martes, 17 de mayo de 2011

¿Confiar...?

Cada día pienso lo mismo, me siento en mi cómoda silla junto a la ventana y veo cómo llueve afuera. Pienso en la confianza que, muchas veces, trae más complicaciones que las que resuelve.

Confiar es poner una venda en tus ojos y seguir un camino que ya no puedes ver. Pero, ¿en quién se está confiando? ¿En los demás? ¿En nosotros? La confianza tiene poder, tanto de crear como de destruir. La creación de la confianza lleva tiempo, paciencia, empeño. En cambio la destrucción, increíblemente devastadora, es rápida; destruir la confianza de alguien, e incluso la propia, sólo requiere un minuto, un segundo, casi nada, incluso a veces ni siquiera se necesita un pensamiento.

Confiar. No en todos los casos nos da la victoria, de hecho, podemos confiar en nosotros y perder. Yo sé de eso. Se cree que será distinto si lo intentamos de nuevo, que ganaremos, que encontraremos lo que hemos buscado por años sin éxito. No. Las cosas no cambiarán con el hecho de confiar en que lo harán.

Hay que saber perder, y eso no es precisamente pesimismo. Es determinación, entendimiento de lo que nos pasa, aceptación. Luego, llega la parte en donde nos preguntamos qué es lo que haremos. ¿Ganar? ¿Perder? Ni siquiera queremos jugar más. Ya no lo intentamos, pero no por miedo al fracaso, sino por la certeza de que no llegaremos a nada. No hay meta.

Las ilusiones sólo son eso, ilusiones. La realidad es otro asunto más bien distinto. Abrir los ojos y mirar que el sitio por donde has caminado es un desastre resulta desalentador, pero puede que lo sea más si ves lo que tienes delante. ¿No es mejor retirar por completo la venda y seguir? Al menos así verás dónde pisas, evitarás lastimarte otra vez. Ahí está la verdadera fuerza, la verdadera resistencia, el verdadero valor.

Y mientras pienso, sigue lloviendo, aún estoy en mi silla...

viernes, 13 de mayo de 2011

La silla que elegiste para mí

La silla que elegiste para mí

Jessica Márquez Gaspar

Y me quedé sentada ahí, en la silla que elegiste para mí. Evitando tu mirada cómo hago cada vez que no tengo el valor de encontrarme con tus ojos transparentes y expresivos para no sentir una vez más que te amo. Porque es más sencillo pensar y organizar las palabras cuando no entablamos esta conexión que hemos tenido siempre, que comienza tan sólo con recorrer tus manos, luego tu camisa, más tarde tus hombros, y terminar delineando nuevamente los contornos tan conocidos por mi memoria, mis manos y mi alma, de tu rostro. Un rostro que llevo siempre conmigo. Y entonces tendemos un puente y caen las máscaras y se abre el telón, pero termina el teatro. Y ya no hay forma de seguir mintiendo, de seguir actuando. Por eso tengo que mirar fijamente la mesa, un retazo al azar del piso que asoma a tu derecha o simplemente no mirar a ningún lado.
Pero lo cierto es que debo ordenar lo que siento y lo que pienso para responder a lo que acabas de decir. Que hemos dicho tantas y tantas veces que parece un guión ya aprendido, que repetimos hasta el infinito, por miedo a salirnos de los parlamentos y equivocarnos. Pero el libreto es ya insuficiente, entonces digo lo que no había dicho y tú respondes como no habías respondido y ahí, ahí si te miro a los ojos y tu mantienes mi mirada y de tus labios brotan palabras que son colores, para una existencia que ha sido siempre una paleta de grises, y brotan también de tu piel, de tu ropa, del olor de tu cuerpo, y lo que parecía un boceto al carbón se transforma en un cuadro de Miró de brillantes colores. Y la vida tiene entonces sentido.

Te levantes y caminas hacia mí, haces ese gesto que conozco casi tanto como los rincones de tus manos y la forma de tu pecho, mi lugar secreto para huir del mundo, y me invitas a esconderme ahí. Y me abrazas y nuevamente dices tesoros que guardo primorosamente, como una flor dentro de un libro. Y entonces no sé si llorar o reír, de felicidad o de tristeza. Y vuelvo a sentarme. Y ahí seguimos hablando por horas mientras agarras mi mano con fuerza y repites que estaremos bien. Y te creo. Pero ya no soy la misma. Ahora te amo más y tengo más valor. Ahora me inclino a besarte, como tantas veces para detener el mundo, para borrarlo hasta que parezca un sueño y el sueño sea real. Y aunque regreso y me siento de nuevo todo es distinto ahora y no importa que permanezca en aquel espacio que elegiste para mí, en la misma silla. 

miércoles, 11 de mayo de 2011

Como en el hospital

Por Moisés Lárez Barrios

Cuando llegó la ambulancia, ya no había nada que hacer. Se llevaron el cuerpo y determinaron que la causa de la muerte había sido un infarto común. En este caso, la palabra común se refiere a que el infarto no tenía nada de especial, era como la margarina común, una mavesa, o como la sal común, esa que se usa en la cocina, o como una iguana común, esas que están en extinción, pero que se ven en algunos parques.

