viernes, 21 de enero de 2011

Onryo

Victor C. Drax
Primer match del segundo contraletras
Victor vs Paula vs Samar Misterio en el extranjero

Los que conocían a Gerardo Valdés lo tenían como un exitoso hombre de negocios. Tenía sólo veintiocho años, pero su sueldo ya estaba por encima del promedio nacional, tenía dos inmuebles a su nombre y a veces viajaba por placer en los fines de semana, siempre fuera del país. Asesor jurídico de una de las principales empresas de Venezuela, su novia era una reconocida estrella de televisión, con aspiraciones muy realistas de lanzar su carrera a nivel global. El sueño yuppie vuelto realidad.

Pero ese no fue el hombre que consiguió Andrés esa tarde. Gerardo era una versión desahuciada de sí mismo, pálido, ojeroso, con barba de una semana y el espíritu quebrantado de mucho más.

—Sólo quiero que me digas —pidió Andrés—, ¿los mataste tú?

Alrededor de ellos, el mundo seguía igual, ajeno al sufrimiento particular. Una pareja de jóvenes nipones clásicos, con cabellos de todos colores y atuendos post-punk, reía entre tazas de té. Más acá, un sarariman leía la prensa con un plato de sopa miso enfriándosele enfrente.

La camarera, una discreta jovencita que apenas hacía ruido al caminar, se aproximó a ellos.
—Tei-syoku? —preguntó.
—Nan-to ossyai masitaka? —contestó Javier.
—Tei-syoku.

Javier sacudió la cabeza. No, no estaba interesado en ver la carta, no lo estaría durante horas. La jovencita se marchó con su andar silente y Javier bendijo la discreción japonesa una vez más.

El rostro de Gerardo estaba sumergido entre las sombras que creaban sus manos al sostenerlo sobre la mesa. Andrés puso la mano entre ellos dos, sobre el mantel blanco, a plena vista de su colega. El olor a tierra mojada de la llovizna de Tokio entró a través de la terraza.
—¿Fuiste tú?
Gerardo habló primero con la mirada y luego con la boca. Para cuando admitió el delito, Andrés se había hundido en su silla con el peso de saber que estaba frente a un asesino.

Asesino, claro, era un eufemismo para lo que Gerardo había hecho. Aquello fue una carnicería.

La natural paranoia de Andrés le hizo mirar alrededor, en busca de curiosos, de demasiado interés. A partir de ahora, que sabía quién era el responsable de las muertes, si no lo entregaba se convertía en cómplice.

—La policía —dijo, todavía mirando alrededor—, la policía se presentó en mi oficina. Me preguntaban por qué no estaba yo en el hotel la noche… en que todo ocurrió. Sospechan de ti y de mí.

Sostuvo la copa de agua con desinterés. No sabía si estar asustado o compadecido del otrora hombre modelo que todos habían querido ser. Al mirarlo, el retrato de un sujeto distinto al que conoció, la pregunta que siempre brotaba en un momento como este volvía a aparecer:

—¿Por qué?

Había retrocedido en su memoria, caminado sobre sus propios pasos desde la noche en que se fueron de juerga hasta la mañana en que llegó al hotel con aquella resaca, para verse sometido por policías.

Hay gente que reacciona muy mal con el alcohol (algunos sociópatas bebían antes de entregarse a sus aventuras homicidas), pero ese no era el caso de Gerardo. Aquella tarde salieron de la reunión con el señor Matsuhara y el señor Aoki, de la Mitsubishi, y se fueron de parranda a celebrar el millonario contrato. Un puñado de yuppies venezolanos triunfando en el Tokio cyberpunk ameritaba una visita a Kabukicho, el reconocido sector del placer. No era la primera vez que lo visitaban, perdiéndose entre sus más de tres mil restaurantes, locales nocturnos, tascas, cafés-karaoke y demás. La diferencia radicaba en que esta vez acudían para darle acción a lo que, hasta ahora, había sido una fantasía borracha.

—¡Vamos a coger putas chinaaaaaaaas! —gritaba Federico, sin la menor preocupación a la mentada discreción, ni al hecho de que quizá los muchos yakuza en las cercanías podían hablar castellano.

Primero fue el predespacho en el sushi-bar de costumbre. El nihonshu (una especie de sake) siempre les había maravillado: con dos pequeñas copitas tenías el mismo impacto que con dos cajas de cerveza; era un invento maravilloso. Siempre que iban recordaban la oportunidad en la que Fede, asumiendo que todo el alcohol del mundo es igual, se había servido el nihonshu en el plato de sopa, tomándoselo todo a continuación. Los demás, que ya habían visitado Kabukicho, se quedaron boquiabiertos, con la sola voz de Gerardo repitiendo “mariiiicoooo”. Fede quedó inconsciente en el acto y al día siguiente no sabía dónde estaba ni quiénes estaban con él. Fueron buenos tiempos, que dolían cuando Andrés los repasaba.

