Por Paula Ortiz
Las cerdas del cepillo se habían peleado a gritos. Decidieron darse la espalda y seguir diferentes direcciones porque a una le chocaba la otra y, a esa otra la una le caía de la patada. Cada vez que trabajaban se caían a golpes. En el medio estaba yo, con un Oral-B desgastado luego de que la Colgate huyera corriendo al escuchar semejante escándalo. Sin más opción, me lavé los dientes con agua y con jabón.
No hacía tanta espuma como pensé así que mordisqueé otro pedazo de jabón más grande que el primero. Lo bandeé de cachete a cachete y escupí con asco el mejunje blanquecino que amargó mi lengua.
Un trozo de Palmolive se abrazó a mi encía y mi diente se quejaba. El premolar comenzó a golpear al intruso haciéndome daño. Cuando no lo soporté más, tomé un ticket de Metro que tenía en mi bolsillo y lo interpuse en la pelea. Él, muy erecto y amarillo, intervino y logró arrancar el trozo de jabón abriendo una herida en mi encía que ahora lloraba.
El ticket, ajetreado y maltrecho, se echó en la mesa luego del heroico acto. Yo me puse una curita que, casi maternalmente, arrulló la encía hasta que se durmió. Acto seguido, salí a comprar otro ticket de Metro para buscar un nuevo cepillo de dientes.
3 comentarios:
Qué curiosidad el comentario suprimido, Pauli!!
¡Wao! Aún me duele la encía... qué bueno.
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