lunes, 17 de septiembre de 2012

Voces de la Lluvia

Continuación de "El Hombre Malo"
Por Victor Drax





La situación es la siguiente: un cadáver, tres sospechosos y el nigromante. 

Lo normal cuando alguien estira la pata antes de que le toque es llamar a la policía. La familia Herrera, habitantes de un espacioso apartamento de dos plantas en El Hatillo, ha decidido contactar a un hombre que puede hablar con los muertos. La investigación es innecesaria si la víctima te dice quién la mató.

A Luca le daba igual. José, la cabeza del hogar, lo contactó por llamada telefónica. Su presencia era requerida con carácter de urgencia.

—Lo lamento, no trabajo con contactos telefónicos —dijo el brujo y colgó.

No pasó un minuto antes de que el teléfono volviera a repicar. José Herrera le explicaba que venía de parte de Amarilis Pulido y Luca la recordó como la mujer que quería hablar con una abuela muerta hace treinta y cinco años, porque estaba a punto de morirse también y quería saber si la esperaban en el cielo o en el infierno. Una noción ridícula, pensó Luca, pero, al igual que con este caso, estaba dispuesto a seguir adelante, siempre que lo hiciera facturando.

Tim Burton habría amado la decoración de este lugar. Una lámpara de araña en el techo, cortinas vinotinto, paredes de negro. Por el balcón, el cielo de Caracas había tenido suficiente de sus habitantes y ahora se les desplomaba encima. Estar aquí, en la casita del terror, era mucho mejor que estar en las calles de la peor ciudad del mundo cuando llueve.

Con las manos en los bolsillos, estudió a la silueta bajo la sábana. José Herrera había jurado sobre la tumba de su madre que iba a pagar los seis millones, mas otros dos. Luca comentó, como una cosa casual, que si era mentira, lo podía maldecir, siendo un experto manipulador de las artes arcanas (una repugnante mentira; una maldición no se puede hacer por teléfono, o toda la burocracia nacional caminaría de espaldas). No tenía nada mejor que hacer, así que cogió un taxi desde su oficina, en el callejón de la puñalada, Sabana Grande, hasta el edificio residencial que nada tenía que envidiar a cualquier fortaleza medieval. Traía su maletín. En el maletín, magia negra-noche.

Alfredo, el muchacho, estaba reacio a hablar. El puente de la nariz y la esclerótica de los ojos estaban color flamingo, obvia señal del que se ha pasado una temporada en las playas del sufrimiento. ¿O era parte de la coartada, fingir dolor? El doctor se puso en cuclillas. Agarró la sábana por un extremo, medio levantó, echó el ojo.

Una jovencita regordeta. Estaba adormecida, boca abajo, los párpados entreabiertos, los labios separados, una sustancia casi plástica hecha de saliva que la unía con el suelo. Seguía peinada. Luca alzó más la sábana, para no encontrar ninguna herida obvia. Las puñaladas fueron de frente y casi toda la sangre se había coagulado debajo del cadáver. Los equipos forenses se la pasarán en grande, despegándola del suelo con espátula. Cuando este cuerpo empiece a oler, todo el edificio se va a enterar. La sábana se echó otra vez. El hombre se irguió.

Sacó un pitillo. Se lo llevó a la boca y, haciéndose cueva con las manos, lo encendió. Devolvió el encendedor a su bolsillo. Aspiró, se apartó el cigarrillo, echó la corriente de humo. Por el balcón, el flash de una fotografía. Un segundo más tarde, rugió la tarde. Un gato atigrado se acercó, con sus glamorosos pasos mudos. Contempló al escenario, se echó en los cuartos traseros y se lamió una pata. Se la pasó por la cabeza. Este misterio no lo involucraba, pero tampoco se lo iba a perder.

—¿Están seguros de que nadie quiere confesar? —preguntó el nigromante— Cuando resucite esta muchacha, puede pasar cualquier cosa. Uno nunca sabe con los muertos por causas violentas.

—Estamos seguros, doctor —dijo José—. Yo mismo pregunté aquí, porque uno de ellos dos fue.

Isabella, la mujer, sollozó. Vaya que José Herrera le había preguntado: tenía las marcas de manos impresas en los brazos, la roja silueta de cachetadas en las mejillas. La chica era su hija adoptiva. Si este era uno de esos casos en los que hija y madrastra se odian, esta de verdad que sabía actuar. La casa olía a tierra mojada.

