lunes, 17 de septiembre de 2012

Voces de la Lluvia

Continuación de "El Hombre Malo"
Por Victor Drax





La situación es la siguiente: un cadáver, tres sospechosos y el nigromante. 

Lo normal cuando alguien estira la pata antes de que le toque es llamar a la policía. La familia Herrera, habitantes de un espacioso apartamento de dos plantas en El Hatillo, ha decidido contactar a un hombre que puede hablar con los muertos. La investigación es innecesaria si la víctima te dice quién la mató.

A Luca le daba igual. José, la cabeza del hogar, lo contactó por llamada telefónica. Su presencia era requerida con carácter de urgencia.

—Lo lamento, no trabajo con contactos telefónicos —dijo el brujo y colgó.

No pasó un minuto antes de que el teléfono volviera a repicar. José Herrera le explicaba que venía de parte de Amarilis Pulido y Luca la recordó como la mujer que quería hablar con una abuela muerta hace treinta y cinco años, porque estaba a punto de morirse también y quería saber si la esperaban en el cielo o en el infierno. Una noción ridícula, pensó Luca, pero, al igual que con este caso, estaba dispuesto a seguir adelante, siempre que lo hiciera facturando.

Tim Burton habría amado la decoración de este lugar. Una lámpara de araña en el techo, cortinas vinotinto, paredes de negro. Por el balcón, el cielo de Caracas había tenido suficiente de sus habitantes y ahora se les desplomaba encima. Estar aquí, en la casita del terror, era mucho mejor que estar en las calles de la peor ciudad del mundo cuando llueve.

Con las manos en los bolsillos, estudió a la silueta bajo la sábana. José Herrera había jurado sobre la tumba de su madre que iba a pagar los seis millones, mas otros dos. Luca comentó, como una cosa casual, que si era mentira, lo podía maldecir, siendo un experto manipulador de las artes arcanas (una repugnante mentira; una maldición no se puede hacer por teléfono, o toda la burocracia nacional caminaría de espaldas). No tenía nada mejor que hacer, así que cogió un taxi desde su oficina, en el callejón de la puñalada, Sabana Grande, hasta el edificio residencial que nada tenía que envidiar a cualquier fortaleza medieval. Traía su maletín. En el maletín, magia negra-noche.

Alfredo, el muchacho, estaba reacio a hablar. El puente de la nariz y la esclerótica de los ojos estaban color flamingo, obvia señal del que se ha pasado una temporada en las playas del sufrimiento. ¿O era parte de la coartada, fingir dolor? El doctor se puso en cuclillas. Agarró la sábana por un extremo, medio levantó, echó el ojo.

Una jovencita regordeta. Estaba adormecida, boca abajo, los párpados entreabiertos, los labios separados, una sustancia casi plástica hecha de saliva que la unía con el suelo. Seguía peinada. Luca alzó más la sábana, para no encontrar ninguna herida obvia. Las puñaladas fueron de frente y casi toda la sangre se había coagulado debajo del cadáver. Los equipos forenses se la pasarán en grande, despegándola del suelo con espátula. Cuando este cuerpo empiece a oler, todo el edificio se va a enterar. La sábana se echó otra vez. El hombre se irguió.

Sacó un pitillo. Se lo llevó a la boca y, haciéndose cueva con las manos, lo encendió. Devolvió el encendedor a su bolsillo. Aspiró, se apartó el cigarrillo, echó la corriente de humo. Por el balcón, el flash de una fotografía. Un segundo más tarde, rugió la tarde. Un gato atigrado se acercó, con sus glamorosos pasos mudos. Contempló al escenario, se echó en los cuartos traseros y se lamió una pata. Se la pasó por la cabeza. Este misterio no lo involucraba, pero tampoco se lo iba a perder.

—¿Están seguros de que nadie quiere confesar? —preguntó el nigromante— Cuando resucite esta muchacha, puede pasar cualquier cosa. Uno nunca sabe con los muertos por causas violentas.

—Estamos seguros, doctor —dijo José—. Yo mismo pregunté aquí, porque uno de ellos dos fue.

Isabella, la mujer, sollozó. Vaya que José Herrera le había preguntado: tenía las marcas de manos impresas en los brazos, la roja silueta de cachetadas en las mejillas. La chica era su hija adoptiva. Si este era uno de esos casos en los que hija y madrastra se odian, esta de verdad que sabía actuar. La casa olía a tierra mojada.

