Por Noelia Depaoli
Me había confesado que todavía tenía la pueril costumbre de comer compota (aquel horroroso y espeso brebaje con que alimentan a los niños) y que quería que yo la probara.
– Es un nuevo sabor: coco, te gustara, come. Decía dichoso mientras estiraba la cucharilla colmada y me sonreía con la lengua afuera.
– No hay nada de especial en su sabor, aun reconociendo que tuviera sabor alguno, no es algo que yo quiera volver a probar. Me acorde de aquella vez en la playa, cuando se acercó Felipe, su hermano, hombre obeso y repulsivo, cuyo aliento exudaba anís y con quien yo estaba saliendo porque necesitaba dinero.
– No, no quiero, ¡me da asco! Y no era su sonrisa amarilla lo que me disgustaba, sino el recuerdo vívido y espantoso de Felipe, comiéndose la compota de su hijo, cuyo contenido se derramaba por debajo de su mandíbula abierta y ebria, hasta llegar a su cuello grueso, sudoroso y sucio para luego decirme, jadeante:
– ¡Lame!
Deseo al que accedí, sin darme cuenta de la oscuridad de ciertas corrupciones.
Fragmento tomado de "Los edificios más altos".
1 comentario:
o.O
Sin palabras!!
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