lunes, 26 de mayo de 2014

El Yaque/Parguito

Por Moisés Lárez
Amalia me dijo “corre, nene, corre” y yo hice lo posible por salvarme del muerto.

Imagen de Google Maps de los lugares de Margarita recorridos, tiempo de duración en carro y distancias. Si le haces clic, hace zoom.

Ocho horas antes, llevado por el amor y por el azar de la agenda cultural margariteña había estado en el circo. Este no era de animales y payasos; era un circo mágico: uno que mezclaba las excentricidades del vestuario de un ballet a lo Venevisión con espectáculos de ilusión y un glamour extremadamente latinoamericano; un circo donde la espuma era nieve y un Power Wheels, un carro de verdad; uno donde lo únicamente importante era la fe y no la razón, como método de supervivencia. Y por eso creo que valioso, no por un asunto personalista o religioso, sino por su construcción tan genéricamente esperanzadora y tan conectada a nuestro día a día: por ejemplo, por fe es por lo que aún se mueve este país.

Después del circo, llegamos mi mamá, quien había ido de chaperona, y yo a la esquina de La Vela y paramos un taxi. “A Paraguachí, señor”, le dije, y el bicho reviró: que era muy lejos, que qué ladilla, que no iba para allá. Detrás del viejito estaba una personificación venezolana de la profesora Dolores Umbridge montada en una Terios, “los llevo”, dijo. La doña, que aparentaba frigidez, cansancio, desamor y unos padres que daban unos buenos correazos en los 60, nos preguntó que cuánto nos cobraban hasta Paraguachí y yo dije que cien, pues, normal, lo que cobran a esa hora.

La Terios por dentro era como un “En le Petrica” –una suerte de mini abasto popular–. Había cajetillas de cigarro guindandas por todas partes, imágenes de santos, sábilas colgadas con cinticas rojas, varias harinas pan y hasta un acaparamiento de papel tualé en la parte de atrás. Apenas nos montamos, la tipa dijo “Este país es una cosa, ¿no?” y yo tardé como dos segundos en decirle algo. Me quedé pensando “Esta doña es del subtipo hablador”, pensé en SantoRobot, y pensé en el momento en el que me despedí de la chama a la que le estaba cayendo en el circo, momento en el que pensé que ya se había acabado el día y que iba a llegar sano y salvo a casa con mi mamá a dormir o más bien a escribir por Whatsapp al contarle adolescentemente a esta chama cómo la había pasado.

A los seis segundos de montarnos en el taxi, la profesora Umbridge dijo que cien le parecía muy barato para ir a Paraguachí, que a ese precio nos dejaba en la Avenida 31 de julio, que más adelante era más caro. Yo le dije que no se preocupara que eran dos cuadras y media más (que dejara la ladilla, vale, que yo sólo quería llegar a cargar mi celular que le quedaba dos por ciento de pila y no había podido subir las fotos). Dolores dijo que ella tenía la cartilla de precios de la línea del Sambil, que cien no era. Yo le dije que ella estaba en lo cierto, porque del Sambil, una ruta común para mí, eran Bs. 90. Dolores se arrechó y empezó a chillar. Hizo sonidos raros con su garganta, como si de verdad fuera un sapo, y fumaba, no como una chimenea, porque fumar así es muy cliché; Dolores fumaba como un dragón verde y gordo de Komodo que aspira un porro inmenso de marihuana con una sonrisa maligna. Así fumaba ella, mientras se le prendían los ojos en rojo y preparaba su escupido de pollo fluorescente que iba a caer sobre alguna infortunada avenida porlamarense.

