martes, 16 de marzo de 2010

El Día En Que El Mundo Se Fue


La glock de Jorge descansaba en la palma de su mano, como una reliquia sacada de una pirámide de acero y cristal. Supo siempre que llegaría el momento en el que tendría que tomar esta decisión, conocía las normas repetidas ad nauseam con respecto a los que los medios comenzaron llamando “desafortunados.” Y esta vaina no debió suceder nunca.

Tenían tres semanas sobreviviendo juntos, Miguel, Danilo y él, todo con un poquito de previsión, suerte y discreción. Se encontraron con un grupo armado bastante mayor (realmente el grupo los consiguió a ellos) y, en vez de defender al banco como el fuerte orgulloso que creían haber creado, hicieron lo lógico: cogieron la comida y se encerraron en la bóveda. Los saqueadores vinieron, trataron de abrirles el refugio de acero, le dispararon a las placas metálicas, se ladillaron, tomaron toda la plata que pudieron y se fueron. Tras horas de silencio, el trío se asomó fuera de la bóveda para comprobar que el banco estaba a solas. Reforzaron los obstáculos que habían puesto en la puerta y se rieron, pensando en que por ahí hay un grupo de saqueadores malandriles con los bolsillos llenos de plata, en un mundo en el que el dinero ya no valía una mierda.

Tenían un récord estupendo de estabilidad, sin siquiera un rasguño en un mundo salvaje, y nada de eso tenía importancia ahora, porque en la lotería de la vida que era la supervivencia en Caracas desde mucho antes del apocalipsis, hoy le había tocado a Miguel. Ayer estaban conversando sobre las memorias de la infancia. Hoy, Danilo y él conversan sobre qué van a hacer con el que se había vuelto una parte integral de sus seres, y que ahora esperaba en una oficina, con el tobillo apenas vendado y la muerte parada a su espalda.

Porque cuando pierdes a la gente que quieres, la vida nunca tiene la puta cortesía de darte diez segundos de ventaja.



Sentado frente a él, con los codos apoyados sobre las rodillas, Danilo cogió aire para hablar… y lo que hizo fue llevarse las manos a la cara y llorar. Viéndolo sacudir los hombros y sollozar de dolor, Jorge no pensó en que Miguel podía oírlo. Todo había pasado tan rápido, desde que Miguel gritó en el estacionamiento hasta que lo trajeron cargado de vuelta al banco, que no había tenido chance de caer en cuenta sobre la realidad. Miguel iba a morir: un hecho tan ineludible como que en unas horas se pondría el sol y mañana volvería salir. Aunque los muertos dejaran de caminar en 24 horas y la sociedad renaciera en 48, las cosas jamás volverían a ser igual.

Siempre se dijo que sería fuerte cuando un momento así se presentara. Y ahora se tenía rabia y hasta asco por estar llorando con su amigo, sin poder ofrecerle un miligramo de fortaleza a nadie.

¿Cómo llevas a cabo la tarea de matar a un ser querido? ¿Debían hablarle primero, tratar de anestesiar el asunto, o sería menos doloroso entrando y disparándole de una? ¿Debían esperar a que muriera y resucitara? ¿O era mejor hacerlo ahora y recordarlo como un hombre, nunca como un animal?

Afuera, los cristales de las ventanas empezaron un coro alimentando por los golpecitos de una lluvia neonata.

Estaban a dos cuadras del banco. Una regla que se habían impuesto era nunca entrar en territorio desconocido. Estúpidamente, creyeron que si se quedaban en lugares que conocían, podrían vivir indefinidamente. Los hombres somos muy buenos diseccionando las situaciones y poniéndoles pasos a seguir, luego nos sentimos incapaces cuando las situaciones se muestran indómitas. Era un supermercado. Casi toda la mercancía estaba saqueada, pero siempre hay un depósito o un pequeño oasis del que nadie se acordó durante el caos. Danilo y Jorge buscaban entre los anaqueles, Miguel esperaba en la puerta. Todos llevaban armas de fuego en el cinto, pero nunca las habían usado. Se defendían con martillos, bates y armas cuyas acciones no retumbaran sonoramente. Jorge creía que eso era lo que les había permitido pasar por debajo de la mesa. Pero, sabiendo cómo es la vida, eso quizá no tenía nada qué ver.



