miércoles, 17 de agosto de 2011

Besos con Sabor a Synth-Pop

A las seis de la tarde, ya estás harto, te duele la espalda, tienes demasiado calor y el aire acondicionado te enfría demasiado las manos.

Es una cuestión de debilidades adquiridas.


El trabajo es genial. La gente es agradable y la paga es buena. Aunque lidias con el público prácticamente toda la jornada, muy rara vez obtienes a alguien con actitud, con problemas de personalidad. Los histriónicos. O los que creen que al no seguir las reglas son un copito de nieve especial y diferente a todos los demás.


No obstante lo bueno, para cuando me tengo que ir, estoy preparado para colapsar sobre la cama. Lo he pensado, cómo quizá no he desarrollado la coraza protectora contra la marcha laboral —que realmente no existe, de la misma forma en que los matrimonios perfectos no existen.


Al grano: estoy cansado y me voy a mi casa y no quiero saber nada de nadie.


Entro en el ascensor, solo, pulso el botón de planta baja y recuesto la espalda en la pared de la caja. Tratar de dormir en el breve instante en el que el elevador me lleva a mi destino será un secreto entre la cámara de seguridad y yo.


La puerta no se termina de cerrar. Ella mete primero una de sus manos, blanca, frágil, de estatua, seguida por un brazo delgado. La reconozco mucho antes de que el resto de su cuerpo pase entre las puertas que se separan; algo así como cuando Moisés separó las aguas, pero electrónico y mucho más femenino.


Se ve diferente. Lleva el cabello distinto, ha abandonado sus ropas góticas, tiene un aire ya no de chama, sino de mujer. El rostro. Los ojos. Esas manos de porcelana. El orden de los factores no altera el producto.


Se detiene durante breves segundos cuando me ve y entonces entra. Como si hubiese pensado qué haría si nos volviésemos a ver por casualidad, que es exactamente lo que yo he hecho. Les da un vistazo a los botones del ascensor y pega su humanidad contra una esquina, la más alejada de mí.

La odio. Con la furia ardiente de un millón de soles.


Para que la historia tenga sentido, habría que ir al pasado y, cansado como estoy, no planeo darnos a todos un viaje por la campiña del recuerdo. Puedo darte los elementos básicos (y dime si esta historia te resulta familiar): un chamo conoce a una chama. Por esas vueltas que da la vida, terminan juntos en un breve, pero intenso episodio de como cuatro meses. Algo sucede en lo que serían las últimas semanas: empiezan a evitarse porque, parece, no pueden soportarse. Van en direcciones muy distintas. Tienen tiempo sin hablar de verdad y cuando lo hacen, la conversación es tensa. Están buscándose motivos para discutir —casi siempre los consiguen. Ella cree que él está muy distante. Él cree que ella está demasiado irritable. Tienen tiempo sin hacer el amor –si es que alguna vez lo hicieron.


El final fue explosivo. Aquella tarde, él estaba muy ocupado y ella lo llama. Al ver su nombre en la pantalla del celular, él se pasa una mano por la cara. Diez segundos después están peleando (rompiendo un récord personal), pero esta vez hay insultos nuevos. Ya no se trata de ganar la discusión, sino de lastimar. Aunque las palabras varían, lo que se están diciendo es “muérete”. El otro responde “no, muérete tú”.

Fast-forward.


Estamos en el ascensor otra vez.


Las respiraciones son pesadas, como las que tenían los vaqueros momentos antes de que terminara el duelo. El ascensor muestra los números en verde digital. Descendiendo. Un reloj en retroceso pertinente no al tiempo sino al espacio. Se supone que todo pasa por una razón y a mí sólo se me puede ocurrir que en el cielo están Jesús y San Pedro haciendo las apuestas. En esta ocasión, los gladiadores pelearán con dientes y uñas.


Es increíble. Lo único que quiero es llegar a mi casa, darme un baño y dormir, pero resulta que ahora tengo que lidiar con esto. En el libro de Cómo Joder Irremediablemente Tu Día Antes De Que Termine, este es el capítulo uno. La situación sólo podría empeorar si se va la luz y tengo que compartir quince minutos más con ella, bajo la muy apropiada luz de emergencia. Hey, esto es Caracas. Puede pasar.


El ascensor.

Baja.
Demasiado.
Lento.

Toso con discreción y en mi siguiente aliento aspiro su aroma, a durazno, a limón, a tardes de burlarnos de la cultura pop. Dicen que los sonidos y los aromas son el más fuerte gatillo de la memoria. El sonido que trae los latidos de su corazón es el de conversaciones profundas y a veces ridículas sobre el futuro. Ella me hablaría de todas las maneras en las que el problema del mundo es que está lleno de personas, yo levantaría mi cerveza y brindaría por ello. Estoy haciendo un esfuerzo consciente por detestarla, casi tengo que repetirme que la odio. Se aclara la garganta, llevándose sus deditos a ese punto sobre su tráquea, como el instante previo a cualquier comentario suyo que sería seguido por una burla mía, sentados en la acera bajo la luz edulcorada de los faros nocturnos, compartiendo una cerveza o un cigarro, como se comparte un beso que en exceso puede ser nocivo para la salud.


Acuérdate de que la odias.


Es importante eso.


Este ascensor no va a llegar nunca a planta. Pego las manos a la pared y tamborileo suavemente con los índices. No me doy cuenta de que es una canción que nos gusta a los dos hasta que ya voy por la mitad de la estrofa. Esto es ridículo. Necesito concentrarme en una forma de desquitarme de ella, alguna venganza inútil, infantil, que haga que me mire con ojos llenos de odio fingido, amenazándome con un puño pequeño de muñeca china, como siempre hacía.Sonrío, al espacio, a nada en particular, a las memorias. Levanto los ojos y ella está sonriendo también. Por un corto suspiro, el que hace el ascensor al frenar para abrir las puertas, nos cruzamos las miradas. Reímos. Las puertas se abren.

“¿Cómo estás?” digo.
“Bien. ¿Y tú?”
“Todavía malaconducta”.
“Qué bueno, no me decepciones. Sabes que… lo más raro es que me he acordado de ti burda últimamente. Vi esa película que te gusta, la del vampiro con Willem Dafoe”.
“Shadow of the Vampire”.
“Ah, ¿ves que yo me acuerdo? Y tú no te acuerdas de nada mío, you bastard”.
“Más o menos; nunca te presto atención cuando hablas, en verdad”.
“Yo sé, yo sé”. Helos ahí, el odio fingido y el puñito.

Hay gente con la que cuesta molestarse.

Es una cuestión de debilidades adquiridas.


Las puertas empiezan a cerrarse de nuevo y en una estocada le doy al botón para evitarlo.


“Señorita” le señalo la salida con una mano.

“Gracias”, dice ella y salimos juntos.

3 comentarios:

Victor C. Drax dijo...

Para Brian K. Vaughan.
(No homo).

José Leonardo Riera Bravo dijo...

Yo diría que este es un texto debut en ti. No creo haber leído antes algo parecido a esto. No de tu parte, claro está.

Me gustó. Pude sentirme en ese ascensor.

Hay un buen equilibrio entre la narración y los sentimientos generados.

Me gusta!

A final de cuentas, cada uno de nosotros, en distintas etapas de nuestras vidas, optamos por salir, juntos, de ese ascensor que es amar...

Victor C. Drax dijo...

Gracias, Leo.

Si no sales del ascensor así, siempre te vas a estar preguntando "¿qué habría pasado si...?"
Y eso, hacerse esa pregunta, es lo que uno no se puede permitir.