—Ok —Luca se puso de rodillas y abrió el maletín—. Échense para atrás. Esto se va a poner feo.

—¡No! —dijo ella, tapándose la boca de inmediato.

Un torrente de palabras se contuvo en los apretados labios de José, como eructo delator.

—No voy a seguir callando la verdad. Y no te voy a proteger más a ti. Doctor Aleggio: mi esposo mató a mi hijastra.

El gato se sacudió. Se echó. La lluvia empezó, débil y creciente. Luca se levantó.

—Eres una puerca mentirosa —José Herrera cerró los puños, velludos y del tamaño de cráneos de niños.

—Puedes pegarme todo lo que quieras, pero siempre serás un asesino.

José alzó una mano, de canto, el brote de una cachetada.

—Si le pegas, me voy —dijo Luca—. Y me vas a tener que pagar igual.

El viento se metió en el apartamento y las persianas de ciruela se batieron.

—Gracias, doctor. Lo sé porque yo lo vi todo: Susana, mi hijastra, vino del colegio y se metió en su cuarto. Me llamó la atención que no fuera a almorzar, así que fui a preguntarle si quería comer. Me dijo que me fuera cuando le toqué la puerta, pero la escuché sollozando, como llorando. Me devolví al comedor. Mi esposo, este hombre, se molestó porque le gusta que todo el mundo coma al mismo tiempo. Se paró y fue al cuarto de Susana, tocó la puerta dándole golpes de verdad, con el puño. Ella no contestó, porque le tenía terror a su papá. Él se molestó más…

—Todo eso es mentira —dijo José al suelo.

—Déjame terminar. Él se molestó más y me mandó a buscar la llave. Le dije a Alfredito que se quedara sentado, comiendo, y busqué el juego de llaves de la casa. Me daba miedo que fuera a pegarme a mí también. Él abrió la puerta y la consiguió acostada boca abajo en la cama. De inmediato se quitó el cinturón, me acuerdo claramente de eso. Me ordenó a que me fuera a comer y yo hice como si me iba al comedor, pero en verdad sólo fui a ver si Alfredito seguía comiendo. Volví al cuarto de Susana y me asomé, una pequeña grieta que quedó entre la puerta y el marco. Conversaron en voz baja y no sé qué dijeron. Pero él se puso como una furia y le dio golpes a las paredes, con el cinturón alrededor del puño. Y entonces lo dijo, dijo “Eso te pasó por puta” y le dio un golpe en la cara. Directo a la boca.

—Pero por dios, ¿cómo te atreves a mentir así?

—¡Déjame terminar, José! Le pegó, doctor. Y le sacó sangre, yo me tapé la boca porque creí que iba a gritar. Si él hubiese sabido que yo estaba espiando, la paliza que me venía iba a ser grande. Me tapé con las dos manos. Ella le suplicó que no le pegara más y él dijo que no quería perras en su casa. Susana lo dijo y al principio no lo pude creer. Dijo, “Le puedes hacer daño al bebé”. Ese fue el empujoncito para que José hiciera erupción. La agarró del cuello. Primero le dio unos correazos, pero luego la agarró del cuello con las dos manos. La estranguló. Aparté la mirada porque no podía más, pero cuando me asomé otra vez, Susana se moría. Tenía los ojos agrandados y la lengua asomando entre los dientes. Los brazos cayeron. Quedó como un muñeco. Me aparté de la puerta y me metí en el baño. Si él lo llamó, doctor, fue para disimular, para no parecer culpable.

Una corriente fría sacudió a la lámpara en el techo. Alteró las sombras. Líneas negras se dibujaron en los grises rostros de los presentes. Luca sujetó el cigarrillo entre sus labios, una calada y el tubito repiqueteó como el gemelo contradictorio de la lluvia. Los tres sospechosos en semicírculo, él al otro extremo, el cadáver como núcleo.

—Esa historia tiene un problema —dijo Luca—. ¿Qué hay de las puñaladas?

—Exacto, mujer. ¿Qué hay de las puñaladas?

El maquillaje de Isabella, que se corría como una pintura autodestruyéndose, le echó diez años encima, la envejeció, le hundió la carne de las mejillas y le resecó los labios. O a lo mejor eran imaginaciones del nigromante. En días como este, todo es un juego de sombras.

