jueves, 25 de febrero de 2010

El punto de ser un humano es...

Las personas somos seres extraños. Me incluyo, después de todo soy lo que se puede llamar “un ser humano”, imagino que si puedes leer esto tú también lo eres. Cuando creemos razonar, estamos haciendo exactamente lo que no deberíamos; cuando creemos que es correcto, es porque puede que no lo sea. Decimos que no cuando queremos decir que sí, actuamos cuando debemos pensar, y pensamos cuando debemos actuar.

Somos, en muchas ocasiones, seres fríos y calculadores capaces de cualquier objetivo. Pero en otras nos sorprende nuestra propia sensibilidad. Si ese alguien parece no hacer lo que queremos, si esa pared es muy alta, o si ese sendero lleva muy lejos y cansa al caminar; la frustración. Si vemos que podemos pasar por encima de aquello que nos hace sufrir, podemos hacer lo que tenemos planeado, o si las cosas van como deben; la gloria, un bocado de lo que es el triunfo.

Vivimos cada momento como si la vida fuera eterna, cuando es todo lo contrario. Al principio nuestras preocupaciones parecen barreras insuperables y, cuando ya las hemos pasado, nos causan gracia. Nos preguntamos dónde estaba la complicación, el porqué del inevitable desmoronamiento de nuestra existencia. Bien, todo es complicado cuando no sabemos cómo hacerlo y pues, la risa que sale de esos momentos es de alivio por haber logrado aquello que queremos, cuando quizá en el fondo sabíamos que teníamos la capacidad de hacerlo.

Nosotros le echamos la culpa hasta a un perro, con tal de no aceptar nuestra propia responsabilidad, y a veces nos echamos la culpa de todo sin haber puesto el primer dedo sobre el plato que se encuentra roto en el suelo, ¿No es eso poco racional? Para nosotros, como humanos, sí. Las lágrimas son de ira, de felicidad, de tristeza o de celos y, si a ver vamos ¿A quién le importa? Simplemente salen y ya, dificulto que alguien pueda detener eso, no. Cada pequeña cosa buena que pase entre una tempestad es algo maravilloso, y cada cosa mala entre un mar de alegría es un tormento.

Pero, ¿No es esa la vida de un humano normal? ¿No es así como se supone que tenemos que vivir? Si fuéramos perfectos la vida sería aburrida, sin color, no sería vida. Hasta los malos momentos son buenos si se saben ver, todo depende del lado de la cama en donde estás. Y tú ¿Cómo ves a los seres humanos?...

miércoles, 17 de febrero de 2010

He Matado Al Anticristo


Felix subió las escaleras, los huesos temblándole dentro de los músculos, seguro de que con el siguiente paso emergería un grito desesperado de su garganta. No fue así. Logró mantener la compostura al entrar en la recámara y decirle a sus dos compañeros:

—No se muere.

Vladimir Purishkevich se levantó de su pomposo asiento. En medio de la penumbra y la oscilante luz de las velas, se quitó los lentes.

—¿Cómo que no se muere? —dijo— ¿Qué quieres decir?

—Quiero decir exactamente lo que has oído. Le he dado los pasteles con cianuro y no se muere.

Hubo breves instantes en los que los tres hombres intercambiaron miradas, sin que ninguno pudiese articular sonido. Habían oído las leyendas (¿cómo no?) y a pesar de haber respondido algunas con razonamiento y ciencia, había muchos otros hechos, con testigos, que eran inexplicables. Un día, el príncipe Alexei está al borde de la muerte por la hemofilia. Al día siguiente, jugaba en el parque, sano como un oso siberiano.

—Tuviste que equivocarte —dijo el duque Dmitri—. Estamos hablando de suficiente cianuro como para matarnos a todos en esta habitación. Rasputín no puede estar vivo, Felix.

—Pero lo está.

—¡Eso no puede ser!

—Shhh, baja la voz. Te digo que está vivo. Anda a verlo.

Como si un relámpago le hubiese sacado de un sueño, Vladimir se adelantó; le costó mucho mantener un tono bajo de voz.

—El vino —dijo—. Dale el vino envenenado.

Felix se pasó las manos por el rostro. Tan de cerca, ambos hombres le vieron temblar.

—Ya se lo di, Purishkevich. Ya se lo di. Y no se lo tomó como cuando te tomas algo, con la mirada hacia el vaso. Se bebió la copa de un solo trago, mirándome a los ojos. Creo que él sabía que veníamos a matarlo.

—Eso es imposible —repitió Dmitri—. No hemos compartido los planes con nadie más. Mírate, hombre, estás hecho una ruina de nervios. Lo que tenemos que hacer es…

—¿Qué tal si estuvimos en un error? —le interrumpió el príncipe Felix Yusupov— ¿Qué tal si el hombre de verdad es un enviado de Dios?

Vladimir tomó a Felix del hombro y le dio un sacudón.

—Déjate de pensar en locuras. Nos propusimos matar a ese heraldo de la destrucción, y por Dios y la patria que lo vamos a lograr. El Imperio es el que está en juego, Yusupov.

—“He matado al Anticristo” —dijo Dmitri.

Ambos hombres voltearon a verlo.

—Eso es lo que dijo la puta que le disparó hace dos años. “He matado al Anticristo.” El disparo fue en el pecho y a quemarropa, por eso estaba tan segura.

—¿Qué mierda vamos a hacer ahora? —dijo Felix, más con él mismo que con los conspiradores—. ¿Cómo matamos al diablo?

