miércoles, 8 de septiembre de 2010

Líneas Perpetuas

Líneas perpetuas

Jessica Márquez Gaspar

En aquella carretera de interminables líneas, perpetuas quizás, el autobús mantenía un movimiento que se sentía también perpetuo. La noche cerrada que envolvía aquel espacio suspendido en la nada, y que probablemente no pertenecía a nadie, impedía observar el camino, los pueblos, cotidianidades y situaciones que quedaban rezagadas en aquella carrera por llegar a Caracas.

Las horas de viaje se acumulaban como la nieve o las gotas de lluvia en las ventanas, entre los pasajeros, allí en los siempre rodantes cauchos que parecían haberse convertido en uno con el pavimento.Como un cohete, aquel armazón parecía dirigirse imparable, lanzado hacia delante a máxima velocidad.

Curvas y rectas, las líneas de la vía parecían describir un hermoso baile mientras aquella armazón surcaba la oscuridad en busca de su destino. Ella, ajena a aquel movimiento, dormía plácidamente aunque con un particular gesto en su rostro: decisión, tenacidad.

Él, sentado a su lado, la observaba con infinita ternura, con deseo, con aquel amor que le profesaba pero que ella desconocía. La casualidad había querido que en ese, uno de tantos viajes a la capital, se encontraran por primera vez juntos en la misma unidad. En la fila para subir sus miradas se encontraron y ella, con un gesto de alivio, lo invitó a alcanzarla allá adelante donde estaba. Aunque no era lo que él quería, fue agradable el saludo de aquellos finos labios en la mejilla y la sonrisa que acompañó a la alegría de ella de poder realizar el viaje acompañada por alguien conocido.

Era en aquel lugar que no era, la nada, y en el interminable tránsito por el país, en el efímero estar, mientras dejaba atrás pueblos, pequeñas ciudades, municipios, incluso estados, que él se sentía bendecido con una oportunidad única dentro de aquel ramo de posibilidades, floreadas, que emergían para él cada vez que decidía desintegrar los kilómetros que lo separaban de Caracas.

En aquel tiempo suspendido, tenía la posibilidad de disfrutar lo que hasta ahora había sido el momento más largo al lado de ella. En aquella travesía hacia un trabajo que no podría obtener en su pequeño pueblo enclavado en la Cordillera de la Costa. En aquel recorrido hacia la formación universitaria que realizaba, para convertirse en el profesional que quería ser y seguir su vocación.

Como a La Meca, cientos de personas se desplazaban hacia un punto ubicado en el centro del país, al norte y en la costa. Cientos de venezolanos que, guiados por una convicción que sólo podía ser llamada religiosa, se dirigían a un diminuto valle para disfrutar de las rosas posibilidades que significaban las oficinas centrales de los poderes públicos, el crecimiento frenético de la economía y los empleos, las empresas establecidas allá, los medios de comunicación dirigidos desde ahí, y grandes cantidades de objetos importados, que parecían perderse en las venas y arterias que recorrían aquella nación en todas direcciones, y no llegar nunca a pueblos como el suyo.

No podía sino asombrarse ante todos aquellos que decidían huir de aquella urbe, por mucho que pudiera asustar a cualquiera, incluso a él que la había visitado en varias decenas de oportunidades por un periodo más o menos largo de tiempo.

Sentado hacia el centro del vehículo, compartía el viaje con otro centenar de pasajeros, algunos conocidos, porque en un caserío como el suyo todo el mundo se conocía aunque fuera de vista, y otros que tal vez encontraban en aquel transporte la siguiente etapa de un viaje aún más largo, que provenía de otros rincones, de otros sueños. Ella murmuraba dormía y él recordó de pronto aquella tarde en que la conoció. La temperatura empezó a descender y el calor sofocante del día dio paso a una brisa fresca que ganaba intensidad con la velocidad del autobús, ella tembló ligeramente y su piel se erizó. Él tomó su chaqueta y la cubrió suavemente. Por unos instantes fue de nuevo aquella niña que lo invitó a jugar en la plaza del pueblo, que luego le enseñó a hacer papagayos y a volarlos en la colina que quedaba justo en una de las entradas del caserío, fue también la adolescente de ojos grandes que brincaba entre las piedras y luego se zambullía en el helado río junto a él, hasta convertirse en la joven mujer que encontró, por su cobardía, en los brazos de otro.