—Ok —Luca se puso de rodillas y abrió el maletín—. Échense para atrás. Esto se va a poner feo.

—¡No! —dijo ella, tapándose la boca de inmediato.

Un torrente de palabras se contuvo en los apretados labios de José, como eructo delator.

—No voy a seguir callando la verdad. Y no te voy a proteger más a ti. Doctor Aleggio: mi esposo mató a mi hijastra.

El gato se sacudió. Se echó. La lluvia empezó, débil y creciente. Luca se levantó.

—Eres una puerca mentirosa —José Herrera cerró los puños, velludos y del tamaño de cráneos de niños.

—Puedes pegarme todo lo que quieras, pero siempre serás un asesino.

José alzó una mano, de canto, el brote de una cachetada.

—Si le pegas, me voy —dijo Luca—. Y me vas a tener que pagar igual.

El viento se metió en el apartamento y las persianas de ciruela se batieron.

—Gracias, doctor. Lo sé porque yo lo vi todo: Susana, mi hijastra, vino del colegio y se metió en su cuarto. Me llamó la atención que no fuera a almorzar, así que fui a preguntarle si quería comer. Me dijo que me fuera cuando le toqué la puerta, pero la escuché sollozando, como llorando. Me devolví al comedor. Mi esposo, este hombre, se molestó porque le gusta que todo el mundo coma al mismo tiempo. Se paró y fue al cuarto de Susana, tocó la puerta dándole golpes de verdad, con el puño. Ella no contestó, porque le tenía terror a su papá. Él se molestó más…

—Todo eso es mentira —dijo José al suelo.

—Déjame terminar. Él se molestó más y me mandó a buscar la llave. Le dije a Alfredito que se quedara sentado, comiendo, y busqué el juego de llaves de la casa. Me daba miedo que fuera a pegarme a mí también. Él abrió la puerta y la consiguió acostada boca abajo en la cama. De inmediato se quitó el cinturón, me acuerdo claramente de eso. Me ordenó a que me fuera a comer y yo hice como si me iba al comedor, pero en verdad sólo fui a ver si Alfredito seguía comiendo. Volví al cuarto de Susana y me asomé, una pequeña grieta que quedó entre la puerta y el marco. Conversaron en voz baja y no sé qué dijeron. Pero él se puso como una furia y le dio golpes a las paredes, con el cinturón alrededor del puño. Y entonces lo dijo, dijo “Eso te pasó por puta” y le dio un golpe en la cara. Directo a la boca.

—Pero por dios, ¿cómo te atreves a mentir así?

—¡Déjame terminar, José! Le pegó, doctor. Y le sacó sangre, yo me tapé la boca porque creí que iba a gritar. Si él hubiese sabido que yo estaba espiando, la paliza que me venía iba a ser grande. Me tapé con las dos manos. Ella le suplicó que no le pegara más y él dijo que no quería perras en su casa. Susana lo dijo y al principio no lo pude creer. Dijo, “Le puedes hacer daño al bebé”. Ese fue el empujoncito para que José hiciera erupción. La agarró del cuello. Primero le dio unos correazos, pero luego la agarró del cuello con las dos manos. La estranguló. Aparté la mirada porque no podía más, pero cuando me asomé otra vez, Susana se moría. Tenía los ojos agrandados y la lengua asomando entre los dientes. Los brazos cayeron. Quedó como un muñeco. Me aparté de la puerta y me metí en el baño. Si él lo llamó, doctor, fue para disimular, para no parecer culpable.

Una corriente fría sacudió a la lámpara en el techo. Alteró las sombras. Líneas negras se dibujaron en los grises rostros de los presentes. Luca sujetó el cigarrillo entre sus labios, una calada y el tubito repiqueteó como el gemelo contradictorio de la lluvia. Los tres sospechosos en semicírculo, él al otro extremo, el cadáver como núcleo.

—Esa historia tiene un problema —dijo Luca—. ¿Qué hay de las puñaladas?

—Exacto, mujer. ¿Qué hay de las puñaladas?

El maquillaje de Isabella, que se corría como una pintura autodestruyéndose, le echó diez años encima, la envejeció, le hundió la carne de las mejillas y le resecó los labios. O a lo mejor eran imaginaciones del nigromante. En días como este, todo es un juego de sombras.

—Él le dio las puñaladas después, doctor. Por rabia. Estaba convertido en un animal…

—Eso no es verdad —dijo el chico.

