Por Moisés Lárez
Amalia
me dijo “corre, nene, corre” y yo hice lo posible por salvarme del muerto.
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Imagen de Google Maps de los lugares de Margarita recorridos, tiempo de duración en carro y distancias. Si le haces clic, hace zoom. |
Ocho
horas antes, llevado por el amor y por el azar de la agenda cultural
margariteña había estado en el circo. Este no era de animales y payasos; era un
circo mágico: uno que mezclaba las excentricidades del vestuario de un ballet a
lo Venevisión con espectáculos de ilusión y un glamour extremadamente
latinoamericano; un circo donde la espuma era nieve y un Power Wheels, un carro de verdad; uno donde lo únicamente importante
era la fe y no la razón, como método de supervivencia. Y por eso creo que
valioso, no por un asunto personalista o religioso, sino por su construcción
tan genéricamente esperanzadora y tan conectada a nuestro día a día: por
ejemplo, por fe es por lo que aún se mueve este país.
Después
del circo, llegamos mi mamá, quien había ido de chaperona, y yo a la esquina de
La Vela y paramos un taxi. “A Paraguachí, señor”, le dije, y el bicho reviró: que
era muy lejos, que qué ladilla, que no iba para allá. Detrás del viejito estaba
una personificación venezolana de la profesora Dolores Umbridge montada en una
Terios, “los llevo”, dijo. La doña, que aparentaba frigidez, cansancio, desamor
y unos padres que daban unos buenos correazos en los 60, nos preguntó que cuánto nos cobraban
hasta Paraguachí y yo dije que cien, pues, normal, lo que cobran a esa hora.
La
Terios por dentro era como un “En le Petrica” –una suerte de mini abasto
popular–. Había cajetillas de cigarro guindandas por todas partes, imágenes de
santos, sábilas colgadas con cinticas rojas, varias harinas pan y hasta un
acaparamiento de papel tualé en la parte de atrás. Apenas nos montamos, la tipa
dijo “Este país es una cosa, ¿no?” y yo tardé como dos segundos en decirle
algo. Me quedé pensando “Esta doña es del subtipo hablador”, pensé en SantoRobot, y pensé en el momento en el que me despedí de la chama a la que le
estaba cayendo en el circo, momento en el que pensé que ya se había acabado el
día y que iba a llegar sano y salvo a casa con mi mamá a dormir o más bien a escribir
por Whatsapp al contarle adolescentemente a esta chama cómo la había pasado.
A
los seis segundos de montarnos en el taxi, la profesora Umbridge dijo que cien
le parecía muy barato para ir a Paraguachí, que a ese precio nos dejaba en la
Avenida 31 de julio, que más adelante era más caro. Yo le dije que no se
preocupara que eran dos cuadras y media más (que dejara la ladilla, vale, que
yo sólo quería llegar a cargar mi celular que le quedaba dos por ciento de pila
y no había podido subir las fotos). Dolores dijo que ella tenía la cartilla de
precios de la línea del Sambil, que cien no era. Yo le dije que ella estaba en
lo cierto, porque del Sambil, una ruta común para mí, eran Bs. 90. Dolores se
arrechó y empezó a chillar. Hizo sonidos raros con su garganta, como si de
verdad fuera un sapo, y fumaba, no como una chimenea, porque fumar así es muy
cliché; Dolores fumaba como un dragón verde y gordo de Komodo que aspira un
porro inmenso de marihuana con una sonrisa maligna. Así fumaba ella, mientras
se le prendían los ojos en rojo y preparaba su escupido de pollo fluorescente
que iba a caer sobre alguna infortunada avenida porlamarense.