—Él le dio las puñaladas después, doctor. Por rabia. Estaba convertido en un animal…

—Eso no es verdad —dijo el chico.

Quince años. Incisivos frontales pronunciados. Cabello pajizo echado sobre la cabeza como un gato muerto en un espantapájaros. Acné, florecientes brotes eruptivos a los lados de la nariz. Flaco, el chamo estaba hecho de palillos de dientes.

Se quedó paralizado, apenas temblando, aspiró de golpe para recoger la serpiente líquida que le salía de una fosa nasal. El chico nació en un hogar violento, ve tú a saber dónde se metió la mamá biológica. José Herrera gobierna con puño de hierro, un chamo como este tiene muchos años de virginidad por delante. No sería un soberbio esfuerzo de imaginación concluir que su mejor amiga era su hermana, la que ahora está muerta. El culpable, una de las dos otras personas con las que vive. La buena noticia es que esta es la clase de cosas que forjan carácter. El chico iba a crecer rápido.

—Déjalo salir, pana —dijo Luca.

No hubo testimonio acelerado, no. Más temblor, más acumulación de rabia, de memorias y de coraje para abrir la puerta del infierno. Algo de lo que estaba por venir tenía a los otros dos en suspenso. Esta vez no hubo amenazas.

—Fue ella —dijo Alfredo, y la miró con ojos de serpiente—. Esta maldita fue la que mató a mi hermana.

—Alfredo, por favor —Isabella se llevó una mano al pecho.

—Mi papá fue a buscar a Susana al cuarto. Estaba estresado y todavía tenía comida en el bigote cuando se paró. Todos en esta casa me dan asco.

José se lanzó en estocada, no demasiado convencido de su propia ira porque permitió que la raquítica humanidad de la madrastra lo detuviera.

—Se quitó la correa a mitad de camino. Me habría encantado que se le cayeran los pantalones, aunque nadie lo viera. Ridículo. Golpeó la puerta y entró, la bruja esta le buscó las llaves. Delante de él, ella se hace la víctima, el indefenso corderito. Pero en privado, es una rata. Yo entiendo que no es mi mamá, pero ni siquiera lava la ropa de mi hermana y mía. La de ella y mi papá sí, pero nosotros dos no le importamos porque somos unos “bastarditos”. Esas fueron sus palabras, “lava tú tu ropa, como todos los bastarditos”.

—Eso no es verdad, José.

—Sí lo es. Tú sabes que lo es. Mi papá se metió en el cuarto y agarró a correazos a Susana. Escucharlo fue mucho peor que verlo. Me quedé sentado, oyendo los gritos, los insultos. Que si “perra esto”, o “maldita lo otro”. El único idioma que se habla en esta casa, con insultos. Correazo, siempre con gritos, correazos y golpes secos, me imagino que en la pared, porque eran tan fuertes…

—Di la verdad, Alfredito.

—Ah, ahora sí soy “Alfredito”, ¿no? Doctor: mi papá salió del cuarto y se metió en su estudio, en el piso de arriba. Yo quise ir a ver a mi hermana, pero estaba paralizado. Me daba miedo lo que podía encontrar. La bruja estaba espiando dentro del cuarto porque es una morbosa y no le importa lo que pueda conseguir, pero era mi hermana la que estaba sufriendo, la que se moría de dolor. La mujer esta se fue, no sé a dónde y, después de un rato, mi hermana salió del cuarto. Arrastrándose. Tenía la cara bañada en sangre, parecía como si le hubiesen roto la cabeza. Llegó hasta donde está ahora. Y la bruja llegó, le puso un pie sobre la espalda. Hundiendo el tacón.

—Eso es horrible, Alfredo —José abrazaba a la asesina de su hija.

—Pero es la verdad. Ustedes se merecen. Susana le pidió agua a esa rata y en vez de eso, Isabella la insultó. Se inclinó para decirle que eso era lo que se merecían las prostitutas que se embarazaban con cualquiera y mi hermana le escupió. Sangre, directo a la cara. “A lo mejor tengo sida”, dijo. “Y espero que lo agarres tú también”. Isabella se volvió loca. Por eso la apuñaló. El último acto de mi hermana fue orgullo y por eso la loca esta la mató. Se fue corriendo a la cocina con el cuchillo y llamó a mi papá. Que mi hermana se había suicidado, dijo, pero cualquiera sabe que mi hermana no habría podido matarse como estaba. Fue ella. La maldita fue ella, que quiere echarle la culpa a mi papá para terminar de destruirnos.