Quince años. Incisivos frontales pronunciados. Cabello pajizo echado sobre la cabeza como un gato muerto en un espantapájaros. Acné, florecientes brotes eruptivos a los lados de la nariz. Flaco, el chamo estaba hecho de palillos de dientes.

Se quedó paralizado, apenas temblando, aspiró de golpe para recoger la serpiente líquida que le salía de una fosa nasal. El chico nació en un hogar violento, ve tú a saber dónde se metió la mamá biológica. José Herrera gobierna con puño de hierro, un chamo como este tiene muchos años de virginidad por delante. No sería un soberbio esfuerzo de imaginación concluir que su mejor amiga era su hermana, la que ahora está muerta. El culpable, una de las dos otras personas con las que vive. La buena noticia es que esta es la clase de cosas que forjan carácter. El chico iba a crecer rápido.

—Déjalo salir, pana —dijo Luca.

No hubo testimonio acelerado, no. Más temblor, más acumulación de rabia, de memorias y de coraje para abrir la puerta del infierno. Algo de lo que estaba por venir tenía a los otros dos en suspenso. Esta vez no hubo amenazas.

—Fue ella —dijo Alfredo, y la miró con ojos de serpiente—. Esta maldita fue la que mató a mi hermana.

—Alfredo, por favor —Isabella se llevó una mano al pecho.

—Mi papá fue a buscar a Susana al cuarto. Estaba estresado y todavía tenía comida en el bigote cuando se paró. Todos en esta casa me dan asco.

José se lanzó en estocada, no demasiado convencido de su propia ira porque permitió que la raquítica humanidad de la madrastra lo detuviera.

—Se quitó la correa a mitad de camino. Me habría encantado que se le cayeran los pantalones, aunque nadie lo viera. Ridículo. Golpeó la puerta y entró, la bruja esta le buscó las llaves. Delante de él, ella se hace la víctima, el indefenso corderito. Pero en privado, es una rata. Yo entiendo que no es mi mamá, pero ni siquiera lava la ropa de mi hermana y mía. La de ella y mi papá sí, pero nosotros dos no le importamos porque somos unos “bastarditos”. Esas fueron sus palabras, “lava tú tu ropa, como todos los bastarditos”.

—Eso no es verdad, José.

—Sí lo es. Tú sabes que lo es. Mi papá se metió en el cuarto y agarró a correazos a Susana. Escucharlo fue mucho peor que verlo. Me quedé sentado, oyendo los gritos, los insultos. Que si “perra esto”, o “maldita lo otro”. El único idioma que se habla en esta casa, con insultos. Correazo, siempre con gritos, correazos y golpes secos, me imagino que en la pared, porque eran tan fuertes…

—Di la verdad, Alfredito.

—Ah, ahora sí soy “Alfredito”, ¿no? Doctor: mi papá salió del cuarto y se metió en su estudio, en el piso de arriba. Yo quise ir a ver a mi hermana, pero estaba paralizado. Me daba miedo lo que podía encontrar. La bruja estaba espiando dentro del cuarto porque es una morbosa y no le importa lo que pueda conseguir, pero era mi hermana la que estaba sufriendo, la que se moría de dolor. La mujer esta se fue, no sé a dónde y, después de un rato, mi hermana salió del cuarto. Arrastrándose. Tenía la cara bañada en sangre, parecía como si le hubiesen roto la cabeza. Llegó hasta donde está ahora. Y la bruja llegó, le puso un pie sobre la espalda. Hundiendo el tacón.

—Eso es horrible, Alfredo —José abrazaba a la asesina de su hija.

—Pero es la verdad. Ustedes se merecen. Susana le pidió agua a esa rata y en vez de eso, Isabella la insultó. Se inclinó para decirle que eso era lo que se merecían las prostitutas que se embarazaban con cualquiera y mi hermana le escupió. Sangre, directo a la cara. “A lo mejor tengo sida”, dijo. “Y espero que lo agarres tú también”. Isabella se volvió loca. Por eso la apuñaló. El último acto de mi hermana fue orgullo y por eso la loca esta la mató. Se fue corriendo a la cocina con el cuchillo y llamó a mi papá. Que mi hermana se había suicidado, dijo, pero cualquiera sabe que mi hermana no habría podido matarse como estaba. Fue ella. La maldita fue ella, que quiere echarle la culpa a mi papá para terminar de destruirnos.

