El dinero estaba escondido en el cajón del piano, pero ni Elias ni el asesino lo sabían. Quiza por eso la noche se había tornado roja antes de tiempo y las sirenas ululaban rompiendo el espectro oscuro de los callejones. Elias estaba muerto y la salida trasera del teatro nacional seguía abierta. Una húmeda brisa calaba en los huesos de los asistentes que no se animaban a ver el cadaver , salvo los pocos que tomaban fotos con el celular. Y más allá, en las aceras de todos los enfrentes, las callejeras y los perros despegaban del suelo la misma tristeza, una de esas constumbristas y trágicas que pasan por la garganta amplia de la amargura. Elias estaba muerto, bien muerto, desvanecido sobre la calle caliente.
Le tomó quince años, de los veinte que tenía, en convertirse en maestro de piano. Su madre vaticinó la suerte con la eficacia de una pitonisa: está hecho para ser alguien grande.
Y su humanidad, en el momento en que murió, pesaba casi los ciento veinte kilos. Nadie dudaba de su talento para la música clasica. Todos los autores clasicos corrían por su dedos con la misma ligereza del agua.
Y su humanidad, en el momento en que murió, pesaba casi los ciento veinte kilos. Nadie dudaba de su talento para la música clasica. Todos los autores clasicos corrían por su dedos con la misma ligereza del agua.
"Vamos a ver qué haces ahora con esto..." y un balazo le rompió la tapa de la cabeza.
La plata estaba en el cajón del piano. Ahí estaba, con la inocencia de un objeto inerte, entre las cuerdas que unían el sonido con las teclas, aquellas que Elias tocaba con tanta virtuosidad como un santo. Ahí estaba, esperando al asesino, pero no hubo tiempo.
"Tú sabías que para ayer, cucaracha, tú sabias..." Y se escuchó cómo la muerte preparaba una bala.
Y fue un error idiota de Elias. Comprar el piano a la última hora, con el dinero prestado de un matón. Y más si eres ciego y con una fuerte tendencia al azar. Creyó que la muerte hacía treguas con los lisiados y asi no era como funcionaba el mundo.
El viento helado cortaba la sangre. Más arriba, donde las casas pierden el nombre y el número, una sombra huía con las manos vacias. Algunos se arrodillaban sobre Elias desvanecido, mientras el dinero inerte y huérfano esperaba en el cajón del piano.
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