Dolores
se siguió quejando de Paraguachí y del precio. Dijo que no valía la pena
discutir nada conmigo cuando ella era la única que discutía (¿Y para qué nos
montó, vieja verde?) y que nosotros éramos unos insensibles por salir tarde;
unos desconsiderados que no pensamos en los pobres taxistas que tienen que
echarse el viaje para allá y después volver solos a su triste vida con apenas
un poquito de dinero que no servía para pagar ni un cartón de huevos (¿Y para
qué nos montó, vieja verde?). Cuando mi mamá y yo decidimos dejar de defender
nuestro punto de vista nos quedamos callados. El silencio absoluto le molestó a
Dolores, porque lo único que se escuchaba era el chillido de su carro que pedía
mecánico. Entonces, después de pasar el Sambil y antes de casa de Paola
Giovanna, la bicha apagó el carro, así de repente, sin avisarle nada a nadie y,
en plena oscuridad, se acostó sobre el volante y no hizo ningún sonido. Mi mamá
y yo nos cagamos mal.
Mi
mamá se acordó de cuando era chiquita, se acordó de cuando me tuvo y pensó que
era muy chimbo morir cerca de una planta de tratamiento, porque seguro nuestros
cuerpos iban a tener hongos muy feos cuando los descubrieran. Yo pensé que qué
chimbo que me robaran el celular nuevo, que qué chimbo que agarramos ese taxi
feo y no uno de línea y me di cuenta de que la Terios ni siquiera tenía un
letrero que dijera “Taxi” (Marico, nos robaron, weon). Fueron como diez
segundos de silencio. Yo volteé a ver si mi mamá seguía viva y efectivamente
estaba ahí desconcertada. Nuestras miradas que buscaban seguridad en el otro,
lo que hacían era transmitir más miedo e incertidumbre.
***
Mi
mamá y yo teníamos tiempísimo sin salir juntos. Yo apenas llevaba un par de
meses viviendo en Margarita. Había decidido mudarme para allá porque la vida en
Caracas no había sido fácil. Los alquileres estaban impagables y los sueldos
eran bajísimos. Así que acepté la derrota y eché para atrás a casa de mis padres.
Fue así como me reencontré con mis amigos de infancia y mi familia. Al
principio fue difícil. Me costó adaptarme. Mucho más que cuando me mudé de Margarita
a Caracas. Luego me fui desenvolviendo y acepté mi realidad. La isla era lo que
me tocaba para rato. Así fue que aproveché de disfrutar a mi mamá y a mis
amigos. Empecé a salir. Conocí gente y hasta me enamoré. En esos días, en los
que estaba tocado por el amor ya había hecho planes con mi mamá y así terminé
en el circo con ellas, lo que derivó, más tarde, en esta escena que parecía que
iba a ser la última de mi vida.
***
Entonces,
el cuerpo somnoliento, de la nada, levantó la cara, miró al frente, tocó el
parabrisas con la mano izquierda y prendió el carro con la derecha, así, de
repente, y siguió, sin más, siguió. No habló y sepultó su silencio hasta que
llegamos a La Asunción. “Yo debería cobrarles doscientos”, oímos más adelante
con una voz satánica de película hollywoodense.
Cuando
íbamos por La Fuente vimos una alcabala de Guardias Nacionales. Mi mamá con
toda la buena voluntad del mundo trató de romper el hielo con un silencioso y
amable “Qué rara esa alcabala a esta hora por aquí” y yo quise completar para
conectar un poco con la onda de la acólita del Señor Tenebroso “Debe ser que
andan buscando a alguien”, así con un tono de duda bien bonito, sólo para
entrar en conversación sana y no seguir muriendo en el silencio sepulcral.
–¿A
quién van a estar buscando, vergas?, será que los están buscando a ustedes–. Mi
mamá y yo tragamos saliva, como si estuviéramos bebiendo agua por primera vez
después de salir de un 10K en Macanao. Otro silencio incómodo y, entonces, sonó
mi teléfono. ¿Por qué la gente siempre se antoja de llamar en momentos como este?
Si sacaba mi teléfono, mínimo la tipa nos iba a pedir trescientos; si sacaba mi
teléfono nos robaban, si sacaba mi teléfono moríamos (¿contesto o no contesto?)
Y traté de apagarlo tocándome el bluejean, porque el bicho sonaba durísimo,
como si estuviera mezclando en Tomorrowland. En ese instante, el dragón de
Komodo volteó y sacó su lengua como una cobra. Sus sensores animales habían
detectado el ringtone. Hizo un sonido extraño, como un cerdo en el matadero y
se volvió a quejar de los 20 kilómetros que hay entre Porlamar y Paraguachí.