El entierro de María fue sencillo. Dos o tres personas lloraron más de lo común: un esposo, un hijo y una madre; seis personas dejaron escapar una lágrima fuera de los focos de sus lentes oscuros; y una parte un poco mayor sólo dio pésames, tomó café y observó su reloj.

María había muerto en la sala de lectura de su casa. Su esposo, quien ahora recordaba todas las peleas como absurdas, quien ahora esbozabas sonrisas con lágrimas al sentir la nostalgia, fue el primero que la vio al encontrarla muerta.

Al mirarla, no pudo evitar desesperarse y sentir un gran vacío en su estómago. Estaba tendida en el piso con un cuarto de café en la mesa y la silla a su lado que dejaba ver que se había caído de ella.

El esposo la tocó, pero la sintió caliente, se imaginó que estaba viva y que llamaría a una ambulancia y todo se solucionaría, su María viviría. Para su sorpresa su corazón latía lentamente, pero con ritmo. No sabía que le había pasado, ella siempre fue una mujer sana, vegetariana y que hacía yoga.

Corrió a buscar el teléfono y llamó a una ambulancia, de algún servicio privado porque venían más rápido. “En quince minutos estamos ahí”, le dijeron, “Rápido que se me muere María”, dijo desesperado. Colgó y fue a recogerla, a recostarla del sofá.

María tenía los ojos abiertos y movía los labios, el esposo se sintió más tranquilo. Trató de levantarla mientras ella trataba de decirle algo. Se detuvo a escucharla, pensó que podía ser algo importante.

“He hecho cosas malas”, fue su lectura de labios. Al segundo intento pegó el oído a su boca y escuchó lo mismo. “Todos hemos hecho cosas malas”, dijo él, “aguanta, por favor”. Apenas habían pasado dos minutos desde que llamó a la ambulancia.

Entonces, con un esfuerzo sublime María levantó la mano y apuntó a la biblioteca. “Mann”, susurró. El esposo corrió y buscó algún libro de Thomas Mann, al que su esposa le encantaba. “La Montaña Mágica” sobresalía en la biblioteca porque era el más grande y tenía un marcalibros que mostraba que le faltaban diez páginas.

El esposo lo tomó y volvió al piso, al lado de la silla donde estaba María y empezó a leer. Mientras lo hacía vio cómo los ojos de su esposa se hacía más brillantes, pero a medida que llegaba pasaba las páginas se dio cuenta cómo su esposa perdía su escencia y a pesar su vida se iba.

El marido escuchó el último de su mujer aliento a finalizar la última página, un minuto antes de que llegara la ambulancia. En el instante en el que murió, María le dio un apretón fuerte en el brazo a su esposo. Como si quisiera transferirle lo que le quedaba de vitalidad. Y entonces se fue.

Un enfermero, después de que los médicos confirmaron la noticia y el hombre se había calmado, le preguntó qué libro estaba leyendo su señora. “La montaña mágica”, dijo él, “sólo he leído las últimas diez páginas y no entendí nada”. “Es un novela fatídico, pero fascinante”, dijo el enfermero.

“Ahora no quiero hablar de libros”, dijo el marido.

Al mes, el marido, en honor a su señora, empezó a leer “La Montaña Mágica”, lo hacía todas las noches en la terraza de su casa, sentado en la chaise-longue, el lugar donde había muerto María.

Al poco tiempo, el hijo entró en la casa y vio a su papá tendido en el suelo al lado de la misma silla.

viernes, 6 de mayo de 2011

Carta de Recuerdos



Jessica Márquez Gaspar


Caracas, 6 de mayo de 2011


Querido:


En las mañanas recuerdo aún el sonido distante de tu voz. Calor de palabras. En las noches, en cambio, recuerdo el silencio que no era tal, por lo menos el de nuestras bocas porque hablaban nuestros cuerpos. En las tardes siento aún el vacío de tus imágenes, de tu mano en la mía, de tantas calles recorridas, de tantos libros compartidos. Pero ha pasado el tiempo.