Dolores se siguió quejando de Paraguachí y del precio. Dijo que no valía la pena discutir nada conmigo cuando ella era la única que discutía (¿Y para qué nos montó, vieja verde?) y que nosotros éramos unos insensibles por salir tarde; unos desconsiderados que no pensamos en los pobres taxistas que tienen que echarse el viaje para allá y después volver solos a su triste vida con apenas un poquito de dinero que no servía para pagar ni un cartón de huevos (¿Y para qué nos montó, vieja verde?). Cuando mi mamá y yo decidimos dejar de defender nuestro punto de vista nos quedamos callados. El silencio absoluto le molestó a Dolores, porque lo único que se escuchaba era el chillido de su carro que pedía mecánico. Entonces, después de pasar el Sambil y antes de casa de Paola Giovanna, la bicha apagó el carro, así de repente, sin avisarle nada a nadie y, en plena oscuridad, se acostó sobre el volante y no hizo ningún sonido. Mi mamá y yo nos cagamos mal.

Mi mamá se acordó de cuando era chiquita, se acordó de cuando me tuvo y pensó que era muy chimbo morir cerca de una planta de tratamiento, porque seguro nuestros cuerpos iban a tener hongos muy feos cuando los descubrieran. Yo pensé que qué chimbo que me robaran el celular nuevo, que qué chimbo que agarramos ese taxi feo y no uno de línea y me di cuenta de que la Terios ni siquiera tenía un letrero que dijera “Taxi” (Marico, nos robaron, weon). Fueron como diez segundos de silencio. Yo volteé a ver si mi mamá seguía viva y efectivamente estaba ahí desconcertada. Nuestras miradas que buscaban seguridad en el otro, lo que hacían era transmitir más miedo e incertidumbre.

***
Mi mamá y yo teníamos tiempísimo sin salir juntos. Yo apenas llevaba un par de meses viviendo en Margarita. Había decidido mudarme para allá porque la vida en Caracas no había sido fácil. Los alquileres estaban impagables y los sueldos eran bajísimos. Así que acepté la derrota y eché para atrás a casa de mis padres. Fue así como me reencontré con mis amigos de infancia y mi familia. Al principio fue difícil. Me costó adaptarme. Mucho más que cuando me mudé de Margarita a Caracas. Luego me fui desenvolviendo y acepté mi realidad. La isla era lo que me tocaba para rato. Así fue que aproveché de disfrutar a mi mamá y a mis amigos. Empecé a salir. Conocí gente y hasta me enamoré. En esos días, en los que estaba tocado por el amor ya había hecho planes con mi mamá y así terminé en el circo con ellas, lo que derivó, más tarde, en esta escena que parecía que iba a ser la última de mi vida.
***

Entonces, el cuerpo somnoliento, de la nada, levantó la cara, miró al frente, tocó el parabrisas con la mano izquierda y prendió el carro con la derecha, así, de repente, y siguió, sin más, siguió. No habló y sepultó su silencio hasta que llegamos a La Asunción. “Yo debería cobrarles doscientos”, oímos más adelante con una voz satánica de película hollywoodense.

Cuando íbamos por La Fuente vimos una alcabala de Guardias Nacionales. Mi mamá con toda la buena voluntad del mundo trató de romper el hielo con un silencioso y amable “Qué rara esa alcabala a esta hora por aquí” y yo quise completar para conectar un poco con la onda de la acólita del Señor Tenebroso “Debe ser que andan buscando a alguien”, así con un tono de duda bien bonito, sólo para entrar en conversación sana y no seguir muriendo en el silencio sepulcral.

–¿A quién van a estar buscando, vergas?, será que los están buscando a ustedes–. Mi mamá y yo tragamos saliva, como si estuviéramos bebiendo agua por primera vez después de salir de un 10K en Macanao. Otro silencio incómodo y, entonces, sonó mi teléfono. ¿Por qué la gente siempre se antoja de llamar en momentos como este? Si sacaba mi teléfono, mínimo la tipa nos iba a pedir trescientos; si sacaba mi teléfono nos robaban, si sacaba mi teléfono moríamos (¿contesto o no contesto?) Y traté de apagarlo tocándome el bluejean, porque el bicho sonaba durísimo, como si estuviera mezclando en Tomorrowland. En ese instante, el dragón de Komodo volteó y sacó su lengua como una cobra. Sus sensores animales habían detectado el ringtone. Hizo un sonido extraño, como un cerdo en el matadero y se volvió a quejar de los 20 kilómetros que hay entre Porlamar y Paraguachí.

