Once muchachos que quedaron picados porque el primer Rally Metropolitano de Escritores les pareció muy corto decidieron irse a los bares nocturnos caraqueños a beber birras y leer literatura. Cuando la cosa no dio para más crearon este blog porque las maravillas que estaban haciendo se estaban desbordando
martes, 17 de mayo de 2011
¿Confiar...?
Confiar es poner una venda en tus ojos y seguir un camino que ya no puedes ver. Pero, ¿en quién se está confiando? ¿En los demás? ¿En nosotros? La confianza tiene poder, tanto de crear como de destruir. La creación de la confianza lleva tiempo, paciencia, empeño. En cambio la destrucción, increíblemente devastadora, es rápida; destruir la confianza de alguien, e incluso la propia, sólo requiere un minuto, un segundo, casi nada, incluso a veces ni siquiera se necesita un pensamiento.
Confiar. No en todos los casos nos da la victoria, de hecho, podemos confiar en nosotros y perder. Yo sé de eso. Se cree que será distinto si lo intentamos de nuevo, que ganaremos, que encontraremos lo que hemos buscado por años sin éxito. No. Las cosas no cambiarán con el hecho de confiar en que lo harán.
Hay que saber perder, y eso no es precisamente pesimismo. Es determinación, entendimiento de lo que nos pasa, aceptación. Luego, llega la parte en donde nos preguntamos qué es lo que haremos. ¿Ganar? ¿Perder? Ni siquiera queremos jugar más. Ya no lo intentamos, pero no por miedo al fracaso, sino por la certeza de que no llegaremos a nada. No hay meta.
Las ilusiones sólo son eso, ilusiones. La realidad es otro asunto más bien distinto. Abrir los ojos y mirar que el sitio por donde has caminado es un desastre resulta desalentador, pero puede que lo sea más si ves lo que tienes delante. ¿No es mejor retirar por completo la venda y seguir? Al menos así verás dónde pisas, evitarás lastimarte otra vez. Ahí está la verdadera fuerza, la verdadera resistencia, el verdadero valor.
Y mientras pienso, sigue lloviendo, aún estoy en mi silla...
viernes, 13 de mayo de 2011
La silla que elegiste para mí
miércoles, 11 de mayo de 2011
Como en el hospital
Cuando llegó la ambulancia, ya no había nada que hacer. Se llevaron el cuerpo y determinaron que la causa de la muerte había sido un infarto común. En este caso, la palabra común se refiere a que el infarto no tenía nada de especial, era como la margarina común, una mavesa, o como la sal común, esa que se usa en la cocina, o como una iguana común, esas que están en extinción, pero que se ven en algunos parques.
El entierro de María fue sencillo. Dos o tres personas lloraron más de lo común: un esposo, un hijo y una madre; seis personas dejaron escapar una lágrima fuera de los focos de sus lentes oscuros; y una parte un poco mayor sólo dio pésames, tomó café y observó su reloj.
María había muerto en la sala de lectura de su casa. Su esposo, quien ahora recordaba todas las peleas como absurdas, quien ahora esbozabas sonrisas con lágrimas al sentir la nostalgia, fue el primero que la vio al encontrarla muerta.
Al mirarla, no pudo evitar desesperarse y sentir un gran vacío en su estómago. Estaba tendida en el piso con un cuarto de café en la mesa y la silla a su lado que dejaba ver que se había caído de ella.
El esposo la tocó, pero la sintió caliente, se imaginó que estaba viva y que llamaría a una ambulancia y todo se solucionaría, su María viviría. Para su sorpresa su corazón latía lentamente, pero con ritmo. No sabía que le había pasado, ella siempre fue una mujer sana, vegetariana y que hacía yoga.
Corrió a buscar el teléfono y llamó a una ambulancia, de algún servicio privado porque venían más rápido. “En quince minutos estamos ahí”, le dijeron, “Rápido que se me muere María”, dijo desesperado. Colgó y fue a recogerla, a recostarla del sofá.
María tenía los ojos abiertos y movía los labios, el esposo se sintió más tranquilo. Trató de levantarla mientras ella trataba de decirle algo. Se detuvo a escucharla, pensó que podía ser algo importante.
“He hecho cosas malas”, fue su lectura de labios. Al segundo intento pegó el oído a su boca y escuchó lo mismo. “Todos hemos hecho cosas malas”, dijo él, “aguanta, por favor”. Apenas habían pasado dos minutos desde que llamó a la ambulancia.
Entonces, con un esfuerzo sublime María levantó la mano y apuntó a la biblioteca. “Mann”, susurró. El esposo corrió y buscó algún libro de Thomas Mann, al que su esposa le encantaba. “La Montaña Mágica” sobresalía en la biblioteca porque era el más grande y tenía un marcalibros que mostraba que le faltaban diez páginas.
El esposo lo tomó y volvió al piso, al lado de la silla donde estaba María y empezó a leer. Mientras lo hacía vio cómo los ojos de su esposa se hacía más brillantes, pero a medida que llegaba pasaba las páginas se dio cuenta cómo su esposa perdía su escencia y a pesar su vida se iba.
El marido escuchó el último de su mujer aliento a finalizar la última página, un minuto antes de que llegara la ambulancia. En el instante en el que murió, María le dio un apretón fuerte en el brazo a su esposo. Como si quisiera transferirle lo que le quedaba de vitalidad. Y entonces se fue.
Un enfermero, después de que los médicos confirmaron la noticia y el hombre se había calmado, le preguntó qué libro estaba leyendo su señora. “La montaña mágica”, dijo él, “sólo he leído las últimas diez páginas y no entendí nada”. “Es un novela fatídico, pero fascinante”, dijo el enfermero.
“Ahora no quiero hablar de libros”, dijo el marido.
Al mes, el marido, en honor a su señora, empezó a leer “La Montaña Mágica”, lo hacía todas las noches en la terraza de su casa, sentado en la chaise-longue, el lugar donde había muerto María.
Al poco tiempo, el hijo entró en la casa y vio a su papá tendido en el suelo al lado de la misma silla.
viernes, 6 de mayo de 2011
Carta de Recuerdos
Caracas, 6 de mayo de 2011
Querido:
Un abrazo,
Carolina
Aves cuando llega el día
miércoles, 4 de mayo de 2011
Para Saerileth


