Cuando llegó la ambulancia, ya no había nada que hacer. Se llevaron el cuerpo y determinaron que la causa de la muerte había sido un infarto común. En este caso, la palabra común se refiere a que el infarto no tenía nada de especial, era como la margarina común, una mavesa, o como la sal común, esa que se usa en la cocina, o como una iguana común, esas que están en extinción, pero que se ven en algunos parques.
El entierro de María fue sencillo. Dos o tres personas lloraron más de lo común: un esposo, un hijo y una madre; seis personas dejaron escapar una lágrima fuera de los focos de sus lentes oscuros; y una parte un poco mayor sólo dio pésames, tomó café y observó su reloj.
María había muerto en la sala de lectura de su casa. Su esposo, quien ahora recordaba todas las peleas como absurdas, quien ahora esbozabas sonrisas con lágrimas al sentir la nostalgia, fue el primero que la vio al encontrarla muerta.
Al mirarla, no pudo evitar desesperarse y sentir un gran vacío en su estómago. Estaba tendida en el piso con un cuarto de café en la mesa y la silla a su lado que dejaba ver que se había caído de ella.
El esposo la tocó, pero la sintió caliente, se imaginó que estaba viva y que llamaría a una ambulancia y todo se solucionaría, su María viviría. Para su sorpresa su corazón latía lentamente, pero con ritmo. No sabía que le había pasado, ella siempre fue una mujer sana, vegetariana y que hacía yoga.
Corrió a buscar el teléfono y llamó a una ambulancia, de algún servicio privado porque venían más rápido. “En quince minutos estamos ahí”, le dijeron, “Rápido que se me muere María”, dijo desesperado. Colgó y fue a recogerla, a recostarla del sofá.
María tenía los ojos abiertos y movía los labios, el esposo se sintió más tranquilo. Trató de levantarla mientras ella trataba de decirle algo. Se detuvo a escucharla, pensó que podía ser algo importante.
“He hecho cosas malas”, fue su lectura de labios. Al segundo intento pegó el oído a su boca y escuchó lo mismo. “Todos hemos hecho cosas malas”, dijo él, “aguanta, por favor”. Apenas habían pasado dos minutos desde que llamó a la ambulancia.
Entonces, con un esfuerzo sublime María levantó la mano y apuntó a la biblioteca. “Mann”, susurró. El esposo corrió y buscó algún libro de Thomas Mann, al que su esposa le encantaba. “La Montaña Mágica” sobresalía en la biblioteca porque era el más grande y tenía un marcalibros que mostraba que le faltaban diez páginas.
El esposo lo tomó y volvió al piso, al lado de la silla donde estaba María y empezó a leer. Mientras lo hacía vio cómo los ojos de su esposa se hacía más brillantes, pero a medida que llegaba pasaba las páginas se dio cuenta cómo su esposa perdía su escencia y a pesar su vida se iba.
El marido escuchó el último de su mujer aliento a finalizar la última página, un minuto antes de que llegara la ambulancia. En el instante en el que murió, María le dio un apretón fuerte en el brazo a su esposo. Como si quisiera transferirle lo que le quedaba de vitalidad. Y entonces se fue.
Un enfermero, después de que los médicos confirmaron la noticia y el hombre se había calmado, le preguntó qué libro estaba leyendo su señora. “La montaña mágica”, dijo él, “sólo he leído las últimas diez páginas y no entendí nada”. “Es un novela fatídico, pero fascinante”, dijo el enfermero.
“Ahora no quiero hablar de libros”, dijo el marido.
Al mes, el marido, en honor a su señora, empezó a leer “La Montaña Mágica”, lo hacía todas las noches en la terraza de su casa, sentado en la chaise-longue, el lugar donde había muerto María.
Al poco tiempo, el hijo entró en la casa y vio a su papá tendido en el suelo al lado de la misma silla.
1 comentario:
Heyyy pero cómo pasó desapercibido este cuento, Moi!! Me pareció genial el inicio de presente con la explicación y los antecedentes!
Me gusta la idea, y creo que quedó bien expuesta!, pero me dejaste dudando: ¿Por qué María decía que todos hacemos cosas malas?´
jejjee!
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