Dejé
que la tela corriera entre mis dedos, como cuando era niño.
En
aquel entonces debía sujetarme de mi madre para que no me dejara atrás con sus
pasos decididos y veloces. Ella corría, porque así las responsabilidades que
caían sobre sus hombros jamás ganarían la partida. Pagar la casa, pagar las
cuentas, pagar lo que comíamos, pagar la escuela, pagar la vida.
Recordé
la tierra crujiente bajo el sol implacable, el débil sonido de un molino de
viento, el aroma a madera que acompañaba las noches. Solía sentarme con ella
fuera de la casa para contarle lo aprendido en el colegio o confesar las travesuras
que había hecho. Al final siempre se enteraba, así que un momento de valentía
me aseguraba el postre después de cenar y una sonrisa que ella intentaba
ocultarme.
Siempre
fuerte, siempre regia, siempre firme. Mi madre no tenía tiempo para quejarse,
jamás la vi enferma y nadie escuchó de ella un suspiro de cansancio. Sin
embargo, detrás del muro de piedra que había construido luego de que mi padre
la abandonara, aún había amor. Aún había esperanza. Centró en mí todo su ser.
Los
domingos por la mañana, mientras el pueblo dormía y las nubes aún no cubrían el
cielo, mi madre me levantaba para dar un paseo. Todavía no sé si era una ruta
distinta por vez –algo difícil en un lugar tan pequeño–, o era que ella siempre
tenía algo nuevo qué mostrarme. Conocía cada flor, cada árbol, cada pequeño
detalle del sendero. Ahora lamento que no durara lo necesario para valorarlo.
El
tiempo transcurría impasible, mientras yo creía ser grande. Mi madre, en
cambio, siempre fue grande; lo suficiente para dejarme ir. Cada vez la veía
menos, apenas notaba cómo iba blanqueando su cabello, cómo su piel y su voz
perdían la fuerza de aquellos días de lucha. Los años cobraban la valentía y el
esfuerzo de su juventud.
Un
día de mayo, que no quiero recordar, ya no estuvo más. De ella solo me quedaron
recuerdos y una maleta que temía abrir. Al a mi madre lo perdí todo. Volví a ser
un pequeño.
Hoy,
con años haciendo puente entre el pasado y el presente, he decidido abrir la
maleta. Algunas prendas, fotos de tiempos más felices y el olor de mi madre
mezclado con el del mismo tiempo. Sé que guardaré en mi memoria mil momentos de
oro, y en mi baúl aquella prenda a la que sólo ella hacía justicia.
Dejé
que la tela corriera entre mis dedos, como cuando era niño. Volví a
encontrarlo, y ya no en mis recuerdos. Sin mirar, sabía que el estampado aún
conservaba algo de color. Mi madre adoraba ese vestido.
5 comentarios:
Bueno, eso me entristeció.
Dicen que una de las cosas que la gente más lamenta en su avanzada adultez es no haber compartido lo suficiente con sus padres. Cuando tus padres van envejeciendo y lo ves, y te das cuenta... piensas en el futuro. Es chimbo.
El cuento tiene resonancia emocional, Gaby. Al menos para mí.
A mí me pasó lo mismo que a Víctor. Recibí una carga emocional muy fuerte. A veces hace falta compartir con los más allegados más, pero a veces puede ser nunca suficiente.
Gabi realmente ahora me doy cuenta de la falta que me hacia leerte. Que delicioso. Muy bellas las imagenes del olor de ella y del tiempo, y esa de los años cobrando. Precioso Gabi.
Y vMuy bello tambien vernos en el relato, pensar en nuestra propia mama, a la que tampoco vemos tanto...!
"Pensar en nuestra propia mama..."
Ese quizá es el triunfo más grande del texto: hace que TÚ te identifiques con el texto. Buena observación.
Sin duda generó una identificación homogénea. Y excelentes imágenes. Me atrapó
Publicar un comentario