En un anhelo imposible quiso traspasar su delicada tez e introducirse en sus sueños. Imaginó entonces que ella lo soñaba. Que él protagonizaba algún agradable recuerdo: una de esas tantas tardes junto a la iglesia o cuando se adentraban en el bosque hasta casi perderse en las montañas. Quiso creer que ella lo evocaba así y que ahora sumergida en el descanso, su mente continuaba el hilo de su pensamiento que se hacía onírico y cada vez menos lógico y cada vez más surrealista, más colorido y deconstruído, pero hermoso al fin.

Miró al frente, a la nada, porque nada había para ver en aquella hora en que los colores y las formas se rendían ante la luna y la penumbra, ante la huída temporal de la luz. Y por unos instantes se sintió más cerca que nunca de ella, acercados por aquella ambición compartida de pedalear sus bicicletas más allá de los límites del pueblo, dejando atrás el pequeño terminal de autobuses y el puesto de la guardia nacional hasta alcanzar la frontera de lo conocido, del espacio que consideraban su hogar.

Deseó con toda su alma que ella despertara de aquella somnolencia que la había tomado en sus brazos desde el arranque ruidoso de aquel transporte, y que le había impedido cruzar más de dos palabras. En algún punto bastante anterior de la oscuridad y la nada, de aquel no lugar que ahora habitaba, había sentido la misma punzada que había sentido hacía unos dos años atrás. La punzada del valor que lo impulsaba a querer salir de lo que era cómodo y confortable y tomar las riendas de su destino, que en su caso era blanco y verde, con interminables adornos y unas luces parpadeantes. Tomar las riendas e irse hacia Caracas, a buscar una mejor suerte que estaba asegurada.

Sintió el impulso tímido de confesarle lo que sentía hace tantos años y que el miedo residenciado en él había acallado al principio, hasta que la ilusión de estar con ella se hizo un doloroso murmullo en su interior mientras ella besaba a otro, salía con otro, quizás, -y no quería pensar en eso-, se acostaba con otro. Se estremeció de deseo ante la rápida imagen que cruzó por su mente de su piel canela enteramente desnuda. Era sumamente hermosa. Siempre lo había sido.

Pero ella seguía durmiendo y la idea se asomó para luego desaparecer en la modorra provocada por el movimiento rítmico, acompasado y constante del autobús que recordaba a muchas personas, por lo menos a aquellas que fueron amadas por sus madres, al movimiento que las mujeres realizaban con el bebé en brazos en un intento de sumergir al pequeño en un sueño agradable o de calmar su desatado llanto. En aquel vaivén que le daba cierta paz y una falsa sensación de seguridad, -considerando que viajaba a 180 kilómetros por hora en una carretera oscura-, era capaz de enfrentarse a sus propósitos, a sus sueños, era capaz de desvestir los retos que enfrentaba al encontrarse sin su familia en aquella ruda pero bella ciudad que era Caracas e intentar, no sólo subsistir, sino convertirse en un escritor reconocido y graduarse de letras.

En un remolino que duró una unidad de tiempo que él calculó como dos bombas de gasolina, tres restaurantes de carretera y un caserío, repasó mentalmente el monto de los ahorros que reposaban en su cuenta bancaria. Sumó, dividió, resto y multiplicó una y otra vez el sueldo que percibía en aquella tienda, una de las tantas de una cadena de librerías, la beca que le daba la universidad y aquel pequeño fondo que había creado trabajando en la bodega del señor Andrés, antes de tomar aquel primer autobús que lo llevaría hasta la vía principal de tierra que empalmaba con otra de asfalto y más tarde con la autopista.

Supo que viviría ajustado, que debería comprar los libros de segunda mano y no dónde trabajaba, a pesar del descuento de empleado, y que sus actividades culturales se limitarían a visitar museos que no cobraban entrada, a asistir a conciertos gratis y a caminar por la Plaza Altamira, la Plaza Bolívar, Chacao o La Pastora, porque transitar la ciudad nunca había tenido mayor costo que un ticket de metro o un pasaje de autobús estudiantil. Porque si quería pagar aquel curso de narrativa mensualmente, tendría que superar el día a día con lo mínimo, pero todo era parte del plan maestro para escribir su primer libro de cuentos, luego su primera novela, para participar de concursos literarios y quien sabe, capaz hasta ganarlos, y consagrarse como escritor para vivir el resto de sus días ejerciendo una de sus dos grandes pasiones: escribir. La otra era ella, que había cambiado un poco de posición bajo su chaqueta.