Fueron entonces a una de las “casas de masaje”, donde cada quién entró en una habitación, eligiendo posteriormente a una chica en un menú. Andrés no podía rendir cuenta sobre la experiencia de los demás, pero sí sobre lo que recordaba de la propia. Estaba ebrio, en demasía, al extremo en que ignoraba si le había cumplido a la muchacha o no (para preservar el ego, omitiría esa parte de la historia a futuro). Sabía que salió del burdel y tiene la vaga memoria de meterse en un bar de karaoke. Despertó a la mañana siguiente, gracias a los esfuerzos de un mesero de muy malas pulgas. La luz del sol lo recibió como recibiría al Conde Drácula, así que se las ingenió para comprarse unos lentes oscuros baratos en las cercanías, un par de analgésicos (que eran vendidos en paquetitos individuales, con una pastillita de comiquita dibujada en el empaque) y pedir un taxi que le llevara al hotel. Fue cuando llegó al hotel que la realidad lo abofeteó.

—Sólo quiero que me digas por qué lo hiciste —insistió.

Las manos le temblaban. No se había dado cuenta.

Gerardo sacudió la cabeza, empezó a hablar, se interrumpió y empezó de nuevo. Se inclinó al frente, bajando la cabeza.

—Fui yo, pero no fui yo —dijo—. Fue ella.

Andrés se quedó en la misma postura que tenía. Lo único que estaba claro era que nada estaba claro. Bien podía ser Gerardo como quizá no. Entendió que el pobre maldito pudo despertarse en medio de la masacre y salir corriendo, asumiendo lo peor.

Pero no tenía sentido. Las cámaras del hotel lo habían visto abandonar muy calmado.

—Explícate bien, broder.

Gerardo se aclaró la garganta y bebió un sorbo de su copa. Se secó los labios con el dorso de la mano.

—Fue ella —repitió—. La puta. Me pegó algo. Tengo algo por dentro.

—Algo por dentro.

Gerardo asintió.

—Eso no tiene sentido.

—Llama a la policía. Quiero que me encierren.

De repente no estaba tan loco como parecía, después de todo. Andrés la llamaría, claro que la llamaría. Pero no aún. La curiosidad mató al gato, pero nada mató a la curiosidad, que se quedó ahí, picando en el cerebro.

—Gerardo: ¿Qué pasó esa noche en la habitación?

Gerardo se abrazó, arrugó el rostro y empezó a llorar, tapándose los ojos con una mano. Los otros comensales empezaban a voltear en su dirección, algunos cuchicheaban. Otros fingían que no oían nada.

Andrés le puso una mano en el hombro.

—Tranquilo, tranquilo. Respira.

Gerardo respiró a tragos profundos. Habló hacia el suelo, no a su interlocutor.

—¿Te acuerdas que llegamos al burdel borrachos, no?
—Sí.
—Yo ni siquiera elegí a mi caraja. Me quedé dormido en la cama.
—Entonces ¿cómo…?
—Escúchame, escúchame… me quedé dormido en la cama. Y ella entró en la habitación. Yo no la había pedido, pero entró. Me desperté y asumí que la había llamado, pero cuando la vi a los ojos, supe que no… que no estaba bien. tenía los ojos rojos. Todo rojos, como dos globos de sangre espesa.

Andrés se llevó un puño a la boca. En efecto, Gerardo se había vuelto completamente loco.

—Abrió la boca —continuó— y… y lo vomitó. Lo vomitó.
—¿Qué vomitó?

Volvió a sacudir la cabeza.

—No puedo más —se dijo.

Qué bueno. Andrés había escuchado suficiente.
Pasaron la conversación con unos tragos de silencio, que Andrés sabía que su amigo necesitaba mucho más que él. Le invitó un poco de agua y Gerardo bebió.

—Ahora voy al baño, ¿ok? —dijo Andrés— Espérame aquí.

Realmente iba al mostrador a pedir el teléfono. Llamaría a la policía y les diría que no sólo estaba con el principal sospechoso de la masacre del hotel Hokkaido, sino que acababa de escuchar su confesión. Gerardo pidió que lo encerraran, pero perturbado como estaba, podía cambiar de opinión de golpe e irse corriendo si sabía que la policía venía en camino. Se puso de pie…

—Era como un bebé —dijo Gerardo, hablando entre sus manos, fijadas en su cara—. Pero no tenía piernas, sino como una cola. Era como un gusano. Y se arrastró. A… Me habló, me dijo en español, cubierto de una baba negra. Sabía a cebolla.

