueblo no había comida y en las noches calentábamos la nieve para sentir que tomábamos sopa. El frío de ese invierno no se podía comparar con algún otro, a la edad de 12 años ya pensaba que había vivido todo.

Mis padres daban la vida por mi y mi hermanito, ellos estaban flacos y demacrados para que nosotros pudiéramos alimentarnos.
Para la suerte o desgracia de mi pueblo teníamos una estación de tren, allí los militares nazis pasaban con su cargamento de judíos, comida o carbón cada cierto tiempo.

La mala suerte de nosotros, los 500 habitantes, era que los guardias venían molestos, con lujuria y ganas de matar. La buena.. de vez en cuando podíamos conseguir comida.

Esa noche llegó un tren repleto de carbón necesario para calentarnos en el invierno. Afortunadamente yo era una de las más alimentadas del pueblo, todavía mantenía una figura “atlética” y era de las pocas con fuerza para treparse al tren.

Ya era una cuestión de rutina, esperaba hasta la madrugada para investigar qué había en los vagones, mi hermano y mi padre me esperaban abajo para agarrar las cosas que lograba robarme.

Mientras estaba lanzando los carbones a mi padre oí unos perros acercarse, gritos y vi linternas alumbrando mi vagón. Escuché los gritos de mi padre diciéndole a mi hermano que huyera y después oí unos disparos.

Los ladridos cada vez estaban más cerca, los guardias seguían disparando y entendí que papá estaba muerto. Me sumergí entre los carbones para ocultar mi llanto y esperar el momento para salir.
Para mi mala suerte, al paso de una hora el tren comenzó a moverse y el pito fue como una sentencia de muerte.

No sabía hacia donde me dirigía, rezaba por mi papá con la esperanza de que estuviera vivo, pensaba en mi hermanito y en mi madre.

Horas que parecían años, frío que congelaba mi cuerpo y ganas de morir era lo único que sentía.

El tren comenzó a detenerse cuando ya era de día, un pueblo nuevo que debe vivir las mismas desgracias que el mío.

Apenas se detuvo salté del vagón y corrí hacia las casas, una familia desgastada y hambrienta como la mía me abrió sus puertas. Me alimentó con una papa y me sentaron junto al fuego.

Mientras les contaba mi historia e iba asimilando lo que había sucedido decidí salvarme. Yo era la encargada de mi casa ahora y no podía morir, debía regresar.

El padre de esa familia, un ángel, se identificó con mi padre, sólo los padres entienden esta situación de supervivencia, en la que los hijos son lo más importante. Me regaló su abrigo, un mapa y dinero. Me explicó el camino. “Es un día entero a pie, quizás más con el frío, el dinero te ayudará a conseguir resguardo cuando sea necesario”.

Y así fue, agradecida y decidida me fui caminando hasta mi casa. El trayecto más duro y largo de mi vida. Muchas veces sentí que me perdía pero era imposible, caminaba junto a las vías de tren.
Mientras caminaba mis pies se congelaban, la brisa me quemaba el rostro y sólo quería morir

Cuando vi la estación de mi pueblo empecé a correr, de la emoción sentí la sangre llegar otra vez a mis dedos. Rápidamente llegue hasta mi casa, toqué la puerta y ahí estaba mi madre y mi hermano, devastados.

La alegría de sus ojos al verme con vida es uno de los recuerdos más bonitos que tengo. La cara de sorpresa por tan anhelado reencuentro me puso una gigante sonrisa, aunque claro, todos los días siguieron igual de malos.

lunes, 26 de mayo de 2014

El Yaque/Parguito

Por Moisés Lárez
Amalia me dijo “corre, nene, corre” y yo hice lo posible por salvarme del muerto.

Imagen de Google Maps de los lugares de Margarita recorridos, tiempo de duración en carro y distancias. Si le haces clic, hace zoom.

Ocho horas antes, llevado por el amor y por el azar de la agenda cultural margariteña había estado en el circo. Este no era de animales y payasos; era un circo mágico: uno que mezclaba las excentricidades del vestuario de un ballet a lo Venevisión con espectáculos de ilusión y un glamour extremadamente latinoamericano; un circo donde la espuma era nieve y un Power Wheels, un carro de verdad; uno donde lo únicamente importante era la fe y no la razón, como método de supervivencia. Y por eso creo que valioso, no por un asunto personalista o religioso, sino por su construcción tan genéricamente esperanzadora y tan conectada a nuestro día a día: por ejemplo, por fe es por lo que aún se mueve este país.