El autobús de las posibilidades se detuvo al mismo tiempo que el autobús con dirección hacia Caracas. Había olvidado aquella parada programada para comer, ir al baño, estirar las piernas y tratar de adivinar cuántos hogares y vidas en proceso habían dejado atrás en las orillas de aquella carretera que lo atravesaba todo, como diseccionándolo. Se dispuso entonces a despertarla. Se preguntó si debía darle un beso en la frente o en la mejilla tierna, o si debía sacudirla ligeramente diciendo su nombre con suavidad. El miedo pisó al tímido valor y se decidió por lo último. Ella abrió los ojos confundida y desorientada, hasta que se encontró con sus ojos, que la miraban con ternura y con una pequeña sonrisa. Sonrió ella también y preguntó: ¿Dónde estamos? ¿Llegamos?, a lo que el respondió con una pequeña risa, ¡Ojalá!, estamos en una parada en el camino. Ella se incorporó entonces, y ambos se dirigieron a la cola para pedir una arepa, de queso rallado amarillo para él, de queso de mano para ella. Comieron mientras conversaban como siempre lo habían hecho, como buenos amigos. Pero algo empezó a cambiar dentro de él, sintió cómo el valor se asomaba nuevamente y mientras ella parloteaba sobre un libro que ambos disfrutaban, él se descubrió mirando sus labios y deseando inclinarse hacia ella para fundirlos con los suyos. Aunque no consumó aquella fantasía, su sola existencia, la presencia de aquella necesidad rugiendo dentro de él, significó un paso grande. El tiempo siguió su carrera, hasta que los quince minutos de parada se acabaron y obligó al autobús a hacer lo propio y regresar al desplazamiento que estaba aún lejos de terminar.

Ahora, como si los dados del destino hubiesen rodado hasta detenerse en un número distinto, ella no se durmió. Se apoyó de la ventana cómo era su costumbre y empezó a hablar, a tiempo que intercalaba una mirada perdida hacia las siluetas de montañas, árboles, prados y palmeras que se distinguían vagamente por la ventana, y el rostro de aquel que había sido su gran compañero desde la infancia. Como tantas veces, hablaron de sus planes. Ella quería ser médico, dominar las ciencias de la biología, la química y la anatomía para salvar y mejor la vida de otros, especialmente aquellos más pobres y olvidados, en pequeños caseríos y en grandes ciudades, pero olvidados por el Estado. Él, como siempre, la escuchaba con atención extasiado por aquella compasión y entrega al otro que latía en ella y que era una de las millones de cosas que lo hacían amarla. Solía ayudarla a estudiar, a memorizar los cientos de huesos del cuerpo humano y los síntomas de miles de enfermedades que él no había oído ni sufrido nunca, por suerte. Tantas eran las madrugadas en que quiso detener su soliloquio sobre los componentes químicos del cuerpo humano para decirle que la adoraba y tirar los libros de la cama para hacerle el amor sobre ella. Pero el miedo siempre lo detenía inevitablemente y aquel torbellino de emociones se desvanecía ante la duda de si ella le correspondía, ante la existencia de su novio, y se convertía en una mínima lágrima que apenas llegaba a emerger pero que dolía tanto como un llanto descontrolado y sentido.

Ahora mientras su boca se movía suavemente el valor iba tomando forma. Sabía de buena fuente, porque el hombre en cuestión se lo había dicho directamente, que ella había terminado con el que fuera intermitentemente su pareja por los últimos cuatro años. Sólo que esta vez era para siempre. Él le explicó que no hacían más que pelear, porque habían descubierto que habían cambiado y ya no eran aquellas personas que quisieron estar juntas: mientras ella había decidido irse a Caracas, él había decidido continuar el negocio de su familia, el mejor aserradero del pueblo. Separados por la distancia de dos sueños distintos y dos visiones distintas del futuro fueron incapaces de seguir adelante y decidieron terminar aquella relación por lo sano. Eso había sido casi cinco meses atrás, a mediados de abril. Ahora que septiembre se deslizaba con un rumbo fijo como el autobús, él veía claramente aquel resquicio de luz que era arrojado sobre él y el sueño de estar con ella.

