Por Jessica Márquez Gaspar
La luna se desgarraba en ríos de plata, en hilos del más fino algodón. Agobiada por los acontecimientos de aquella noche, parecía contar su testimonio a las estrellas en cómplice murmullo.
Podía observar con claridad la plaza, el jardín adyacente. El rastro de lo sucedido quedaba en el aire, y las gotas de sangre, esparcidas.
La luna sabía bien lo que había pasado. Asombrada, alumbraba a los perpetradores que nadie perseguía. Armados con revólveres transitaban calles estrechas hasta un carro en marcha, con las ropas manchadas de crimen. Se movían entre las sombras.
El cuerpo resplandecía tirado entre los matorrales.
Cómo iba a saber él que ese era su último trago y, más aún, que su secreto no era tal y por él sería perseguido. Ebrio y feliz se sentó en un banco a conversar. Eran pasadas las dos, pero la zona aún vibraba.
La luna estaba en cuarto creciente y alumbraba sin demasiada fuerza. La noche era fresca y poseía una hermosa serenidad, sólo rasgada por tiros nerviosos, pero certeros.
En sus últimos momentos pensaba confusamente en todos aquellos millones, en lo rico que era, aunque sabía que aquello no le pertenecía.
La luna miraba de reojo.
Dos bultos negros salieron de las sombras y se acercaron a un farol cercano.
Él sonreía pensando en su retiro temprano cuando fue identificado. Los hombres caminaron pasando a su lado. Las balas emergieron de la nada y lo dejaron desplomado entre los arbustos, mientras sus amigos repetían su nombre.
Manchada de rojo había quedado la luna. En el silencio podía escucharse su corazón palpitante.
Un Aveo tomó una autopista y se perdió en el fondo negro.
Roja era la noche, y roja la luna.
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