En la Casa Cuna nos bajamos y le dimos a la tipa dos billetes de 50. La doña se quedó viéndolos como si de verdad nosotros fuéramos capaces de ponernos a falsificar plata y sin mirar atrás caminamos las dos cuadras para llegar a la casa. Le eché un ojo al teléfono y tenía solo 1% de pila. La llamada perdida era de Eleazar, un pana al que llevaba embarcado desde hace días: el amor propicia los embarques. Me pareció raro que me llamara a esta hora. Pensé en enviarle un mensaje apenas enchufara el teléfono, pensé en que debía escribirle a la chama con la que estaba cuadrando avisándole que todo bien y llamarla para contarle todo. Pensé en que se iba a reír mucho si le contaba la escena de la tipa apagando el carro en la planta de tratamiento y reviviendo la marcha después.

Al entrar a la casa, me llegó un mensaje de Amalia “nene que si estás activo”, y luego una llamada de ella misma. Atendí con 1% de pila, sacrificio necesario para poder vivir híper conectado. Al teléfono estaba Eleazar, quejándose de que a Amalia sí le contestaba y a él no. En el fondo se quejaba Gabriel de que yo era un sacaculos, y que me vistiera, que venían por mí, que nos íbamos a rumbear a Playa El Yaque (yo tenía que si 10 años sin ir a El Yaque, que qué fino, sí, yo quiero ir a El Yaque, vamos, marico, vamos). Yo le dije que sí, por las razones que pensé en el paréntesis y luego mi celular murió y no prendió más, así que me puse un short de playa, le dije a mi mamá que me iba a El Yaque, tomé agua. La abracé. Le dije que estaba demasiado feliz de haber sobrevivido a la aventura con Dolores Umbridge y le dije “buenas noches”. Entonces llegaron los muchachos.

Yo fui de copiloto con Amalia; por el peo del rencuentro me tocaba ir homenajeado, y atrás iban Eleazar y Gabriel Arón. Gabo dijo que él se iba a dormir que lo despertáramos cuando llegáramos a El Yaque y los demás nos quedamos conversando y hablando paja hasta que llegamos.

En El Yaque la cosa fue bastante light. Como tenía más de 10 años sin ir, no me acordaba de mucho. No sabía que se había vuelto en una especie de mini Ipanema, en donde también la gente iba a exhibir sus cuerpos como si la playa fuera un centro comercial donde se puede pasear con menos ropa y beber alcohol. Así envalentonados irrespetamos al mar y nos metimos en plena madrugada. El agua no estaba fría, a pesar de lo que decían dos de nuestros amigos que también quisieron intentarlo.

De El Yaque salimos en menos de una hora para Parguito, del sur al noreste de la isla a 43 kilómetros de distancia según Google Maps. Las razones por las que decidimos ir a esa playa aún son extrañas y confusas. Intercambiamos un Gabriel Aron por un Gabriel Gocho y nos fuimos a Parguito a “continuarla”.

Eran las dos de la mañana y cuando llegamos parecíamos ser los únicos de la playa. Dejamos el carro estacionado y nos fuimos a la arena a hablar paja: de la vida, del amor, del dinero, de la felicidad, de irse del país; ese tipo de paja que uno recicla con los amigos y cuenta diferente siempre; bien sea citando referencias distintas o contando anécdotas de otras personas. Esa paja que sabes bien cómo echársela a unos, pero que a otros puede ser más difícil de contar.

Así, ensimismados en nuestros cuentos, aparecieron un grupo de sombras a cada una de nuestras esquinas. El miedo nos hizo pensar en escapar. La única opción que teníamos era huir a través de la playa: algo bastante improbable pensando en las olas y en que no teníamos luz de la luna. Eleazar pidió calma de una forma paladínica. Amalia se desesperó un poco y el gocho y yo seguimos la corriente a Eleazar por pura apariencia.

