miércoles, 17 de febrero de 2010

He Matado Al Anticristo


Felix subió las escaleras, los huesos temblándole dentro de los músculos, seguro de que con el siguiente paso emergería un grito desesperado de su garganta. No fue así. Logró mantener la compostura al entrar en la recámara y decirle a sus dos compañeros:

—No se muere.

Vladimir Purishkevich se levantó de su pomposo asiento. En medio de la penumbra y la oscilante luz de las velas, se quitó los lentes.

—¿Cómo que no se muere? —dijo— ¿Qué quieres decir?

—Quiero decir exactamente lo que has oído. Le he dado los pasteles con cianuro y no se muere.

Hubo breves instantes en los que los tres hombres intercambiaron miradas, sin que ninguno pudiese articular sonido. Habían oído las leyendas (¿cómo no?) y a pesar de haber respondido algunas con razonamiento y ciencia, había muchos otros hechos, con testigos, que eran inexplicables. Un día, el príncipe Alexei está al borde de la muerte por la hemofilia. Al día siguiente, jugaba en el parque, sano como un oso siberiano.

—Tuviste que equivocarte —dijo el duque Dmitri—. Estamos hablando de suficiente cianuro como para matarnos a todos en esta habitación. Rasputín no puede estar vivo, Felix.

—Pero lo está.

—¡Eso no puede ser!

—Shhh, baja la voz. Te digo que está vivo. Anda a verlo.

Como si un relámpago le hubiese sacado de un sueño, Vladimir se adelantó; le costó mucho mantener un tono bajo de voz.

—El vino —dijo—. Dale el vino envenenado.

Felix se pasó las manos por el rostro. Tan de cerca, ambos hombres le vieron temblar.

—Ya se lo di, Purishkevich. Ya se lo di. Y no se lo tomó como cuando te tomas algo, con la mirada hacia el vaso. Se bebió la copa de un solo trago, mirándome a los ojos. Creo que él sabía que veníamos a matarlo.

—Eso es imposible —repitió Dmitri—. No hemos compartido los planes con nadie más. Mírate, hombre, estás hecho una ruina de nervios. Lo que tenemos que hacer es…

—¿Qué tal si estuvimos en un error? —le interrumpió el príncipe Felix Yusupov— ¿Qué tal si el hombre de verdad es un enviado de Dios?

Vladimir tomó a Felix del hombro y le dio un sacudón.

—Déjate de pensar en locuras. Nos propusimos matar a ese heraldo de la destrucción, y por Dios y la patria que lo vamos a lograr. El Imperio es el que está en juego, Yusupov.

—“He matado al Anticristo” —dijo Dmitri.

Ambos hombres voltearon a verlo.

—Eso es lo que dijo la puta que le disparó hace dos años. “He matado al Anticristo.” El disparo fue en el pecho y a quemarropa, por eso estaba tan segura.

—¿Qué mierda vamos a hacer ahora? —dijo Felix, más con él mismo que con los conspiradores—. ¿Cómo matamos al diablo?

Felix interrumpió sus pensamientos al mirar el cinto de Vladimir Purishkevich.

—Tu revólver —le dijo al político—. Dámelo.

—¿Qué? No, no, tenemos…

—Dame la maldita pistola. Esto se acaba hoy.

Caminando con el revólver detrás de la espalda, Felix entró en el amplio comedor, su frente perlada de sudor frío, y lo primero que le saludó fue una corriente de aire helado.

Entre la luz de los candelabros y la fogata, Grigori Yefimovich Novykh permanecía sentado. Comía con lentitud, de espaldas a él, con movimientos artísticamente delicados. Entre mordisco y mordisco se murmuraba, tarareaba, danzaba su mano derecha al ritmo de una música que sólo él podía escuchar. Más allá, a la izquierda, el crucifijo de oro en el pedestal, brillando con el resplandor de la fogata.

¿Qué quería decir?
¿Debía matar al demonio?
¿Debía salvar al santo?
¿Podía arriesgar a su propia alma?

—Toca una canción en la guitarra —la voz del monje era grave, ronca, casi hipnótica—. Me gusta oírte tocar.

—No quiero ahora.

Rasputín volteó de medio lado.

—¿No hay algo que quieras compartir conmigo, hijo?

Con las mandíbulas castañeándole y sin sentir las piernas, Felix Yusupov levantó el arma hacia el hombre más poderoso de Rusia.

—Grigori —le temblaba tanto la mano que dudaba dar en el blanco—. Ha llegado el momento.

Rasputín se volteó a la vez que se ponía de pie. Sus ojos oscuros de brea no se centraron en el arma, sino en los ojos del príncipe. Durante un segundo en el que el tiempo se paró, mientras Felix entrecerraba los ojos y contraía el índice, le pareció que la mirada del stáret no era de resignación, sino de despreocupación.
Oyó el “click” del gatillo antes de oír la explosión del cañón, que se vio ofuscada por el rugido de Rasputín. Novykh se llevó las manos al corazón, sin apartarle la mirada a Felix. Dio un paso al frente y cayó sobre una rodilla. Aspiró antes de desplomarse.
Felix estaba respirando por la boca. No fue sino hasta que sus compañeros se pusieron junto a él que bajó el arma y se apartó el sudor de la cara con el brazo. Dmitri se acercó al cuerpo y le tomó el pulso.

—Eres un héroe, príncipe —dijo Vladimir—. La patria te recordará con ese honor.

Felix le entregó el revólver con un suave golpe en el pecho. Llevaba la cara gacha y Vladimir Purishkevich no pudo encontrarle la mirada.

—Está muerto —dijo Dmitri.

—Ahora sé cómo se sintió Pilatos —fue la respuesta de Felix.