Después del circo, llegamos mi mamá, quien había ido de chaperona, y yo a la esquina de La Vela y paramos un taxi. “A Paraguachí, señor”, le dije, y el bicho reviró: que era muy lejos, que qué ladilla, que no iba para allá. Detrás del viejito estaba una personificación venezolana de la profesora Dolores Umbridge montada en una Terios, “los llevo”, dijo. La doña, que aparentaba frigidez, cansancio, desamor y unos padres que daban unos buenos correazos en los 60, nos preguntó que cuánto nos cobraban hasta Paraguachí y yo dije que cien, pues, normal, lo que cobran a esa hora.

La Terios por dentro era como un “En le Petrica” –una suerte de mini abasto popular–. Había cajetillas de cigarro guindandas por todas partes, imágenes de santos, sábilas colgadas con cinticas rojas, varias harinas pan y hasta un acaparamiento de papel tualé en la parte de atrás. Apenas nos montamos, la tipa dijo “Este país es una cosa, ¿no?” y yo tardé como dos segundos en decirle algo. Me quedé pensando “Esta doña es del subtipo hablador”, pensé en SantoRobot, y pensé en el momento en el que me despedí de la chama a la que le estaba cayendo en el circo, momento en el que pensé que ya se había acabado el día y que iba a llegar sano y salvo a casa con mi mamá a dormir o más bien a escribir por Whatsapp al contarle adolescentemente a esta chama cómo la había pasado.

A los seis segundos de montarnos en el taxi, la profesora Umbridge dijo que cien le parecía muy barato para ir a Paraguachí, que a ese precio nos dejaba en la Avenida 31 de julio, que más adelante era más caro. Yo le dije que no se preocupara que eran dos cuadras y media más (que dejara la ladilla, vale, que yo sólo quería llegar a cargar mi celular que le quedaba dos por ciento de pila y no había podido subir las fotos). Dolores dijo que ella tenía la cartilla de precios de la línea del Sambil, que cien no era. Yo le dije que ella estaba en lo cierto, porque del Sambil, una ruta común para mí, eran Bs. 90. Dolores se arrechó y empezó a chillar. Hizo sonidos raros con su garganta, como si de verdad fuera un sapo, y fumaba, no como una chimenea, porque fumar así es muy cliché; Dolores fumaba como un dragón verde y gordo de Komodo que aspira un porro inmenso de marihuana con una sonrisa maligna. Así fumaba ella, mientras se le prendían los ojos en rojo y preparaba su escupido de pollo fluorescente que iba a caer sobre alguna infortunada avenida porlamarense.

Dolores se siguió quejando de Paraguachí y del precio. Dijo que no valía la pena discutir nada conmigo cuando ella era la única que discutía (¿Y para qué nos montó, vieja verde?) y que nosotros éramos unos insensibles por salir tarde; unos desconsiderados que no pensamos en los pobres taxistas que tienen que echarse el viaje para allá y después volver solos a su triste vida con apenas un poquito de dinero que no servía para pagar ni un cartón de huevos (¿Y para qué nos montó, vieja verde?). Cuando mi mamá y yo decidimos dejar de defender nuestro punto de vista nos quedamos callados. El silencio absoluto le molestó a Dolores, porque lo único que se escuchaba era el chillido de su carro que pedía mecánico. Entonces, después de pasar el Sambil y antes de casa de Paola Giovanna, la bicha apagó el carro, así de repente, sin avisarle nada a nadie y, en plena oscuridad, se acostó sobre el volante y no hizo ningún sonido. Mi mamá y yo nos cagamos mal.

Mi mamá se acordó de cuando era chiquita, se acordó de cuando me tuvo y pensó que era muy chimbo morir cerca de una planta de tratamiento, porque seguro nuestros cuerpos iban a tener hongos muy feos cuando los descubrieran. Yo pensé que qué chimbo que me robaran el celular nuevo, que qué chimbo que agarramos ese taxi feo y no uno de línea y me di cuenta de que la Terios ni siquiera tenía un letrero que dijera “Taxi” (Marico, nos robaron, weon). Fueron como diez segundos de silencio. Yo volteé a ver si mi mamá seguía viva y efectivamente estaba ahí desconcertada. Nuestras miradas que buscaban seguridad en el otro, lo que hacían era transmitir más miedo e incertidumbre.

