martes, 28 de septiembre de 2010

O

Amanda estaba a segundos de su primer orgasmo. Y se lo estaba perdiendo.

Muy a pesar de los rumores que corrían de ella en la Unidad Educativa Pablo Palacios, Amanda era tan virgen como la nieve al caer del cielo. Jamás había visto a un hombre desnudo y los tres únicos besos que había compartido era algo que recordaba como una cacofónica canción de labios y dientes. Por supuesto, nadie en el colegio lo sabía. Para sus pares, ella era la reina indiscutible de la atención adolescente. Era bonita, coqueta y pícara. Cuando iba de un extremo al otro del patio de receso, los ojos del colegio (particularmente los masculinos) la seguían. Podía sentirlos sobre su piel y eso le infundía autenticidad a la sonrisa con la que hacía el recorrido. Le encantaba la mirada que los desadaptados le daban, a medio camino entre desprecio y deseo. Le encantaba el trato especial de los chamos más populares. Cada tarde llegaba a su casa a revisar su perfil de Facebook, consiguiendo cantidades de comentarios en el muro, invitaciones de amistad de gente que nunca había visto y mensajes privados preguntándole cómo estaba y si tenía novio.

Fuese lo que fuese que se dijera sobre ella, no lo desmentía. Si el rumor le gustaba (“¿Amanda? No, esa caraja se la pasa tirando con Derick, el chamo de quinto año. El único que está bueno”), ella lo alimentaba con discreción. Si no le gustaba (“Tres chamos de primaria, chama, tres se la cogieron a la vez. Qué puta, no sé por qué le hablas”), simplemente guardaba silencio. De vez en cuando, alguna amiga infiel hacía un comentario malicioso, porque un adulador no es más que un enemigo secreto. Ella contestaba con una sonrisa neutra y cuando llegaba un chamo nuevo al colegio, Amanda tenía toda su atención tras una semana. Lograba que muchas la odiaran, que muchos la amaran y le encantaba. Ese era el estatus al que Amanda estaba acostumbrada: ellas se frustraban, ellos se masturbaban.

Pero esta era una tierra que ella desconocía, una travesía que no tenía idea de cómo terminar, un viaje sensorial qué recorrer con el espíritu y los labios. Temblaba y le daba pena que la vieran desnuda.

Él no era un chamo que rebosaba carisma, no estaba buenote, ni siquiera estudiaba con ella. Se conocieron cuando Amanda se quedó una semana en Maracay con su prima. Su mamá cuadró el viaje, para que Amanda tuviera algo qué hacer en vacaciones y no se quedara encerrada las 24 horas en la casa. Martín era el vecino de su prima, un chamo flaco y taciturno que se la pasaba viendo comiquitas de muñequitos japoneses, y que jamás, ni en esta vida ni en la siguiente, habría tenido chance alguno con ella. Cinco días después y eventualidades que no describiré en esta ocasión, ahí están, en el cuarto de él, desnudándose el uno al otro con la torpeza propia del extraño en una tierra extraña.

A un nivel consciente, ella quería tocarlo, sentir el calor de su pecho con sus manos, aferrarse a algo que hiciera menos obvio su pulso trémulo. Pero las órdenes se perdían en ese trayecto entre su cerebro y su cognición. Se había imaginado este momento cantidad de veces antes de hoy, siempre deseando ser la fiera en la cama que los hombres dicen desear. Ahora que el momento por fin se había presentado ante sí, lo estaba echando a perder.

En un breve momento de claridad, se miraron a los ojos y él la besó, no un beso preñado de impericia, sino un suave, delicado masaje con los labios y la lengua, inesperadamente cariñoso, inesperadamente personal, incluso para aquella situación. Ella lo abrazó y cerró los ojos. Le pareció escuchar que Martín le decía que no iban a hacerlo porque él no tenía protección, pero esa forma de comunicación, verbal y evidente, estaba en un plano terrenal que ella había abandonado hacía mucho. Viajaba por estas aguas como un bote en medio de la niebla; empezaba a disfrutar el recorrido y a olvidarse de si llegaba a puerto. Se comunicaba por el tacto y los jadeos, no por las palabras y los símbolos.