Se dio media vuelta y abandonó el comedor, oyendo los pasos de Purishkevich detrás.

—Yusupov. ¿Qué has querido…?

Cuando Felix oyó los gritos al principio, creyó que los estaba imaginando. Se volteó hacia el comedor y vio que Vladimir se había quedado congelado con una mano en el pecho.

Era la voz de Dmitri.

Corrieron tan rápido al comedor que casi se caen cuando chocaron al traspasar el umbral. La imagen se filtró por sus ojos, pero sus cerebros no lograron refinarle ningún sentido. Era la decodificación de una escena que no tenía por qué estar ahí.
El duque Dmitri trataba de empujar al hombre que se había sentado en el suelo y le tenía apresada la nariz entre los dientes. Rasputín le sujetaba los brazos poco por debajo de los hombros y, mientras continuaba dando dentadas al rostro del joven noble, se fue poniendo de pie. Erguido, se secó la boca con el dorso de la mano y enfocó a los dos hombres en el marco de la puerta. A sus pies, Dmitri Pavlovich se cubría la cara con las manos, temblores espasmódicos sacudiéndole el cuerpo, señal inequívoca a la antesala del shock.

Felix no sabría explicar en sus memorias ni lo que había visto ni lo que vino a continuación. Vladimir Purishkevich luchó con su cinto para extraer su pistola. Frente a él, Rasputín estiró un brazo a un lado, se puso la otra mano de canto frente al rostro y separó las piernas, que le emergían del saco. Cuando se inclinó y cantó en un murmullo, las botas le brillaron por el destello del fuego.
Sucedió durante el mismo segundo. Purishkevich levantó la pistola, ésta se le cayó y Rasputín desapareció, en una explosión insonora de luz y humo. Un segundo más tarde, apartó al político de un manotón y sujetó con ambas manos a Felix Yusupov por el cuello.

—¡Felix! —rugió con un aliento hematúrico surgiéndole de entre dientes escarlatas—. ¡Estoy tan decepcionado!

—Por el amor de Dios —fue lo tartamudeó el asesino, y no notó la cálida orina bajarle por los pantalones.

Sintió el golpe en la cabeza cuando chocó con el suelo, vio a Grigori Yefimovich subírsele encima y supo que iba a morir. ¿Cómo era que decía el dicho? “El diablo cuida de los suyos.” No sentía las manos del monje alrededor del cuello, pero sabía que ahí estaban. Conforme la vista se le fue apagando y los sonidos sumergiendo en un océano negro, se descubrió mirando una gota de sangre suspendida de la barba de su irónica víctima. La gota entró a esta historia de la nariz del joven duque, había descendido de los labios del monje y había bajado por la barbilla. Ahora iba en caída libre, para abandonarnos al chocar contra la lengua de Felix.

“He matado al Anticristo.”

Felix dejó de luchar y se entregó a su suerte. Cuando Purishkevich lo puso de lado y el aire le entró a los pulmones tan rápido que lo repelió con tosidos, recordó tardíamente el segundo disparo. Vladimir volvió la vista a Rasputín y le disparó de nuevo. El oso siberiano, por falta de una mejor expresión, no se caía.
Vladimir le apuntó a la frente, con el duque Dmitri vomitando sangre entre espasmos a un lado y Felix Yusupov riendo a carcajadas al otro.

Disparó.

Rasputín se precipitó al suelo, como abofeteado por una mano invisible. El rostro se le perdió entre la barba, la larga cabellera, la sangre y el olor a locura.
Vladimir dejó que el revólver se le escurriera entre los dedos y fue a Dmitri.

—Respira —le metió los dedos en la boca, se la abrió y lo puso de lado.

Dmitri se ahogaba.

—¡Respira, hijo de puta!

Vio por el rabillo del ojo a Félix golpeando a un cadáver al que no supo ponerle nombre, con un candelabro.
Ninguno de ellos recordaría jamás los planes que les habían llevado a este punto. No recordarían cómo lograron que sus espíritus les volvieran al cuerpo. Tampoco cómo envolvieron al cuerpo en una cortina y se dirigieron a las heladas aguas del río Neva. Sólo recordarían el instante en el que, antes de tirarlo a la corriente, Rasputín resucitó una segunda vez, para sujetar el rostro de Felix entre sus manos y decir:

—Volverás a verme el día de tu muerte.

7 comentarios:

Moises Larez dijo...

Tuve que documentarme en Wikipedia para entender qué estaba pasando. Excelente narración, Vic.

Victor C. Drax dijo...

Lo tomo como algo... ¿bueno?

Ficcionalicé mucho, evidentemente, pero de que ese momento de la historia fue freak, lo fue.

Moises Larez dijo...

Sí. Lo que quise decir es que no sabía nada de la muerte de Rasputín antes de leer este escrito. Después tuve que meterme en Wikipedia a ver quién había sido el príncipe tal, por qué razón lo habían mandado a matar y cosas así.

Moises Larez dijo...

Una vez, hace muchos años, hice un trabajo para el colegio de un tal Telmo Romero, lo llamaban el Rasputín venezolano. Eso es lo único que recuerdo de aquel personaje; quizá sea bueno que vuelva a averiguar quién fue.

Victor C. Drax dijo...

Ok. Tengo que investigar también al respecto.

Jessisrules dijo...

guou! me gusta la ficcionalización del suceso, está intenso. Rasputín fue un hombre demasiado interesante, y la verdad no sabía nada de su muerte. Me impresionó

Victor C. Drax dijo...

Rasputín fue un misterio de la historia con patitas. Le agregué toda la parte de terror y gore, pero de verdad le envenenaron, dispararon y golpearon y no-se-moría.