miércoles, 14 de octubre de 2009

Los once discípulos

Por Guillermo Geraldo

–Comisario Rogelio, al parecer el individuo se trasladaba en un vehículo Chevrolet C-31 con cava de refrigeración. Iba camino Barinas-Mérida, de hecho ya se encontraba rodando páramo arriba y estaba amaneciendo, ¡bueno, jefe, usted sabe ese frío arrecho que empieza a pegar subiendo por esa montaña! Como le decía, iba rodando entre curvas serpentinas de aquella carretera, cuando se le atravesó una señora ¡al fin y al cabo, mujer al volante! Y bueno, el muchacho se la llevó por delante ¡Un Mazda 6 nuevecito! El choque no fue nada del otro mundo. Sin embargo, cuenta la señora que quiso esperar a tránsito y que el muchacho le ofreció unos buenos reales, pero que ella insistió en esperar. Había algo raro en esa vaina, el chamo empezó como que a perder la paciencia, a molestarse ¿no se iba a molestar, jefe? Por suerte llegamos justo a tiempo e inspeccionamos el choque. Por pura casualidad ¡vainas de nosotros los policías! le pregunté qué llevaba en la cava de atrás, contestó con completa serenidad “seis muertos, seis cadáveres”. Coño, los ojos y el corazón me dieron un brinco, inmediatamente le ordené que procediera a abrir la compuerta y efectivamente había seis cuerpos ¡Habían unos muchachos y hasta unas muchachas, toítas de cara bien bonita todavía, eso sí, tenían el cuerpo destrozado, ¡varios estaban abiertos! Procedí a ponerle las esposas, no ejerció ningún tipo de resistencia o fuerza y bueno, ya está aquí en la comisaría. Sólo esperábamos que usted llegara, investigación criminalística se quedó allá inspeccionando y recopilando evidencias.

–Buen trabajo, González, excelente intuición, hiciste lo correcto, gocho. Voy a entrar.

–Ya había pasado el medio día, un vaso de agua y unos cigarrillos se encontraban sobre el escritorio apuntado desde el techo por una lámpara que colgaba en aquel cuarto amplio y de piso de granito. Ahí estaba yo, meditando el título de mi delirante historia, cuando entró un tipo de chaqueta, lentes oscuros y bien peinado.

–¿Guillermo Eduardo Geraldo Rodríguez, venezolano, cédula de identidad veintidós millones veintinueve mil doscientos treinta y ocho?

–Sí, ¡buenas tardes, bonito día!

–Soy el comisario Rogelio Parra. A partir de este momento sólo hablará para responder a mis preguntas, aquí estaremos muy poquito tiempo o hasta la madrugada, dependiendo de su cooperación, así que hágalo rápido que no estoy de humor para trabajar hoy ¿entendido?

–Entendido.

–¿Qué hacía usted en carretera con seis muertos en un auto? Usted estaba al tanto de esto, según mis colegas.

–Era mi primer día de clases en la escuela de letras de la UCV, mi mente estaba concentrada en un sólo objetivo, conseguir una chica. Desde ese primer día, el maldito de Leo fue protagonista. Podía observar cómo las chicas lo miraban en clases y no se podían concentrar en más nada que no fuera él, incluso los profesores parecían hechizados, hasta lo dejaban fumar en el salón. Los días fueron pasando, y mi sueño por una femenina se nublaba clase tras clase. Las chicas no se atrevían a saludarme, les daba asco por mi cara minada de pepas debido al acné. Leo, Leo y más Leo; lo escuchaba hablando de cómo se follaba a las chicas cuando se iba de parranda. La envidia se apoderaba de mí, cada día lo odiaba más, aunque nunca antes como el día que salió ganador del segundo lugar de la categoría de jóvenes del I Rally Metropolitano. Yo tenía esperanzas de ganar, pero Leo, Leo de nuevo, siempre Leo. Quería escribir una historia donde Leo no opacara mi talento. Debía escribir una historia deslumbrante, que sellara mi absoluta gloria.