El gato se subió sobre el piano. Desde la cubierta de las teclas, alcanzó la cima, para acercarse al borde, echarse, reposar la cabeza sobre las patas delanteras. La lluvia descendió con cansada soberbia. Si antes podías ver a las montañas por el balcón, ahora distinguías sólo al color. Todo estaba detrás de una líquida capa de gris.

Luca tomó su cigarrillo, lo sostuvo con el dedo pulgar e índice. Con un batazo de dedo medio, lo mandó a volar al eco dentro de estas paredes. Podías seguir la trayectoria enfocándote en el meteorito. Salpicó ceniza dorada al chocar con el suelo.

—Es una historia bonita, Alfredo —dijo—. Pero hay un error.

—El error es mi existencia, toda esta casa es un error.

—Me encanta la autocompasión adolescente. Dime, mientras esto pasaba, mientras tu hermana era asesinada, ¿dónde estabas tú?

La respuesta vino con dos segundos de retraso.

—Me escond---

—No —Luca alzó una mano—. Era tu hermana querida. ¿Ni siquiera gritaste para impedir su muerte?

El clima tenía la misma voz de un canal sintonizado en señal muerta. Estática. El nuevo aroma del silencio.

Alfredo encaró al doctor. Un reto estúpido al que no podían ponérsele palabras que lo dignificaran.

—Sí traté de defenderla, pero ella no me escuchó.

—No, ahora estás cambiando la historia.

—Yo sé lo que pasó, Alfredo —dijo José—. Lo he sabido desde siempre y esperaba que fueras lo suficientemente hombre como para reconocer tu culpa.

—Déjame adivinar —Luca se metió las manos en los bolsillos—. Tu hijo mató a su hermana.

José cerró los ojos, apretó los labios, enrojeció. La verdad se había convertido en un avispón atrapado dentro de su boca. Lo picaría hasta la asfixiante hinchazón.


domingo, 16 de septiembre de 2012

De él


Continuación de “Y me tocó
Por Samar Hokche



Habían transcurrido veinte años desde la primera vez que me tocó, desde la primera vez que fui completamente suya. En cierto punto, perdí la cuenta de las veces que juntos conquistamos las más altas notas. Ya sus dedos sabían el recorrido de memoria, incluyendo mis más mínimas imperfecciones. Había emprendido largos viajes, en los cuales yo era el único camino a seguir, la luz al final del túnel. Fuimos los protagonistas de un cuento distinto. Juntos construimos una barrera impenetrable, un enigma indescifrable, una voz imperceptible. Éramos complementarios, éramos felices. Éramos uno.
    
Pero tiempos grises se acercaron, y ya él no está junto a mí, ya él no toca para mí, ya de él… no soy nada. Ya no era el niño desarreglado e impuntual que solía ser. Ahora usaba corbatas y se peinaba de lado. Un hombre seguro y decidido, sin miedo a crear. Se marchó buscando nuevas metas, nuevas ilusiones, nuevas musas por las cuales vivir. Y, ahora desahoga sus penas en otra, ahora hablará a través de otra. Ahora… ahora creerá en otra. Mientras que yo sigo perdida en los minutos de ayer impregnados con su nombre. Abandonada por el único que ha sabido sacar con la más leve caricia, lo mejor de mí.

Tan solo me queda esperar que en aquellas noches oscuras donde los recuerdos invadan sus sueños, él, mi querido, mi preferido, sonría cuando en su memoria vuelva a revivir esas perfectas notas que juntos llegamos a componer. Esa música que entiende y te compromete con tus más íntimos deseos. Y es que para mí, las más dulces melodías son y serán, siempre de él.

Largo amor. Corto Olvido.

Continuación de "Corto Amor. Largo Olvido"
 Por Andrea Gómez


Sofía salió del lugar sin mirar atrás y aunque sintió una felicidad momentánea cada paso que la alejaba de esa cafetería eran como puñaladas y aunque dolían no podía dejar de caminar hacia adelante.

La lluvia fuerte seguía bombardeando la ciudad.

-Tengo que parar- se ordenó  Sofía a sí misma. –Tengo que volver- 

Por primera vez desde que abandonó ese sitio, observó a su alrededor y no reconoció nada.

De su cartera sacó un cigarrillo y trató de prenderlo pero las gotas apagaban la llama una y otra vez. Lo tiró al piso y se quedó parada ahí por lo que pareció ser una hora.

