Por Gabriela Valdivieso
Notó Elena que algo insólito le
ocurría a su amiga Claudia; estaba displicente y silenciosa.
- Claudia, algo te pasa...
- Sí, la verdad, sí; me pasa una
cosa grave. Y como necesito desahogo, vamos fuera; la noche está muy hermosa;
te lo contaré.
Claudia tenía diez años más que
Elena; mientras que Claudia tenía un matrimonio de ocho años con ya dos hijas,
Elena estaba recién casada.
Cuando estuvieron en la calle, Claudia
comenzó:
- Ya sabes, Elena, que me casé con
un alemán...
- ¿Con un alemán? Con Carl, dices.
- Sí, Carl, pero acá lo clave es
que es alemán.
- ¿Pero a qué te refieres?
- ¿Conoces muchas parejas exitosas
que tengan orígenes tan distintos?
- No lo tengo claro, realmente, no
sabría decirte que sí o que no.
- Pues yo venezolana, él alemán.
No es fácil, pero dimos todo nuestro corazón para que funcionara.
- Y lo hicieron bien, sus dos
hijas son un hermoso producto de ese amor.
- No diré yo tanto. Más diría yo
otra cosa, más que el amor, los cimientos del pasado.
- ¿El pasado?
- Sí, el pasado. Recuerdo cuando
todo comenzó. Cuando él era un alumno de intercambio y yo una estudiante
caraqueña.
- ¿Qué hay de aquello?
- Carl se embelesó con Caracas,
con sus montañas, nubes gordas y cielo de azul saturado, pero ante nada se
enamoró de la gente, de la cultura. Se le abrían los ojos como platos ante las
mujeres que usaban las licras pegadísimas, cuando escuchaba ordinarieces como
“hediondo” o exageraciones como “chaparrón” o “palo de agua”. Amaba el cuento
aquel de que la palabra “macundales” fue originada por obreros que usaban
herramientas de la marca “Mc & Dales” y que al término de cada jornada
recogía entonces “los macundales”.
- Pero, ¿qué tiene de malo...?
- Nada, por cierto, nada en
específico. De mí amaba que era parte de esa cultura, ese magma latino,
tropical. Decir que iba en camino cuando aún ni me bañaba, mi manera de pensar que
por qué invitar a solo 5 amigos si podían 6 y por tanto 7 u 8 o 12, que para
qué prever mis finanzas si siempre me quedaba algo en la cuenta. Amaba que no
tenía límites, nada me preocupaba, todo se arreglaría en algún momento, porque
“como va viniendo, vamos viendo”. Terminó su intercambio y estaba prendido
conmigo y yo con él, con su estilo meticuloso, su mirada previsiva y estable de
ver el mundo. Luego vino un torbellino, la distancia, dificultades de todo
tipo, pero logramos casarnos y emprendimos una vida juntos en Alemania.
- ¿Y? Nada terrible escucho en
cuanto cuentas.
- Nada, pues que cuando se trata
de un intercambio, son seis meses felices, de descubrimientos, de sorpresas.
Pero en la vida de casados, cuando esto se torna “para siempre”, cuando baja la
emoción de lo distinto, empieza a aburrirle que lo haga esperar. Empieza a
rogarme que me organice, que si invito gente a mi casa coordine bien comida
para todos, que siempre prevea cuánto tengo porque siempre pueden ocurrir
emergencias. Deja de rogarlo y empieza a ordenarlo, a gritarlo. Ni él parecía
soportar mi ligereza, ni yo su enorme seriedad. El demonio se nos había
metido en casa. Se instalaron en la casa las críticas y peleas, aquello de que
tú eres desprolija y despelotada y tú eres cuadrado y acartonado. Todo eso y
todo lo demás.
- Sí, creo entenderte...
- Y encontré no otra solución que
empezar a calcular bien el tiempo para alistarme, a organizar los panoramas, a
calcular qué llevaba a cada lugar, a tener claras mis finanzas…
- Bueno, bueno, esto debió
funcionar.
- ¡Tanto! Ya no peleábamos por el
desorden. Yo me hice la costumbre de registrar en mi Excel cada gasto, incluido
limosna o chicle gastado, de modo de tener claro y actualizado control de mi
saldo. Dejé de invitar gente a la casa porque nunca salía todo perfecto y era
más gasto que retorno en diversión.
- ¿Y eso no causó más problemas?
- En efecto, porque al acabarse
las peleas, también se acabó aquello que nos unía, nuestra diferencia, nuestra
apasionante y estresante manera de pensar distinto. Hace poco ya me reconoció que
no veía en mí a la estudiante que lo enamoró. Que ya no había nada latino o
tropical en mí. Que si bien me adapté a la vida en Alemania, me divorcié yo
misma de la mujer que amó alguna vez.
- Cambiaste.
- Cambié. Y ya no me acuerdo de
cómo era. No me acuerdo de cómo ser tan relajada que lo saco de sus casillas.
- Claro.
- Tampoco recuerdo si eso valía la
pena. Si ser relajada no causaba más peleas. Después de todo, él tampoco
soportaba esa forma de manejarme en el mundo.
- ¿Y entonces?
- Entonces no sé.
- ¿Has intentado organizar tus
emociones y recuerdos y hacer un plan de acción?
- Parece que esa sería una forma
alemana, anti yo, de resolver el problema. Tengo que volver al pasado y pensar
como yo, con el instinto, la emoción cruda. El problema es que para resolver el
problema de no ser yo, tendría que ser un poquito yo, aplicar un poco de esa
forma de ser. Y no sé cómo es que hacía eso. No recuerdo si quiera la última
vez que me reí a carcajadas sin importarme lo ruidosa que estaba siendo. ¿Cómo
es que se es más ligero? ¿Cómo mirar este mismo problema con otros ojos? ¿Por
dónde comenzar, cómo diseccionar este problema y empezar por lo más clave? Ya
ves. Nuevamente estoy calculando. Debo irme.
Y se separaron. Quedó Elena boquibierta y Claudia aún con su problema, no mucho más aliviada por su desahogo, quedó igual a la que es, distinta a la que solía ser.
Y se separaron. Quedó Elena boquibierta y Claudia aún con su problema, no mucho más aliviada por su desahogo, quedó igual a la que es, distinta a la que solía ser.
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