Niño
El niño alzó suavemente su mano hacia su objeto de deseo y afecto. Se estiró como si aquello fuera necesario para seguir existiendo, como si la ansiedad le consumiera por dentro, le consumiera el cuerpo.
Desde el piso de tierra y bajo el techo de zinc, el niño se inclinó hacia sus queridos y únicos juguetes. Ellos, inalterables, yacían sobre la mesa en el centro de la estancia. Un manotón bien propinado los acercó hasta el borde, hasta su dueño. Con felicidad el niño apretó entre sus pequeños dedos un objeto alargado y otro rectangular. Se sentó en la tierra fría por la humedad de las lluvias y emprendió su viaje.
A ratos era pescador como lo había sido su abuelo. Con su caña hermosa con mango y anzuelo, navegaba mientras esperaba que el pez amarillo con una raya roja mordiera el señuelo. Así pasaron las horas en el apacible bote, sin que nada le molestara. Pero entonces empezó el sonido de los cañones y supo que tendría que luchar por su vida, porque sólo su valor, su escudo rectangular y su alargada lanza, lo protegerían de sus atacantes, y le permitirían salir con vida de aquello.
Luchó y luchó hasta que no quedó más que huir e internarse en la selva. Ahora no eran humanos sus perseguidores ni fabricadas sus armas. Los gritos insistentes de los animales lo mantenían alerta. Equipado con un largo rifle y un machete amarillo, atravesó la densa vegetación, atacado por el hambre y la sed. Cuando creía no poder más, encontró un pequeño pozo y un pedazo de fruta en el suelo. Agotado, se quedó dormido.
Poco a poco la luna se apoderó del cielo. Bajo las estrellas, una constelación de luces iluminaba el cerro. Sin electricidad el niño dormía profundamente desde temprano. En la oscuridad, sobre un piso de tierra y bajo un techo de zinc, sus manos descansaban, satisfechas, mientras apretaban con fuerza dos sucios objetos: un cepillo de dientes sin cerdas, y un desgastado ticket de metro.
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