En
la Casa Cuna nos bajamos y le dimos a la tipa dos billetes de 50. La doña se
quedó viéndolos como si de verdad nosotros fuéramos capaces de ponernos a
falsificar plata y sin mirar atrás caminamos las dos cuadras para llegar a la
casa. Le eché un ojo al teléfono y tenía solo 1% de pila. La llamada perdida
era de Eleazar, un pana al que llevaba embarcado desde hace días: el amor
propicia los embarques. Me pareció raro que me llamara a esta hora. Pensé en
enviarle un mensaje apenas enchufara el teléfono, pensé en que debía escribirle
a la chama con la que estaba cuadrando avisándole que todo bien y llamarla para
contarle todo. Pensé en que se iba a reír mucho si le contaba la escena de la
tipa apagando el carro en la planta de tratamiento y reviviendo la marcha
después.
Al
entrar a la casa, me llegó un mensaje de Amalia “nene que si estás activo”, y
luego una llamada de ella misma. Atendí con 1% de pila, sacrificio necesario
para poder vivir híper conectado. Al teléfono estaba Eleazar, quejándose de que
a Amalia sí le contestaba y a él no. En el fondo se quejaba Gabriel de que yo
era un sacaculos, y que me vistiera, que venían por mí, que nos íbamos a
rumbear a Playa El Yaque (yo tenía que si 10 años sin ir a El Yaque, que qué
fino, sí, yo quiero ir a El Yaque, vamos, marico, vamos). Yo le dije que sí,
por las razones que pensé en el paréntesis y luego mi celular murió y no prendió
más, así que me puse un short de playa, le dije a mi mamá que me iba a El
Yaque, tomé agua. La abracé. Le dije que estaba demasiado feliz de haber
sobrevivido a la aventura con Dolores Umbridge y le dije “buenas noches”. Entonces llegaron los muchachos.
Yo
fui de copiloto con Amalia; por el peo del rencuentro me tocaba ir homenajeado,
y atrás iban Eleazar y Gabriel Arón. Gabo dijo que él se iba a dormir que lo
despertáramos cuando llegáramos a El Yaque y los demás nos quedamos conversando
y hablando paja hasta que llegamos.
En
El Yaque la cosa fue bastante light. Como tenía más de 10 años sin ir, no me
acordaba de mucho. No sabía que se había vuelto en una especie de mini Ipanema,
en donde también la gente iba a exhibir sus cuerpos como si la playa fuera un
centro comercial donde se puede pasear con menos ropa y beber alcohol. Así
envalentonados irrespetamos al mar y nos metimos en plena madrugada. El agua no
estaba fría, a pesar de lo que decían dos de nuestros amigos que también
quisieron intentarlo.
De
El Yaque salimos en menos de una hora para Parguito, del sur al noreste de la
isla a 43 kilómetros de distancia según Google Maps. Las razones por las que
decidimos ir a esa playa aún son extrañas y confusas. Intercambiamos un Gabriel
Aron por un Gabriel Gocho y nos fuimos a Parguito a “continuarla”.
Eran
las dos de la mañana y cuando llegamos parecíamos ser los únicos de la playa.
Dejamos el carro estacionado y nos fuimos a la arena a hablar paja: de la vida,
del amor, del dinero, de la felicidad, de irse del país; ese tipo de paja que
uno recicla con los amigos y cuenta diferente siempre; bien sea citando
referencias distintas o contando anécdotas de otras personas. Esa paja que
sabes bien cómo echársela a unos, pero que a otros puede ser más difícil de
contar.
Así,
ensimismados en nuestros cuentos, aparecieron un grupo de sombras a cada una de
nuestras esquinas. El miedo nos hizo pensar en escapar. La única opción que teníamos era huir a través de la playa:
algo bastante improbable pensando en las olas y en que no teníamos luz de la
luna. Eleazar pidió calma de una forma paladínica. Amalia se desesperó un poco
y el gocho y yo seguimos la corriente a Eleazar por pura apariencia.
