No se dio cuenta de que estaba en la cabaña hasta que buscaba
con qué defenderse. Las luces seguían encendidas, pero eran demasiado
brillantes, escocían en la piel. Miró hacia atrás, hacia el bosque y la noche y
la nada, y su corazón se congeló por segundos, preciosos segundos que le dieron
la esperanza de que el monstruo se había ido. Incluso en este contexto, era
optimista.
Lo escuchó con el corazón mucho antes de hacerlo con los
oídos. Es difícil enmascarar las pisadas sobre las hojas: entró a la sala, una
silueta negra que bajo la luz adquirió sentido. Las botas, la máscara, el
hacha. Carlos se encogió ante el vacío, se tapó la boca con las manos, se
maldijo por ser débil, flaco y cobarde. Cerró la puerta. Detrás de sí, la
ventana rota, pero ¿escapar a dónde? Cuando corría por el bosque, le dio la
impresión de que en este parque el verdor era eterno, se repetía y te abrazaba
con gruesos y espesos tentáculos. Entró en la cabaña porque, sin pensarlo, buscaba
luz, en todo sentido. Aquí, dos de sus mejores amigos fueron asaltados y
cuarteados.
Los labios resecos, los ojos hinchados, un dedo fracturado
que hacía que toda la mano le pulsara. El calambre en su pierna nacía de donde
el hacha entró, no sabía qué tan profundo, y que Carlos ignoró porque podía
correr bien. La pierna se durmió y el jean estaba tan rojo que ya no había
forma de decir si la hemorragia había parado. El optimismo decía que sí. Era
más realista concluir que no.
Cojeaba. Le dolía la cabeza. Estaba cansado de correr.
El hombre del hacha vagó por la cabaña. Tenía que ser a
propósito, tenía que saber que Carlos estaba en el cuarto. Adoraba torturarlo
psicológicamente, te quitaba las ganas de luchar. Carlos desenchufó la lámpara
de la mesa y la sostuvo, agarró impulso, iba a lanzar una jabalina redonda de
cerámica. El pensamiento de que era un arma inútil y que el loco llevaba una
máscara de gas que lo protegería no le cruzó la mente.
La sombra bajo la puerta apareció. La presencia detrás del
ahora. Abrió, lento, porque no estaba abriendo con la mano sino con la cabeza
metálica de su arma. Empujando. Imposible saber si con cautela o con sadismo.
Tan pronto el asesino estuvo a plena vista, Carlos lanzó la
lámpara. Se vio desde afuera de su cuerpo, parado de lado, lanzando la esfera
roja con su pantalla crema, trazando un arco con cola de cable. En cámara
lenta, porque aquí el tiempo pasa a veces sí y a veces los tentáculos te agarran.
En vez de estallar en añicos, el hombre de negro se inclinó a un lado y la
lámpara siguió, en un perfecto chapuzón hacia las tablas. Apagada esa luz, el
único albor vino de la luna por una ventana violada.
Carlos no se movió. El asesino no se movió. Quiso gritar,
insultarlo, suplicarle, pero se quedó ahí, mugiendo con los labios estirados.
El asesino dio un paso y Carlos agarró aire, se echó para
atrás.
“Ven”, quiso decirle. A lo mejor lo hizo.
Pero el maniático no fue. Inclinó la cabeza a un lado. Bajó
el hacha, inclinó la cabeza al otro. Resopló. Fue él el que se echó para atrás
ahora.
Por supuesto que era una trampa. Pero ¿y qué tal si no?
Se quitaba la máscara. Debajo, sólo podía estar el diablo, un
demonio vomitado por el bosque para devorarlo específicamente a él y, ahora que
lo había vencido, lo arrastraría a su cueva donde lo mantendría vivo,
comiéndoselo por partes. Cuando la máscara cayó al suelo, Carlos vio lo que
esperaba: el maniático estaba hecho de noche. Una sombra sin cara.
Entonces se acercó y Carlos entendió: estaba a trasluz. Ahí
están sus ojos, su boca.
—¿Carlos?
Ahí está, la trampa. Llamándolo por su nombre.
—Carlos, soy yo, Pascual. Ven acá.
Lo agarró de la muñeca, llevándolo a la luz, donde le abriría
la garganta. Carlos interrumpió el juego: un puñetazo a la oreja, al cuello.
Quiso patear, pero la pierna no le respondió. Estaba mareado.
—¡Carlos, soy yo! —dijo el sudor, el brillo y los ojos claros.
Sí.
Sí, ya estaba entendiendo. Pero eso no podía ser.
—¿Pascual?
Pascual estaba muerto. Todo era una pesadilla en loop. Usted
está entrando en la Dimensión Desconocida.
Carlos se vio la pierna, con la clara iluminación de la sala.
La imagen (el corte en el muslo abierto como una boca arrugada) se mezcló con
el olor de cuerpos que ya no estaban. Vomitó. Como cuando estás muy borracho, sin
saberlo ni quererlo, algo blanco que, viéndolo sobre la madera, pareció leche.
Eso no tiene sentido.
