Mi amigo que sigue, siempre, en la lucha
Por Jessica Márquez Gaspar
El reloj marca las ocho y suenan las acostumbradas campanadas. Casi debajo del reloj se estaciona un carro y en él me subo. Detrás de mí una figura, una sombra, se desliza siguiendo mis pasos. El brillo metálico del revólver acompaña la amenaza del dedo en el gatillo. Una mano que tiembla denota los nervios. La mía no vacila al golpear su cara.
Como gato, salto y huyo a través de la plaza. La venganza del arma vuela velozmente: en cuestión de segundos recibo, en mi brazo izquierdo, la caricia sensual de una bala.
En mi huída dejo un trazo rojo que salpica las piedras.
Un guardia impávido mira la luna, los fuegos artificiales ocultan el ruido de los disparos, y un enemigo político logra llamar a los bomberos. Pierdo el conocimiento. En “la casa que vence las sombras”, la luz para mí, se apaga.
Paso varios días en el limbo. Despierto finalmente ante la punzada aguda del dolor. Caras amigas mencionan mi nombre y un yeso café delata la operación realizada. Mi mamá suspira aliviada ante mi evidente mejoría. Estoy fuera de peligro, por ahora.
Aunque no lo escucho, sé que lejos el reloj marca las ocho.
En todos lados, siempre, otras caricias de bala.
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