Voy a hacer trampa para esta pauta.
Sé que se trata de quién eres, pero después de darle todos los enfoques que me resultaron atractivos, descubrí que no quería hablar de quién soy sino de quién fui. Sí, ya sé que eso no está muy bien, que se acuerde una pauta y uno salga después con otra cosa. Pero los voy a recompensar con una historia que nunca le he contado a nadie. Y es de mi infancia. ¿Ya tengo tu atención? Sí va.
Estaba creo que en quinto grado. Para hacerle contexto a lo que viene, tienes que comprender que yo siempre, de toda la vida, he sido amante de las películas de terror y ciencia ficción y tal. Si tiene monstruos, robots, tiros o sangre, ahí estaba yo pegado a la pantalla. Si te sientes moralista, puedes decir que es lo que pasa en una cultura donde la violencia es habitual, porque mi mejor amigo del colegio era parecido. El juego por elección era Doom, el primero que implantó efectivamente ese género en el que ves tu arma saliendo de un borde de la pantalla y le disparas a los enemigos que van saliendo (entre los entendidos, se llama “shooter de primera persona”). Si lo juegas ahorita te va a parecer una ridiculez, con los píxels y las voces electrónicas, pero en aquel momento era la gloria. Podías pasar horas matando muñequitos, tripeándote las gráficas muertes (si le disparabas a los soldados con un lanzacohetes, los despedazabas).
Aparte de Doom, Mortal Kombat II. La mejor parte era al final, los famosos fatalities. Tu enemigo ya no tiene energía y cuentas con pocos segundos para meter un código secreto. Si lo hacías bien, tu personaje le agarraba los brazos al otro y se los arrancaba de un tirón. Chorros de sangre salían, acompañados con los gritos del desafortunado. Excelente.
Separados de los videojuegos, todavía teníamos la imaginación. Nuestro juego favorito de los recreos era anónimo, pero aquí vamos a llamarlo “La Matancita” (porque así era que uno de los maricas con los que jugábamos lo describía, “estoy cansado de jugar a La Matancita”. Pajúo). Era simple: mi mejor amigo y yo éramos asesinos. Todos los demás eran víctimas. Al principio del juego, elegimos armas (las guadañas, navajas de barbero, martillos y motosierras eran burda de populares). Ya, eso es todo: corran. Ganamos nosotros si los matamos a todos, ganan ustedes si se salvan.
Puede sonar preocupante, pero era bien inocente. A veces uno de los demás jugadores pasaba a asesino (que yo recuerde, ni mi mejor amigo ni yo fuimos víctimas, nunca) y nos reíamos burda. Esta era la época en las que los demás niños creían que eran adolescentes y nos tildaban de “gallos” porque todavía jugábamos y leíamos cómics. Nadie jamás se tomó algo del juego a ofensa y mi mejor amigo y yo dejábamos las acciones macabras al campo de lo imaginario.
Excepto aquella vez.
Uno de los chamos que andaba con nosotros, vamos a llamarlo “Conehead”, era la ladilla personificada. Vulgar, mentiroso, metido, de esos carajitos que creen que las estupideces que hacen son gracias y hay que aplaudirlas. Nadie se calaba a Conehead, así que gravitó hacia nosotros, que descubrimos en poco tiempo que tampoco teníamos paciencia. Lo intentamos todo, desde no hablarle (“Qué ladilla, ahí viene Conehead” me decía mi amigo. “Ignóralo, así se va rápido”) hasta amenazarlo con golpes. Era inútil. El maldito siempre se sentaba con nosotros, todas las putas mañanas, a hablar de cual de las niñas ya se estaba desarrollando, o cómo ver porno en la tele.
Sólo quedaba una solución. Había que matarlo. O sea, ¿qué más quieres? Pensamos en todo.
Fue en educación física que tramamos el plan. Todavía me acuerdo, sentados en las gradas, como siempre lo hacíamos mientras todo el mundo jugaba fútbol. No teníamos pistolas y no queríamos llevar cuchillos al colegio –si alguien nos descubría, habría sido difícil de explicar. No, la solución era tóxica. En mi casa había unas pastillas desinfectantes que, si las dejabas en las esquinas, mataban insectos y demás pestes. Cuando elegí ese método, no lo hice por la simbología (Conehead era una maldita plaga), sino porque darle un nestea envenenado era sencillo. Él siempre se compraba el vasito plástico; si uno lo aislaba y distraía mientras el otro metía la pastilla –que habría sido machacada en polvo–, el estúpido se la iba a tomar. No sabíamos cuánto veneno usar, así que acordamos dos pastillas. En retrospectiva, dos no contenían la toxicidad suficiente para matar a una persona, el plan estaba destinado a fracasar, pero nosotros no lo sabíamos. Éramos unos niños planeando un puto homicidio.
El impacto de esa idea no nos llegó sino mucho después, cuando ya teníamos los ingredientes a la mano y había que esperar al receso. A las ocho y media, salíamos y esperábamos a que el mariquito se compre su desayuno. Uno se acerca a hablarle de Mortal Kombat y a mostrarle una revista con todos los fatalities. Cuando Conehead volviera a su desayuno, nosotros miraríamos. De ahí pa’ adelante, el plan perdía detalle.
Bueno, uno de nosotros dijo “¿No has pensado en lo fácil que es esto?”
“Sí”.
“¿Qué va a pasar después? Podemos hacérselo a todo el que nos moleste”.
“No había pensado en eso”.
Era una conversación en la que no nos veíamos a la cara. Recuerdo estar concentrado en mi mono deportivo.
“No quiero que matar a una persona se haga más fácil. Y si matamos a Conehead, eso es lo que va a pasar”.
En nuestras mentes pre-púberes, el plan era a prueba de fallas. Pero estábamos conscientes de que cada crimen que repites aumenta las probabilidades de que te agarren. No lo sabíamos, pero estábamos experimentando una respuesta habitual entre los delincuentes: toda consecuencia es preferible a ir a prisión. No estábamos pensando en nuestros padres (el shock y el dolor que sentirían), ni en los padres de Conehead (eh, no nos importaba nada de él), ni en volvernos el tema de un capítulo mal actuado de Archivo Criminal. Nos importaba no ir a prisión, unos niños que ignoran que pararían en una cárcel de menores que no se parece en nada a las que salen en la tele.
“Chamo… qué ladilla” dijimos y botamos el veneno.
Así de simple, pasamos de potenciales nuevos homicidas a asesinos de píxeles habituales.
Lo siento, ojalá esta historia tuviera un clímax más dramático.
Ese año, la profesora, que también odiaba a Conehead, decidió hacerlo repetir de grado, nosotros pasamos y él se quedó. Otros los heredaron y fuimos felices hasta unos dos años después, que empezó la pubertad, y volví a odiarlos a todos y unos años más tarde Eric Harris y Dylan Klebold tomaron las armas a su escuela y yo pensé “Hey, esa idea no está tan mal”.
Pero no, ese cuento es para otro día.
2 comentarios:
Jajaja pobre Conehead! xD
Nah, tenías que verlo. Era una ladilla, me imagino que todavía lo es.
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