***
Mi mamá y yo teníamos tiempísimo sin salir juntos. Yo apenas llevaba un par de meses viviendo en Margarita. Había decidido mudarme para allá porque la vida en Caracas no había sido fácil. Los alquileres estaban impagables y los sueldos eran bajísimos. Así que acepté la derrota y eché para atrás a casa de mis padres. Fue así como me reencontré con mis amigos de infancia y mi familia. Al principio fue difícil. Me costó adaptarme. Mucho más que cuando me mudé de Margarita a Caracas. Luego me fui desenvolviendo y acepté mi realidad. La isla era lo que me tocaba para rato. Así fue que aproveché de disfrutar a mi mamá y a mis amigos. Empecé a salir. Conocí gente y hasta me enamoré. En esos días, en los que estaba tocado por el amor ya había hecho planes con mi mamá y así terminé en el circo con ellas, lo que derivó, más tarde, en esta escena que parecía que iba a ser la última de mi vida.
***

Entonces, el cuerpo somnoliento, de la nada, levantó la cara, miró al frente, tocó el parabrisas con la mano izquierda y prendió el carro con la derecha, así, de repente, y siguió, sin más, siguió. No habló y sepultó su silencio hasta que llegamos a La Asunción. “Yo debería cobrarles doscientos”, oímos más adelante con una voz satánica de película hollywoodense.

Cuando íbamos por La Fuente vimos una alcabala de Guardias Nacionales. Mi mamá con toda la buena voluntad del mundo trató de romper el hielo con un silencioso y amable “Qué rara esa alcabala a esta hora por aquí” y yo quise completar para conectar un poco con la onda de la acólita del Señor Tenebroso “Debe ser que andan buscando a alguien”, así con un tono de duda bien bonito, sólo para entrar en conversación sana y no seguir muriendo en el silencio sepulcral.

–¿A quién van a estar buscando, vergas?, será que los están buscando a ustedes–. Mi mamá y yo tragamos saliva, como si estuviéramos bebiendo agua por primera vez después de salir de un 10K en Macanao. Otro silencio incómodo y, entonces, sonó mi teléfono. ¿Por qué la gente siempre se antoja de llamar en momentos como este? Si sacaba mi teléfono, mínimo la tipa nos iba a pedir trescientos; si sacaba mi teléfono nos robaban, si sacaba mi teléfono moríamos (¿contesto o no contesto?) Y traté de apagarlo tocándome el bluejean, porque el bicho sonaba durísimo, como si estuviera mezclando en Tomorrowland. En ese instante, el dragón de Komodo volteó y sacó su lengua como una cobra. Sus sensores animales habían detectado el ringtone. Hizo un sonido extraño, como un cerdo en el matadero y se volvió a quejar de los 20 kilómetros que hay entre Porlamar y Paraguachí.

En la Casa Cuna nos bajamos y le dimos a la tipa dos billetes de 50. La doña se quedó viéndolos como si de verdad nosotros fuéramos capaces de ponernos a falsificar plata y sin mirar atrás caminamos las dos cuadras para llegar a la casa. Le eché un ojo al teléfono y tenía solo 1% de pila. La llamada perdida era de Eleazar, un pana al que llevaba embarcado desde hace días: el amor propicia los embarques. Me pareció raro que me llamara a esta hora. Pensé en enviarle un mensaje apenas enchufara el teléfono, pensé en que debía escribirle a la chama con la que estaba cuadrando avisándole que todo bien y llamarla para contarle todo. Pensé en que se iba a reír mucho si le contaba la escena de la tipa apagando el carro en la planta de tratamiento y reviviendo la marcha después.

Al entrar a la casa, me llegó un mensaje de Amalia “nene que si estás activo”, y luego una llamada de ella misma. Atendí con 1% de pila, sacrificio necesario para poder vivir híper conectado. Al teléfono estaba Eleazar, quejándose de que a Amalia sí le contestaba y a él no. En el fondo se quejaba Gabriel de que yo era un sacaculos, y que me vistiera, que venían por mí, que nos íbamos a rumbear a Playa El Yaque (yo tenía que si 10 años sin ir a El Yaque, que qué fino, sí, yo quiero ir a El Yaque, vamos, marico, vamos). Yo le dije que sí, por las razones que pensé en el paréntesis y luego mi celular murió y no prendió más, así que me puse un short de playa, le dije a mi mamá que me iba a El Yaque, tomé agua. La abracé. Le dije que estaba demasiado feliz de haber sobrevivido a la aventura con Dolores Umbridge y le dije “buenas noches”. Entonces llegaron los muchachos.