Los tipos se acercaron. Venían descalzos y sin camisas. Eran unos perfectos especímenes de la madrugada playaparguitoeña. “Calma, calma, chicos, calma, no se me asusten”, dijo uno. “Calma, nada, Negro, plata y listo. Nos los quebramos y ya”, dijo otro mientras mis bolas rozaban mi garganta. “¡Calma, dije!”, repitió el que era como un líder.

Nosotros paralizados esperando lo peor. Saludamos de manos a estos carajos. Nos dijeron que lo que venían era a cuidarnos. Que no le hiciéramos caso al carajo que dijo que nos iba a quebrar, pero que igual les diéramos plata. “Lo que queremos es que paguen por nuestros servicios. Nosotros no los vamos a cuidar de gratis”, dijo uno drogadísimo. Por mala leche de la vida, habíamos dejado toda la plata y celulares en el carro que no veíamos porque estaba detrás de un kiosko de pescado y empanadas. “Mi pana, sí te vamos a pagar, pero a la salida, hermano, porque dejamos todo en el carro”. (Caro error, decir que dejaste todo en el carro). “Chamoooo, yo no confío. Yo quiero todo ahorita”, dijo el más feo. “Cállate, Randulfo, ya lo oíste, el panita aquí dijo que a la salida. Así que a la salida le damos”, repitió el Negro, el líder.

Los drogadictos se fueron. Pero se mantuvieron a unos 20 metros de nosotros. Hicieron una fogata y pusieron reggae.

Apenas se alejaron, sentimos un alivio. Pensé que habíamos confundido a unos simple cuidacarros de gente en la playa de madrugada con unos malandros de playa de madrugada. Pensé que habíamos tenido suerte y que la vida nos sonreía.

Entonces se apareció el Negro solo.

“Mi pana, tú, el catirito, primero y principal yo me quiero disculpar con ustedes por la actitud de mis colegas aquí. Ellos no saben qué es servicio al cliente. Y bueno, yo se los quiero demostrar. Aquí les traigo estas sillitas para que se sienten, estén cómodos, vean la luna, oigan el mar a esta hora que está riquísimo y si quieren se metan. Están cuidados. No tengan miedo que yo soy aquí el de la zona. El mejor cuidador. Eso sí, panas míos, quiero la colaboración ya y para mí solo. A esos piedreros que están allá no les den nada. Demen todo a mí”.

Yo le dije que sí, mi pana, que le dábamos la colaboración a él. Pero el peo era que habíamos dejado todo en el carro (otra vez diciéndole al carajo la vaina, ¿no?). Que se achante un pelo, que sí iba a cobrar sabroso pero que le bajara dos.

El bicho me vio medio feo. Dijo que “sí va” y se fue como arrecho adonde la fogata de sus otros amigos.
Al rato de continuar hablando paja. Notamos que ya no había reggae, ya no había fogata, ya no había drogadictos salvo el Negro. Este había adoptado una posición extraña. Estaba parado a 10 metros de nosotros mirándonos fijamente; inmóvil con la mirada perdida hacia las olas.

Yo me cagué. Me acordé de Piratas del Caribe Uno cuando los piratas que se parecían burda a estos carajos empezaban a convertirse en una especie de zombies. Eleazar y yo nos vimos y dedujimos que teníamos que irnos. Cada uno agarró su silla y empezamos a caminar hacia el kiosko donde el carro estaba estacionado.

Al pasar al lado del Negro, le dije que se viniera con nosotros, mi pana, que para darte la colaboración por cuidarnos, hermano. Al decirle esto, el bicho ni volteó. Se quedó paralizado como a la espera de una señal que despertara su lado vampírico.

Así fue que aceleramos la marcha hacia el carro que por fin logramos ver detrás del kiosko. No había señal de los otros carajos, pero detrás del silencio se escuchaba un silbido similar al del aire cuando escapa de la presión. Un silbido que bien podía ser de un niño espichando una bomba de aire o de un malandro espichándote los cauchos para robarte.