El gato se subió sobre el piano. Desde la cubierta de las teclas, alcanzó la cima, para acercarse al borde, echarse, reposar la cabeza sobre las patas delanteras. La lluvia descendió con cansada soberbia. Si antes podías ver a las montañas por el balcón, ahora distinguías sólo al color. Todo estaba detrás de una líquida capa de gris.

Luca tomó su cigarrillo, lo sostuvo con el dedo pulgar e índice. Con un batazo de dedo medio, lo mandó a volar al eco dentro de estas paredes. Podías seguir la trayectoria enfocándote en el meteorito. Salpicó ceniza dorada al chocar con el suelo.

—Es una historia bonita, Alfredo —dijo—. Pero hay un error.

—El error es mi existencia, toda esta casa es un error.

—Me encanta la autocompasión adolescente. Dime, mientras esto pasaba, mientras tu hermana era asesinada, ¿dónde estabas tú?

La respuesta vino con dos segundos de retraso.

—Me escond---

—No —Luca alzó una mano—. Era tu hermana querida. ¿Ni siquiera gritaste para impedir su muerte?

El clima tenía la misma voz de un canal sintonizado en señal muerta. Estática. El nuevo aroma del silencio.

Alfredo encaró al doctor. Un reto estúpido al que no podían ponérsele palabras que lo dignificaran.

—Sí traté de defenderla, pero ella no me escuchó.

—No, ahora estás cambiando la historia.

—Yo sé lo que pasó, Alfredo —dijo José—. Lo he sabido desde siempre y esperaba que fueras lo suficientemente hombre como para reconocer tu culpa.

—Déjame adivinar —Luca se metió las manos en los bolsillos—. Tu hijo mató a su hermana.

José cerró los ojos, apretó los labios, enrojeció. La verdad se había convertido en un avispón atrapado dentro de su boca. Lo picaría hasta la asfixiante hinchazón.




—Cuando golpeaba a mi hija, supe la verdad. Lo más vergonzoso que se puede imaginar. Yo le pegué, sí le pegué, pero fue así como me criaron a mí, a carajazos y crecí bien, crecí para ser una persona normal. No me arrepiento de eso. Se me volaron los tapones y quizá le pegué con más fuerza que la que era necesaria, pero es que lo que me dijo, nunca voy a poder borrármelo. Yo le estaba dando correazos y ella seguía recogida en el suelo, fetal, tapándose la cabeza con las manos. En un momento, alcé la mano, le iba a dar otra vez y ella levantó la cara. Se apoyó en el suelo con las manos. “Vas a ser abuelo” me dijo. “Y padre de los dos progenitores. Te felicito”.

—Cállate —Alfredo se volvió una caricatura simple de su padre.

—No. Monstruo. Tenías una relación asquerosa con tu propia hermana, quién sabe cuándo te metías en su cuarto. Y ahora la mataste. Ella me contó cómo iba a morir porque le conseguiste unas pastillas que la harían abortar. Se tomó una sobredosis. Lo hizo a propósito porque no soportaba vivir en esta casa. Le diste la excusa y los medios para que se matara. Eso es lo que pasó. Todo esto era una prueba que te impuse para saber si llegarías a confesar.

El chico perdió las fuerzas como las personas cuando se desmayan: de los pies a la cabeza. Quedó de rodillas, las manos a los lados, aturdido con el peso de una verdad que se abría paso a través de su cabeza, tan letal como la bala de un asesino, tan definitiva como un tumor que ya no se puede irradiar.

Luca abrió su maletín. Un puñal de hueso apareció en su mano izquierda, un frasquito de pintura roja (¿era pintura?) en la otra. De un tirón, la sábana que cubría al cadáver salió volando. He ahí el cuerpo, he ahí la alfombra de rubí. La misma cara que cuando el nigromante se asomó por primera vez.

—Procedamos con la resurrección —dijo.

—Doctor, eso no será necesario. Acabo de decir la verdad. Lo único que quise fue a un hijo honesto.

—Pero su hijo no es honesto y tampoco lo es usted. ¿Qué hay de las puñaladas? Así se hubiera envenenado, la mataron a puñaladas.