Felix interrumpió sus pensamientos al mirar el cinto de Vladimir Purishkevich.

—Tu revólver —le dijo al político—. Dámelo.

—¿Qué? No, no, tenemos…

—Dame la maldita pistola. Esto se acaba hoy.

Caminando con el revólver detrás de la espalda, Felix entró en el amplio comedor, su frente perlada de sudor frío, y lo primero que le saludó fue una corriente de aire helado.

Entre la luz de los candelabros y la fogata, Grigori Yefimovich Novykh permanecía sentado. Comía con lentitud, de espaldas a él, con movimientos artísticamente delicados. Entre mordisco y mordisco se murmuraba, tarareaba, danzaba su mano derecha al ritmo de una música que sólo él podía escuchar. Más allá, a la izquierda, el crucifijo de oro en el pedestal, brillando con el resplandor de la fogata.

¿Qué quería decir?
¿Debía matar al demonio?
¿Debía salvar al santo?
¿Podía arriesgar a su propia alma?

—Toca una canción en la guitarra —la voz del monje era grave, ronca, casi hipnótica—. Me gusta oírte tocar.

—No quiero ahora.

Rasputín volteó de medio lado.

—¿No hay algo que quieras compartir conmigo, hijo?

Con las mandíbulas castañeándole y sin sentir las piernas, Felix Yusupov levantó el arma hacia el hombre más poderoso de Rusia.

—Grigori —le temblaba tanto la mano que dudaba dar en el blanco—. Ha llegado el momento.

Rasputín se volteó a la vez que se ponía de pie. Sus ojos oscuros de brea no se centraron en el arma, sino en los ojos del príncipe. Durante un segundo en el que el tiempo se paró, mientras Felix entrecerraba los ojos y contraía el índice, le pareció que la mirada del stáret no era de resignación, sino de despreocupación.
Oyó el “click” del gatillo antes de oír la explosión del cañón, que se vio ofuscada por el rugido de Rasputín. Novykh se llevó las manos al corazón, sin apartarle la mirada a Felix. Dio un paso al frente y cayó sobre una rodilla. Aspiró antes de desplomarse.
Felix estaba respirando por la boca. No fue sino hasta que sus compañeros se pusieron junto a él que bajó el arma y se apartó el sudor de la cara con el brazo. Dmitri se acercó al cuerpo y le tomó el pulso.

—Eres un héroe, príncipe —dijo Vladimir—. La patria te recordará con ese honor.

Felix le entregó el revólver con un suave golpe en el pecho. Llevaba la cara gacha y Vladimir Purishkevich no pudo encontrarle la mirada.

—Está muerto —dijo Dmitri.

—Ahora sé cómo se sintió Pilatos —fue la respuesta de Felix.

Se dio media vuelta y abandonó el comedor, oyendo los pasos de Purishkevich detrás.

—Yusupov. ¿Qué has querido…?

Cuando Felix oyó los gritos al principio, creyó que los estaba imaginando. Se volteó hacia el comedor y vio que Vladimir se había quedado congelado con una mano en el pecho.

Era la voz de Dmitri.

Corrieron tan rápido al comedor que casi se caen cuando chocaron al traspasar el umbral. La imagen se filtró por sus ojos, pero sus cerebros no lograron refinarle ningún sentido. Era la decodificación de una escena que no tenía por qué estar ahí.
El duque Dmitri trataba de empujar al hombre que se había sentado en el suelo y le tenía apresada la nariz entre los dientes. Rasputín le sujetaba los brazos poco por debajo de los hombros y, mientras continuaba dando dentadas al rostro del joven noble, se fue poniendo de pie. Erguido, se secó la boca con el dorso de la mano y enfocó a los dos hombres en el marco de la puerta. A sus pies, Dmitri Pavlovich se cubría la cara con las manos, temblores espasmódicos sacudiéndole el cuerpo, señal inequívoca a la antesala del shock.

Felix no sabría explicar en sus memorias ni lo que había visto ni lo que vino a continuación. Vladimir Purishkevich luchó con su cinto para extraer su pistola. Frente a él, Rasputín estiró un brazo a un lado, se puso la otra mano de canto frente al rostro y separó las piernas, que le emergían del saco. Cuando se inclinó y cantó en un murmullo, las botas le brillaron por el destello del fuego.
Sucedió durante el mismo segundo. Purishkevich levantó la pistola, ésta se le cayó y Rasputín desapareció, en una explosión insonora de luz y humo. Un segundo más tarde, apartó al político de un manotón y sujetó con ambas manos a Felix Yusupov por el cuello.

—¡Felix! —rugió con un aliento hematúrico surgiéndole de entre dientes escarlatas—. ¡Estoy tan decepcionado!

—Por el amor de Dios —fue lo tartamudeó el asesino, y no notó la cálida orina bajarle por los pantalones.

Sintió el golpe en la cabeza cuando chocó con el suelo, vio a Grigori Yefimovich subírsele encima y supo que iba a morir. ¿Cómo era que decía el dicho? “El diablo cuida de los suyos.” No sentía las manos del monje alrededor del cuello, pero sabía que ahí estaban. Conforme la vista se le fue apagando y los sonidos sumergiendo en un océano negro, se descubrió mirando una gota de sangre suspendida de la barba de su irónica víctima. La gota entró a esta historia de la nariz del joven duque, había descendido de los labios del monje y había bajado por la barbilla. Ahora iba en caída libre, para abandonarnos al chocar contra la lengua de Felix.