Las personas que caminaban al lado de ella la veían extraño. Una mujer destruida por la vida, de pie en el medio de una tormenta.

Sofía ni siquiera pestañeaba.

Mientras el tiempo corría ella estaba petrificada en la acera, su mente no podía dejar de pensar y analizar lo que había sucedido.


“ÉL regresó por mi después de todos estos años. Él me ama, yo lo amo, él se fue y yo me quede, pero volvió. Yo sufrí, él sufrió, yo llore, él lloró, yo lo olvidé, él me olvidó, yo me despedí, el se despidió, yo volví, el volvió, él se fue y me olvidó.   Pero.. Eduardo volvió y.. y yo no”


Todos estos pensamientos viajaban por la cabeza de Sofía al mismo tiempo. Ella no era capaz de sentir el frío de esa noche ni de notar que hace rato había dejado de llover.

-Tengo que volver- dijo susurrándose.

Se dio la vuelta y caminó aunque no sabía donde estaba, ella trataba de llegar a la cafetería. Ahora que recordaba mejor la escena, Eduardo tenía una Margarita en su mano, esos detalles lo hacían especial.

Sin saber el camino, llegó, pero ya era tarde. La mesonera estaba cerrando el lugar con llave cuando la vio.

-Lo siento mi reina, tendrás que volver mañana- le dijo la señora.

Sofía asintió y empezó a caminar pero una vitrina le sirvió de espejo para detenerse y mirarse en el  reflejo. Estaba flaca, demasiado flaca. Despeinada, mojada, demacrada, fea. Trató de acomodarse el flequillo pero era inútil, ese día no tenia sentido.

Tomó un taxi y llegó hasta su casa, se bajó con ganas de dormir y no despertar al día siguiente.  

Mientras caminaba hasta la puerta buscaba las llaves en su cartera, al sacarlas notó en la puerta un enorme girasol.

El corazón de Sofía se paró por un momento, ella sabia quién estaba del otro lado.

sábado, 15 de septiembre de 2012

Rose

Continuación de "El hundimiento de Jack"
Moisés Lárez

Después de que terminé la universidad hice mi primer viaje a Europa. Como la vida de estudiante no me había permitido ahorrar mucho dinero llamé a viejos amigos y cuadré quedarme en sus casas. No duré más de una semana con ninguno. No quería abusar de la hospitalidad provocada por la nostalgia del inmigrante. Yo les llevé a cambio de desayunos, calefacción y cama, algunos dulces, ron e historias sobre el tercer mundo. En una de mis paradas, esperé sentado en una cafetería a una vieja amiga. La última vez que la había visto a ella éramos niños y corríamos por el patio del colegio al son de algún juego infantil. Al llegar, no tenía ninguna expectativa más allá de verla y quizá abrir o cerrar un ciclo. Sí, lo que más quería era verla.

Cuando llegó nos dimos un abrazo fuerte y nos dijimos un sincrónico “cuánto tiempo sin verte”. Después dimos vueltas en su carro: salimos a comer y vimos la ciudad. Al día siguiente, durante el almuerzo, nos contamos todo.

“Me estoy divorciando”, dijo mientras sus ojos se posaban en alguna parte de la mesa. Ella había estado casada durante siete años desde los dieciocho. Había tenido dos hijos y había pensado que “eso” era para siempre. “Como en las películas”, pensé, mientras ella me contaba cómo había descubierto que él andaba con otra. Antes de que él fuera infiel, ella ya quería dejarlo. Por sus palabras, me di cuenta de que ella sabía que el amor había muerto, que no era más que el sentimiento de costumbre y la necesidad de tener a alguien con sus hijos lo que la hacía sentirse atada a él.

“¿Qué es el amor?”, me pregunté con varios bocados. Yo le conté de mis rupturas, y de mi ruptura más reciente, que también había sido por infidelidad. “El amor no existe”, pensé, mientras ella o yo hablábamos de desamores; pero no pude decir eso. “El amor sí existe”, volví a pensar, al momento que me sentía atraído por ella.

Ella pensaba en su ex, recordó cuando empezaron a salir y destapó una cantidad de sentimientos que habían estado ocultos los últimos días como apropósito. Yo quise abrazarla, pero lo que estaba sintiendo no me hubiera permitido haberlo hecho de forma imparcial. Yo la hubiera querido abrazar sin querer soltarla y con ganas de que fuera para siempre. Así que me quedé inmóvil y le dije “eres una mujer fuerte”. Ella me devolvió una sonrisa y me invitó a caminar a un bar para tomar unos tragos.

