lunes, 10 de agosto de 2009

Dispara, menor, dispara

Por José Leonardo Riera


La casa de Esleyter, al igual que la de Demetrio, Abigail y Albano, quedaba junto al lugar de reunión de los malandros de Carapita. Éstos, allí, fraguaban sus futuros actos delictivos y comentaban animados los anteriormente ejecutados. Hablaban de las jevas, de los fariseos y, además de esto, fumaban marihuana y bebían aguardiente San Thome (hecho en Venezuela).

Para Esleyter esto no era ningún problema, ellos nunca se metían con él. Y él, cuando se cansaba de escuchar las locuras y/o estupideces de aquel grupo de malandros, se sentaba al piano y empezaba a tocarlo tan perfectamente como lo hacía su abuelo, quien fue el que lo enseñó.

Una que otra vez, incluso los mismos malandros gritaban: ¡Épale menor, disparate una de esas piezas cartelúas que tú tocas! Y Esleyter, haciéndoles caso, tocaba contento; eran esos malandros los únicos seres en el mundo que lo escuchaban y aplaudían su talento. Ese chamito se la lacrea, decían éstos al terminar de escucharlo.

Esleyter, además de estar acostumbrado a escuchar el piano, también escuchaba, bastante a menudo, el ruido de disparos. No obstante, por primera vez en su vida, esos ruidos se escuchaban junto a su casa, en el lugar de reunión de su “público”.

Los malandros del callejón fueron a matar a los malandros de la vereda, justo en el momento en que Esleyter daba uno de sus recitales. El sonido de los disparos hizo que él se detuviera mientras que, malandros contra malandros, se mataban unos a otros. Algunos estaban escondidos, otros corrían de un lado a otro y, aunque ya había pozos de sangre en el suelo, todavía se veían las balas por el aire.

Esleyter se estaba quedando sin público.

El líder de la banda tumbó la puerta de la casa de Esleyter. Una vez adentro se agachó y, al darse cuenta de que lo miraban sorprendido, dijo: Costilla, toca el piano ahí, ¿sí va?

El pianista estaba agachado junto a su piano, tan asustado como sorprendido, en el momento en que vio que el único miembro de su público disparaba hacia fuera de su casa. Dispara, menor, dispara, le gritó el malandro.

Esleyter le hizo caso, disparando magistralmente sus notas musicales que, con el ruido de los disparos, provocaban una sinfonía para morirse.

Aún agachado, pero sin dejar de tocar, pudo ver al malandro quien, lleno de disparos, sangre y emoción, le dijo: Bien por esa, chamito. Y Esleyter se quedó allí, disparando arte y belleza a tanta sangre y horror.