Era jueves. No tendríamos clases hasta el lunes, era el puente perfecto para viajar a la playa. Los muchachos del salón viajarían hasta Morrocoy, no era gran sorpresa (siempre se divertían rumbeando, yendo a la playa y teniendo sexo), la sorpresa fue que me invitaron a viajar con ellos. Realmente sólo querían que llevase la comida y las maletas en mi camioneta con cava, para ellos ir juntos en sus carros. Aparte sabían que tenía una lancha en Morrocoy, por eso también me invitaron, pero no me importaba, igual estaba contento. Al fin y al cabo no me excluían esta vez.

Pasamos el primer día en Cayo Sombrero. En la noche los chicos un poco ebrios querían aventurar por el lugar. Samar me pidió con dulzura, acariciando mi cuello, que los llevara en mi lancha de paseo. En eso Moisés interrumpió para aclarar que lo hiciéramos en un par de horas. Caminé por la playa alucinando por el increíble cosquilleo que dejó el tacto de sus manos de seda en mi cuello. Estaba seguro que estaba enamorada de mí, regresé a las carpas y mis ojos captaron cómo todos se besaban, fumaban marihuana y la pasaban de lo lindo. Y Samar, increíble, estaba con Leo. Lo odiaba, lo odiaba mil veces más que el día que recibió su diploma del I Rally de Escritores. Moisés tuvo el descaro de ordenarme llevarlos a pasear. Los más sobrios cogieron linternas y sus trajes para bucear, Leo, Víctor, Samar y Jessi decidieron quedarse, mientras que las tocayas Gabriela, Andrea, Paula, Moisés, Ricardo y Noelia subieron a bordo junto a mí.

El mar se encontraba manso y sereno, parecía un plato de lo estable de la marea, sólo perturbada por el motor de la lancha. Ricardo, Paula, Noelia y Andrea pidieron que las dejase en un cayo durante un tiempo. Acordamos que al terminar la jornada de buceo nocturno pasaría por ellos. Las dos Gabriela y Moisés, resteados a bucear, se sumergieron en el agua. Yo decidí quedarme con la excusa de cuidar la lancha, pero realmente estaba molesto con todos, solo quería que desaparecieran de mi vista para siempre.

Trascurrido un cuarto de hora, más allá de una tentación maldita, vi como una bendición milagrosa: la aleta de aquel tiburón rondando por el lugar. Increíblemente ninguno de los sumergidos en el agua lo percataron, quizá se encontraban aún más profundo del feroz animal. Sabía que tendrían unos quince minutos más para estar bajo las aguas, pues el oxígeno se agotaría. Esperé durante un tiempo, mientras lo que parecía un tiburón seguía rodando el lugar. Corté mis dedos y derramé abundante sangre en las saladas aguas pues se dice que la sangre despierta el instinto salvaje por comer de los tiburones. Tras ello, prendí el motor y me eché a andar a Cayo Pelón, donde se encontraban parte de los otros. En la lancha había comida, un arpón, una escopeta y bastante caña. Llamé a los muchachos en Cayo Pelón a que subieran para navegar hasta el campamento, pero estaban ebrios y felices, me insultaron y mandaron a la mierda, entonces bajé de la lancha con la escopeta, le disparé a Ricardo y a Noelia en el pecho. Andrea y Paula alcanzaron a correr, pero sus piernas se les hundían en la arena. Paula resbaló y disparé en su espalda, empapando de sangre la arena, mientras que Andrea corría a toda velocidad hacia la lancha. Desesperada gritaba por auxilio. Intentó prender el bote, pero yo tenía las llaves del motor, entonces nadó unos 10 metros, yo prendí el bote y arranqué agudizando mis ojos, la estuve cazando; en algún momento saldría a la superficie, se agotaría pronto, su cabeza salió del agua a tomar aire y la pillé, apunté rápidamente y su cabeza se volvió trizas al dispararle.

Estaba decidido a acabar con todos y lo estaba haciendo muy bien. Llegué a Cayo Sombrero de regreso con la ira y la sed de más sangre notable en mi cara, tanto así que Víctor se percató. Se dio cuenta al preguntar por los muchachos. Miraba a Leo de forma preocupante, mientras tanto las muchachas no entendían mucho eso de que los otros se habían quedado en Cayo Pelón. Creían que era mejor pasar la noche todos allá. Víctor corrió hacia mí gritando lo maldito que soy, pero antes disparé a Jessica en su estomagó. Ella cayó de rodillas con un grito ahogado de dolor. Me alegré, pero no había podido efectuar el tiro de Víctor aún. De pronto se lanzó encima y un dolor intenso me invadió luego de que tatuara un coñazo en mi ojo. Mientras forcejamos Samar corrió a ayudar a Víctor y Leo aprovechó para refugiarse y escapar. Logré empujar a Víctor y apartarlo un metro de mí, cogí el arpón y lo clavé en la garganta del quizás más intuitivo de todos. Samar entró en shock y se paralizó por unos momentos, luego intentó huir, pero la empujé. Caímos en la arena y la ahorqué hasta matarla.