Tal vez pienses que he dejado que la lluvia de estos días se lleve la memoria. Pero lo cierto es que la atesoro como nada. En las repisas, bajo la ventana, incluso en la mesa de noche, descansan momentos agridulces, y tan sólo dulces, que hemos vivido juntos. Y hoy que entiendo lo que ha sucedido. Hoy que puedo ver hacia atrás y sonreír, entiendo que estamos vivos y que quedan aún muchas mañanas y muchas tardes y muchas noches.

La nostalgia que solía llenarnos ha sido ahuyentada para siempre. Se la llevó las gotas que recorrían tu rostro aquella vez bajo la ducha. Y el miedo sigue ahí. Pero ya no interfiere. Ha entendido que te amo a ti y no ha su sexy incertidumbre.

Y pasan los días y pasan las horas y yo aquí escribiéndote. Aunque hoy es tarde de caminar por Caracas, y besarte, y de tenerte. Yo perdiendo el tiempo en llenar espacios, en decir cosas. Pero fue eso lo que nos trajo juntos, porque las letras no son poca cosa. Tal ve en unos años lea esto. Tal vez, no lo haga. Lo cierto es que quería escribirte para decirte que recuerdo nuestras memorias a cada instante, excepto cuando te tengo y no quiero perderme nada, I dont wanna miss a thing.

En este segundo que capturo en las líneas de una carta efímera, dejo constancia de lo feliz que me haz hecho, y que no sé que pasará ni hoy, ni mañana, pero quiero creer que seguiremos ahí. Que seguirás ahí. Mientras tanto, no olvides nuestros recuerdos, te lo pido. Porque son lo único que nos quedan. Son quiénes hemos sido y quiénes somos. Son sonrisas que me hacen sonreír y la brisa helada del llanto. Es la sensación cálida de tu cuerpo recorriendo el mío, y la posibilidad imposible de esta historia.

Espérame, que llegaré, lo prometo. Porque mientras tu me esperes, yo siempre iré hacia ti. Y traeré conmigo los recuerdos.


Un abrazo,


Carolina

Aves cuando llega el día


Aves cuando llega el día

Inspirado en “Blackbird” de The Beatles
Jessica Márquez Gaspar
A partir del tweet: @Letras_A_Litros: Todo estaba dicho: por eso se fueron volando, aves cuando llega el día. Su trabajo estaba hecho.

Conté una a una las palabras. Las enumeré. Las transformé en grupos y luego en columnas y luego las desordené. Total, eran tan inútiles. Las palabras querían amontonarse, querían permanecer ahí por siempre. Pero yo les dije que se fueran: que fueran libres. Asustadas por la inmensidad del mundo permanecieron durante meses ahí, encerradas, viendo a través del vidrio de la ventana, hacia aquel universo que había más allá de mis ojos color avellana. Calladas, calladas estaban. Tanto tiempo censuradas, tanto tiempo guardadas tan sólo con algunos rayos de luz atravesando aquel cristal. Porque hay tantas cosas que oscurecen la mirada. Porque hay tantas cosas que no se dicen, que nadie escucha, hasta que ya es demasiado tarde. Aquella noche me enfrenté a sus ojos negros y un caudal de mil ríos emergió. Esperé entonces su reacción pero sólo encontré sonrisas, de aquellas que nacen del corazón, y terminamos haciendo el amor hasta la mañana. 

miércoles, 4 de mayo de 2011

Para Saerileth




Querida Saerileth:

Muchas lunas han transcurrido desde la última vez que acaricié tu suave rostro, en las montañas de Los Bosques Dracónicos. Recuerdo tus palabras y me aferro a ellas con toda la intensidad que mi corazón me permite. Verás, cuando te dejé para unirme a la armada del Rey Hrothgar, era un elfo intelectual. Ahora… mucho ha pasado.

Ignoro qué noticias llegan a las ciudades del frente de batalla, pero dudo que sean capaces de recrear con fidelidad lo que he tenido que ver. Leí muchos libros sobre “la banda de hermanos”, esa supuesta fidelidad que se crea entre soldados cuando la vida de uno depende de los demás. Pues yo tengo tres años combatiendo ya a los pielesverde y no soporto a mis camaradas. Sir Dazzinger se pasa el tiempo borracho y gritándole a los dioses. Los humanos se desconfían de los elfos y los elfos se desconfían de los enanos, que se desconfían de los gnomos, que no se fían de los humanos, empezando el ciclo otra vez. Varios de ellos han salvado mi vida, seguro, pero a veces desearía ver otros putos rostros cuando llega el amanecer. No sé si eso me convierte en un ingrato, en el arquetipo de los elfos nariz respingada que corre por aquí. No me importa mucho, realmente.

