miércoles, 2 de diciembre de 2009

Ya es hora

Por Jessica Márquez


A Ella

Que me regala tantas horas de paz

Gracias a la vida que me ha dado tanto
Me ha dado la risa y me ha dado el llanto


Eran las dos de la tarde, pero no lo parecía. La luz de la hora, fugitiva, se ocultaba. Parecían más bien las seis, las cinco, incluso las cuatro. Era una luz grisácea, de presagios.


¿Cómo debía sentirme?, me preguntaba mientras caminaba hacia la entrada. El silencio de la atmósfera, silencio de sábado por la tarde, me asombró. Esperaba una multitud en la entrada, no una multitud enardecida, pero sí el murmullo callado que proviene de un grupo reunido aunque se encuentre en el más absoluto silencio: como si la presencia misma de los cuerpos pudiera crear una melodía, un único sonido que se alzara sobre el silencio que todos intentan mantener. Un silencio, sin embargo, elocuente.


Es el silencio de aquellos que lloran la muerte.


Pero en la entrada no había nadie.


Un letrero con letras blancas le daba forma a lo esperado. Poco a poco se iba dibujando lo que parecía tan solo un grito lejano, algo incógnito para el oído: el nombre de aquélla que no vendría más. Entonces descubrimos a aquellos desconocidos y, en el medio, una figura familiar. Nos unimos entonces a un dolor que no compartíamos, un dolor que no brota de nuestra propia piel, sino que nos llega por la cercanía y la conexión íntima con aquel que sufre.


Me atrevería a decir que es aún peor.


Tengo pocas reglas en mi vida, sobre todo porque no me gusta romperlas, bueno, sí, pero por ello tengo pocas para no caer en la tentación. La principal es no ir a funerales. Sencillo. Y sin embargo ahí estaba, parada frente a aquello que tanto temía, con una presión en el pecho, debajo de la ropa negra… como el luto.


Pero nada fue como lo esperamos. Todo adiós marca el alma de una u otra manera, pero ellos parecían despedirse de una forma que me era, hasta entonces, desconocida. Acostumbrada como estoy a las vidas truncadas justo ahí, en el nudo del argumento, sin desenlace, sin FIN, sin nada, -a las historias de finales bruscos-, me fue absolutamente ajeno aquello que sucedía.


Hollywood es un experto en crear imágenes de lo no-experimentado, de lo no-vivido. De esta forma jamás he disparado un arma, pero puedo fácilmente imaginarlo y, quizá, llevarlo a cabo. Mis expectativas de una funeraria, por ende, estaban a medio camino entre las películas de vampiros que se levantan de su tumba (aunque no me fascine el género), y aquellas tristes escenas en que los personajes lloran la muerte, irreversible.

Adentro la luz parecía jugar a lo íntimo. Discreta y cálida. pero no en exceso, caminaba por los rincones, sobre el ataúd, entre los presentes, alumbrando los rostros sin contorsiones de dolor, sin llantos inesperados, bruscos, desgarradores, rostros llenos de una inexplicable paz, que parecía ocupar una de las sillas de terciopelo rojo del lugar.


Durante mi estancia observé amor, cariño, solidaridad, pero no los generados por el vínculo terrible, por el puente maldito, que se teje cuando los destinos de varios se cruzan en el dolor, en el maldito dolor que proviene de la muerte trágica. Eran sentimientos en su forma pura, en el adiós, en la última palmada, en el último beso, en las últimas palabras, para aquel que había partido, y en el abrazo y la mirada tierna para aquellos que se quedan.

No me vi decepcionada, en varias formas se parecía bastante a la imagen mental que me acompaña desde hace años. Hollywood lo hizo bien. Recorrí el espacio con la mirada hasta toparme con un viejo reloj de pared, de péndulo, que marcaba la hora lentamente. En aquel segundo cuarto, el de la familia más cercana, el más íntimo, fuimos recibidos por la figura que nos invitara a aquel suceso.


Ella relató, tan humanamente, los últimos minutos de la fallecida, que sentí entonces una nueva dimensión de su ser. Sumida, como había estado en los últimos años, en el deterioro de sus capacidades psíquicas, aquel personaje ahora ausente había olvidado tanto… pero en su lecho de muerte recobró el aliento perdido, la palabra extraviada, para despedirse de sus hijos y ordenarles, como si aún fueran niños, que rezaran todos juntos, y corregirlos: “como lo hacía mi esposo, su papá”.