“He matado al Anticristo.”

Felix dejó de luchar y se entregó a su suerte. Cuando Purishkevich lo puso de lado y el aire le entró a los pulmones tan rápido que lo repelió con tosidos, recordó tardíamente el segundo disparo. Vladimir volvió la vista a Rasputín y le disparó de nuevo. El oso siberiano, por falta de una mejor expresión, no se caía.
Vladimir le apuntó a la frente, con el duque Dmitri vomitando sangre entre espasmos a un lado y Felix Yusupov riendo a carcajadas al otro.

Disparó.

Rasputín se precipitó al suelo, como abofeteado por una mano invisible. El rostro se le perdió entre la barba, la larga cabellera, la sangre y el olor a locura.
Vladimir dejó que el revólver se le escurriera entre los dedos y fue a Dmitri.

—Respira —le metió los dedos en la boca, se la abrió y lo puso de lado.

Dmitri se ahogaba.

—¡Respira, hijo de puta!

Vio por el rabillo del ojo a Félix golpeando a un cadáver al que no supo ponerle nombre, con un candelabro.
Ninguno de ellos recordaría jamás los planes que les habían llevado a este punto. No recordarían cómo lograron que sus espíritus les volvieran al cuerpo. Tampoco cómo envolvieron al cuerpo en una cortina y se dirigieron a las heladas aguas del río Neva. Sólo recordarían el instante en el que, antes de tirarlo a la corriente, Rasputín resucitó una segunda vez, para sujetar el rostro de Felix entre sus manos y decir:

—Volverás a verme el día de tu muerte.

lunes, 15 de febrero de 2010

Mi plan fracasó

Por Samar Hokche

Para serles sincera no tengo la mas mínima idea de cómo pude llegar a tal punto, ¡si yo repase mil y un veces mi plan! No es justo que las cosas resulten de este modo. Se los juro, yo actúe por una noble causa, insensatos aquellos que no me creen.

Durante mi larga espera pude hacer memoria de mis pasos: busque su dirección, entré a su casa, busqué en silencio su boleto, en el aeropuerto moví unas fuentes que tenía - por fuente, claro, entendemos al dinero, el lenguaje que todos hablamos- y revisé sus datos y la información que necesitaba para ejecutar mi impecable plan. Luego, esa misma noche pude con mano fría y pensando sólo en la unidad y la estabilidad del grupo. Lo hice. Vi su rostro asustado e incrédulo y sentí, como siento, lástima pero hasta el día de hoy no me arrepiento.

Justo llega un señor mayor que interrumpe mis pensamientos y recuerdos. Me mira directo a los ojos –intimidada no estaba, más bien me daba risa su bigote- y con su voz grave me pregunto: ¿lista para confesar?
-Yo no tengo nada que confesar, los criminales que buscan siguen afuera, mientras pierden su tiempo aquí conmigo.
-No entiendo cómo, y tan joven. ¡A lo que hemos llegado! ¿Es que no te quieren en tu casa?
-Todo lo contrario me aman, voy al colegio, tengo amigos, como mis verduras… ¿Qué te puedo decir? Supongo que quise hacer algo tan grande para detenerla.
-¿Detenerla de que?
-De que se fuera y nos dejara.
-¿Quién?
-Gabriela.
-¿Y por esa razón mataste al piloto?
-¡Claro! Se sintió extraño debo confesar.
-Sigo sin entender, y ella ¿quién es para ti?
-Una amiga y miembro oficial del grupo. Escuche, trate de comprenderme un poco por favor. Yo le deseo lo mejor en su futuro, pero no la quiero lejos de nosotros.
-Se nota que eres principiante en esto, ¿verdad? Primero, ya me diste una confesión. Segundo, no era necesario matar a una persona, y, por último y más importante, ella de todas formas puede viajar. Pobre niña, te salió muy mal.

Imagínense mi cara de estupefacción y sorpresa, tratando de asimilar mi gran error. ¡Qué había hecho! Todo se derrumbó y fue culpa mía, actúe sin razón y precipitadamente, haciéndole caso a mis sentimientos e ignorando mi sentido común. Supongo ahora que Gabriela se irá y yo, bueno, no estoy segura de lo que me pasará, pero algo me dice que no será muy bueno.

jueves, 11 de febrero de 2010

Todo esto es por amor

por José Leonardo Riera


Esto es una larga historia
Pues les tengo que contar
Lo que queda en mi memoria
De lo que pude lograr.

Y es que de todas formas
Lo tengo que confesar.
Hoy vuelvo a romper las normas.
No me importa, de verdad.

El asunto es de cuidado,
Ya lo van a percibir.
Juntos siempre hemos estado
Y así hemos de seguir.

Todo empezó en un concurso
Único, muy especial,
Que ni con un gran discurso
Yo lo pudiera explicar.


Lo cierto es que, ciertamente,
Por eso nos conocimos.
Ninguno fue “el más fuerte”
Pero ninguno perdimos.

Nos ganamos, simplemente,
Una hermosa amistad.
Nuestro talento fue un puente
Que juntos nos hizo andar.

Tantos chicos, tantas chicas,
Algunos nos han dejado,
Pero hay quienes seguimos
Caminando lado a lado.



Victor, Jessica, Moisés,
Samar, Paula y Guillermo.
Andrea, Noelia y José
Gaby, Gabriela y mil sueños.

