viernes, 19 de noviembre de 2010

Un letrero en mi camino


 Un letrero en mi camino


Jessica Márquez Gaspar

Cuando usas lentes la gente suele asumir que han reposado sobre tu nariz desde la infancia. Aunque a veces ese es el caso, no es el mío. Lo cierto es que aún no sumo dos años con ellos. Solía pasar los exámenes oftalmológicos con 20 puntos, hasta que un día tuve que aceptar el cambio de mi condición.

Había sido un día largo y caluroso. Recuerdo que estuve varias horas en clase y otras tantas en la universidad, haciendo cosas ucevistas: viendo libros, comprando películas piratas, almorzando en el comedor, dormitando en la grama, leyendo en la biblioteca y sacando fotocopias a precios ridículos. Terminé la jornada cuando bajaba el sol, tonos dorados se cernieron sobre los edificios de Villanueva y yo me dispuse a regresar a mi hogar. Tomé el primer autobús, hasta los pies de las torres de Parque Central. Disfruté el juego de luces en sus ventanas y el ritmo frenético de la avenida Bolívar.

Era viernes, y aquella semana había dormido, sumadas, un número de horas inferior al de días transcurridos. Cansada, me dispuse a esperar en la avenida México la llegada del segundo autobús: un viaje directo hasta la esquina de mi casa. La cola hizo de esta una larga espera. Conté innumerables autobuses con los destinos más diversos y más lejanos, imaginé las circunstancias que llevarían a aquellos parajes y a los viajeros que usarían los servicios de aquel transporte. Empezó a adormecerme la hora, la brisa fresca que amainaba el calor y la inmovilidad del tráfico, que parecía congelado en la misma posición, como una fotografía.

De pronto, reconocí a la distancia el cartel rojo de mi tan ansiado autobús. Tras algunas maromas, una pequeña carrera y un zigzag entre carros y personas, logré subirme al vehículo, que no se detuvo sino que se contentó con bajar la velocidad para que yo pudiera abordarlo. Me senté en el asiento más próximo y, en cuestión de segundos, me dormí con el ronroneo del motor, y la poca distancia que avanzábamos.

Recuerdo haber soñado. Probablemente sobre lo acontecido aquella semana, sobre proyectos, sobre submarinos amarillos y algunas otras locuras. Lo cierto es que una súbita sensación de ingravidad me despertó: habíamos caído en un hueco. Abrí los ojos a una oscuridad sólo rota por una pequeña lámpara sobre mí cabeza y, al mirar por la ventana, no pude determinar dónde estábamos. Repasé, como si de escenas de una película se tratara, las distintas fases del trayecto hacia mi casa, y aquellos edificios, aquellos locales, aquella calle, no formaban parte de mi memoria.

Pánico. Respiré profundo y me sobé los ojos. Opté entonces por preguntarle a la señora que viajaba a mi lado dónde estábamos. Su respuesta me dejó de una pieza: en Quinta Crespo mamita! Me levanté como impulsada por un resorte y me bajé a continuación, logrando quedar cerca de una estación de metro. El autobús permaneció a mi lado unos instantes y logré leer, ahora de cerca, el letrero que indicaba su recorrido: no era el mío.

Caminé al metro y, hora y veinte después, llegué a mi casa. Al día siguiente, hice una cita en el oftalmólogo. Su anuncio al final del examen no me sorprendió: tenía miopía. Fue entonces que elegí una montura negra y liviana en una óptica, y que los cristales se mandaron a hacer con una fórmula alta. Los recogí y los posé sobre mi nariz, con ternura. Pasé unas semanas acostumbrándome al peso. Ahora son un elemento más de mi rostro y, cuando alguien pregunta: ¿Pero no has tenido los lentes siempre?, cuento esta historia y consigo, al menos, unas cuantas carcajadas.

sábado, 6 de noviembre de 2010

De zapatos rotos... Y otros.

Por José Leonardo Riera



Debería sentir pena
De contar lo que pasó.
Quiero decir:
Calma, nena,
Ya lo nuestro sucedió.

Nenas, nenes, y señores,
Señoras, políticos, masones,
Todos hemos pasado sinsabores,
Que nos han hecho sentir como los peores.

Confieso que temo al agua,
Y no por ser poco aseado
Sino más bien que la lluvia
No me deja bien parado.