El frío se hacía más intenso y la chaqueta ya no era suficiente. Él, galante, notó la molestia que ella sentía, le pidió que hiciera una pausa en lo que estaba diciendo, y se levantó para intentar cerrar las ventanas, pero éstas no se movieron ni un milímetro en sus rieles para cortar el paso del viento. Las luces del autobús estaban apagadas, como lo habían estado el resto del camino y casi todos los viajeros dormían, por lo menos, el movimiento y el ruido era mínimo, así que cualquier cosa se escuchaba amplificadamente. Continuando los susurros en que habían estado hablando dijo, con una firmeza que no conocía en sí mismo: No puedo cerrar las ventanas, pero si tienes frío puedes acercarte a mí y yo te calentaré. La penumbra ocultaba el sonrojo de sus mejillas, pero no ocultaba la pequeña sonrisa que cruzó la cara de ella cuando se lo agradeció y se acurrucó en su pecho. Él llegó a creer que se había dormido en algún kilómetro perdido del trayecto y que estaba soñando. Pero la voz de ella, que susurraba también, continuó la conversación dónde la habían dejado. Y aquello se hizo real: su pelo, el latido de su corazón que parecía fundirse con el suyo en un único ritmo, el cuerpo entero de ella que ahora estaba en sus brazos, dónde él podría protegerla y cuidarla de todo mal.

Él se sintió entonces animado a contarle a ella sobre su último cuento. Quería -le explicaba con un tono de voz tan delicado que parecía acariciarla suavemente-, intentar captar la esencia de Caracas, narrar en unas breves páginas la velocidad de los latidos de aquella ciudad, los pocos espacios que había para ver el cielo, las millones de personas que tomaban el metro, los altísimos edificios, los cientos de monumentos, lo intricado de sus calles, el apuro de sus personas, la diversidad de sus habitantes, la cantidad de cornetazos, el Ávila enorme cuidando el valle, las autopistas que se alzaban hacia el cielo, las formas raras de nombrar sus espacios: El Paraíso, La Hoyada, Los Palos Grandes, La California. Pero también le comentó el gran número de universidades que albergaba, la multitud de hospitales y clínicas, aquellas tantas librerías que había ido conociendo, los variados tipos de cafés, restaurantes y locales de comida rápida, la docena de cines, la decena de teatros, las miles de farmacias y tiendas. En Caracas, la baraja de cartas era casi infinita y los límites del mundo parecían difuminarse totalmente, por lo menos los límites de aquel mundo en que ellos nacieron y al que pertenecían.

Ella asentía y colaboraba en la descripción con anécdotas y pequeños incisos. Ambos se sintieron felices y emocionados, porque se sabían con suerte por poder disfrutar de aquel mundo de posibilidades, que ahora dibujan juntos en aquella nada dónde se encontraban. Empezaron a comparar con su pequeño pueblo en la Cordillera. Con su único banco y sus cincuenta tiendas, con el centro médico del gobierno, con la ausencia de teatros y cines, con las dos librerías y la pequeña biblioteca, con las contadas calles, con los tres cafés y los dos restaurantes, pero también con aquel río de aguas cristalinas que corría continuamente a las afueras del pueblo, con los cientos de espacios para ver el cielo, con la posibilidad de ubicarse siempre porque el edificio más alto era el campanario de la iglesia, con el latido pausado de sus habitantes y con la posibilidad de conocer a todo el mundo. Eran pequeños regalos a los que debían decir adiós cuando se iban a Caracas, cuando se iban nuevamente a perseguir su sueño.