Los
tipos se acercaron. Venían descalzos y sin camisas. Eran unos perfectos
especímenes de la madrugada playaparguitoeña. “Calma, calma, chicos, calma, no
se me asusten”, dijo uno. “Calma, nada, Negro, plata y listo. Nos los quebramos
y ya”, dijo otro mientras mis bolas rozaban mi garganta. “¡Calma, dije!”,
repitió el que era como un líder.
Nosotros
paralizados esperando lo peor. Saludamos de manos a estos carajos. Nos dijeron
que lo que venían era a cuidarnos. Que no le hiciéramos caso al carajo que dijo
que nos iba a quebrar, pero que igual les diéramos plata. “Lo que queremos es
que paguen por nuestros servicios. Nosotros no los vamos a cuidar de gratis”,
dijo uno drogadísimo. Por mala leche de la vida, habíamos dejado toda la plata
y celulares en el carro que no veíamos porque estaba detrás de un kiosko de
pescado y empanadas. “Mi pana, sí te vamos a pagar, pero a la salida, hermano,
porque dejamos todo en el carro”. (Caro error, decir que dejaste todo en el
carro). “Chamoooo, yo no confío. Yo quiero todo ahorita”, dijo el más feo. “Cállate,
Randulfo, ya lo oíste, el panita aquí dijo que a la salida. Así que a la salida
le damos”, repitió el Negro, el líder.
Los
drogadictos se fueron. Pero se mantuvieron a unos 20 metros de nosotros.
Hicieron una fogata y pusieron reggae.
Apenas
se alejaron, sentimos un alivio. Pensé que habíamos confundido a unos simple
cuidacarros de gente en la playa de madrugada con unos malandros de playa de
madrugada. Pensé que habíamos tenido suerte y que la vida nos sonreía.
Entonces
se apareció el Negro solo.
“Mi
pana, tú, el catirito, primero y principal yo me quiero disculpar con ustedes
por la actitud de mis colegas aquí. Ellos no saben qué es servicio al cliente.
Y bueno, yo se los quiero demostrar. Aquí les traigo estas sillitas para que se
sienten, estén cómodos, vean la luna, oigan el mar a esta hora que está
riquísimo y si quieren se metan. Están cuidados. No tengan miedo que yo soy
aquí el de la zona. El mejor cuidador. Eso sí, panas míos, quiero la
colaboración ya y para mí solo. A esos piedreros que están allá no les den
nada. Demen todo a mí”.
Yo
le dije que sí, mi pana, que le dábamos la colaboración a él. Pero el peo era
que habíamos dejado todo en el carro (otra vez diciéndole al carajo la vaina,
¿no?). Que se achante un pelo, que sí iba a cobrar sabroso pero que le bajara
dos.
El
bicho me vio medio feo. Dijo que “sí va” y se fue como arrecho adonde la fogata
de sus otros amigos.
Al
rato de continuar hablando paja. Notamos que ya no había reggae, ya no había fogata,
ya no había drogadictos salvo el Negro. Este había adoptado una posición
extraña. Estaba parado a 10 metros de nosotros mirándonos fijamente; inmóvil
con la mirada perdida hacia las olas.
Yo
me cagué. Me acordé de Piratas del Caribe Uno cuando los piratas que se
parecían burda a estos carajos empezaban a convertirse en una especie de
zombies. Eleazar y yo nos vimos y dedujimos que teníamos que irnos. Cada uno
agarró su silla y empezamos a caminar hacia el kiosko donde el carro estaba
estacionado.
Al
pasar al lado del Negro, le dije que se viniera con nosotros, mi pana, que para
darte la colaboración por cuidarnos, hermano. Al decirle esto, el bicho ni
volteó. Se quedó paralizado como a la espera de una señal que despertara su
lado vampírico.
Así
fue que aceleramos la marcha hacia el carro que por fin logramos ver detrás del
kiosko. No había señal de los otros carajos, pero detrás del silencio se
escuchaba un silbido similar al del aire cuando escapa de la presión. Un
silbido que bien podía ser de un niño espichando una bomba de aire o de un
malandro espichándote los cauchos para robarte.