Yo fui de copiloto con Amalia; por el peo del rencuentro me tocaba ir homenajeado, y atrás iban Eleazar y Gabriel Arón. Gabo dijo que él se iba a dormir que lo despertáramos cuando llegáramos a El Yaque y los demás nos quedamos conversando y hablando paja hasta que llegamos.

En El Yaque la cosa fue bastante light. Como tenía más de 10 años sin ir, no me acordaba de mucho. No sabía que se había vuelto en una especie de mini Ipanema, en donde también la gente iba a exhibir sus cuerpos como si la playa fuera un centro comercial donde se puede pasear con menos ropa y beber alcohol. Así envalentonados irrespetamos al mar y nos metimos en plena madrugada. El agua no estaba fría, a pesar de lo que decían dos de nuestros amigos que también quisieron intentarlo.

De El Yaque salimos en menos de una hora para Parguito, del sur al noreste de la isla a 43 kilómetros de distancia según Google Maps. Las razones por las que decidimos ir a esa playa aún son extrañas y confusas. Intercambiamos un Gabriel Aron por un Gabriel Gocho y nos fuimos a Parguito a “continuarla”.

Eran las dos de la mañana y cuando llegamos parecíamos ser los únicos de la playa. Dejamos el carro estacionado y nos fuimos a la arena a hablar paja: de la vida, del amor, del dinero, de la felicidad, de irse del país; ese tipo de paja que uno recicla con los amigos y cuenta diferente siempre; bien sea citando referencias distintas o contando anécdotas de otras personas. Esa paja que sabes bien cómo echársela a unos, pero que a otros puede ser más difícil de contar.

Así, ensimismados en nuestros cuentos, aparecieron un grupo de sombras a cada una de nuestras esquinas. El miedo nos hizo pensar en escapar. La única opción que teníamos era huir a través de la playa: algo bastante improbable pensando en las olas y en que no teníamos luz de la luna. Eleazar pidió calma de una forma paladínica. Amalia se desesperó un poco y el gocho y yo seguimos la corriente a Eleazar por pura apariencia.

Los tipos se acercaron. Venían descalzos y sin camisas. Eran unos perfectos especímenes de la madrugada playaparguitoeña. “Calma, calma, chicos, calma, no se me asusten”, dijo uno. “Calma, nada, Negro, plata y listo. Nos los quebramos y ya”, dijo otro mientras mis bolas rozaban mi garganta. “¡Calma, dije!”, repitió el que era como un líder.

Nosotros paralizados esperando lo peor. Saludamos de manos a estos carajos. Nos dijeron que lo que venían era a cuidarnos. Que no le hiciéramos caso al carajo que dijo que nos iba a quebrar, pero que igual les diéramos plata. “Lo que queremos es que paguen por nuestros servicios. Nosotros no los vamos a cuidar de gratis”, dijo uno drogadísimo. Por mala leche de la vida, habíamos dejado toda la plata y celulares en el carro que no veíamos porque estaba detrás de un kiosko de pescado y empanadas. “Mi pana, sí te vamos a pagar, pero a la salida, hermano, porque dejamos todo en el carro”. (Caro error, decir que dejaste todo en el carro). “Chamoooo, yo no confío. Yo quiero todo ahorita”, dijo el más feo. “Cállate, Randulfo, ya lo oíste, el panita aquí dijo que a la salida. Así que a la salida le damos”, repitió el Negro, el líder.

Los drogadictos se fueron. Pero se mantuvieron a unos 20 metros de nosotros. Hicieron una fogata y pusieron reggae.

Apenas se alejaron, sentimos un alivio. Pensé que habíamos confundido a unos simple cuidacarros de gente en la playa de madrugada con unos malandros de playa de madrugada. Pensé que habíamos tenido suerte y que la vida nos sonreía.

Entonces se apareció el Negro solo.

“Mi pana, tú, el catirito, primero y principal yo me quiero disculpar con ustedes por la actitud de mis colegas aquí. Ellos no saben qué es servicio al cliente. Y bueno, yo se los quiero demostrar. Aquí les traigo estas sillitas para que se sienten, estén cómodos, vean la luna, oigan el mar a esta hora que está riquísimo y si quieren se metan. Están cuidados. No tengan miedo que yo soy aquí el de la zona. El mejor cuidador. Eso sí, panas míos, quiero la colaboración ya y para mí solo. A esos piedreros que están allá no les den nada. Demen todo a mí”.

