Por Guillermo Geraldo
–Fue culpa de él, ella se fue y la vi por última vez cuando no podía más. Recuerdo claramente cómo suspiraba luego de aquel inédito polvo. Todo el tiempo lo calló, y es que cómo notarlo, siempre esbelta y hermosa con ese perfume. Sí, así la recuerdo, con ese aroma a Chanel que seduce y enamora a galanes, y yo ignorado por el espontáneo humor de Giancarlo que siempre la hacía reír, siempre la advirtió, pero a qué sensación la podía estar llevando como para hacer caso omiso a su amado y mandarlo a la mismísima mierda. Triste fue cuando empezó a resbalarse como una ramera para poder conseguir aquel placer, y es que tenía que ser eso la esencia del placer a la mano porque ella no era así, ella era incapaz de caer tan bajo. Supongo yo que era algo superior a los campos elíseos en otoño, a las estrellas de Canaima o a Dudamel en concierto. En mis recuerdos se pasea ese momento cuando la llevaban en camilla y la arrebataban de mi vista. El Chanel de todos los días se me iba y la perdí por un ticket de metro que ordenaba todos los días aquella basura de droga haciendo una blanca línea para aspirarla y poner una flor más en la corona que adornaría su ataúd.
–Fue culpa de él. Nadie más que yo la quería y a nadie más amaba que a mí. Siempre conmigo, incluso de Giancarlo se esfumó, pero no de mí, siempre estuvimos juntos. La acompañaba en su camino al bar, sin embargo empecé a preocuparme cuando observaba todo lo que comía. Ahí se marchaba y volvía radiante, con aroma a mentas en sus dientes y al sonreír estaba lista para conquistar a cualquiera. Era curioso, su perfume se hacía más intenso siempre después de comer, no lo comprendía pero toda preocupación pasaría por alto luego de deleitarla. Se convertía en esas curiosidades que no pretendes ni quieres saber, secretos que regalan glamour a una dama.
Un día alcancé a ver tras el monedero. Estaba el maldito aquél torturándola, éste se escondía en la boca de mi amada hasta hacerla vomitar. No podía creerlo mi amada ahí y mis manos vacías de alguna solución para ayudarla. Siempre dije que no quería saber el secreto de la intensidad de su perfume luego de comer. Lamento el día que descubrí aquello que era lógico: luego del nefasto acto cepillaba sus dientes el mismo culpable, el que la hacía vomitar, sí, ése el culpable de su muerte, y luego se echaba el Chanel que inundaba todo el sitio. Aún la extraño, me dejaron sin mi amada, me la quitaron de mis brazos.
Ticket, Mercedes se marchó porque ella así lo quiso, nuestras súplicas fueron escuchadas por Giancarlo, pero no por Mercedes. Ni tú ni yo tenemos la culpa de que se hayan llevado a nuestra amada y a su perfume de nuestros brazos, dijo el cepillo.
–Mi pensamiento sigue firme; yo no la llevé a una sobredosis, fue indudablemente tu culpa la causa de su muerte, aunque quizá tengas razón, pero mi inmadurez no me permite aceptarlo. Al fin y al cabo, tú tienes más años en esta vida que un insignificante ticket de metro.
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