—¿Estás bien? —escuchó— ¿Quieres que te traiga agua?
Alzó la mirada. Era él, Pascual Piñero. ¿Qué sabemos de él?
Amigo del colegio, jugaban Nintendo 64 juntos, vieron a los Red Hot Chilli
Peppers en vivo. Empatado con Corina Villalba. Su mamá era gorda. Murió en un
choque en Tazón. Para un cadáver de cuatro años, Pascual se veía genial.
—No entiendo —Carlos bajó la cabeza otra vez. Su estómago se
volvía un nudo.
—Me imagino. Marico, no sabía que eras tú, ¿por qué no me
dijiste?
Sonido y visión, lo estaban abandonando.
—Déjame traerte agua. Muérdete la lengua. Ya va, siéntate.
El asesino y su olor a tierra mojada lo llevaron a la mesa.
Lo sentaron. El aire de la puerta abierta hizo que la luz colgada del techo se
agitara. Ahora va, ahora viene, una marea con oleaje de ensueño. No quería
saber de muertos ni de sangre, pero igual miró sin conseguir. La mesa tenía un
mantel encima. ¿Por qué ocultarlo? Debajo del mantel, habría un splash que se
derramó cuando José Luis, en un grito abortado, dejó de ser él para ser algo.
Carlos levantaría el mantel y vería la prueba de que todo lo que estaba
viviendo, pasaba de verdad.
Desde la breve cocina, venía el maniático. Su amigo homicida,
Pascual Piñero, el psicópata de buen corazón. Una jarra de agua, un vaso ya
lleno.
—Toma. Bebe.
Obedeció. Miraba a las botas, militares, sucias. Los
pantalones de un material que no era jean, no era tela normal, era como grueso.
No quería verlo a la cara, porque lo conseguiría sonriendo.
Los pies se alejaron. Una silla se arrastró. El maniático se
sentó frente a él. Carlos recordó un documental de E! True Hollywood Story:
Cuando las locas de Manson apuñalaban a una de sus víctimas, la moribunda dijo
“Para, ¿no ves que ya estoy muerta?” Carlos entendía.
—Qué bolas conseguirte aquí. No te vayas a tomar personal lo
de la pierna. Vamos a hacerte un torniquete. Yo tengo material para suturas,
pero tengo que ir a mi casa. Es más rápido que salir de aquí y llevarte a un
hospital. ¿Cómo te sientes, tienes frío?
Carlos puso el vaso en la mesa.
—Me quiero ir a mi casa —dijo.
—¿Todavía vives con tu mamá? Oye, voy a ir al baño. Ahí posé
los cuerpos de tus amigos para que te cagaras cuando lo vieras, porque es
depinga y me imagino que estoy loco. Voy y con sus ropas te hago un torniquete.
Prométeme que no te vas a ir corriendo.
Iba a vomitar otra vez.
—Carlos. Responde.
—¿Qué quieres?
—Prométeme que no te vas a ir corriendo.
—¿A dónde coño me voy a ir? ¿No estás viendo que casi me
cortas la pierna?
Pascual se reclinó.
—Sí eres exagerado. Si quisiera cortarte la pierna, lo
hubiese hecho. Ya vengo.
Carlos no supo cuánto tiempo pasó. Primero Pascual ya no
estaba, ahora sí, ahora le hacía un torniquete (un nudo de trapo en el muslo),
ahora traía más agua.
—Bebe.
—No quiero.
—Le eché azúcar.
—Métete tu agua por el culo.
Una risa familiar, pasos que se alejan, el hacha lejos,
posada en la repisa. La silla rechinó, estaban frente a frente otra vez.
Pascual abrió las manos.
—¿No tienes ninguna pregunta?
—No.
—Eres un protagonista de mierda, Carlos. Pregúntame por qué.
Pregunta cómo fingí mi muerte. Dale. Pregunta.
Carlos apoyó el codo en la mesa, se sostuvo la frente. El
corte se veía mal. A lo mejor perdería la pierna. Aunque sabía que eso
afectaría el resto de su vida, en ese momento no le pareció tan grave.
—Carlos.
—Coño, déjame en paz.
—Pero pregúntame. Cómo hice para entrenar, para prepararme.
Llevo tres años haciendo matancitas en este parque, ¿no te pareció que el
alquiler de esta cabaña estaba barato? ¿Ustedes no ven noticias?
—Necesito llamar a mi mamá.
—Aquí no hay señal. Por lo menos de Movilnet. Y corté las
líneas telefónicas.
Lo que estaba pasando se aclaró, un rompecabezas que, al
terminarlo, tiene tu propia imagen terminando al mismo puzzle: Estaba en una
película de terror ochentera. Vio varias con Pascual, cuando eran panas, hasta
que se ladilló porque todas son la misma paja. El resto de la historia era poco
original y simplista: Un enfermo decidió seguir al sueño de su vida. Mamá,
cuando sea grande quiero destripar gente.
—Carlos.
—Mierda, ok: ¿Por qué, Pascual? ¿Por qué traicionaste nuestra
amistad? ¿Y cómo no me di cuenta de que eras un… —quiso insultarlo con algo
grandilocuente, algo mejor que lo que se le ocurrió:— loco?