Y entonces, nos dijo Gaby:
"Chicos, me voy a ir".
Le pregunté para dónde:
Dijo: "Muy muy lejos, del país".

No pude disimular
Un asombro extrovertido.
¡Ella no debía escapar
A todo lo conseguido!

No te vayas, por favor,
Realmente necesitamos
Tu liderazgo, el mejor,
Por el cual hoy avanzamos.

Al parecer fue en vano
La suplica que ofrecí.
“Se me escapa de mis manos.
José, me tengo que ir”.



Me fui, mientras los demás
Se despedían dulcemente.

¡No puede ser! ¡Está mal!

¡Ustedes están dementes!


Un libro deja de serlo
Al arrancar una hoja.
Yo no puedo comprenderlo.
No la dejaré ir sola.

Pues nuestro libro se quema
Si ella por fin se marcha.
No dejaré que esta pena
Se convierta en una mancha.

Así, me fui al aeropuerto,
Como loco la busqué.
Y pasé puesto por puesto
Y así la vi, la encontré.
Y actué, claro, por supuesto.
Fue así que la secuestré.

La pistola en su cabeza
Y mi brazo en su cuello
Me la llevé, con certeza,
De que hacía lo correcto.

Nos bajamos del avión
(Si se me acercan la mato)
Y afuera, en la estación.
Nos esperaba un carro.

“Leo, tuve un gran temor”,
Dijo Noelia al volante.
“Marico, eres el mejor”,
Dijo Guillermo adelante.

“Todo esto es por amor”,
Dije a Gaby, susurrante.


Luego, fue así que llegamos
Hasta nuestra gran guarida.Alineación al centro“Sorry, Jessi, si tardamos”,
Exclamó Andrea enseguida.



“Muy bien, mi plan funcionó”,
Dijo Víctor desde el bar.
“¿Ella, qué tal reaccionó?
Ya la pueden desatar”.

“Pero después que brindemos”,
Acotó Paula después.
“¿De esto qué beberemos?
¿Vodka, cerveza o café?”.

“La de Champagne”, se escuchó,
Y quedamos en suspenso.
Era su novio el que habló,
Era Robi, y su despecho.

Gabriela se sorprendió
Pues se estaba haciendo tarde.
“Mi mamá no me dejó.
Ya debo irme, es muy tarde”.

“No te preocupes, Gabriela,
Te podemos secuestrar.
Nosotros de esa manera
Demostramos nuestro amar”.

Gabriela miró a la chica
Que yacía amordazada:
“¡Ay, no vale! ¡Pobrecita!
Gaby no puede hacer nada”.

“¡Vengan todos a la foto!”,
Gritó Noelia enseguida.
La lámpara dio en blanco y negro
a una Gaby sorprendida.



Y así, transcurrió la noche
Entre letras, entre alcohol.
Bebiendo con gran derroche
Y hablando con amor.

Y así termino mi historia
De cómo fue que impedí
Que Gaby fuera memoria,
Que se fuera del país.

martes, 9 de febrero de 2010

Los amé y tanto. Nada.

Por Jessica Márquez Gaspar

La hoja de un puñal surcó certera el aire. Nunca supe su procedencia, nunca supe la razón. Solo sentí el frío intenso del arma y del dolor, en inmenso contraste con mi sangre caliente que brotaba de la herida a borbotones. Antes de entender siquiera lo que sucedía, caí al suelo. De pronto yacía en aquella acera, cualquier acera, y era incapaz de moverme, de gritar, de gemir. Era incapaz de proferir ni un solo sonido. Entendí entonces que me estaba muriendo y el más básico instinto de supervivencia me quiso obligar a pedir ayuda. En el bolsillo, sobre mi pierna, ya no estaba mi celular, y en aquella calle cualquiera yo era una figura anónima. Pasarían horas antes de que alguien que me conociera, alguien que supiera mi nombre, más no mi número de cédula, notara mi ausencia y llamara infructuosamente a mi teléfono, luego al de mi casa, me escribiera mensajes o me enviara mails, y sin embargo, no habrían entendido todavía lo que sucedía: estaba muriendo.

En aquel espacio de la inconsciencia, fui perdiendo la sensación de mi cuerpo. Llegó un punto en que sólo mis manos parecían estar vivas, pero no podía asegurarlo, la verdad. Aterrorizada como estaba no pensé en que no había visto el Big Beng y que no había estado en Roma, en que no hablaba francés y que no había probado comida tailandesa. Al contrario. Como si de un cumpleaños se tratara, mi menté se fue llenando de rostros, de los rostros de aquellos que amé tanto en esta vida. Los ojos verdes de mi mamá, y su sonrisa dulce y cálida, los ojos marrones de mi papá y su bigote de cepillo, moviéndose en un gesto de manifiesta contrariedad, la sonrisa pícara de mi hermano en su metro ochenta de estatura, y la risa perenne de mi hermano mayor, que sostenía en brazos a mi primer sobrino, que no conocería. Mi tía y su fe en Dios a pesar de todo, mis padrinos y su apoyo y lucha constante, mis abuelos, sabiduría y ejemplo a seguir, ella, refugio, consejera, un cariño profundo. Mis amigos. Letras a litros. Gaby con sus ganas de vivir, Guille con su entusiasmo evidente, Mo con sus sueños literarios, JL con su talento joven, Noelia con su sinuosidad felina, Paula y Guille, con su complementaridad asombrosa, Gaby Junior y Samar, con su prometedor futuro, Victor y su risa contagiosa. Y el soplo de la brisa, y las birras compartidas, y tantos litros, tantas letras. Debí haberles dicho cuánto los quiero, cuánto me importan, cómo cambiaron mi vida...

