domingo, 16 de mayo de 2010

Ladrón de boticas

En la cola las manos le sudaban de la misma manera que le hubieran sudado si su crimen hubiera sido matar a alguien.

La cola para pagar en Farmatodo era enorme. Ezequiel y Eduardo miraban a los tipos de seguridad en la puerta y tratando de ocultar los nervios evocaban algún pasaje literario donde ocurría la misma situación y los personajes salían airosos. Ezequiel, quien había sido el culpable de todo esto, pensaba que la cola era interminable, que nunca terminarían de pagar la crema de afeitar, las hojillas, la chicha y el bendito chocolate.

El tipo de la cámara vio cuando Ezequiel lo hizo. Y llamó a la policía. La policía le dijo el procedimiento. El seguridad se cagó, dijo que le daba miedo, que cómo sabía que ese chamo no tenía una pistola, que tenía hijos y una esposa que mantener. El policía le dijo que no se preocupara, que seguro eran unos rateritos de algún barrio cercano que acababan de salir del cine y que se llevarían esa cosa sólo por joder, porque son unos malcriados que no pueden vivir sin estar robando. El seguridad, le dijo, muy valiente, muy macho, que acataría el procedimiento. El policía le dijo que muy bien, que ellos mandarían una patrulla para allá para verificar que todo esté bien y por si las cosas llegaban a complicarse, pero volvió a enfatizar que nada sucedería. El seguridad se paró y buscó a Gian-Go, el seguridad papiao de la sección de cosméticos de mujeres y productos de limpieza, un gordo con una gran cicatriz en la cara y aspecto yokosúnico. Cuando lo vio le explicó el procedimiento, Gian-Go aceptó y dijo “si se ponen popis les parto la cara a esos carajitos”.

Ezequiel y Eduardo sólo comían par de perros calientes en la avenida, como cualquier ciudadano común. Ese día no sabían que casi hubieran podido ir presos. Como Ezequiel y Eduardo son muy pichirres, les pareció que pagar 5 bolívares por una malta era una exageración, así que decidieron ir a Farmatodo a comprar alguna bebida a precio regular.

La farmaceuta no podía creer que alguien fuera capaz de cometer un crimen en una farmacia. En sus 20 años de experiencia era primera vez que pasaba. Ella tenía que ir a ver quién había decidido cometer semejante atrocidad, sólo por el hecho de poder ver a los ojos a unos ladronzuelos cualquiera y maldecirlos mentalmente. La farmaceuta estaba arrecha. Empezó a maldecir haber tenido que vivir en esta ciudad y empezó a echarle la culpa al gobierno por todas sus desgracias. Pensó en su paupérrimo sueldo, en su maestría en Farmacología y en lo felizmente pequeño burgués que sería viviendo en otro país del mundo, cualquiera.

Las empleadas que no habían estudiado nada en la universidad, salvo algunos semestres fallidos de letras o bibliotecología para cambiarse a Comunicación Social y debido a que no pudieron hacerlo por un promedio deficiente empezaron a trabajar y cayeron en Farmatodo, habían creado un barullo sobre el asunto de los chicos que iban a ser interpelados por el Seguridad y Gian-Go y que luego serían vistos a los ojos por la farmaceuta. Por supuesto ni Ezequiel, el autor del crimen, ni Eduardo, que sabía del crimen pero se hacía el paisa, creían que algo les sucedería ése día.

Entonces llegó la policía. Eduardo y Ezequiel pensaron que el seguridad les había dicho la verdad, que no les harían nada si pagaban y se iban, pero ahora la policía estaba en la entrada de la farmacia y hablaban con el seguridad. Gian-Go los señaló y el policía fue directo hacia ellos. Tomó un refresco y se devolvió.

Ezequiel no quería irse en metro, quería irse caminando. Y recordó cuando al salir de Farmatodo, justo en la puerta, un policía le decía a otro, “qué rico Chocolate, ¿no?” y reían entre ellos. A cada rato le preguntaba a Eduardo si tenía la factura. Le daba miedo que algún policía lo parara y lo metiera preso. Más nunca robaré en mi vida, ni libros siquiera.

Eduardo recordó la clase del día después de la muerte de Adriano González cuando un profesor, llorando en clase, dijo que el único crimen que podía permitirse un estudiante universitario era robar un libro. Que él recordaba las clases en las que Adriano decía “muchachos, roben libros que igual los editores nos pagan: ustedes sólo le están robando al verdadero ladrón”.

La farmaceuta pasó, tomó un refresco y vio a Ezequiel a los ojos. Eduardo estaba muy distraído pensando a qué personaje de la literatura le había pasado lo mismo. Ezequiel entró en pánico y llegaron los policías. La cola no avanzaba. Una mujer pagaba en débito y había olvidado su clave nueva. El cajero de la otra caja había ido al baño, le habían caído mal las caraotas que le había hecho su suegra. La cajera que pasaba la tarjeta de débito se tardaba a propósito: no quería atender a unos delincuentes. Ya todos los empleados de la farmacia sabían qué habían hecho.