Y entonces la familia de Martín llegó a la casa, donde se suponía que estarían solos hasta la noche.

Amanda perdió la concentración que tanto había luchado por conquistar. Eran voces adultas, el ruido de bolsas de mercado, de llaves chocando entre sí, de cosas que no tenían que pasar cuando estás tratando de tener un momento íntimo. Se arrepintió de todo. Se sintió apenada, estúpida, quería esconderse bajo las sábanas y vestirse al mismo tiempo. Como no sabía cuál de las opciones tomar, se quedó paralizada. Y Martín, abrazándola y pegándola contra su cuerpo, empezó a masturbarla.

Trató de negarse, le dio palmaditas en el hombro, quiso susurrarle que parara, que los iban a descubrir, pero una nueva sensación, algo que jamás había ni siquiera sospechado que podía existir, empezó a recorrerle las extremidades, el vientre, la garganta y los labios. Estaba asustada, pero la posibilidad de que les descubrieran, de que alguien pudiese comprobar que Amanda era todas esas cosas que se decían de ella —aunque nunca hubiesen oído los rumores— se mezcló con esta nueva emoción que nacía dentro de ella como una bola de fuego rojo. Entendió entonces que necesitaba que los descubrieran.

Pegó las manos contra la cama y apretó las sábanas entre los puños. Gimió. Echó la cabeza hacia atrás y gimió, con la boca bien abierta, entrecruzando las piernas alrededor de Martín, empujándolo contra sí cuando él se asustó y trató de escaparse. Lo miró a los ojos, le sujetó del cuello y lo besó, profundamente, tomándolo de la mano y forzándolo a que continuara con su propósito inicial. Fue así, rasgando los muros del placer, que la mamá de Martín los encontró.

No voy a entrar en detalles sobre lo que pasó después, porque creo que ya se lo pueden imaginar. Lo que sí es digno de mención es que al empezar el año escolar, Amanda disipó los rumores con la misma discreción con la que los había sembrado. No se debía a que ahora era una niña más madura, o a un sentimiento de culpa después del regaño bíblico que su mamá le dio (estaba demasiado clara de que le gustaba que la vieran haciendo el amor como para sentirse culpable). Lo hizo como tributo a la niña que había sido y a la que ya no podría volver. Un tributo a sus sonrisas inocentes, sus dulces, sus muñecas, por las que ahora no sentía sino la más profunda nostalgia. Nunca trató de explicar su cambio de actitud porque no tenía objeto. Era un sentimiento más que una idea, condenado a permanecer como un secreto entre ella y los primeros gemidos con los que se hizo una joven mujer.

Por cierto, la última vez que supe de Amanda, todavía era la novia de Martín, el impopular.

2 comentarios:

Gabriela Valdivieso dijo...

Wow.

Muy bueno todo. Muy bien narrado y muy buen chispazo o idea. Qué interesante.

Me quedo con mis dudas de wow, de cómo, de dónde salió este texto, pero me apropio de él, feliz de haberlo leído.

Me quedo también con algunas dudas respecto al cierre, al giro del personaje!

Muy bien, V, muy interesante!!

Victor C. Drax dijo...

La historia nació de dos ideas.

Por un lado, quería tratar eso de la pornografía como arte, o por lo menos erótica, que es un género que prácticamente nunca había tocado. Quería hacerlo con tacto y no como uno suele leer (el clásico "y entonces, sintiendo sus poderosos brazos alrededor de ella, fulanita pegó su abultado busto al velludo y masculino torso de Arnold"), que no sólo está gastado, sino que es ridículo.
Por otra parte, quise narrar los primeros pasos sexuales, que suelen estar marcados por una torpeza, que posteriormente desaparece. Más que todo, eso fue: narrar la historia del primer orgasmo.

Por lo demás... conozco a una Amanda, pero aparte de que son mujeres, no tiene nada en común con esta. Todo es ficción.
Me contenta que te haya resultado interesante. Como siempre, tu aprobación es buena señal de que uno no anda tan perdido en la vida.
Mil gracias Gaby, sos grossa.