Eleazar
caminó hacia la puerta del piloto y lo vio. Randulfo estaba extasiado, en el
momento más alto de la nota tocando una sinfonía de vientos con los cauchos de
Amalia. “¿Qué pasó, mi pana?” dijo Eleazar, y Randulfo volvió en sí. Agarró
tierra, se la echó a los ojos y salió
corriendo. Acto seguido, el Negro empezó a caminar hacia nosotros lentamente
como si nos tuviera dominados con su mente y más atrás de él venían corriendo los otros dos
con unos palos encendidos en fuego.
“¡MÓNTENSE
EN EL CARRO YA!”, gritó Amalia.
Los
tipos no nos alcanzaron. Llegamos con dos cauchos malheridos a El Tirano. Donde
un pana en un puesto de perrocalientes 24 horas resguardado por la Inepol nos
ayudó a cambiar los cauchos.
***
Un
año después, viviendo otra vez en Caracas, me río de esta historia. Estoy
seguro de que fue el día más excitante que viví en Margarita. Hasta la parte
del muerto fue divertidísima. Aquella que hace referencia al día de 2008 en el
que saliendo de jugar Wii de casa de Francesco y caminando con mi aparato a las
tres de la mañana para mi casa se apareció un tipo sin camisa y con un pantalón
blanco arremangado lleno de tierra roja. Parecía un típico esclavo de la
colonia. Él con un machete en la mano izquierda me dio las buenas noches cuando pasé a su lado y
acto seguido desapareció. Segundos después lo sentí caminar detrás de mí y
efectivamente allí estaba. Corrí cagadísimo a mi casa y me refugié debajo de la
sábana viendo por la ventana. Pasó de largo mi casa y más nunca lo vi. Hasta
quizás este día de los hippies, el circo y la taxista chillona.
***
Con
los cauchos llenos otra vez, volvimos a Paraguachí. En el camino les
conté la historia de la aparición del esclavo de la colonia que me persiguió a
mi casa un día. Así fue cuando íbamos por la esquina a dos cuadras para llegar a mi casa que a lo lejos lo vi. Era
el mismo: alto, sin camisa, con el pantalón blanco lleno de sucio. Aunque era una figura
borrosa, estaba seguro de que era él. Yo grité y Amalia metió un frenazo. Le dije “es
él” y ella sólo abrió la puerta y me tiró del carro.
“Corre,
nene, corre” y yo hice lo posible por salvarme del muerto.
Cuando
volteé, venía volando hacia mí un pedazo de saco sucio de tierra empujado
por una fuerte brisa. Me frené en seco. Lo agarré dubitativo y me di cuenta de
que solo era un saco pegado a un poste lo que había visto. Era inofensivo.
Entonces, me reí muchísimo. Agradecí haber sobrevivido. Luego, miré
las estrellas. Admiré el silencio y me reí sin entrar a mi casa buen rato.
Al entrar prendí mi celular que ya cargado estaba repleto de mensajes. Les escribí a mis amigos. Les conté del saco y esperé los mensajes de que ya habían llegado bien a sus casas.
Al entrar prendí mi celular que ya cargado estaba repleto de mensajes. Les escribí a mis amigos. Les conté del saco y esperé los mensajes de que ya habían llegado bien a sus casas.
6 comentarios:
Marico, Moisés, qué bolas, jajajaja. Leyendo esto, dije "Mieeeelda, chamo" como seis veces.
Pues sólo a ti se te ocurre montarte con una vieja como Dolores Umbridge xD
La historia es heavy pero me encantó como lo escribiste.
jajajajaja Moi Mooi no puedo creer esa noche! Me encanta!
¡Qué ironía! (sin un sentido negativo, sino más de admiración) Qué talento posees para hacer de un momento tan heavy una narración tan melódica, ligera y graciosa para el lector. De pana está brutal, me cagué varias veces de la risa.
Esto me encantó, nunca te había leído así. El "¿y para qué nos montó, vieja verde?" me hizo reír a carcajadas. La ficción mezclada con el temor (justificado) del venezolano a la noche le dan el toque a tu historia. ¡Excelente, Moi!
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