Ezequiel y Eduardo estaban tranquilos. Pensaban que se tomarían la chicha en el banquito de en frente después de pagar y que luego tomarían el metro hasta sus casas. Ni por un segundo se les pasó por la mente que serían descubiertos. Quizá a Ezequiel un par de veces, por haber cometido el crimen, pero lo desechaba inmediatamente. Entonces un tipo llegó con un gordo de la nada. Agarró por el brazo a Ezequiel y no habló, se veía que trataba de decir algo pero no podía.

El seguridad trató de recordar el procedimiento, pero estaba cagado. Esos chamos podían tener una pistola y sacarla ahí mismo. Trató de decir unas palabras, de ejercer autoridad, pero no pudo. Sólo le salió agarrar por el hombro al chamo que había hecho la vaina.

“Mierda, nos robaron” pensó Eduardo. “Ese tipo gordo seguro es un matón y nos confundió con unos mafiosos. Nos van a enseñar una pistola escondiíta y nos van a sacar del local, luego nos van a pedir un pendrive con información confidencial y si no se lo damos nos matan”. Entonces Eduardo tocó su bolsillo a ver si tenía un pendrive que darles a los matones por si acaso lo intentaban matar. Ese pendrive falso por lo menos les daría algo de ventaja para escapar de los matones.

-Me da un permi… un permi… un permi… -dijo el seguridad mientras tomaba del hombro a Ezequiel indicando con el dedo índice la nevera de refrescos que estaba al lado de él en la cola.

Eduardo pensó que no eran ningunos matones. Que sólo era un pendejo que no sabía respetar los espacios de la gente y los invadía sin remordimiento como el noventa por ciento de la población de Caracas. Eduardo, empezaba a pensar en pájaros preñados cuando el que parecía un matón yokusúnico dijo:

-Esto no fue lo que vinimos a hacer –Y regresó el refresco de piña a la nevera.

Eduardo se cagó, volvió a tocarse el bolsillo a ver si tenía un pendrive.

-Chamo –dijo el seguridad dirigiéndose a Ezequiel–, sácate el chocolate ése que tienes escondido atrás.

La farmaceuta miraba muy alegre a Ezequiel y se preguntaba quién sería su madre, los empleados y el seguridad esperaban a la policía en cualquier momento, Gian-Go se tronaba los dedos: en ese instante hasta el reloj se detuvo.

-Mira, chamo, no quiero escándalo, no te me pongas popi. Vamos a hacer esto. Vas a pagar el chocolate.

-Sí, yo lo pago, no se preocupe –dijo Ezequiel.

-¡No quiero ironías! –dijo el seguridad ahora con confianza al saber que había agarrado a alguien por primera vez en su vida.

-Sí, yo lo pago.

-¿Sabes qué? Harás toda la cola, pagarás el chocolate y luego no te quiero ver más nunca en este Farmatodo. ¡Jamás!, ¿oíste?, ¡jamás!

El seguridad tomó un refresco y se lo fue a tomar. Estaba feliz de haber cumplido el procedimiento a la perfección. Ezequiel y Eduardo tuvieron que hacer toda la cola y calarse que justo antes de pagar una doñita les dijera que ella iba primero, que por la tercera edad, que no sean unos abusadores, que ella pagaría. Y ellos le dijeron que sí, señora, pague. Y la doña los vio con cara de no me vengan con ironías.

3 comentarios:

Gabriela Valdivieso dijo...

La tensión!! que extraña me has dejado!! Qué pasóoo, con los policías? cómo terminó! Qué manejo de mi ansiedad! abusador!

jeje, excelente Moi, qué grande volverte a leer!!

Nota: me encantaron las distintas visiones del hecho, y toda las anécdotas los enlentecedores de la cola! la mujer de la clave!!

Karim Taisham dijo...

jajajajaj muy fino Mo. De pana q este texto significo un cambio en tu estilo, como si estuvieras ensayando una nueva formula.
el inicio me parecio medio lento, pero todo lo demas fluyo con una rapidez inaudita, verdaderamente sorprendente.
jajajajaj adore el final: a mi no me vengan con ironias.

oie, esa anecdota del profesor llorando por Gonzales Leon, me sono a veracidad. eso paso?

Moises Larez dijo...

Gab, es un cuento. No sé qué habrá pasado con los policías. Ezequiel y Eduardo salieron de Farmatodo, como dice ahí y Ezequiel pidió no irse en Metro porque le daba miedo. Supongo que los policías del cuento sólo fueron al local para ver si todo estaba bien.
Noe, sí, estoy experimentado con la tercera persona.
Gab, qué bello tu comentario.
Noe, el tuyo también.
Las quiero. (y extraño)