En una esquina, al lado de una parada de tranvía, una pareja estaba discutiendo. Con mi francés de “Comment ça va ?” no pude entender nada de lo que decían. Por los gestos, la mujer trataba de decir que ella tenía la razón y el hombre que parecía arrepentido pedía perdón. Dos cuadras más adelante, nos sentamos en un quiosco a tomar unos vodkas. Mi amiga y yo hablamos de Venezuela, del pasado, de la vida: de lo difícil que es vivir y de lo fácil que es morir. “¿Qué es la vida? ¿Qué es la muerte?”, me pregunté como si tuviera ocho años y hubiera perdido a mi primer ser querido.

Ahí en el quiosco de alguna ciudad europea, nos imaginamos a la pareja peleando otra vez. Ella le decía a él que no le perdonaba la infidelidad, que por qué había hecho eso. Y él, que había actuado por instinto debido a la baja de alguna hormona, no sabía qué responder. Sí, él estaba cómodo con su estilo de vida, amaba a su mujer, a sus hijos, a su trabajo, a su familia, pero una pequeña variante en su sistema lo movió al engaño.

“¿Qué es el engaño?”, dije con dos vasos de vodka en la mente. “¿El engaño es seguir los instintos?”. El hombre que había engañado a su mujer, lo había hecho porque había tenido la oportunidad. En su vida no había hecho algo fuera de las convenciones sociales. El pobre había aprendido a leer a los cinco; las normas de etiqueta, a los siete; el mejor de la clase, a los quince; premio al mérito estudiantil, a los veintidós; empleado del año, a los treinta. Un día su jefe lo regañó por cualquier cosa y él como siempre lo hubiera recibido como una crítica constructiva, si no hubiera sido porque había peleado con su esposa el día anterior por cualquier cosa, porque su equipo de balonmano había perdido por quinta vez consecutiva y porque además le habían puesto una exótica joven secretaria de algún país de Europa del Este. Así, el hombre realizó su primer acto de trasgresión que lo condenó a un divorcio, a ver a sus hijos una vez cada quince días, y a beber de despecho en unos bares donde no ponen boleros.
—¿Que lo condenó? —dijo mi amiga— Si ahora podrá hacer lo que quiere.
—Yo también creo lo mismo —le dije—.

viernes, 14 de septiembre de 2012

Dulce destino


Continuación de "Salada esperanza"
Por Gabriela Valdivieso 

Regino Alfonso Duarte empezó a jugar el loto porque le gustaban los números, la misma razón por la que se hizo contador. Pero es otra la razón por la que tiene 24 años llevando las finanzas del primer banco en el que tuvo cuenta, tiene 24 años allí porque perdió la cuenta de sus posibilidades y redujo su espectro a esa única cosa que sabe hacer.

Pero Regino ahora juega el loto porque le gustaba saber que alguien era afortunado y que, quizás quizás él podía ser alguna vez. Jugaba porque el "tal vez" es más fuerte que el "nunca". Jugaba porque era una puerta minúscula e incierta a un gran escenario, el sueño de la vida en el norte del norte, en Ouagadougou, capital de Burkina Faso.

Regino no necesitaba ser calcular sus posibilidades de ganar. Como no lo necesitaba, no lo hacía. Le bastaba el sentido de aferrarse a algo. De alguna manera, jugar era  algo suyo, lo particularizaba. Le daba un algo, dentro de una vida que transitaba entre cálculos y pasos, entre señores ocupados y latas llenas de atún. 

Tampoco necesitaba ver mapas de Burkina Faso y estudiar su destino soñado. Por eso tampoco lo hacía. Le bastaba soñar en lograr irse a un lugar donde exista un clima inexplicable y donde poblan personas de otros colores y existencias. Quizás en ese dónde conseguiría otro qué, ojalá algunos quiénes con que compartir esa cosa, la vida. 

Ese martes tras su almuerzo apurado dio su paseo regular. Lo vio aterrizado y debió tomarlo. Estaría estacionado hasta la noche el avioncito de papel que tenía marcas frescas de dulces rojos de un niño que lo habrá olvidado. En sus minutos restantes, antes de volver a a marcar su tarjeta de asistencia y continuar los trámites de otra persona, pasó por la escala de rigor: el kiosko de Lucila. 