Querida Saerileth:
Muchas lunas han transcurrido desde la última vez que acaricié tu suave rostro, en las montañas de Los Bosques Dracónicos. Recuerdo tus palabras y me aferro a ellas con toda la intensidad que mi corazón me permite. Verás, cuando te dejé para unirme a la armada del Rey Hrothgar, era un elfo intelectual. Ahora… mucho ha pasado.

Los pielesverde, pues esos sí son unos animales. Bestias. Llegan a enclaves de los Reinos Sagrados a violar y matar, no necesariamente en ese orden. Y lo que

Mira lo que te estoy contando. Cuando empecé esta carta, la idea era hablarte de los lugares que he visitado, los hermosos amaneceres en las costas de Goldenridge. Tampoco te he hablado de las recompensas que he recibido; hace dos días, Sir Dazzinger me volvió almirante. No tiene demasiado significado, si te soy sincero, pero pensé que te alegraría, saber que te vas a casar con un mago de guerra almirante.
Hace dos meses llegó este muchacho, Kirsky. Músico de profesión, servía ahora con los jinetes de reconocimiento. Cantaba horrible. Me explico: no tenía mala voz, pero las tonadas que componía parecían copiadas de un gato en celo moribundo. Él se tomaba las críticas muy bien, siempre con algún comentario en el que él mismo era el objetivo del chiste. No me gustan demasiado los humanos, pero ese tipo tenía la actitud correcta. Hoy en la mañana, los pielesverde capturaron a los jinetes y les rebanaron la garganta. No hemos conseguido a Kirsky aún, pero no tengo muchas esperanzas.

Mañana vamos a atacar la fortaleza de SangreNegra, el comandante troll. Mis órdenes son distraer la artillería enemiga con un ataque frontal a las puertas del recinto, lo que se traduce en “ataque suicida que con suerte durará lo suficiente como para que los otros regimientos se infiltren”. Este trabajo de verdad tiene sus momentos.
Te amo, Saerileth. No sé cuando volveré a casa. No sé cuándo podré cumplirte esa promesa de Los Bosques Dracónicos. No sé qué clase de elfo verás en mí cuando por fin regrese. Pero pienso en ti a cada instante y creo que eso es lo único que me ha mantenido cuerdo en esas largas noches de vigilancia. Porque cada niño pielverde que mato, muere para que tú y yo tengamos un mejor mañana.
Añorando tu sonrisa,
Alberich Winteraven
Almirante de Los Reinos Sagrados
Comandante de Los Flechas Negras
Consejero del Sil’Arenathar

Carta de un impulso y una necesidad desesperada

Rennes, 4 de agosto de 1949
Querido Pierre:
Todos los días lamento que no estés en Rennes, pero un buen amigo mío me ofreció llevar esta carta por mí a París; sé que se lo agradeceré siempre. No me gusta llamarte por teléfono, porque me hace infeliz el hecho de oír tu voz sin poder ver más que una fotografía.
Confío en que alguien traerá al mundo una forma diferente de comunicación para las personas que se aman tanto como nosotros dos. Quisiera adelantar el tiempo, hacer que actuara a mi favor, ¿no parece que este año estuviera haciéndose tan largo como un siglo?
Sueño que te veo regresar conmigo a Rennes, que paseamos por las calles desiertas en horas de la noche y que por fin puedes pedirme que huya contigo. Imagino la cara de mi padre y mi madre, ¡qué escándalo! Pero no me importará. Cuando estoy contigo no pienso en el futuro ni en el pasado, sólo en el presente, nuestro presente.
Cuando vuelva a verte estará terminando el otoño, con sus hojas en tono café y rojo, y la naturaleza dará lugar al invierno. Ese día podré respirar de nuevo el mismo aire contigo, no puedo esperar más.
No me olvides, te extraño cada vez que parpadeo, que pienso. Me gustaría que no te preocuparas, todo está de maravilla, sólo haces falta tú. El verano y su calor no me agradan demasiado, pero se marcharán en poco tiempo. Cada día camino por la calle que te gusta y veo ese acogedor café, pero no entraré de nuevo hasta que regreses. Vuelve pronto, por favor. Te ama,
Sophie.