El asesino encogió los hombros, se pasó las manos por el
cabello y un rastro de sangre, que incluso parecía falsa, quedó sobre su
frente. Una pincelada de tempera.
—Porque me gusta. Porque quiero. Anticlimático, ¿no?
A Carlos no le importaba lo que “anticlimático” quería decir.
—Me molesta que saques lo de la amistad, ve. Incluso antes de
morirme, tú ya no me hablabas. Andabas con tus amiguitos emos.
—No sé de qué estás hablando.
—Salimos del colegio y me sacaron el culo, Marlon y tú. Yo sé
que yo era raro, pero ustedes me dejaron morir.
Tuvo que pasar varios segundos para que Carlos entendiera que
estaba oyendo el reclamo de un psicópata celoso. Campamento en las montañas de
la locura.
—Corina me dejó y normal, las mujeres son así, pero ¿qué te
dejen los amigos? Éramos panísimas hasta que Ortiz se metió a evangélico y
Marlon y tú se hicieron los locos.
—Tú eras el loco. No hablabas. Veías demasiado tu teléfono.
Una vez Marlon lo revisó y consiguió un poco de fotos de carajas muertas.
La expresión era difícil de identificar: los ojos grandes, la
boca abierta. La mano al pecho, otra vez en la pierna, otra vez al pecho.
—¿Por qué revisaron mis cosas?
—Pascual, no me importa. No me importa nada, déjame ir.
Pascual contempló a la realidad en animación suspendida. Una
estatua orgánica. Carlos pensó en una falla cardíaca, en un paro respiratorio,
la muerte súbita del cazador y sería libre. Sabía que no estaba en condiciones
para recorrer el bosque, que a mitad de camino se cansaría, se echaría a
agarrar aire y ya no se levantaría más.
Era disparatado, pero si Pascual seguía con vida y lo sacaba de ahí,
como dijo que haría, tenía amplio chance de ver al amanecer. Así es como nace
el síndrome de Estocolmo.
Pascual parpadeó. Carraspeó.
—Equis —dijo—. Vamos a sacarte de aquí. Te voy a hacer de
muleta. Si sientes que te resbalas, te agarras de los ganchos del abrigo, aquí.
Estos. ¿Qué te parece? ¿Ves cómo brilla con la luz? Se llama “Marko”. Es ropa
resistente al fuego. ¿Sabes las películas, que queman al tipo al final? A mí no
me van a joder. Pantalones, guantes, todo.
Afuera, la vida nocturna seguía business as usual. Grillos indiferentes.
—¿De dónde sacaste eso?
—Cazando ofertas, bebé. Materiales industriales, igual que la
máscara. Si buscas bien por internet, consigues lo que sea. Ven. Dame la mano.
Esperaba que el guante negro se convirtiera en las mandíbulas
de un perro, esperaba los dientes aplastándole los huesos hasta el codo. Pero
agarró la mano. Era una mano normal.
De cerca, detalló que a Pascual se le estaba cayendo el pelo.
Tenía líneas en la frente. Vellitos en los lóbulos. Carlos dio un paso y la
mitad de su cuerpo le dio la espalda. Era bueno estar apoyando en un amigo tan
firme, si bien las circunstancias del reencuentro eran Lynchianas. Pascual lo
encaró. Ojos grises a la distancia de un beso.
—De verdad me dolió que no quisieran ser más mis amigos
—dijo.
Carlos se hundió en sí mismo. Buscó una excusa, enfrascado en
la mirada depredadora. Caminaron. Llegaron a la puerta. Carlos se agarró del
marco.
—Espera aquí. Voy a buscar la máscara.
—Pascual.
Interrumpió la retirada.
—Siempre recuerdo los buenos momentos.
Pascual aspiró la frase, cabizbajo, parpadeando lento.
Sonrió.
—Yo también.
Se fue. Afuera, un carro que no quería prender y que él igual
no podía manejar. La memoria de horas atrás. No sabía dónde estaba la casa de
Pascual, se imaginaba otra cabaña al corazón de las tinieblas.
—Ayúdame con esto, Carlitos.
Carlos se giró cuando la hoja ya iba en bajada. Tuvo el mismo
sonido de la leña cuando la cortas en dos: seco, directo, un puño sin acústica.
La cuchilla abrió el cráneo en diagonal, incrustándose en los huesos y
salpicando negro y espeso. Pascual haló y el resto del cuerpo vino con él,
cayendo, colapsado de lado, con los ojos mirándose la punta de la nariz. Una
lenta baba negra supuró de la incisión. Pascual se quedó ahí hasta que la tinta
cubrió la mitad del rostro. Era lo justo y piadoso. Sin dolor. Así es como
matas a los seres queridos.
El año que viene, se las ingeniaría para traer a Marlon.
Capaz cambiaba el estilo y lo iba a buscar en su casa. Sería inesperado. Apagó la
luz, arrimó al cadáver con un pie, cerró la puerta. Adiós.