Debí valorar más a mi amiga Stella y su cariño gratuito, sin condiciones, adornado por su voz dulce, casi infantil. Fue mi mejor amiga. Mis cuatro mejores amigos, compañeros de borracheras, consejeros y confidentes, sinceros, complicados, inteligentes, ¡los extrañaría tanto! Mis amigos comunicadores, mis almas gemelas, compañeros de peripecias de la carrera, rostros amables que hacían la Escuela que me dio tanto.

Y tú, un rayo de luz en el camino. Tú tocándome suavemente, el roce de tus labios y tú mirada tímida clavada en mis ojos. Jamás pude agradecerte tantos momentos, no horas, de felicidad, (porque con nosotros el tiempo no funcionaba apropiadamente). La nuestra era una historia inconclusa, y quise tanto haber estado para continuar escribiéndola. Te quise como nunca, y como siempre. Quise creer que sabías cuánto me hiciste feliz, y que yo también había sido para ti, motivo de felicidad.

Pensé con terror que no volvería a conversar con ellos, que tal vez no les dije lo que significaron. Que debí haber gritado tantas cosas. Que me llenaron la memoria de recuerdos de todos los colores. Imbécil fui al no decirlo cuando tuve la oportunidad, de no decirlo una y mil veces. Imbécil.

Sentí poco a poco cómo se hacía más quedo el sonido de mi corazón, cómo parecían rendirse los latidos. Recé un padrenuestro, más por la necesidad de sentir a Dios en aquel instante, que porque creyera que eso podría salvarme. Quise creer que no le había fallado a todos ellos. Un torbellino de imágenes me invadió, Caracas y el Ávila, pequeños recuerdos de risas y alegrías, de lágrimas, lloradas y contenidas. Lloré entonces mi suerte, y supe que había sido mucho más feliz de lo que creía. Pensé en una historia que dejaba a medio escribir e, increíblemente, por un segundo sentí hambre. Pude decirme a mi misma que no tenía arrepentimientos, que había cometido errores pero que ninguno me pesaba, porque había pedido perdón y había reparado el daño, y jamás había herido a nadie intencionalmente. Todos aquellos logros, académicos y laborales, aquellos de los que tanto me enorgullecí, ahora se sentían vacíos. Ellos que amé eran lo importante.

-No sentí dolor físico porque el dolor de no poder estar ahí para mis seres queridos era sobrecogedor-

Antes de saberlo estaba recorriendo por última vez la Ciudad Universitaria que tanto amé. Observé los detalles dorados del pastor de nubes, las obras de Narváez, y miré hacia arriba para contemplar por última vez las Nubes de Calder. En Tierra de Nadie me tendí sobre la yerba, y sentí contra mi piel el tacto frío de las olas en una playa de mi infancia. Había perdido conciencia de la acera y del puñal. En aquellos últimos instantes mis sentidos ardieron con imágenes, olores, sensaciones y sabores, -con sentimientos- y supe ya que se acercaba inexorablemente la muerte. Quise abrazarme a la vida, pero ya no había tiempo. Creo que apreté con fuerza el rosario de madera que colgaba de mi cuello, y me consolé pensando que tal vez de aquel lado (¿en el cielo?) sí estuviera Dios, como tanto había creído. Y pedí con fuerzas que todos los que amé supieran que los había amado, y que me iba, no por decisión mía, sino por la de aquella mano, y aquella cuchillada. Porque yo jamás los hubiera dejado.

Respiré por última vez y temblé, creo que del miedo de que mi nombre se hiciera un susurro en el mundo, y morí bajo los árboles, o tal vez entre las olas, o quizás en el abrazo infinito que no pude darles, o quizás en tus labios. Morí y no quedó entonces más nada. Era una ausencia en la vida de ellos, tanto como la habían sido el fallecimiento de mis seres queridos.

Y entonces... nada. Ya no estaba, y ellos tampoco. Nada.

No tuve tiempo de ver aquellas caras desconocidas que observaban mi cuerpo inmóvil sobre la acera, y como se asombraban ante las lágrimas que corrían por mis mejillas. No estuve ahí para consolar el llanto de aquellos a los que herí con mi muerte. Ya no estaría para ellos. Y no supe que me habían enterrado, a pesar del inmenso pavor que le tengo a los cementerios y a los funerales. No supe quiénes habían asistido a despedirse de mí, aunque yo no hubiera podido decirles adiós, tal vez a algunos les dije hasta luego. Estaba con Dios y con aquellos que se habían ido antes que yo –o eso creo-. Y antes de convertirme en energía, en viento o tal vez en una ola perdida en el océano, los amé una vez más, con intensidad, y me entregué, para siempre, al sueño eterno...

Teatro vacío

Por Andrea Gómez

La vida es una obra de teatro que no permite ensayos, según Charlie Chaplin.
Así pensaba él, ahora yo… eso es otra historia.

Pero nunca había creído algo tan fervientemente como lo hago justo ahora, justo el día de mi última presentación.

Yo creo que la vida se ha convertido en un ensayo perpetuo, donde la gente practica y trata de mejorar para un acto final que nunca llega o que nadie ve.

Menos mal que yo nunca me preocupé tanto. La gente vive atareada y sólo estudia para mejorar, trabaja para ganar dinero y progresar. Todo lo que sea por avanzar. Pasan la vida creando un personaje sin ver lo que en realidad hay a su alrededor, sin disfrutar.

