Paula vs Samar vs Víctor: Misterio en el extranjero
Me paré ahí porque sentí que él me veía. Tantos kilómetros recorridos para verlo y necesitaba asegurarme que él también sentía mi presencia. Lo miré pero él, con la vista irónicamente hacia el cielo, parecía evitarme. Sus hermosas alas parecían filosas, tan filosas que me provocaba cortarme la piel con ellas, sangrar por él y gracias a él. “Grita –le pedí-, grita tanto como yo lo hice el día que te conocí, ese día que apareciste para robarme el sueño y para obsesionarme con cada centímetro de tu piel de piedra que quisiera poder acariciar”.
Su hermoso rostro, ese mismo que había visto sólo en foto, seguía esquivando mis ojos. Con tanto miedo de caer y a la vez tan soberbio que no podía bajar la vista para mirarme. Yo sabía que su esencia estaba ahí porque mi piel se erizaba como la del primer beso. “Tómame”, le seguía implorando. Él siguió ahí, frío –increíblemente frío- e inmóvil sin buscar tocarme, sin querer sentir el calor que me invadía por la excitación de verlo.
Madrid se quedó muy lejos, aunque mis pies estuvieran en su suelo. Éramos sólo él y yo, el reinado de un ángel caído y la fiel certeza de que yo lo seguiría a donde fuera. ¿Éramos sólo él y yo? Así creí hasta que del otro lado de la calle vi que un hombre me miraba. Su fija mirada parecía un insulto porque no era la que buscaba, una bofetada a mi viaje. Haber venido desde tan lejos para recibir la atención de un cualquiera desató una terrible irá en mí.
El hombre cruzó la calle y un deseo invadió mi ropa, luego mi piel y el resto de mi cuerpo. No necesitaba tocarme, no necesitaba acercarse más para que la lujuria se apoderara de mis ganas de vestir y las arrojara al suelo como yo quise arrojar mi ropa. La ira fue mermando y me sentí hermosa, como si nunca nadie me hubiese visto de esa forma, con tantas ganas de devorarme aunque estuviera satisfecho. Como siempre quise.
Mi ángel caído seguía ahí, en su plaza, en Madrid, a 666 metros sobre el nivel de mar. Él no me veía pero sabía lo que sentía y lo aprobaba, porque su piel de piedra empezaba a vibrar con la mía.
Una mujer de curvas pronunciadas se acercó al hombre, ahora al otro lado de la plaza, miró la estatua de Lucifer con desaprobación, con asco, y otra vez sentí ira. Tomó al hombre de la mano y lo besó apasionadamente como si supiera lo que yo estaba deseando en ese momento. La quise odiar, pero lo único que podía sentir era envidia y mis ganas de tenerlo a él aumentaron. No pude moverme, no quise moverme. La maldije y dejé que el viento me acariciara.
“No puedo moverme de aquí”, me dije y volví a buscar los ojos de él, pero seguían mirando al cielo. “Cómo has caído de los cielos!”, dijo San Jerónimo. Yo agradecí que pudiera tenerlo tan cerca. Lo amé y lo odié.
Bajé la mirada y el hombre de la plaza seguía ahí, más cerca. Tan cerca que pude ver sus manos manchadas de sangre y que la mujer voluptuosa había desaparecido. No me preocupé por ella, más bien me alegré que se hubiera ido, quizás para siempre. Pero el miedo se apoderó de mí. El hombre estaba cada vez más cerca y yo no quería moverme, me pesaba el cuerpo y me daba fastidio moverme. No quería, sí podía, pero no quería.
Sentí que comenzaba a caer, abrí la boca como Lucifer para gritar, pero no pude. Me sentí de piedra, tan fría y tan rígida. Busqué sus ojos en el cielo, pero sólo veía sus alas, sus filosas alas con las que podría cortarme con tanto gusto, pero ahora estaba más lejos que antes.
El hombre de la plaza estaba ahora sobre mí. Ya no podía ver a mi ángel caído, pero podía sentirlo más que nunca. Estaba en él y estaba en mí porque el miedo había desaparecido al imaginar que ese mismo dolor lo había sufrido la mujer de las curvas que hace poco besaba la boca que se acercaba a mis labios.
2 comentarios:
Paula, qué arrecho! Me gustó demasiado. Intenso!
Ja!! Pauli, definitivamente tus artículos periodísticos no han bloqueado esta habilidad. Excelente. Efectivamente misterioso jaja. Cruel esta narradora que decide hasta cuándo tenernos en ascuas!!
Publicar un comentario