-Un loto.
-¿Y cuándo no? - dijo la vieja, como verdaderamente todos los días. 

Escogió como siempre, el ticket que estaba detrás del que sobresalía. Hoy era el tercero del montón, era algo especial, porque el 3 era su número. Le gustaba pensar que lo era porque nació un 3 de marzo, pero la verdad es que era porque nunca ha conquistado el primero o segundo lugar. Ha sido campeón tres veces del mismísimo tercer lugar.

Eso era más que necesario sentir emoción de que el que estaba detrás del que sobresalía, era el tercero. Pagado, lo recibió en sus manos y caminó mirando, hurgando sus números. Como si escudriñara sentido a lo impreso, pero sin buscarlo y por tanto sin encontrarlo. 

Pasaron los días entre señores ocupados y compañeros que parecen tener la misma infortuna, pero que no lo comparten, que en las pausas en baños o tomadas de agua comentan el clima y dicen que qué bárbaro, que ya viene pascua. 

Así y no de otra forma llegó el sábado de resultados. Otra vez frente al televisor. La chica de la boca rojísima recitó los números ganadores. 4, 7, 24, 2. Ya había pasado lo mismo otras muchas veces. Cumplir la primera línea es algo que más que esperanzar, le ha frustrado en estos años. 47, 36, 9, 11. Tampoco es raro estar en sintonía con el mundo una segunda línea. 12, 1, 83, 55. Vaya, su línea, la tercera línea de su boleto estaba allí en el televisor, grandote. 

Entonces pasó algo. Siempre se preguntará si la chica se equivocó y paró la máquina antes del instante correcto o quizás si el estornudo de un niño en China tuvo algo que ver, pero la promotora de rojo parecía estar detrás de su hombro susurrando a la otra ella, la del televisor, que él tenía precisamente en su cuarta línea los números 6. 62. 27. 33. 

Había ganado. 

Él era el ganador de una inverosimil cantidad de ceros seguidos de un uno. Era como si la suma de todos registros contables de su día, multiplicados por los días de un año fueran suyos, tenían tatuados los números de su ticket. La boca roja lo decía una y otra vez, hablaba del "feliz ganador" y por primera vez Regino sabía de quién se trataba.

La boca lo invitó a llamar inmediatamente y lo hizo. Un operador lo invitó a ir y fue. Le pidieron firmar y firmó. Cerró el sábado con una cuenta corriente distinta. Sacó 10.000 del cajero y su monto disponible no parecía haberse actualizado. 

Aparecían ahora a sus anchas la posibilidad de hacer una albombra de billetes. A su disposición la vida en otro lado del mundo. Colores, sensaciones, rarezas, todo posible. Todo libre, sin censura, sin impedimentos, disponible. Free, open bar, all you can eat.

Solo había un problema. Cómo es que se hace eso de cumplir los sueños. La verdad es que todas las películas enseñan a desear. Pero nadie dice qué hacer después. Te hacen barra para que escales durante toda tu vida, sin decirte qué haces cuando llegas al primer escalón. 

Regino había pasado su vida soñando ganar. Ahora había ganado, pero había perdido. Ganó el Loto y perdió su esperanza. Llegó al primer escalón y se sentó a vegetar. Hasta que razonó que había un chispazo. Aún podía descender.

Así fue que Regino Alfonso hizo lo que sabe hacer. El lunes trabajó, comió atún, paseó, recolectó otro objeto. El viernes volvió a jugar al loto, por qué no. Pero ahora escogía el ticket sobresaliente para que alguien escogiera el de abajo y ojalá se impregnara de su racha. Todo parecía igual, pero algo había cambiado, su destino era ya dulce. Sabía que todo cuando hacía era ahora, por primera vez, solo una posibilidad. A fin de cuentas, una escogencia. Su diario vivir fue su diaria escogencia. 




jueves, 13 de septiembre de 2012

Trazo gris

Por Gabriela Camacho


     El sonido de los veloces pasos era amortiguado por la música. De igual forma, todos los pensamientos quedaban a merced de un ritmo inconstante, para luego perecer en una exhalación. Uno, dos, uno, dos, los brazos trazando un arco, las piernas golpeando el suelo húmedo. La sensación de libertad era inigualable.