Lo que ellos no saben es que al abrirse el telón no hay nadie viendo.

La luz está apagada y los puestos vacíos, están completamente solos, no hay aplausos.

Menos mal que yo me di cuenta de esto antes, logré improvisar toda mi vida. Hoy me voy a ningún lugar, a cualquier lugar… A todos los lugares...

¡Lástima!

Ellos no saben que perderán su tiempo practicando para la obra más simple y solitaria que hay. La muerte.

¿Por qué dèjá vu?

Por Guillermo Geraldo

Había dejado el entremés de la condena infernal. Ignoraba la hoguera caótica provocada por el Mesías Talibán. Para mí podía ser alguna profecía de Nostradamus, el sentimiento del ocaso de mi existencia en mitad de la hecatombe.

La muerte perseguía mi ser. Anhelaba atraparme entre llamas que vestían al World Trade Center. Rostizándome en el horno del piso 87, fue cuando, sentado y resignado abrazando mis rodillas, una voz no dejaba en paz mi mente:

-¿Y esto para ti no es un disfraz? ¿Corbata y pantalón, sumergido en números y cálculos? ¿Qué ocurrió con los sueños de niño? ¿Con el deseo infinito de convertirte en Peter Pan? ¿Prefieres calcinarte o saltar la ventana y cumplir tus sueños?

En ese momento abajo, incluso más abajo del asfalto donde recorren a diario taxis como pétalos de girasol, bajo aquel asfalto de la metrópolis del mundo, con la libertad como estatua; el infierno se sitúa y se impaciente por mi alma y me persuade. Me convence, me arroja. Me hace, metro a metro, víctima de la gravedad, jalándome a toda velocidad y a la vez deteniendo el tiempo para motivarme a apreciar con detalle el último bocado de vida.

Pero… Pero esto lo he visto antes…

Allá bajo el cielo (éste cubierto de humo negro) y con ojos aferrados a la caída comandada por mi pecho que hace frente a la avenida. ¿Es esto un déjà vu?

¿Será que viajamos en el tiempo y una fuerza divina nos retrocede o adelanta?
¿Cómo recordar algo que no has vivido?
¿Y si existen portales del tiempo?
¿Es posible que nuestro futuro sea el presente de un mundo más adelantado al nuestro?
¿Será que no morimos, que sólo nos trasladamos a un mundo más antiguo (pasado) o más avanzando (futuro)?
Si no lo es así ¿por qué existe el dèjá vu?
¿Será que ya todo está escrito, que rondamos en diferentes eras constantemente, por lo que cuando regresamos a un lugar donde ya hemos estado hace demasiado tiempo (quizás siglos) no podemos recordar con lucidez, por lo que tenemos sólo recuerdos vagos que llamamos dèjá vu?
¿Y si todo estuviese escrito y sólo fuese una centrífuga de tiempo, se podría escribir algo más?
¿Y si es verdad que viviremos eternamente, pero de esta forma?
¿Y si no existe el cielo ni el infierno?


A pocos metros del suelo.

Qué sabrosa esta brisa al caer, después de tanto calor allá arriba, pero ¿por qué este dèjá vu? ¿A dónde iré, dónde aterrizaré? ¿En la Edad de Piedra, entre las pirámides del Imperio Maya, Egipcio o en la Guerra de las Galaxias?

Se acaba el tiempo, parecido a los concursos donde el reloj se agota y no sabes la respuesta.

Tengo un presagio, sé que aterrizaré en…

Y yo que al morir pensaba...

por José Leonardo Riera

“Por eso es que yo
no digo:
de esta agua no beberé”.
Proverbio Carapitense.

- ¡No, vale! ¡Ni pendiente! ¡Que dios me libre!
- ¡No te creo, chamo! ¿Y la poesía? ¿Y toda esa vaina de dónde te sale?
- Jajaja tú sabes: como escritor invento, y como poeta escribo.
- Verga, de pana que no te creo ¡Alguna vez te debes haber enamorado!
- No. Jamás lo he hecho y, te aseguro, jamás lo haré.


Así acostumbraba a decir cada vez que me preguntaban de amor. (¿Enamorarme yo? Jajaja ¡Si a nadie puedo amar más que a mí mismo!). La lengua, dicen, es el castigo del cuerpo. Y en efecto, por esa razón morí.

Como en toda historia que merezca ser contada, la mía trata de una mujer y de cómo, por culpa de ella, morí.

Mis relaciones con las mujeres eran sólo eso, historias.

Era como ir a una perfumería, oler todas las fragancias, rociarte una que otra, y luego salir, como siempre, oliendo a pachulí. A veces pienso que la verdadera razón por la cual olí tantos perfumes era que realmente quería conseguir mi fragancia ideal, la que quería llevar por el resto de mi vida. Más allá de eso, cada vez que pienso en ello me doy una cachetada mental y me digo: No seas payaso, sólo lo hacías porque habiendo tantas en el mundo, debes probar al menos un poco de cada una.

Y es que si te casas con una fragancia, renuncias a las millones sobrantes. Tu olfato se aburriría y terminaría muriendo en un mundo tan monótono como insípido. No. Yo soy un olfato. Y los olfatos estamos hechos para probar todos los perfumes del mundo.

Por eso cuando la vi a ella, salvaje, exótica y sensual, mi olfato no pudo resistirse. Siempre me gustaron las pruebas. Lo difícil. Lo prohibido. Y aunque no lo fue, Vanessa lo parecía.