Con el puñal de hueso, una incisión en la espalda. Como hundir un cuchillo caliente en mantequilla, el filo no tuvo problemas en separar la carne. Era un lápiz sin punta y donde trazaba, la piel perdía la elasticidad y se replegaba. Capas de carne rosa y grasa amarilla quedaron expuestas. Entre ello, huesos asomados. No tuvo ningún sonido. Olía a vómito.

—Último chance para confesar —dijo Luca, pintando glifos en donde había piel.

Silencio. El oleaje de las cortinas.

Luca metió las manos dentro del cadáver. Respiraba por la boca, temblaba ligeramente. Tenía los ojos cerrados y, si los abrió, ninguno de los espectadores lo habría adivinado. Era uno con la oscuridad, era un núcleo de frío. Los vellos se erizaban y el gato retrocedió hasta esconderse bajo un sillón, sin apartar la mirada de lo que con sus ojos animales podía distinguir, visiones que habrían llevado a los otros tres a correr sin mirar atrás. El nigromante babeaba. Una pegajosa lombriz de baba salía de su labio inferior, colgó y se despegó, cayendo en las entrañas de la muerta. Una sacudida de cabeza y ya estaba listo. El hombre sacó las manos, se puso de pie, retirándose, como lo hace un lobo que tiene una bala en el costado.

Afuera, el mundo seguía girando. La gente se escondía del sudor del cielo.

La mano de Susana se estiró. Isabella se tapó la boca con las dos manos. Marido y mujer se abrazaron. Alfredo retrocedió, caminando sobre las palmas y los talones. El puño de la chica se cerró. Un quejido. La carcasa del cuerpo ya no estaba deshabitada.

Un trago de agua le habría venido bien al nigromante, pero el momento de esa petición había pasado. Ninguna de las tres personas que lo acompañaban estaban bajo su responsabilidad, pero una cosa era ser la niñera y otra dejarlos a solas con una cosa que puede o no ser el espíritu reencarnado de una adolescente apuñalada. Fue recuperando el aliento, no a grandes bocanadas, sino con lentitud, permitiendo que el aire llenara bien los pulmones. Estiró el índice al muerto viviente que se despegaba del suelo y dijo:

—Quédate dónde estás. Dime quién eres.

—¿Papá? Papi, ayúdame.

Desobedecía. Mala señal.

Pasándose el antebrazo por los labios, Luca buscó su puñal. Estaba junto al maletín —entre el cadáver y el maletín, para ser exactos. Ahí se iba a quedar. No pensaba correr el riesgo de recogerlo, para que la muerta le aventara una negra mordida. Cuando su tío Régulo se refería a los errores estúpidos de la brujería, estaba hablando de esto.

José salió de entre los brazos de Isabella. Atendía el llamado de una sirena que trataba de alcanzarlo con manos amarillas.

—Papi, tengo frío.

Luca contuvo la respiración. Sabiendo que iba a arrepentirse, fue a la cosa en el suelo, la sujetó por la nuca.

—Con tus próximas palabras, vas a decirme quién eres —ordenó—. Y dirás la verdad.

—Eidanyoson.

El nigromante la soltó, se retiró, recogió las manos ante la criatura.

No tenía sentido. Todas las herramientas para que el auténtico espíritu de Susana entrara en el cadáver habían sido empleadas. En menos de un año, era la segunda vez que hacía llamados al más allá y lo contestaba algo que nunca fue humano.

El cadáver estiró las dos manos hacia sus padres.

—No me puedo levantar, papi —dijo—. Y te traje algo. Ven.

José avanzó. Las pupilas de la chica quebraron al iris. Se derramó el centro negro, puntos de tinta que se expandieron hasta volver a los globos dos canicas de petróleo. Los glifos escarificados empezaron a sangrar.

—Hija, perdóname. He sido un mal padre.

—Yo te perdono. Ahora abrázame. Tengo frío.

El padre se arrodilló ante la hija. Las manos heladas le acariciaron las mejillas, las masajearon con las yemas, presionando, presionando hasta que un humor blanco salió de los poros.

—Hija, por favor…

—Te traje algo, papi. Espero que te guste.