-Hija, siento miedo.

-¿Miedo a qué, mamá? ¿A la muerte?

-Sí.


Las horas finales de la noche se la llevaron. Su alma se elevó dulcemente mientras dormía. Para cuando se percató, ella ya estaba fría. La abrazó por última vez, en estado profundo de shock, incapaz de hacer más nada, incapaz de reaccionar. Pero allí ya no quedaba nadie. Ya no.


Horas más tarde un mensaje de texto, corto, conciso, afirmaba: “Mi mamá falleció, hoy de madrugada. Velorio en la Vallés mañana en la tarde”. Esas palabras nos trajeron al interior de aquella funeraria. En un patio, como si se tratara de un encuentro de gente cercana, todo el mundo se saludaba, se presentaba, mientras tomaba café o jugo, y comía galletas.


Entonces la hora cambió y se hizo poco a poco dorada. Eran casi las seis y el quórum empezó a disolverse. Pero la presión ya no estaba en mi pecho. Nos despedimos y salimos del edificio.


Supe de pronto, mientras me alejaba, que aquella no había sido únicamente la primera vez que visitaba una funeraria. Era la primera vez, en mis veinte años, que presenciaba una hermosa muerte: la de una mujer que falleció a sus 95 años de causas naturales. Que tuvo tiempo de despedirse, de decir adiós; de pedir perdón, de arrepentirse. Que se fue en paz, rodeada de sus seres más queridos, cuidada, protegida. Ni siquiera supo que se había ido. Al final, creo que se disipó su miedo. Y por ello no dejó miedo detrás de ella. Dejó a un grupo de individuos que la despedía como si partiera en un tren a un destino lejano.


Sí, fue hermoso. Ese adjetivo se aplicaba a la muerte, aunque yo no lo creyera.


Otra regla que termina rota, quebrada.


Fallecer sano, física, emocional y espiritualmente, es invaluable.


En un país donde los momentos finales llegan a oscuras, en el pánico del atraco con revólver o en el valor ante el criminal, sólo frente a aquel que te quitará la vida, -muy frecuentemente en la oscuridad de la noche-, fallecer porque incluso la vida tiene final, es un acto hermoso.


Es la historia que termina como deben terminar todas: donde va el punto y final, porque ya no queda más que decir, porque ya es hora.

Gracias a la vida que me ha dado tanto


Gracias a la vida, gracias a la vida

9 comentarios:

José Leonardo Riera Bravo dijo...

P
R
I
M
E
R
O

José Leonardo Riera Bravo dijo...

Me gustó mucho y lo comparto! ^_^!

De hecho, me gustó tanto que seguramente mi texto tratará sobre algo parecido (aunque realmente no lo sé, pero quién sabe, uno nunca sabe, verdad? puede ser, pero tal vez nunca sea, quizás, cierto? De repente sucede, pero y si no sucede?) xD

Gabriela Valdivieso dijo...

no entendí J! lo de primero!!
Jess, qué curiosa experiencia!

Caray, qué curioso que prácticamente todos los textos de esta semana estuvieron relacionados con la muerte!!

Karim Taisham dijo...

se parecia al mio.
pensamos lo mismo Jess?
tampoco
E
N
T
E
N
D
I
a JL. jaajaja
me gusto, pero Gab tiene razon, todos tienen una atmosfera oscura.

José Leonardo Riera Bravo dijo...

Jajaja a ver si se ponen un poco más tierruas y visitan la página metroflog.com!

El que llega de primero escribe

P
R
I
M
E
R
O

Eso significa que eres el más atento, el más interesado, y el más leal... el de la primicia! xD

(Pensé que esa era la pauta, pero es sólo el cuento de Jessi para la pauta de Moisés, cierto?)

Jessisrules dijo...

jajajajajaj ok leo!, si es mi cuento para la pauta de mo!

Jessisrules dijo...

Si noe! pensamos lo mismo. Me alegro que les gustara!

Victor C. Drax dijo...

Esto es probablemente lo mejor que has escrito.

No sé qué más decir, no tengo palabras... es bueno. Narrativa, Jessica. Te llama.

Jessisrules dijo...

hey gracias!! :D:D:D!!! (sin palabras)