Se me hizo tan difícil que mi olfato no podía descifrarla. Siempre, junto a ella, el olfato quedaba opacado por otros sentidos como el tacto, que desmayaba al tocarla; la vista, que entraba en éxtasis al verla; el oído, que me hacía soñar al escucharla; o el gusto, que curiosamente, sin ser usado, se sentía a gusto.

Fueron varios días de indiferencia, otros tantos de amistad y, aunque aún no descifraba su aroma, luego vinieron los días de esperanza o ilusión.

Me preguntaba nervioso:

¿Será que desgasté mi olfato en otros perfumes y ahora que llega ella ya no podré tener su fragancia?


Tiempo después, en esas cuatro paredes, ella se fue acercando a mí. Y cuando por fin empecé a percibir su olor quedé paralizado. Temblaba un poco, tratando de moverme, pero no. Estaba inmovilizado. Su fragancia venenosa hacía efecto en todo mi cuerpo. Mi estomago parecía hervir, al tiempo que mi piel yacía fría, congelada.

Yo pensaba que iba a morir. Pensaba que había desperdiciado mi vida. Pensaba que nunca había amado, y que nunca dejé que el amor me hiciera suyo. Yo pensaba que, al igual que todo lo que no tiene amor, estaba muriendo. Morí sin amor, morí sin amar. Sus labios tocaron los míos.

Mis ojos se cerraron. Mi olfato al fin tuvo el gusto de su fragancia. Coca-cola. Disfruté su fragancia, la mía. Y en un beso que me quitó el alma, la mente, la razón y el olfato, me morí entre dos narices aceleradas respirando Coca-cola.
Fue ese día que morí. Por culpa de Vanessa.


Ya no soy yo. Soy ella.

Ya no tengo vida. Mi vida es ella.

Ya no me amo a mí. La amo a ella.

Ya no busco mi fragancia. Mi fragancia es ella.

Y yo que al morir pensaba que nunca había amado, ahora la vivo amando... y ni siquiera lo pienso.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Mala hora para decaer

Por Gabriela Valdivieso

Son las cinco y dieciséis. Tararea mientras cocina cuando, paso en falso, cae y se apaga.

Siguen siendo las cinco cuando entra en sí. Escucha a una distancia extraña –lejana e íntima- una sirena. Abre los ojos y girándolos desesperadamente capta su estado: paciente de enfermeros, va rumbo al hospital en el aparato blanco.

Pero va al hospital, nota de inmediato, en pleno tráfico de las cinco pasadas. Razona, infame conciencia, su posición. Ella, posada sobre la camilla está detenida a metros del pavimento en una espera que sabe larga.

Reconoce su ubicación gracias a la evocación del hospital y de la ruta siempre escogida por su familia. Por ello Los Ruices. Los horrores de Los Ruices. “¿Por qué no Los Roques?, ¿por qué no los aires?”, delira.

Tras aceleraciones y frenazos, giro pronunciado “¡La autopista!”, concede en lucidez. Acción. Ruido frenético de sirenas y cornetas. Aceleración. Bamboleo. Frenazo y activación. Bamboleo. Detención. Detención de instantes, de segundos, de minutos, de “¡siglos, muero!”.

Detención. Ruido. Dolor.

“¿Qué será, a qué me enfrento? ¿Poca colaboración de otros conductores?, ¿sería posible? ¿Un choque, accidente, algo que podamos pasar en algún punto?, ojalá. ¿Tráfico infinito, inevitable?, lo más, lo más...”

Detención. Ruido. Presión.

“¿Cómo podría, acaso podría evitarse, cómo podría salvarme? Ahora, esperar. Luego, mañana, ¿cómo, por dónde, qué hacer, qué proponer?, ¿las emergencias por hombrillos mayores, nuevos? Siempre propensos a abusos. ¿Por un canal institucional, adicional, de emergencias? ¡Clemencia!"

Detención. Ruido. Desesperación.

"¿Vías subterráneas, bajo este suelo, por las alcantarillas? ¿Por las nubes, por hélices benditas? De aquí a mil años. ¿Por la tierra, con ciclistas, o motorizados? Suspendida entre dos motos, cercana al pavimento en un frenazo, cercana a la ruptura ante descuidados, ¡ah! ¿Hay salida, hay opción? ¿Hay manera de mantenerse acá abajo, en esta vida, sin estar tan abajo, tan paralizada, tan sometida, tan asombrecida, tan sumergiada, tan agrista, tao acabapah taos lobwdc tac wh?”

Exhalación.

Balbuceante expulsa el calor, la calle y la miseria, evocando, como imagen última, el contexto circundante; esa aglomeración incestuosa de carros infinitos, en esa justicia sádica de no prioridades, de voy primero, respira mi estela. En esa cola de seis y tanto y tanto para adelante y tanto para matarte.

Inhalación.

No suya. De una conductora cercana. Silenció la radio ante lo presenciado. El rojo vivo de la sirena se opacó, la estridente canción cesó. La ambulancia, discreta, se hizo a un lado. Dejó el centro de la vía y tomó su lugar en el gusano infinito de un canal. Ella respiró profundo, pero no tanto. Tendría que postergar su reflexión para evitar que se le metieran la Blazer y el Aveo, abusadores-infelices-impresionantes que asumen como suyo el recorrido de la ambulancia para aventajar, a costa y costilla de todos.