     Había llovido unas horas atrás, pero el cielo aún estaba nublado y conservaba un tono gris. Perfecto, pensaba Edward. Él siempre fue diferente: mientras los otros niños huían de las gotas de agua, él se preparaba para jugar con ellas. Ahora, siendo un adulto, escogía los días lluviosos para dar largos paseos. 

     Un dispositivo que solía usar le indicó que había corrido cinco kilómetros. Suficiente para aquel día. Redujo la velocidad y paró, dirigiendo la vista al cielo. Las nubes se habían tornado más oscuras, y la lluvia regresó para seguir con lo que había dejado a medias.

      Edward miró de nuevo al frente y empezó el recorrido de vuelta. Conocía el placer escondido detrás de cosas sencillas como una carrera, estaba feliz. Ya en casa, una taza de té caliente y un libro harían el resto. 

     Detrás de un tupido grupo de árboles una sombra se separaba del resto, cobrando vida propia. Nunca estamos tan solos como creemos...

Las armas no fueron suficientes

ó

Contar para dormir II

Jessica Márquez Gaspar


Hora 55

Durante un tiempo creía haber derrotado a mis monstruos ó, al menos, haberlos dominado, que los tenía atados en un rincón como a mascotas regañadas, reducidos a un perro que no seguía las reglas del lugar. Pero me equivoqué. Un día desperté y el dinosaurio seguía ahí, pero sin las cadenas que lo mantenían a raya. Descubrí que había sido una solución temporal porque los verdaderos monstruos, como en toda película de terror, jamás mueren, siempre resucitan, siempre regresan.

Me despertó el calor luego de tan sólo dos horas de sueño. Las pesadillas me acosan. Debo huir, escapar, no hay dónde esconderse. No sé quiénes me persiguen ni por qué, pero debo huir, subir escaleras, escapar por puertas traseras, correr hasta quedarme sin aliento. Estoy acostada en mi cama y no me he movido de ella en un rato pero estoy tan cansada como si hubiera corrido a lo largo de diez, quince, cuadras, sin detenerme.

El insomnio empieza. Es la repetición del día. El tren de mis pensamientos empieza a dar vueltas en círculos, o más bien describe una trayectoria elíptica que llega siempre al mismo punto, que transita una serie de temas que son las preocupaciones principales de mi mente y mi alma.

Tengo miedo de cerrar los ojos, como cuando era niña, porque no quiero seguir soñando. Tengo miedo de tenerlos abiertos porque, en mi mente, el tren está desbocado y consigue que se me acelere nerviosamente la respiración. Estoy atrapada.


Hora 70, 71, 72, 73…

Han pasado dos días (o quizás tres, no estoy segura), desde la última vez que pude dormir la noche entera. Antes de las doce pm me desplomo, producto del agotamiento de seguir viviendo con el peso enorme de los fantasmas, de ese monstruo que es un perrito faldero que me acompaña a todas partes, que me pesa sobre los hombros y el pecho como nunca antes. Una o dos horas después, sucede lo que hoy, lo que ayer, lo que anteayer: me despierto. Me despierto sobresaltada, asustada, angustiada. Mi primera reacción cuando sucedió hace varias noches fue voltear al rincón y asegurarme que el monstruo seguía ahí, durmiendo enroscado sobre la alfombrita que le coloqué para que se sintiera más cómodo en su cautiverio. Pero entonces descubrí que había escapado y que ya era suya. Cuando desperté, el dinosaurio había escapado, y ahora estaba a su merced.
Las siguientes horas fueron de recuerdos, de frases, de flashbacks, de momentos que duelen como agujas en el pecho, en las manos, en la piel. Intento protegerme de esos fantasmas, intento alejar al monstruo, pero no puedo, sabe bien qué hacer para herirme y, antes de darme cuenta, ha llegado la mañana y el sol entra por mi ventana y yo estoy más cansada que cuando me acosté, con el cuerpo, la mente y el alma agotados.

Hora -1

Esta vez no hay hora cero. No hay forma de ganar, no hay forma. Las armas que usé antes, los trucos, las estrategias, han perdido vigencia: estas cicatrices son más profundas. Mientras la cortina se bate contra la ventana y ya no estoy segura si es de día o de noche… mientras el teléfono de la oficina suena incesante, yo me descubro como Tyler frente a la fotocopiadora: ojerosa, perdida, lejos de aquel sitio, peleando la batalla de mi vida, intentando, esta vez, acabar para siempre con el monstruo antes de convertirme en uno, aunque ya soy un Zombie.