Debía ahora encontrar a Leo antes de que se adentrara demasiado la noche, necesitaba recoger los cuerpos antes del amanecer, pero por los momentos éramos los únicos en aquellas playas. Caminé buscando a Leo, adentrándome a un pequeño bosque de palmeras que había en el lugar. Se me hacía difícil mirar entre los árboles, Leonardo salió repentinamente clavando un cuchillo en mi pierna. Fui demasiado estúpido al no prever que podía tener alguno. Hinqué mi rodilla derecha en el suelo. El dolor era insoportable y agudo. Leo me embistió a golpes, estaba sometido, pero mi odio cobró fuerzas. Mi odio hizo que surgiese una anestesia al dolor en mi cuerpo. Logré desprender el cuchillo de mi pierna, y apuñalé a Leo en todo el cuerpo hasta despedazarlo. Su boca era una cascada sangrienta, como sus ojos y heridas.

Entonces cogí todos los cuerpos muertos en tierra, los abrí hasta sacar parte de sus órganos, pues así se harían más ligeros a la hora de cargarlos hasta la camioneta. Ya camino a ésta con seis cuerpos en el bote, pude escuchar un grito desesperado de Gabriela V. Su cabeza se asomaba en el agua a unos veinte metros de de mí, distancia que me dispuse a eliminar. Aceleré con fuerza hasta que escuché el sonido fuerte y seco de su frente contra la proa.

Luego de la proeza estuve un día en un hotel curando mis heridas. Pretendía filetear los cuerpos y vender la carne a algún frigorífico lejos de Morrocoy.

Entonces, ¿qué le parece mi historia, comisario? Yo le pondré de título los once discípulos, digo maté a once, ¿le agrada?

5 comentarios:

Moises Larez dijo...

30 años después que saliste de cárcel estás en tu casa tranquilo. Disfrutando de tu primer día de paz después de 30 años de encierro. Y tomas una novela, cualquiera de tu biblioteca. Y cuando lo haces hay un alacrán. Te pica, te asustas y ves sombras por las cortinas de tu casa. Se cierra una puerta. Se abre otra. Oyes todo. Tienes miedo. Pero la prisión te había enseñado a no tener miedo. REcuerdas a Leo Riera y te lo imaginas caminando hacia ti como un zombie que te quiere matar. Entonces, volteas y estoy yo. El tiburón nunca me mató, sobreviví sólo para matarte. Sueltas un grito sordo, pero ya es tarde. Caes producto de un veneno que tenía el libro que hayas tomado porque me di a la tarea de envenenar todos y sientes todo el dolor de tus once muertes y luego mueres. Y yo termino siendo el único sobreviviendo de tu historia.

Gabriela Valdivieso dijo...

Escribiendo otra historia. Para ti más gloriosa que la suya. Jo!!

Bravo, bravo!! Demasiada creatividad, chicos!

Yo estoy muy feliz porque salí muy bien parada. De pana un tiburóncito no puede conmigo, soy demasiado Ariel!! =)

Guillermo Geraldo dijo...

Hahahahaha, Que bueno Moisés xD
Si Gaby ='( Yo no quería ver como morías...

José Leonardo Riera Bravo dijo...

Hahaha a mí la muerte que más risa me dio fue la de Gabriela V.! XD
Y la de Victor también! jajaja

También está fina la de Moisés! jajaja

Felicitaciones a todos! jejeje

Karim Taisham dijo...

jaajajjaja eres un loco de M...!!

esta genial, que bueno que me mataste sin dolor porque morir golpeada por una lancah (Gaby) o arponeada en el cuello (Vic) no debe ser muy agradable jajaja XD

eres mas sangriento que yo! umm deberemos picar ;)