Pero luego se acordó y pensó con seriedad en Irlanda o Suiza.

lunes, 1 de febrero de 2010

El extraño beso en la fría y extraordinaria noche

Cómo llegué aquí no importa, qué hacía antes tampoco. Iba caminando en la noche por una calle sola. Él apareció de repente frente a mí. Yo sentí terror, sabía que no se podía confiar en las calles de Caracas, así estuviera subiendo por la Calle Caurimare de las Lomas de Colinas de Bello Monte. Ese día estaba abrigada porque el frío decembrino no se había ido y siempre me había considerado friolenta. Él tenía puesto un blue jean y una franelilla blanca que podía haber sido ovejita. Era alto y corpulento. Parecía que sus músculos podían romper la camisa en cualquier momento. Sí, estaba bueno. Pero aún así me aterraba. Al tenerlo frente a mí me detuve un segundo, y haciéndome la loca bajé de la acera y traté de esquivarlo como si fuera un extraño cualquiera en la calle. Pero no pude, cuando di un paso cerca de él me tomó por el brazo y no me dejó avanzar. Entonces solté un grito involuntario y le supliqué que no me hiciera daño. Él me miró a los ojos directamente y pude ver su cara. Era terriblemente pálido. No tenía vellos en toda la cara, salvo por unas escasas cejas. No parecía tener ninguna expresión. Excepto porque se notaba que sabía qué estaba haciendo. Cuando me tomó por el brazo sentí una fuerza brutal y me impresionó cómo una persona podía ser tan fuerte. Seguramente mañana tendría un terrible morado. Le dije que no me hiciera nada a la fuerza, que entendía que era inevitable que tendría que rendirme a sus pies, pero que me dejara hacerlo a mi voluntad. A esta altura no sabía si él quería mi dinero o mi dignidad. Así que con mi mano libre saqué mi billetera de la cartera y se la puse frente a la cara. Él no la tomó y negó con un movimiento de cabeza. Entonces esperé lo peor, quería que fuera suya. Le dije que aceptaba, que prefería eso que perder la vida, que lo hiciera sin maltratarme, que así se gozaba más. Él parecía que no entendía de lo que le estaba hablando. Pero me mantenía sujeta con su mano izquierda. Entonces con mi mano libre empecé a desabotonarme la camisa. Cuando estuve a punto de mostrarle los senos interpuso su mano para que no pudiera verlos y me dijo con una voz brusca “no”. No sabía qué pensar. No sabía qué significaba ese “no”. ¿Será que me llevará a otro sitio, querrá otra cosa de mí?

–¿Qué quieres, entonces? –Le dije.

–¿Puedo besarte el cuello? –Entre ser violada o robada, un beso en el cuello que te diera un extraño era algo sin importancia. Pensé que había sido afortunada.

–Sí, claro. ­–Entonces, estiré el cuello y esperé sus labios. Me pregunté cuando duraría el beso. Y me sentí incómoda.

Sentí cómo sus labios tocaron suavemente mi piel, estaban friísimos. Me dio un calosfrío sentirlo y toda la piel se me hizo de gallina. Vi qué apuesto era el hombre que me estaba besando y por un momento me sentí afortunada, pensé que hubiera sido agradable que alguna de mis compañeras del trabajo hubiera visto cómo me besaba el cuello este hombre. Sentí cómo me soltó del brazo y como me tomó delicadamente por la espalda. Después empecé a sentir pequeños mordisquitos con sus dientes. Recordé las pocas veces en las que un hombre me complacía cuando le pedía que me besara con pasión el cuello porque prendía una pasión dentro de mí. Me gustaba que me mordieran como él lo estaba haciendo y volví a sentirme afortunada. Necesitaba que me estuvieran viendo. Le pasé la mano por la espalda. Jamás había tocado unos músculos como esos. Después las mordidas empezaron a ser más fuertes hasta que empezó a molestarme, le iba a decir que parara cuando me clavó sus dientes y sentí cómo me chupaba la sangre. Sí, al principio fue doloroso. Como la primera vez. Pero después sentía que estaba conectada con él, sentía que me hacía suya con cada succión que me hacía en el cuello.

El placer siguió aumentando hasta que no aguanté y solté un gemido de emoción y le aruñé la espalda con todas mis fuerzas. No había sentido nada así con un hombre jamás. “Es increíble cómo todas las terminales nerviosas están conectadas”, pensé.

–No te detengas, no te detengas.

Y el vampiro me cargó y siguió chupándome la sangre un rato. Veía cómo su palidez iba desapareciendo y cómo se hacía más bello por cada segundo que estaba como una orquídea en mi cuello. Me tenía entre sus brazos. Por fin se despegó de mí, yo hice un ademán para que siguiera, pero ya no tenía fuerzas, había perdido mucha sangre.

–No te preocupes, Carla. –Dijo con una voz de caballero andante– te llevaré a tu cuarto y ahí dormirás.

“Quédate conmigo”, pensé cuando me dejó en mi habitación y se fue volando por la ventana. No pude dejar de pensar en él toda la noche, el día siguiente y todos los demás días. Todas las mañanas cuando llegaba al trabajo tenía ganas de contarles la aventura con el vampiro a mis amigas solteronas del trabajo. Pero, pensaba, ¿existirá algo más majestuoso y pretencioso que contar aquello? Más nunca volví a ver al vampiro, pero me quedó una cicatriz en el cuello que me hace recordarlo y que con el roce hace vibrar todas mis terminaciones nerviosas.