Todos queremos vivir un día único, pero rara vez uno espera uno último, último de algo, fin de cosa. Pues hoy desperté como otro día cualquiera, día de eras propias del estancamiento de hace tanto, como cuando era lo que ya no soy.
Pero pasó la parte "últimada" de mi día y de mi vida, entre otras cosas. “Entre otras cosas” porque como otros días trabajé, caminé, me pregunté qué es lo que aporto en el mundo, comí, etcétera. Lo típico, rítmico, penúrico.
Entre el son del no y el ni modo de esta etapa larguda llegó la comprensión de lo último: Tenía 26 años, 4 meses y 22 días cuando supe que ya no era una persona sana.
Había sido lindo haberme sentido especial hasta entonces, sin gripe casi, sin lentes, sin problemas de audición, corazón o tristezalidad. Y sin embargo, ese día supe que tenía discopatías múltiples, espondilolisis y más lisis, una hernia discal y otro tanto de tecnicismos que apuntan una abrumadora sorpresa:
A pesar de que tengo cédula de 26 años,
A pesar de que tengo el no sé qué interno de una niña de 12,
Tengo la columna tan maltrecha como una señora de 60 años.
Ese fue el último día que me supe sin riesgo, el primer día que descubrí mi condición de enferma de la espalda, de condena con desdicha y contención de libertad.
Pero hoy es otro día, dicen, otro y otro de días de vidas.
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