Un índice se hundió en la mejilla, debajo del pómulo. Susana sonrió, sonrisa amarilla, enamorada del brote que salía del hombre. No cambió cuando el nigromante la agarró del cabello. Seguía en su tarea y habría clavado todos sus dedos en la cara de José Herrera, para abrir el cráneo como el cofre que esconde a un preciado húmedo tesoro, de no ser por el puñal de hueso que descendió sobre la cabeza. Una estaca vertical, el mango parecía nacer del cabello. La punta apareció bajo la barbilla. Ante José, los ojos de brea se derramaron de sus cuencas, dejándolas vacías, humeantes. Apestaban.

Tuvo que forcejear para quitarse la mano de la cara. Cuando extrajo el índice bajo su pómulo, un pequeño esputo negro salió del orificio. La nariz se le había puesto aguada.

Luca le puso un pie en la cabeza a la chica. Sacó el puñal con las dos manos, con un ruido húmedo y opaco. La máscara que quedó en el cadáver no podría ser reparada por una funeraria, sino por un taxidermista. Alfredo, más alejado a toda la escena, tuvo una arcada y vomitó.

—Son ocho mil bolívares —dijo Luca Aleggio.

—No entiendo.

—Se trataba de un demonio. Había un demonio entre estas paredes y tomó la oportunidad de meterse en su hija.

—Eso es —Isabella se acercó—. Un demonio jugaba con nosotros. He leído de esas cosas, lo hacen para entretenerse y por gusto. Son entidades que obtienen placer haciéndoles daño a las personas, se alimentan de negatividad y manipulan a la gente. A veces con posesión. Eso fue lo que mató a Susana. Un demonio se la llevó.

El nigromante se perdió la importante revelación. Guardaba sus cosas, sus manos pintadas de vida, devolviéndolo todo al maletín, enfocado en negociar la tarifa. A veces tienes que seguir tus corazonadas; nunca debió tomar este trabajo. Se desentendió de los arreglos pertinentes al funeral y acompañó a José al estudio. Con parche en la cara, el patriarca efectuó una transferencia bancaria, ocho palos que no servirían del todo para compensar lo que había ocurrido. Salió del apartamento tan pronto pudo, sabiendo que iba a parar en cualquier tasca.

Mintió. El demonio no estaba en el apartamento o Luca lo habría sentido tan pronto entró. Era él quien estaba embrujado. Era a él al que perseguían. Corría rápido, pero algún día se iba a cansar y entonces no habría soluciones. Esto fue un juego, un recordatorio de que era vigilado. De que el final de sus días no tenía una linda recompensa.

Si no había demonio en el apartamento, nadie estaba bajo influencia infernal. Todos la mataron con sus propias voluntades; todas las historias tenían un poquito de verdad. Encerrados bajo el mismo techo, la cuenta regresiva había iniciado para la próxima víctima. Es cierto que el ser humano es asqueroso, se dijo con la espalda pegada a la pared del elevador, y él ni siquiera pretendía ser diferente. No hay moraleja. Todos tenemos nuestro reloj de arena y, tarde o temprano, a todos se nos acaba el tiempo. El ascensor llegó a planta baja, abrió sus compuertas y Luca salió del edificio, a la lluvia, al ragnarok, al próximo vaso de tequila.



Puedes leer más de Luca Aleggio en http://caracas-in-noctem.blogspot.com/

2 comentarios:

Unknown dijo...

Fijate que al principio me pareció que habia un exceso de dialogos, pero luego todo fue tomando sentido.
Es mas, me atrevo a decir que estas trabajando a Luca como un personaje con su propia historia dejando de lado las situaciones en las que se envuelve en cada episodio.
Dejas cabos sueltos con respecto a otras entregas ¿que pasó con el inspector? ¿y la Sayonita pop? creo que son personajes q valen la pena para el enriquecimiento de la trama mas adelante.
Como siempre, Luca me deja buen sabor de boca.

Victor C. Drax dijo...

Sí, es una historia en la que los testimonios son importantes. Es medio delicado, porque como los diálogos tienden a avanzar la trama, tenía que asegurarme de que el ritmo no era demasiado acelerado, que las cosas no pasaran demasiado deprisa. No sé todavía si lo conseguí.

Sí, exactamente. Con cada historia, quiero revelar un pelo de quién es Luca, de dónde viene.

Tranquila, que toda esa gente no apareció una sola vez. De hecho, la próxima historia (que ya está in the making) contestará un poco eso.

Me contenta que te haya gustado, le eché cabeza a esta historia quizá más que a las demás.