Eleazar caminó hacia la puerta del piloto y lo vio. Randulfo estaba extasiado, en el momento más alto de la nota tocando una sinfonía de vientos con los cauchos de Amalia. “¿Qué pasó, mi pana?” dijo Eleazar, y Randulfo volvió en sí. Agarró tierra, se la echó a los ojos  y salió corriendo. Acto seguido, el Negro empezó a caminar hacia nosotros lentamente como si nos tuviera dominados con su mente y más atrás de él venían corriendo los otros dos con unos palos encendidos en fuego.

“¡MÓNTENSE EN EL CARRO YA!”, gritó Amalia.

Los tipos no nos alcanzaron. Llegamos con dos cauchos malheridos a El Tirano. Donde un pana en un puesto de perrocalientes 24 horas resguardado por la Inepol nos ayudó a cambiar los cauchos.

***
Un año después, viviendo otra vez en Caracas, me río de esta historia. Estoy seguro de que fue el día más excitante que viví en Margarita. Hasta la parte del muerto fue divertidísima. Aquella que hace referencia al día de 2008 en el que saliendo de jugar Wii de casa de Francesco y caminando con mi aparato a las tres de la mañana para mi casa se apareció un tipo sin camisa y con un pantalón blanco arremangado lleno de tierra roja. Parecía un típico esclavo de la colonia. Él con un machete en la mano izquierda me dio las buenas noches cuando pasé a su lado y acto seguido desapareció. Segundos después lo sentí caminar detrás de mí y efectivamente allí estaba. Corrí cagadísimo a mi casa y me refugié debajo de la sábana viendo por la ventana. Pasó de largo mi casa y más nunca lo vi. Hasta quizás este día de los hippies, el circo y la taxista chillona.
***
Con los cauchos llenos otra vez, volvimos a Paraguachí. En el camino les conté la historia de la aparición del esclavo de la colonia que me persiguió a mi casa un día. Así fue cuando íbamos por la esquina a dos cuadras para llegar a mi casa que a lo lejos lo vi. Era el mismo: alto, sin camisa, con el pantalón blanco lleno de sucio. Aunque era una figura borrosa, estaba seguro de que era él. Yo grité y Amalia metió un frenazo. Le dije “es él” y ella sólo abrió la puerta y me tiró del carro.

“Corre, nene, corre” y yo hice lo posible por salvarme del muerto.

Cuando volteé, venía volando hacia mí un pedazo de saco sucio de tierra empujado por una fuerte brisa. Me frené en seco. Lo agarré dubitativo y me di cuenta de que solo era un saco pegado a un poste lo que había visto. Era inofensivo. Entonces, me reí muchísimo. Agradecí haber sobrevivido. Luego, miré las estrellas. Admiré el silencio y me reí sin entrar a mi casa buen rato.

Al entrar prendí mi celular que ya cargado estaba repleto de mensajes. Les escribí a mis amigos. Les conté del saco y esperé los mensajes de que ya habían llegado bien a sus casas.


6 comentarios:

Victor Drax dijo...

Marico, Moisés, qué bolas, jajajaja. Leyendo esto, dije "Mieeeelda, chamo" como seis veces.

Key dijo...

Pues sólo a ti se te ocurre montarte con una vieja como Dolores Umbridge xD

Susanasoto dijo...

La historia es heavy pero me encantó como lo escribiste.

Andrea dijo...

jajajajaja Moi Mooi no puedo creer esa noche! Me encanta!

Unknown dijo...

¡Qué ironía! (sin un sentido negativo, sino más de admiración) Qué talento posees para hacer de un momento tan heavy una narración tan melódica, ligera y graciosa para el lector. De pana está brutal, me cagué varias veces de la risa.

G. dijo...

Esto me encantó, nunca te había leído así. El "¿y para qué nos montó, vieja verde?" me hizo reír a carcajadas. La ficción mezclada con el temor (justificado) del venezolano a la noche le dan el toque a tu historia. ¡Excelente, Moi!