La noche había dado paso a la madrugada, a las horas más oscuras porque preceden al amanecer. Y en aquella penumbra que era impenetrable para la vista, el tacto y el oído se volvieron los protagonistas. Se encontraron, él y ella, unidos repentinamente por una condición compartida. Ambos tenían el corazón dividido entre su hogar y aquella urbe que esperaba para tenderles los boletos que habrían de ayudar a cumplir sus proyectos y ambiciones. Se encontraron también unidos en aquel viaje interminable por el asfalto a veces irregular, por el traqueteo de los elementos metálicos del autobús, por los compases de una salsa cuyas letras eran indescifrables, por el bajo volumen en que sonaban con el único propósito de mantener dormidos a los pasajeros y despierto al conductor y su ayudante. Y se encontraron también en un conocimiento profundo del otro, en una confianza absoluta, en una vida compartida y disfrutada en la compañía del otro, sumamente cerca, su piel tocándose. Por lo menos así lo sintió él en aquel cómodo silencio que se estableció, cuando ella dejó de pronto el pequeño nido en su pecho y se colocó de forma que pudiera verlo a la cara. Se miraron largamente a los ojos sin pronunciar palabra, cómo sólo puede hacerse cuando cualquier cosa que se diga podría romper el frágil momento, y él supo de pronto que los dados del destino habían rodado otra vez, que en aquel nuevo número el miedo había perdido la apuesta y que él sabía lo que tenía que hacer. En un susurro que recordaba más bien a una vieja canción de cuna él agarró el valor entre sus manos, respiró profundo y dijo: ¿Podrías creer que tengo un secreto?¿Uno que te he ocultado todos estos años y que nadie sabe? Ella abrió los ojos con manifiesta sorpresa y murmuró, casi balbuceante: ¿En serio?¡Pensé que te conocía mejor que nadie! Pues hay algo de mí que no sabes. Respondió él. Con una sonrisa que provenía de lo más profundo de su ser, le dijo sólo dos palabras: Te amo. Antes de siquiera esperar su reacción, liberó aquel sentimiento que había esperado tanto tiempo agazapado y describió entonces sus gustos raros en la comida, su forma de abrazarlo, los colores con los que se vestía y su inteligencia. Y siguió durante lo que fueron largos instantes hasta que culminó diciendo: Siempre te he amado. Sin transición la besó cómo siempre había querido hacerlo y ella lo besó también, en un beso que se prolongó durante numerosas vueltas de ruedas, y cientos de carros que pasaron rápidos como destellos en dirección contraria. Mientras el autobús iba consumiendo los últimos kilómetros que los separaban de su destino, el beso terminó y ella sólo alcanzó a decir, sumamente conmovida: Yo también te amo. Siguieron besándose infinitamente hasta que algo desconocido empezó a entrar por las ventanas y el pasillo del vehículo. La luz del día hizo poco a poco presencia y se vieron obligados a terminar lo que era sólo un comienzo.

La carretera era ahora parte de la urbe y aquella brillante luz se posó sobre ella y a él tomados de la mano, también iluminó los edificios, las Torres de Parque Central, el Teatro Teresa Carreño, el Jardín Botánico, la UCV y Plaza Venezuela y los cientos de carros que intentaban desplazarse por la Autopista Francisco Fajardo. Iluminó a una ciudad que despertaba y las posibilidades y oportunidades que vivían en ella. Hasta que el autobús se detuvo finalmente en el terminal de Nuevo Circo de la avenida Bolívar, y la nada se convirtió en un punto marcado en el mapa: Santiago León de Caracas. Entonces ellos descendieron juntos y se perdieron por entre sus calles, caminando hacia un sueño que habrían de perseguir siempre.

3 comentarios:

Gabriela Valdivieso dijo...

Con que viajes, hummmm!! Qué bueno porque me calza con el cuento que estoy haciendo. Caramba y miércoles it is!!! Vamos que se puede!!

Viajar, via Jar..

Anónimo dijo...

Este cuento es bonito porque sí. Me encantó, Jessi, de verdad. Yo que estaba tan acostumbrada a los finales tristes, me sorprendí del final de esta historia.

El cuento tuvo la capacidad de meterme dentro de los sentimientos de él y sufrir por el momento que no llegaba. Por fin, ¿no? Muy bonito.

Gaby Jr.

Jessisrules dijo...

Gaby y Gaby Jr, me alegra que les gustara. Si GJr, era hora de un final feliz, por una vez tenía que haberlo. Aunque alguien dijo una vez que los finales felices son sólo historias incompletas, quién sabe...

Me alegra que lo disfrutaran, un abrazo!