Al mundo nunca le basta nada. No basta ningún esfuerzo,
ninguna virtud demostrada, ningún gran paso en la historia. Dirán que lo mío es
puro resentimiento pero la verdad es que es solo asombro. Para el mundo soy
ahora un pobre diablo, un donnadie, un tipo al que nombran en las reuniones del
gremio como el fracasado que jamás volvió a surgir. ¡Si hasta en la prensa me
han puesto como el peor de los mediocres!
Me levanto temprano, pues las costumbres no se pierden.
Saco unas píldoras de café y tostadas y me siento en la mesa con el diario que religiosamente, cada
mañana, me llega a mi reloj-proyector de hologramas. Lo reviso, primero con un
vistazo rápido y luego con más detalle, pues así lo hago siempre, y ¿con qué me
consigo? Con que en uno de esos cuadritos mínimos, insignificantes, hay una
fotografía mía con mi último –gracias, Sociedad de Ciencia Aplicada Europea–
invento, y un titular que reza “PABLO CAMPOS, UN GENIO ACABADO”. Pues qué
manera de comenzar el día, tú me dirás.
Me quito el reloj en un intento de mantener el orgullo, ya
ni hambre tenía, y me vestí sin ayuda del auxiliar. Ropo, como se llama el
robot que normalmente me viste, me indicó que la corbata de cuadros no va con
la camisa de rayas que había elegido. Le respondo con sarcasmo que un tipo acabado como yo
no podía venirse a menos, incluso vistiendo tan mala combinación. Salgo de casa con
la esperanza de que nadie más haya revisado el diario a profundidad.
Al llegar al trabajo mi jefe me recibe con esa cara de
circunstancia que espicha el ánimo al más pintado, y me hace sentarme en la
silla invisible. Yo prefiero la flotante, pero a estas alturas creo que no
puedo ponerme exigente. Vamos, ¿acaso no es un estorbo una silla que no se ve?
Te avisa dónde está para que no te la lleves por medio, pero igual es inútil y
poco práctico parecer que no estás sentado en nada. Me ofrece galletas en
píldora. Me niego, aún tengo el estómago revuelto, y me pide le dé mi opinión
sobre el artículo de la mañana. Sabe que lo he leído.
“Creo que no ha sido nada acertado”, le digo. Él no
responde. Saco a relucir que yo inventé el primer lector de sueños, que
colaboré directamente en el supresor de desechos vegetales y que además trabajé
con el creador del combustible a base de papel reciclado. Me dice que la
comunidad científica no olvida esos avances, pero que tampoco podrá olvidar el
fallo en la fábrica de cerebros. Me altero, empiezo a subir el tono de voz y la
mano mecánica del robot asistente del jefe se posa en mi hombro para alertarme.
La quito con desdén. “¡FUE SOLO UN ERROR EN LAS CANTIDADES DE FANATISMO
POLÍTICO!” le grito, y él, impasible, me responde que el mundo no desea
eliminar ese mal y que no es mi trabajo disminuir la cantidad en ninguno de los
cerebros.
Me levanto de la asquerosa silla invisible, la pateo, me
disculpo con ironía diciendo “no la vi”,
y salgo a zancadas de la oficina de paredes cromadas. No voy aún a la mitad
del pasillo de cubículos móviles cuando llega a mi chip interno una
notificación de despido. Me lo esperaba, da igual, no me dejaban trabajar en
nada. Salgo del edificio y de regreso llamo un taxi-cóptero, no quiero
conducir.
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