lunes, 25 de enero de 2010

Hacia el horizonte...camino


Hacia el horizonte… camino

Por Jessica Márquez Gaspar

Lo umbrales parecían amontonarse, superponerse unos sobre otros, agruparse en un rincón de mi memoria, de mi historia, como si se tratara de retazos de canciones que ya no canto o de nombres perdidos en el tiempo. Tuve que desempolvarlos para poder apreciar su antigua pero igual presente belleza. Contrario a lo que esperaba, estaban ordenados cronológicamente, formando una irregular pila que amenazaba con derrumbarse de un momento a otro.

Desarmando el montón tomé el que servía de base con curiosidad. Estaba cubierto de telarañas por ser el más viejo, y nada más tocarlo supe lo que guardaba. Cuando cumplía once se me presentó una oportunidad única: mi mamá tenía la posibilidad de un año sabático, y lo tomó en el exterior. Antes de saberlo estaba viviendo en un apartamento alquilado en Madrid, no muy lejos de la Universidad Complutense, y en pocos meses me sumergí en Europa, en aquella particular y maravillosa forma de vida que me era desconocida. Entendí entonces que la vida como la conocía era sólo una ínfima parte de un planeta, que aquello que llamaba “patria” y “hogar”, era tan sólo un rincón del mundo. Esta consciencia me acompaña desde entonces, y me acompañará toda la vida.

Decidí sentarme en el piso para seguir observando los curiosos umbrales. Este tenía bordes afilados y era de una forma casi desagradable a la vista. Se refería a un año particularmente terrible, que supuso varias despedidas que nunca he superado. Fue cuando comprendí la importancia de la vida y la muerte, maduré de pronto y dejé mi niñez abandonada. Pronto me llené de ausencias irremplazables y una parte de mi nunca volvió a ser la misma. Los recuerdos de aquella época me alcanzan aún, desprevenida, en los momentos más inesperados. Tuve ganas de tirar aquel umbral, pero supe que a pesar del dolor que implicaba, era una parte importantísima de quién soy, de en quién me he convertido. Terminé por apartarlo a un lado con desagrado.

El siguiente umbral era de colores. Reconocí sin esfuerzos los recuerdos agridulces de mis 16 años, que despedían ilusiones y algunas canciones de rock que aprecié especialmente. Descubrí en aquella época mi vocación periodística. Bajo la tutela de Dariela me sumergí en la escritura de artículos, y pronto entendí que eso haría el resto de mi vida. Hubo rabia también. Pero algo era diferente en mí, tenía ahora una dirección, un propósito, y me avoqué a perseguirlo con todas mis fuerzas.

Después venía un umbral de formas irregulares, pero muy hermoso. Inspirado en el Pastor de Nubes de Calder y en los edificios de Villanueva, aquel representaba mi entrada a la UCV para cumplir mi sueño de estudiar Comunicación Social. Supe entonces que había llegado a casa. En los recovecos de la Ciudad Universitaria encontré un nuevo hogar y me fui aceptando como intelectual. Fue un reencuentro conmigo misma, y sentí que, por primera vez, sería verdaderamente parte de un espacio, de un colectivo. Y lo fui. Coloqué delicadamente este umbral en el suelo, mientras la poca luz que entraba por una diminuta ventana le arrancaba destellos de colores.

Finalmente, el último de los umbrales, el más nuevo. Podría pasar por una hoja cualquiera. Era liviano y limpio. Ese lo recordaba bien. Después de muchos años me había atrevido a hacer público lo más privado que poseía: cuentos, poemas, crónicas. Las narraciones que habían vivido siempre en la oscuridad. Los resultados fueron maravillosos: creado Letras a Litros, ahora escribir era un proceso colectivo, divino, divertido. Me acepté como escritora y descubrí que nada me hacía más feliz que aquello. Descubrí con asombro como podía ser verdaderamente entre las palabras, y cuánto me llenaba el compartir ese proceso con otros. Observé con cariño aquel umbral por un rato. Después lo aparté también y reflexioné.

Estaba ahora ante un nuevo umbral. Aquel era desafiante e increíble al mismo tiempo. Por golpes del destino, mi ejercicio laboral había comenzado, y descubrí la docencia como necesidad, la investigación como razón, y la teorización como explicación necesaria del mundo. Poco a poco me iba formando como profesional, como individuo. Sentía también una fuerza interna que parecía haber estado latente muchos años, pero que ahora afloraba con intensidad. Entendí, de pronto, que se debía a que había hecho paz con mis recuerdos, con aquellos puntos negativos de los umbrales de mi vida, y que sólo quedaba lo mejor de ellos, que formaba parte de mi imperfecto ser, que me componían, pero que ya no podían dañarme, ya no dolían como antes.

Me levanté del suelo y por un segundo cientos de imágenes, de momentos, de sensaciones, desfilaron por mi mente a toda velocidad. Entre ellas algunas muy agradables de reciente data. Supe entonces que aquel era el mejor umbral hasta ahora. Supe también que era necesario haber vivido esos momentos decisivos, esos puntos de mi vida que habían marcado un “antes” y un “después”, pues me habían llevado a este nuevo umbral. Eran escalones, pasos hacia la felicidad. Respiré entonces profundo, y con valor di un paso al frente. Empecé a caminar hacia el horizonte, hacia un nuevo panorama. Con la mirada fija en el futuro, y un gesto sereno en mi cara, dejé aquella habitación sin mirar atrás, y me interné en el umbral que me correspondía vivir, porque este es el momento: el mejor de mi vida.

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