lunes, 17 de enero de 2011

Olas de Recuerdos

De Jessica Márquez
Para Moisés Lárez
que lleva a Margarita siempre consigo

Suenan las campanadas de la Iglesia de la Asunción. Suenan insistentes, como si aún fuera un monje español quien las tocara. Incluso hoy, varios siglos después, Margarita sigue siendo una isla tranquila, de un ritmo lento que parece seguir el de las olas del mar que se estrellan contra sus costas. Aún están ahí las casas coloniales, las cientos de hamacas colgadas en los zaguanes o al borde mismo de la playa. Aún quedan las chozas de paja construidas sobre la arena, que parecen imbatibles al salitre y al oleaje.

Las largas carreteras, en su mayoría de tierra, aún guardan el recuerdo de los españoles recorriéndola. Aquellos pueblos de siempre permanecen ahí: Juan Griego, Puerto Cruz, La Asunción, Paraguachí… Aún se levantan fortificaciones, viejas iglesias y la casa del gobernador. Tantos siglos después Margarita sigue siendo la misma.

Eso piensa él mientras pedalea en su bicicleta, insistente, a través de una vía poco transitada que bordea pequeñas casas y se encuentra, de vez en cuando, con playas ocultas y casi vírgenes, sólo visitadas por quiénes viven en el borde mismo del agua.

Pedalea hasta regresar a su casa, donde apoya la bicicleta contra la fachada de su hogar, sin siquiera pensar que podrían robársela. Vuelve a salir a los cinco minutos, pero esta vez debe ir a pie a través de varias cuadras largas, sintiendo el inmenso calor húmedo y bajo ese sol que quema a los turistas. Finalmente, llega a la parada de autobús, donde espera media hora el trasporte que lo llevará a una de las pocas zonas de la isla que ha encontrado al siglo XXI: Porlamar, pero esa es tan sólo la primera parada. Los minutos pasan lentos entre el sopor del silencio, el calor y el sol. El sopor. Ese que lleva a todos sus habitantes a una vida de ritmo tranquilo.

Cuando su trasporte llega, sin aire acondicionado por supuesto, se sube. Al sopor se agrega el traqueteo metálico del vehículo sobre los huecos y las irregularidades de la vía. Llega a Porlamar y toma un segundo autobús. A medida que bebe los kilómetros que lo separan de Punta de Piedras: el último puerto, por el que deberá partir, recuerda la última aventura, la de esa mañana.

Se levantó temprano. La corneta del jeep de su amigo Pedro resonó clara en el silencio del pueblo. Subió a él presuroso y arrancaron vía Guacuco, una playa que encontraría vacía porque era día de semana en temporada baja y, además, era temprano. Corrieron por la playa hacia el agua, dejando sus huellas marcadas en la arena intacta aún. Abandonaron las camisas y se metieron en el mar, a una lucha eterna con las olas, a una danza perpetua con la espuma. Sintieron el agua fría contra su piel y, cristalina como estaba, pudieron ver los guacucos en el fondo.

Entraron y salienron del agua. A ratos tan sólo se quedaban inmóviles sobre la arena, sintiendo el sol sobre su ya tostada piel. A otros corrían por la orilla o descansaban en el punto en que las olas se encontraban con la playa, para sentirlas concluir su viaje sobre su cuerpo. Cuando tuvieron hambre comieron empanadas de cazón y tomaron agua de coco. Llegada la media tarde debieron regresar, con los zapatos llenos de arena, húmedos, marcados por el salitre y algo quemados, hacia la casa de Pedro. Ahí se bañaron con la manguera y él se cambió de ropa. Tomó entonces su bicicleta y pedaleó hasta su casa.

En Punta de Piedras se caló el bolso-maleta al hombro. Esperó su turno para subir al Ferry viejo y pensó, esperanzado, que traía un libro consigo para pasar las cuatro horas que lo separaban de tierra firme. Pero tan pronto estuvo en la cubierta y se encontró con el atardecer, con el sol desapareciendo en el mar, supo que tan sólo necesitaría instalarse sobre las cajas de los salvavidas para disfrutar de la vista y el bamboleo incesante del barco. El día dió paso a la noche. Con ella llegaron las estrellas, y la titilante silueta de Margarita, dibujada tan sólo por las luces de sus puertos. En la oscuridad inmensa del mar sólo podía notarse la estela del barco, rastro blanquecino de olas inexistentes que marcaba por unos segundos el recorrido de la embarcación, huellas en la arena, ahora huellas que él dejaba en el mar. El movimiento rítmico terminó por vencerlo. Cansado por el ejercicio, se durmió profundamente con la cabeza apoyada en su bolso y la nostalgia recorriéndole el cuerpo.

Una alarma insistente se disparó y no quiso parar hasta cumplir con su propósito: despertarlo. Abrió los ojos y descubrió el ruido de Plaza Venezuela. Abandonó el edificio hacia el metro. Una vez sentado dentro de un vagón, el movimiento del tren lo adormeció. Fue entonces que cerró los ojos y soñó que ya no estaba ahí. Sintió contra su piel el calor intenso, la arena bajo y alrededor de su cuerpo, el sonido del mar, el salitre recorriéndolo, las olas tan cerca y a la vez, tan lejos…

4 comentarios:

Moisés dijo...

JEssi, me gustaron burda las imágenes. Creo que has mejorado tu escritura demasiado con mucho.
El personaje se parece un poco a mí, pero este pana es demasiado solo. Me recordó a la soledad de los protagonistas de Brokeback Mountain.
Podrías hacer una novela y todo con ese personaje.
Muchos margariteños no comen empanada de cazón, Jessi, todo en exceso hace daño, en mi caso, tanto pescado provocó que no me gustara el pescado (Viva el pollo y la carne)
Besos,
Moisés Lárez

Victor C. Drax dijo...

Me recuerda a Truman Capote; un estilo a mitad de camino periodístico, a mitad de camino narrativo.

Gabriela Valdivieso dijo...

Lo que más me gustó fue la sutileza del final. Yo hubiese narrado, para el despertar en Plaza Venezuela, el caos más ruidoso, incesante. Pero es mentira, tú tienes razón. Esto no es congruente con este personaje-persona. Moi es sereno. Es ola de mar. Que puede explotar mil veces internamente, pero sabe llegar a la orilla secretamente crecido. =)

Jessisrules dijo...

Gracias chicos, me alegra que les gustara! Mo, es genial que te llegue!