Yo le dije que sí, mi pana, que le dábamos la colaboración a él. Pero el peo era que habíamos dejado todo en el carro (otra vez diciéndole al carajo la vaina, ¿no?). Que se achante un pelo, que sí iba a cobrar sabroso pero que le bajara dos.

El bicho me vio medio feo. Dijo que “sí va” y se fue como arrecho adonde la fogata de sus otros amigos.
Al rato de continuar hablando paja. Notamos que ya no había reggae, ya no había fogata, ya no había drogadictos salvo el Negro. Este había adoptado una posición extraña. Estaba parado a 10 metros de nosotros mirándonos fijamente; inmóvil con la mirada perdida hacia las olas.

Yo me cagué. Me acordé de Piratas del Caribe Uno cuando los piratas que se parecían burda a estos carajos empezaban a convertirse en una especie de zombies. Eleazar y yo nos vimos y dedujimos que teníamos que irnos. Cada uno agarró su silla y empezamos a caminar hacia el kiosko donde el carro estaba estacionado.

Al pasar al lado del Negro, le dije que se viniera con nosotros, mi pana, que para darte la colaboración por cuidarnos, hermano. Al decirle esto, el bicho ni volteó. Se quedó paralizado como a la espera de una señal que despertara su lado vampírico.

Así fue que aceleramos la marcha hacia el carro que por fin logramos ver detrás del kiosko. No había señal de los otros carajos, pero detrás del silencio se escuchaba un silbido similar al del aire cuando escapa de la presión. Un silbido que bien podía ser de un niño espichando una bomba de aire o de un malandro espichándote los cauchos para robarte.

Eleazar caminó hacia la puerta del piloto y lo vio. Randulfo estaba extasiado, en el momento más alto de la nota tocando una sinfonía de vientos con los cauchos de Amalia. “¿Qué pasó, mi pana?” dijo Eleazar, y Randulfo volvió en sí. Agarró tierra, se la echó a los ojos  y salió corriendo. Acto seguido, el Negro empezó a caminar hacia nosotros lentamente como si nos tuviera dominados con su mente y más atrás de él venían corriendo los otros dos con unos palos encendidos en fuego.

“¡MÓNTENSE EN EL CARRO YA!”, gritó Amalia.

Los tipos no nos alcanzaron. Llegamos con dos cauchos malheridos a El Tirano. Donde un pana en un puesto de perrocalientes 24 horas resguardado por la Inepol nos ayudó a cambiar los cauchos.

***
Un año después, viviendo otra vez en Caracas, me río de esta historia. Estoy seguro de que fue el día más excitante que viví en Margarita. Hasta la parte del muerto fue divertidísima. Aquella que hace referencia al día de 2008 en el que saliendo de jugar Wii de casa de Francesco y caminando con mi aparato a las tres de la mañana para mi casa se apareció un tipo sin camisa y con un pantalón blanco arremangado lleno de tierra roja. Parecía un típico esclavo de la colonia. Él con un machete en la mano izquierda me dio las buenas noches cuando pasé a su lado y acto seguido desapareció. Segundos después lo sentí caminar detrás de mí y efectivamente allí estaba. Corrí cagadísimo a mi casa y me refugié debajo de la sábana viendo por la ventana. Pasó de largo mi casa y más nunca lo vi. Hasta quizás este día de los hippies, el circo y la taxista chillona.
***
Con los cauchos llenos otra vez, volvimos a Paraguachí. En el camino les conté la historia de la aparición del esclavo de la colonia que me persiguió a mi casa un día. Así fue cuando íbamos por la esquina a dos cuadras para llegar a mi casa que a lo lejos lo vi. Era el mismo: alto, sin camisa, con el pantalón blanco lleno de sucio. Aunque era una figura borrosa, estaba seguro de que era él. Yo grité y Amalia metió un frenazo. Le dije “es él” y ella sólo abrió la puerta y me tiró del carro.

“Corre, nene, corre” y yo hice lo posible por salvarme del muerto.

Cuando volteé, venía volando hacia mí un pedazo de saco sucio de tierra empujado por una fuerte brisa. Me frené en seco. Lo agarré dubitativo y me di cuenta de que solo era un saco pegado a un poste lo que había visto. Era inofensivo. Entonces, me reí muchísimo. Agradecí haber sobrevivido. Luego, miré las estrellas. Admiré el silencio y me reí sin entrar a mi casa buen rato.