Los pielesverde, pues esos sí son unos animales. Bestias. Llegan a enclaves de los Reinos Sagrados a violar y matar, no necesariamente en ese orden. Y lo que
hacemos nosotros cuando los tenemos a nuestra merced empieza con torturas y de ahí no hace sino empeorar. No voy a filosofar sobre quién es en realidad el salvaje, porque ese discursito moralista pertenece al teatro. No tengo por qué justificarnos. Esta es la guerra. Si a algún cortesano le parece que los rumores de soldados matando a orcos desarmados es propio de los monstruos contra los que luchamos, pues lo invito a que venga, coja un escudo y una espada. A los tres días, te entrego a otro salvaje con dos montañas de pecados a cuestas.

Mira lo que te estoy contando. Cuando empecé esta carta, la idea era hablarte de los lugares que he visitado, los hermosos amaneceres en las costas de Goldenridge. Tampoco te he hablado de las recompensas que he recibido; hace dos días, Sir Dazzinger me volvió almirante. No tiene demasiado significado, si te soy sincero, pero pensé que te alegraría, saber que te vas a casar con un mago de guerra almirante.

Hace dos meses llegó este muchacho, Kirsky. Músico de profesión, servía ahora con los jinetes de reconocimiento. Cantaba horrible. Me explico: no tenía mala voz, pero las tonadas que componía parecían copiadas de un gato en celo moribundo. Él se tomaba las críticas muy bien, siempre con algún comentario en el que él mismo era el objetivo del chiste. No me gustan demasiado los humanos, pero ese tipo tenía la actitud correcta. Hoy en la mañana, los pielesverde capturaron a los jinetes y les rebanaron la garganta. No hemos conseguido a Kirsky aún, pero no tengo muchas esperanzas.

Los muchachos de la compañía dicen que estoy bebiendo demasiado, que voy a terminar pareciéndome a Sir Dazzinger. Que esta se volverá una armada de borrachos. Pues yo he comandado guerrillas de elfos, he sembrado el terror en un enemigo que no tiene al miedo en su naturaleza, he visto a soldados celebrando un ataque victorioso ardiendo pocos segundos después por el fuego negro de un dragón. Si me da la puta gana de beber cuando no recibo órdenes, lo haré. Puedo encapsular en silencio a cualquier mediocre que venga a criticarme y no lo hago; eso tiene mérito moral, si me lo preguntan.

Mañana vamos a atacar la fortaleza de SangreNegra, el comandante troll. Mis órdenes son distraer la artillería enemiga con un ataque frontal a las puertas del recinto, lo que se traduce en “ataque suicida que con suerte durará lo suficiente como para que los otros regimientos se infiltren”. Este trabajo de verdad tiene sus momentos.

Te amo, Saerileth. No sé cuando volveré a casa. No sé cuándo podré cumplirte esa promesa de Los Bosques Dracónicos. No sé qué clase de elfo verás en mí cuando por fin regrese. Pero pienso en ti a cada instante y creo que eso es lo único que me ha mantenido cuerdo en esas largas noches de vigilancia. Porque cada niño pielverde que mato, muere para que tú y yo tengamos un mejor mañana.

Añorando tu sonrisa,

Alberich Winteraven
Almirante de Los Reinos Sagrados
Comandante de Los Flechas Negras
Consejero del Sil’Arenathar

Carta de un impulso y una necesidad desesperada


Rennes, 4 de agosto de 1949

Querido Pierre:

Todos los días lamento que no estés en Rennes, pero un buen amigo mío me ofreció llevar esta carta por mí a París; sé que se lo agradeceré siempre. No me gusta llamarte por teléfono, porque me hace infeliz el hecho de oír tu voz sin poder ver más que una fotografía.

Confío en que alguien traerá al mundo una forma diferente de comunicación para las personas que se aman tanto como nosotros dos. Quisiera adelantar el tiempo, hacer que actuara a mi favor, ¿no parece que este año estuviera haciéndose tan largo como un siglo?

Sueño que te veo regresar conmigo a Rennes, que paseamos por las calles desiertas en horas de la noche y que por fin puedes pedirme que huya contigo. Imagino la cara de mi padre y mi madre, ¡qué escándalo! Pero no me importará. Cuando estoy contigo no pienso en el futuro ni en el pasado, sólo en el presente, nuestro presente.

Cuando vuelva a verte estará terminando el otoño, con sus hojas en tono café y rojo, y la naturaleza dará lugar al invierno. Ese día podré respirar de nuevo el mismo aire contigo, no puedo esperar más.

No me olvides, te extraño cada vez que parpadeo, que pienso. Me gustaría que no te preocuparas, todo está de maravilla, sólo haces falta tú. El verano y su calor no me agradan demasiado, pero se marcharán en poco tiempo. Cada día camino por la calle que te gusta y veo ese acogedor café, pero no entraré de nuevo hasta que regreses. Vuelve pronto, por favor. Te ama,

Sophie.