Miguel era pesimista por naturaleza. Decía que no era pesimismo, sino paranoia. Todos tenían el derecho a ser paranoides en la tierra heredada por los muertos, pero lo de Miguel era otra cosa. Una criatura parada en medio de la calle era parte de un enjambre mucho mayor. El ruido de motores en la lejanía era el de saqueadores que venían a matarlos a ellos. Un rasguño hecho con escombros en la calle se infectaría, se gangrenaría y llevaría a la muerte y a una resurrección que no era exactamente eso. Jorge entendía lo que eso significaba, a un nivel subconsciente. Al decirse siempre lo peor, Miguel se reforzaba el espíritu, mantenía las expectativas bajas. Cuando Miguel gritó, Danilo y él se miraron las caras por un par de segundos. Salieron corriendo al estacionamiento del supermercado, sin reparar en el ruido que hacían. Jorge vio a Miguel tirado en el suelo agarrándose el tobillo y, si bien supo qué fue lo que sucedió, corrió hasta él, alimentándose la idea de que estaba equivocado, sin un buen motivo para hacerlo.

El culpable permanecía en cuclillas medio metro más allá. Era un niño. Tenía el cabello alborotado, sucio, cubierto de aceite y grava. Un manchón de sangre le bajaba por el mentón. Al sentir cerca a más personas, se puso de pie, mirando a una esquina en el cielo, se pasó las manos por la camisa, llenándola de tierra y de sangre seca y extendió los brazos a ellos, sin caminar, sin rugir. Sólo estirando los brazos con los dedos hacia el suelo.

Jorge sacó su pistola glock y le apuntó a la criatura directo al rostro. Comprendió, entonces, lo ridículo que era cargar con armas que no planeaban usar.

—No —le dijo Miguel—. No le dispares, chamo, tranquilo. Vas a ver cómo me pongo bien. Guarda eso, que no ha pasado nada.

El peso de decir que todo iba a salir bien, cuando sabías que no sería así.

—¿Esto es lo que nos hace humanos? —le preguntó Jorge a Danilo en la oscura tumba que se había vuelto el banco —Esto que vamos a hacer. ¿Nos salvará del infierno de nuestras conciencias?

Danilo sacudió la cabeza, mirando al suelo.



Se pusieron de pie y fueron a la oficina donde Miguel esperaba. Él los miró, detalló las expresiones en sus rostros y deslizó la mirada a la pistola en la mano de Jorge. Cruzó los brazos y ni siquiera así pudo controlar su cuerpo de los temblores.

Afuera, a un mes del cierre del último McDonald’s del mundo, el planeta giraba igual. La lluvia caía sobre los carros chocados. Los pájaros batían las alas montados en las ramas, con las sombras del fin ante sus ojos indiferentes. El viento sopló entre los edificios abandonados, como lo haría mañana y todos los días siguientes. El sol no nos echaba de menos.

Parados frente a Miguel, Danilo respiraba por la boca. Nunca podría levantar el arma al que consideraban un hermano. Jorge lo sabía y sabía que la cruz la debía llevar él. Para siempre a sus espaldas. El precio de no haber sido lo suficientemente previsivo. El precio de pensar demasiado. El precio de vivir cuando los demás han muerto.

Levantando la pistola hacia la cabeza de Miguel, Jorge contuvo el aliento.

4 comentarios:

Victor C. Drax dijo...

Un agradecimiento especial a Blogspot, por joderme la fuente un rato.

Karim Taisham dijo...

blogspot; para eso estamos.
wordpress: vente, chamo, vente!.


noelia: que cuernos hace esa gente comentando en tu cuento , vale? \ muy bueno vic, no es mi estilo. pero estuvo bueno.

G. dijo...

Apartando que uno de los fucking nombres me atormentó, está genial la historia. Caracas bajo el control de los muertos en vida, I like it.

Victor C. Drax dijo...

No te imaginas cómo he fantaseado con la vaina. Va a pasar. Ya verán. Ya viene...