Yo que siempre iba corriendo
(y nunca me he detenido)
por andar, sin estar viendo,
he quedado sorprendido.

Era joven para entonces
y en eso de juventud
el hecho de ser humilde
no resulta usual virtud.


Todo el año yo reunía
(¡Pichirre hasta el descaro!):
Los zapatos que usaría
tenían que ser los más caros.

Y en eso de buscar marcas,
precios y nuevos diseños,
los zapatos eran asunto
que me quitaban el sueño.

Y tenía una dieta "light"
por culpa de mis medidas.
Pero el zapato era Nike,
o sino, quizás, Adidas.

Lo cierto fue que ese año
mis zapatos me compré.
Y me miraban extraño,
pero es envidia (lo sé).

¿Quién me manda a ser sifrino?
¿Cómo pudo haber pasado?
¡En vez de en San Bernardino
compré en el Metromercado!

¡Más vale que no! Dos meses
después de la transacción
me decían: ¡No te estreses!
¡Pues te pasa por guevón!


Así es, queridos panas,
un día de calorón,
el único en la semana,
en que cayó un chaparrón,
fue ese, precisamente,
en el que andaba en la calle,
luciendo mis dos zapatos
(Creo que estaba en El Valle)
Y sucedió de repente,
que el cielo se oscureció,
y Dios le puso dos nubes,
luego las multiplicó,
y así él se puso triste,
y llovió y lloró y llovió.

¡Más vale que no, compadre!
¡Nuestro Dios sí es chancletuo!
¡Por culpa de ese hijo e' madre
me sentí el peor tierruo!

Resulta ser que mis pisos
(como decimos aquí)
me hicieron parte de un guiso
(cual terrorismo iraquí).

Y yo, como en todo guiso,
resulté ser el guisado.
(Vale acotar, como inciso,
que eso es cosa del pasado).

Lo cierto es, mi comadre,
que un zapato tenía un hueco.
¡Ese tuky coño e' madre!
¡Vil estafador! ¡Adeco!


Y yo, que estaba aguardado
para evitarme la lluvia,
terminé más remojado
que en una sopa una alubia.

¿Qué por qué? ¡Ay, no, mi hijito!
¡El agua entró por el hueco!
¡Por culpa de ese maldito!
¡Vil estafador! Adeco!


A la final escampó
y me fui corriendo a casa.
Mi calcetín se empapó
(¡Estos adecos! ¡Se pasan!).

Pero, en fin, en toda historia,
aun en el mal pasa el tiempo,
uno pierde la memoria,
uno se pone contento...

¿Y qué es peor que un zapato roto?
¡Comadre no le dé pena!
¡Compadre, no le dé tos!
¡Pues lo peor que un zapato
roto (por fabricación),
yo les confieso, compadres,
que es tener rotos los dos!

Malhaya aquel ser humano
que con su actuar provocó
Que llorara otra vez Dios
y provocará un pantano.
Se me escapó de mis manos
esta horrible situación:
Fue tal desesperación
que no sabía qué hacer:
si enfrentar el llover
o mi interna inundación.
La lluvia como un toro
Me dio una fuerte coz:
¡No estaba medio mojado,
pues las medias eran dos!

Y perdido en el mar
Que había en mis zapatos
Pensé en toda la gente
Que no puede contar
Con zapatos de marca
(Aunque se encuentren rotos)…
No cuentan con la vida,
No cuentan con nosotros.
Y eso lo lamento,
Pues nuestra sociedad
Se basa más en marcas
Que en una identidad;
Y sin eso, mi amigo,
No se puede avanzar.

Pues mientras nosotros elegimos zapatos
Hay miles de personas que pasan malos ratos:
O viven como perros, o mueren como gatos.

Por eso ahora río
De aquella estupidez
De cuando yo era un crío
Y suave era mi tez.
Sin embargo te digo,
Te lo juro, esta vez,
Que ya no va conmigo
Ese absurdo creer
De “dime cómo viste
Y te diré quién es”.


Y así ando por la vida
Con mis dos zapatos rotos.
Pues, si a mí ya no me importa
¿Le debe importar a otros?

jueves, 4 de noviembre de 2010

Pauta 42: ¿Qué "pe" ni qué "na'h"?

Dicen que "pena" es sólo una palabra, pero, "trágame tierra" son dos.

Creo que todos hemos pronunciado estas u otras plegarias para que el universo nos ayude a desaparecer.