Gerardo tenía a su amigo sujeto por la muñeca, la misma presa firme de las águilas al capturar una presa.

—Nos fuimos a la habitación y ahí sucedió —dijo, esta vez mirándolo a los ojos. Las lágrimas le habían hecho surcos en la cara manchada de tierra. Se había puesto más sereno—. Yo no podía controlarlo, pero lo vi. Caí al suelo bocarriba. Me arqueó la espalda hacia abajo y me puse de pie. Caminó de espaldas con mi cuerpo, con la cabeza hacia el suelo. Y los mató, con los dedos y con las uñas y con los dientes.

Soltó la muñeca de Andrés.

—Cuando me desperté, todavía tenía sangre y… cosas entre los dientes.
—¿Tomó control de ti?

Gerardo movió la cabeza. “Sí”.

—Y esta criatura los mató.
—Con mi cuerpo.
—Con tu cuerpo.
—Y con cosas que le salían de mis dedos. Como… gusanos. Y a veces habla conmigo. Por mi boca.

Andrés asintió. Era una defensa clásica. Echarle la culpa a una segunda personalidad por delitos que obviamente habías cometido tú.
Quizá en el caso de Gerardo, era cierto. El cuento era un exabrupto, pero sí podía ser un extraño caso de personalidad dividida.

Andrés fue al mostrador y cumplió con su plan. Volvió a la mesa, encendió un cigarrillo y se quedó con su antiguo amigo, serenándolo con una mano en el hombro hasta que la policía irrumpió en el lugar. Gerardo parecía ya estar esperándolos. Apuntarle era innecesario: se entregó ofreciendo las manos para las esposas. Andrés lo vio marcharse, escoltado por dos agentes, pensando qué raro había sido todo este caso de los asesinatos.

Y todavía lo miraba cuando Gerardo echó la cabeza hacia atrás, hacia atrás, con la boca abierta, doblando la espalda y las manos esposadas hacia el techo, una U sobre el suelo.

—Pero te me salvaste tú —dijo, con la voz metálica y cacofónica de un choque entre dos camiones con víctimas fatales—. Te atraparé, Andrés.

Los agentes lo sacaron del café a la llovizna de Tokio, dejándolo ahí, con un tubito de ceniza entre los dedos.

Un caso muy raro de verdad…

5 comentarios:

Jessisrules dijo...

Me gustó muchísimo. Excelente de verdad flaco. Me quedé con ganas de leer más.

Gabriela Valdivieso dijo...

Emecé: Me cagu... Wow, Vic. WOW. Siempre decimos "no, que Vic es genial en el género del horror, y tal", bueno, descubrí que no lo *sabía*. Jaja, capaz tampoco sabía lo que era este género. Creo que lo más cercano ha sido que si "Escalofríos". Y qué lejos de esto.

Um... Esteee... Sigo nerviosa pues. Esteeeeee.. me gustó el narrador. La el gato curioso, el cierre del tubito... Creo!

Creo que lo odié. Si lo amé lo odié, no es así la jerga en este mundo? Porque lo odié es que lo amé? Ja, teach me more, quiero máaaaaasalaralalaralara!!! (efecto de lengua serpientesca que retumba en mi cabeza!)

Anónimo dijo...

Víctor, me gustó mucho. Adoré el hilo narrativo. El final estuvo un poco noventoso, me hizo recordar varias series de suspenso adolescente de los noventa. En fin, me gustó mucho.
Moises

José Leonardo Riera Bravo dijo...

Chamo, me pareces el ganador indiscutible!!

Eres demasiado arrecho!!

Eres un ESCRITOR!!

Ya me veo en unos cuantos años leyendo tus best-sellers en una oficina màs de nuestra burocracia!

Podría ahondar en los detalles que fundamentan mi juicio sobre ti, pero sabemos que no es necesario!

Sin duda, cuando te preguntan cuál es tu trabajo, puedes decir orgulloso: soy escritor. En pleno!

Esta parte me pareciò muy poetica:

"—Tei-syoku? —preguntó.
—Nan-to ossyai masitaka? —contestó Javier.
—Tei-syoku."

Y esto... "La curiosidad mató al gato, pero nada mató a la curiosidad", EXPROPIESE!!!

Victor C. Drax dijo...

Gracias.

La confección de Onryo fue complicada, porque no me satisfacía. La escribí varias veces, pensando que la historia podía ser una cosa, pero terminaba siendo otra (originalmente planeaba una historia más gráfica, más brutal, pero el texto no se prestó para ello). La oportunidad de mostrar más y asustar a través de la repulsión no surgió. Así que decidí irme por la otra opción: sugerirlo.

Fue complicado, no estaba seguro de que les fuera a gustar. Le escribí a Jess "terminé el cuento y no me gusta".