Al entrar prendí mi celular que ya cargado estaba repleto de mensajes. Les escribí a mis amigos. Les conté del saco y esperé los mensajes de que ya habían llegado bien a sus casas.


sábado, 24 de mayo de 2014

“Nunca” existe

Una vez más, Julia había trabajado. Se devolvía a su hogar con vecinos de traslado con los que tiene familiaridad porque comparten la misma ruta día a día. Se dirigía a su casa, al encuentro con su esposo y amor.

Lo veía y lo besaba como siempre, porque el “como siempre” viene y vuelve a venir, con sus momentos repetidos, que se dan naturalmente. Julia sabe que esta rutina no es aburrida o pesada necesariamente. Para ella el momento recurrente de estar con su amor es parecido al éxtasis de alcanzar una meta o se siente como pedalear mil bicicletas en un instante. Pero Julia también sabe de otro tipo de momentos, otros que parecen escaparse del nunca, que no te deberían tocar, pero que de alguna manera viviste.

Esto pensaba Julia gracias a su momento "nunca" recién vivido: Había decidido ir más allá de su día a día cuando se unió a un grupo de personas que se reúnen una vez a la semana a practicar el inglés. La primera sesión había sido maravillosa por su tempo, ritmo y risa. Se había conectado con una "sí misma" cómoda con el inglés y graciosa y extrovertida.

Fue a la segunda sesión con las expectativas altas. Pero fue relativamente lenta y larga, sin las inagotables risas de siete días antes. Ya al final hablaban de la tercera sesión, próxima semana. Ya estas sesiones se empezaban a hacer parte del "como siempre", cuando sucedió una de esas cosas que no "tenían que pasar". El grupo se despide y se divide, unos van por un lado, otros por otro y Julia y otros por su lado, caminan al metro.

En un instante se despliega lo inesperado: Van caminando cuando uno comenta que la próxima vez sí o sí pide una chela. Otro comenta que en realidad le hizo falta una cerveza, que por qué no tomar una ahora. Todos coinciden. Y en un hollywoodense "next thing you know" están los tres parcialmente desconocidos tomando cerveza, dejando atrás el inglés y poniendo adelante un momento nuevo.

Julia sonríe recordando que ella tuvo que ver, que ella hizo posible este momento cuando entre risa y risa por la cerveza no tomada, ella lanza al destino una oportunidad: "Si esto de la cerveza es en serio, este es un buen lugar, no sé qué otro sitio haya por acá". Y sí fue, unos instantes después hacían brindaban por lo inesperado.

Esa improvisada reunión fue descubriéndose como una especie de couching para uno de los chicos de la mesa, que tenía complejos como que se aburre de las chicas rápidamente, o que siente que las novias le quitan la productividad y el empuje para trabajar o impulsar sus emprendimientos.

Julia sintoniza con el otro chico, que tiene una bonita relación de tres años. Se pingponean en un contrapunteo de refuerzos de lo maravilloso que es tener una relación. Se escuchan frases al lote, pero entonces delicadamente conectadas, como: "lucha contra tu instinto", "movimientos internos y decisiones", "una buena relación más bien impulsa tus proyectos".

De pronto el couching deja su parte lúdica y simpática, entra a espacios más intensos y luminosos cuando el soltero derrama, entre risa y risa, la confesión de que pucha, conoció a su viejo en febrero. Sí, habló por primera vez con su papá hace tres meses. Cuenta su familiaridad física y de personalidad con ese hombre. Su emoción, su sensación de rareza e incomodidad, pero también de complicidad y empatía. Dice que para él fue un closure del tema. Clousure, en inglés, porque veníamos de ese idioma y porque "cierre" en español no tiene la misma potencia.

Y continúa el baile de frases y contrapunteos. Julia recuerda retazos del feedback: "a veces hay que alimentar las relaciones", "vivir el momento y aprovechar los giros", "cuidarse a uno mismo, cuidar las energías y las expectativas".

Julia da el fin de la sesión cervecera porque debe regresar a casa. La cuenta se apresura, las conversaciones quedan entre abiertas. Pero queda sellado en los tres un buen momento. Un reencuentro con la emoción exótica de esos momentos que nunca se dan.

Porque están en la misma página, emocionados de lo mismo, conversan sobre lo increíble de esa noche peculiar. "Y pensar que casi no vengo a esta reunión", dice el que tiene la novia de tres años. "Muy loco", cierra el coucheado. Se despiden bajo una llovizna donde cada uno parte a su lado, vuelve a su casa, la vida regresa al "como siempre".