jueves, 15 de julio de 2010

Cartas Amarillas

                                                                                                                                             
Cartas amarillas

Por Jessica Márquez Gaspar


Dime que este es el recuerdo que hemos guardado. Abrí un libro y encontré entre sus páginas la carta. La última, la que debía quedar entre las páginas 87 y 88, en el capítulo 3 del libro, dónde tan sólo empezaba a desenvolverse la trama.

No se suponía que la encontrarás, me dijo. Sonrió cómplicemente mientras me quitaba el libro de las manos y me observaba como tantas veces. Yo que conocía entonces sus palabras mudas, supe lo que quería decirme. Eran esas pequeñas señales, esas pequeñas pistas que, según él, dejaba al “nosotros” del futuro. A aquellas personas que seríamos muchos años más tarde, cuando las páginas del libro se hubieran tornado amarillas, y la primera lectura nos resultara un recuerdo vago pero dulce, marcado por las soporíferas horas de las tardes y las vibrantes noches al ritmo de los grillos, y las madrugadas robadas al reparador y necesario sueño.

No se suponía que yo buscara aquel libro en particular. No se suponía. Pero aquella noche lo dejé solo en la cama cuando se acercaba la medianoche y caminé con decisión hasta la librería. Extraje el libro, aquel exactamente, sin vacilar, como si sintiera que había sido removido hacía poco tiempo y que emitía una energía especial. Lo abrí entonces con absoluta decisión y PAM, ahí estaba.

Era una hoja doblada en cuatro partes, llena de aquella caligrafía que recordaba a un antiguo lenguaje, por lo complicada e íntima que se había convertido: en un mundo de escritura cibernética, el escribir a mano era un acto casi privado y escaso. Mientras me miraba con ternura fui desdoblando la página. Primero se volvió media hoja, luego la hoja entera. Primero era un conjunto de líneas que se sucedían unas a otras, después era un texto, más tarde era una misiva. Empecé a leerla con premura mientras mi corazón latía, corriendo.

Fui entonces, en aquel instante, la mujer de este momento y la mujer de muchos momentos más tarde, la de años más tarde. Y leí aquella carta como si la leyera varias veces en el tiempo, como si ya la conociera. Recorrí tus verdades y tus mentiras, sentí entonces tus imágenes, recordé contigo los recuerdos nuestros, y olvidé contigo los olvidados. Te amé como me amaste en ese momento. Te odié como te odié antes. Te creí a medias y desconfié bastante. Pero entendí. Entendí lo que pretendías decirme, aunque no fuera verdad, aunque ni tú lo creyeras. Aunque yo, por mucho que quería creerlo, no pudiera.

Porque ambos sabíamos la verdad que nos ocupaba en aquel instante, y aunque aprecié lo que creías, y aunque guardé siempre en mi corazón lo que decías, supe con certeza que no era cierto. Que mentías. Entonces miré a tus ojos y sonreí, porque en aquel momento no importaba. Pero nuestra mentirosa felicidad se fue resquebrajando como las mañanas doradas que dan pasado a las lluvias, al otoño, al invierno, porque es el final del verano.

Y supe entonces, como se hoy, que todo terminaría, evidentemente. Y guardé la carta doblada en dos, luego en cuatro. Como si quisiera que permaneciera dentro del libro, como testimonio de lo que fuimos. Sí, de lo que fuimos. Nunca supe que sucedió con ella, nunca. Hasta aquel entonces en que abrí una caja guardada en una esquina del closet y hallé el libro. Me tomó unos minutos recordar por qué era importante, por qué con un título tan insulso y un autor tan poco importante, permanecía entre clásicos, de Borges y otros grandes. Y, cómo aquella vez que me levanté de la cama, lo abrí con decisión. Y encontré la carta. Con los dobleces marcados como cicatrices, con las esquinas tan amarillas que parecían doradas. Con la tinta convertida en un elemento incierto. Con los años marcados en cada palabra. Tus mentiras en aquel papel, algunas, tus pequeñas verdades. Y lo que fuimos inmortalizando en aquellas líneas, inmortalizado. Sonreí entonces mientras leía, porque supe que estaba leyéndola por primera vez. Porque la mujer que fui en aquel entonces no volvió nunca, y aquella otra, que tomó su lugar, sabía ver bien.

Esta vez no quise dejarme aquella misiva para el futuro. No hacía falta. Pasado como era se tornaría recuerdo en el continoum de mis memorias. Eso era suficiente. Tomé libro y carta, y el primero lo regalé y la segunda la boté. Aquellos clásicos ocuparon un nuevo lugar en mis estanterías, y yo regresé a la cama a estar con aquel otro, aquel que era verdad, que lo había sido durante quince años y que lo seguiría siendo.

Lo que no pude recordar entonces fue aquel día. Aquel en que tomé mis libros, en que ocuparon en perfectas pilas la caja que había tenido entre mis manos. No pude recordar el día en que tus mentiras, quebradas como las alas de una mariposa, por lo delicadas y por lo triste de su ruptura, rompieron lo que fuimos. No recordé cuando sostuve la caja bajo el mentón y sobre mis brazos y volteé a mirarte por última vez. Porque más nunca volví a verte a los ojos como solía hacerlo. Lo lamento, ese día dejé de amarte y no volví a hacerlo jamás. Más tarde, los brazos de otro llevaron la caja a aquel apartamento, y pasó a formar parte de un espacio oscuro, poco ventilado y de poco movimiento, dónde rara vez entraba la luz… y menos aún mis pensamientos. 

2 comentarios:

Gabriela Valdivieso dijo...

Por fin lo leí, qué precioso, qué hermosísimo. estoy feliz de haberlo leído hoy aquí ahora. Muy hermoso amiga, me llegó, estoy escribiendo la pauta!

Jessisrules dijo...

Genial Gaby, gracias! que bueno que te gustara!!! :D Corro a leerla!