Continuación de "El hundimiento de Jack"
Moisés Lárez
Después de que terminé la universidad hice mi primer viaje a
Europa. Como la vida de estudiante no me había permitido ahorrar mucho dinero
llamé a viejos amigos y cuadré quedarme en sus casas. No duré más de una semana
con ninguno. No quería abusar de la hospitalidad provocada por la nostalgia del
inmigrante. Yo les llevé a cambio de desayunos, calefacción y cama, algunos
dulces, ron e historias sobre el tercer mundo. En una de mis paradas, esperé
sentado en una cafetería a una vieja amiga. La última vez que la había visto a
ella éramos niños y corríamos por el patio del colegio al son de algún juego
infantil. Al llegar, no tenía ninguna expectativa más allá de verla y quizá
abrir o cerrar un ciclo. Sí, lo que más quería era verla.
Cuando llegó nos dimos un abrazo fuerte y nos dijimos un
sincrónico “cuánto tiempo sin verte”. Después dimos vueltas en su carro: salimos
a comer y vimos la ciudad. Al día siguiente, durante el almuerzo, nos contamos
todo.
“Me estoy divorciando”, dijo mientras sus ojos se posaban en
alguna parte de la mesa. Ella había estado casada durante siete años desde los
dieciocho. Había tenido dos hijos y había pensado que “eso” era para siempre. “Como
en las películas”, pensé, mientras ella me contaba cómo había descubierto que
él andaba con otra. Antes de que él fuera infiel, ella ya quería dejarlo. Por
sus palabras, me di cuenta de que ella sabía que el amor había muerto, que no
era más que el sentimiento de costumbre y la necesidad de tener a alguien con
sus hijos lo que la hacía sentirse atada a él.
“¿Qué es el amor?”, me pregunté con varios bocados. Yo le
conté de mis rupturas, y de mi ruptura más reciente, que también había sido por
infidelidad. “El amor no existe”, pensé, mientras ella o yo hablábamos de
desamores; pero no pude decir eso. “El amor sí existe”, volví a pensar, al
momento que me sentía atraído por ella.
Ella pensaba en su ex, recordó cuando empezaron a salir y
destapó una cantidad de sentimientos que habían estado ocultos los últimos días
como apropósito. Yo quise abrazarla, pero lo que estaba sintiendo no me hubiera
permitido haberlo hecho de forma imparcial. Yo la hubiera querido abrazar sin
querer soltarla y con ganas de que fuera para siempre. Así que me quedé inmóvil
y le dije “eres una mujer fuerte”. Ella me devolvió una sonrisa y me invitó a caminar
a un bar para tomar unos tragos.
En una esquina, al lado de una parada de tranvía, una pareja
estaba discutiendo. Con mi francés de “Comment ça va ?” no pude entender nada de lo
que decían. Por los gestos, la mujer trataba de decir que ella tenía la razón y
el hombre que parecía arrepentido pedía perdón. Dos cuadras más adelante, nos
sentamos en un quiosco a tomar unos vodkas. Mi amiga y yo hablamos de Venezuela,
del pasado, de la vida: de lo difícil que es vivir y de lo fácil que es morir. “¿Qué
es la vida? ¿Qué es la muerte?”, me pregunté como si tuviera ocho años y hubiera
perdido a mi primer ser querido.
Ahí en el quiosco de alguna ciudad europea, nos imaginamos a
la pareja peleando otra vez. Ella le decía a él que no le perdonaba la infidelidad,
que por qué había hecho eso. Y él, que había actuado por instinto debido a la
baja de alguna hormona, no sabía qué responder. Sí, él estaba cómodo con su
estilo de vida, amaba a su mujer, a sus hijos, a su trabajo, a su familia, pero
una pequeña variante en su sistema lo movió al engaño.
“¿Qué es el engaño?”, dije con dos vasos de vodka en la
mente. “¿El engaño es seguir los instintos?”. El hombre que había engañado a su
mujer, lo había hecho porque había tenido la oportunidad. En su vida no había
hecho algo fuera de las convenciones sociales. El pobre había aprendido a leer
a los cinco; las normas de etiqueta, a los siete; el mejor de la clase, a los quince;
premio al mérito estudiantil, a los veintidós; empleado del año, a los treinta.
Un día su jefe lo regañó por cualquier cosa y él como siempre lo hubiera
recibido como una crítica constructiva, si no hubiera sido porque había peleado
con su esposa el día anterior por cualquier cosa, porque su equipo de balonmano
había perdido por quinta vez consecutiva y porque además le habían puesto una exótica
joven secretaria de algún país de Europa del Este. Así, el hombre realizó su
primer acto de trasgresión que lo condenó a un divorcio, a ver a sus hijos una
vez cada quince días, y a beber de despecho en unos bares donde no ponen
boleros.
—¿Que lo condenó? —dijo mi amiga— Si ahora podrá hacer lo
que quiere.
—Yo también creo lo mismo —le dije—.
2 comentarios:
Moi, qué falta que me hacían estas cosas que haces en los cuentos.
El final me dejó tal cual donde querías. Y debo decir que me tatué:
"(hablamos) de lo difícil que es vivir y de lo fácil que es morir. “¿Qué es la vida? ¿Qué es la muerte”, me pregunté como si tuviera ocho años y hubiera perdido a mi primer ser querido".
La verdad es que uno en aaaaaaños avanza poco sobre estas preguntas, qué desesperanza!
El tema romántico persiste, me llama la atención.
He notado a tu prosa madurar, chamo. Es más desenvuelta y concreta, me pareció que la historia tenía claro a dónde iba. Muy bien, es refrescante leerte otra vez.
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